—¿Puedes manejar una de esas cosas? —me pregunta, apuntando hacia el camino.
—Sí —digo lentamente.
—Vamos —comienza a caminar cuesta abajo rumbo al sendero.
—Hmmm… ¿no será peligroso?
—Es poco probable que haya dos unidades volando en la misma dirección a una hora de distancia entre una y otra. Una vez que estemos en el sendero, estaremos más seguros de los monos que podamos encontrar en el camino. Pensarán que somos gente de Obi, demasiado bien armados y bien alimentados como para atacarnos.
—No somos monos —¿no acabo de pensar yo misma que somos monos inteligentes? ¿Por qué me molesta cuando él dice que lo somos?
Me ignora y sigue su camino.
¿Qué esperaba? ¿Una disculpa? Lo dejo pasar y lo sigo hasta la autopista.
En cuanto pisamos el asfalto, Raffe me toma del brazo y se oculta detrás de una camioneta. Me pongo en cuclillas a su lado y hago un esfuerzo por oír lo que él escucha. Después de un minuto, escucho un vehículo aproximarse. ¿Otro? ¿Qué posibilidades hay de que otro vehículo cruce casualmente por el mismo camino después del primero?
Ahora es una camioneta negra con una cama de arbustos en la caja. Lo que sea que carga en la parte trasera es grande, abultado e intimidante, por una razón que no alcanzo a comprender. Se parece mucho a la camioneta que llenaban con explosivos ayer. Pasa a un lado de nosotros, lenta y segura rumbo a la ciudad.
Una caravana. Es una caravana bien espaciada, pero apuesto el contenido de mi mochila a que hay más coches adelante y atrás. Se han espaciado para notarse menos. La Hummer probablemente sabía acerca de los ángeles que sobrevolaban la zona porque recibieron aviso de los vehículos que van adelante. Incluso si el primer vehículo es atacado, el resto de la caravana estará bien. Mi respeto por el grupo de Obi sube otro nivel.
Cuando se desvanece el sonido del motor, nos ponemos en pie y comenzamos a buscar nuestro propio vehículo. Prefiero manejar un coche económico de bajo perfil, que no haga mucho ruido y no se quede sin combustible. Pero ese es el último tipo de coche que manejarían los hombres de Obi, de manera que buscamos entre la variedad de camionetas todoterreno que hay a nuestro alrededor.
La mayoría de los coches no tienen las llaves dentro. Hasta en el fin del mundo, donde una caja de galletas vale más que un Mercedes Benz, las personas se siguieron llevando las llaves cuando abandonaron sus coches. Supongo que fue por costumbre.
Después de inspeccionar una media docena de autos, encontramos una todoterreno negra con ventanas polarizadas y las llaves en el asiento del conductor. Este conductor debió sacar las llaves por costumbre y luego lo pensó dos veces antes de cargar con ese inútil pedazo de metal. Tiene un cuarto de tanque de combustible. Eso podría llevarnos hasta San Francisco, suponiendo que el camino está libre hasta allá. Aunque no es suficiente como para volver.
«¿Volver? ¿Volver a dónde?».
Callo la voz en mi cabeza y me subo a la camioneta. Raffe se instala en el asiento del copiloto. Enciende a la primera y comenzamos a movernos por la 280 rumbo al norte.
Nunca pensé que moverse a treinta kilómetros por hora pudiera ser tan emocionante. Mi corazón palpita fuertemente mientras me aferro al volante como si fuera a perder el control en cualquier momento. No puedo ver todos los obstáculos en el camino y estar alerta en caso de que haya atacantes. Miro rápidamente a Raffe. Está revisando los alrededores, incluso a través de los espejos laterales, así que me relajo un poco.
—¿A dónde vamos, exactamente? —no soy experta en la distribución geográfica de la ciudad, pero he estado en San Francisco varias veces y tengo una idea general de dónde se encuentran los distintos barrios.
—El distrito financiero —él conoce la ciudad lo suficiente como para identificar los distritos. Me pregunto cómo lo sabe, pero lo dejo pasar. Sospecho que ha estado mucho más tiempo explorando el mundo de lo que yo llevo en él.
—Creo que esta autopista lo atraviesa, o por lo menos cruza cerca de ahí. Eso, suponiendo que el camino está libre hasta allá, pero lo dudo.
—Hay más orden en la zona cercana al nido. Los caminos deben estar libres.
Lo miro fijamente.
—¿A qué te refieres con más orden?
—Habrá guardias en el camino cercano al nido. Antes de llegar, debemos prepararnos.
—¿Prepararnos? ¿Cómo?
—Encontré algo en la última casa que podrás usar ahí. Yo también necesito cambiarme. Yo me encargo de los detalles. Burlar a los guardias será la parte fácil.
—Grandioso. ¿Y después qué?
—Entonces iremos de fiesta en el nido.
—¿Podrías ser un poco más críptico, por favor? No iré a ninguna parte a menos que me expliques en dónde me estoy metiendo.
—Entonces no vengas —su tono no es duro, pero el contenido es muy claro.
Me aferro al volante tan fuertemente que me sorprende que no se haya aplastado.
No es ningún secreto que sólo somos aliados temporales. Ninguno de los dos quiere que esta sea una sociedad duradera. Lo ayudaré a llegar a su hogar con sus alas, él me ayudará a encontrar a mi hermana. Después de eso, seguiré por mi propia cuenta. Esto lo sé. En ningún momento lo he olvidado.
Pero después de un par de días de tener a alguien cuidando mi espalda, la idea de estar sola nuevamente me hace sentir… sola.
Choco contra la puerta abierta de una camioneta.
—Creí que sabías manejar.
Me doy cuenta de que estoy pisando muy fuerte el acelerador. Serpenteamos como ebrios al volante a unos cincuenta kilómetros por hora. Bajo la velocidad a treinta y obligo a mis dedos a relajarse.
—Déjame la conducción del auto y yo te dejaré los planes —tengo que respirar profundo después de decir esto. He estado enojada con mi padre todos estos años por haberme dejado a tomar todas las decisiones difíciles sola. Pero ahora que Raffe asumió el liderazgo e insiste en que lo siga ciegamente, se me revuelve el estómago.
Vemos a algunas personas maltrechas aquí y allá, pero no muchas. Se escabullen en cuanto ven nuestro auto. La forma en que nos miran y se esconden, la forma en que sus rostros furtivos y sucios nos espían con una curiosidad tan tensa me hace pensar en esa palabra tan odiada: mono. Los ángeles nos han convertido en eso.
Encontramos más gente conforme nos acercamos a la ciudad. El camino se vuelve menos laberíntico.
Eventualmente, el camino está casi libre de coches, aunque no de personas. Todos siguen mirando el autopasar, pero hay menos interés, como si un vehículo en el camino fuera algo que ven con regularidad. Mientras más nos acercamos a la ciudad, hay más personas caminando a nuestro paso. Vigilan su alrededor ante cada sonido y movimiento, pero transitan en espacios abiertos.
Una vez que entramos de lleno en la ciudad, el daño es evidente en todas partes. San Francisco fue atacada junto con muchas otras ciudades. Parece una pesadilla postapocalíptica, una ciudad derretida y en llamas, sacada de alguna película de Hollywood.
Al entrar en la ciudad puedo ver algunas partes del puente que atraviesa la bahía. Parece una línea pintada sobre el agua, con algunos trozos faltantes. He visto fotografías de San Francisco después del terremoto de 1906. La devastación fue impactante y me costaba trabajo imaginar cómo pudo haber sido.
Ahora no tengo que imaginarlo.
Cuadras enteras no son más que escombros carbonizados. Las lluvias iniciales de meteoritos, los terremotos y los tsunamis sólo ocasionaron parte del daño. San Francisco era una ciudad que tenía hileras e hileras de casas y edificios construidos tan cerca los unos de los otros que no podías meter un trozo de papel entre ellos. Las tuberías de gas explotaron y ocasionaron incendios que se extendieron sin posibilidad de extinguirlos. El cielo se llenó de humo sangriento durante días.
Ahora, lo único que queda son los esqueletos de los rascacielos, alguna iglesia de ladrillo aún en pie, cientos de pilares que no sostienen nada.
Un anuncio proclama que «Life is God». Es difícil identificar qué producto vendía, ya que están chamuscadas todas las palabras incluyendo la letra que falta. Supongo que el anuncio decía «Life is Good». El edificio destripado detrás del anuncio parece estar derretido, como si sufriera todavía los efectos de un incendio que simplemente no se extingue, incluso ahora, bajo el extraño cielo azul.
—¿Cómo es posible? —ni siquiera me doy cuenta de que lo dije en voz alta, hasta que escucho mi voz ahogada por las lágrimas—. ¿Cómo pudieron hacer esto?
Mi pregunta suena personal y quizás lo es. Él podría ser el responsable de las ruinas a mi alrededor.
Raffe se mantiene en silencio durante el resto del trayecto.
En medio de este vertedero de cadáveres, unas cuadras del distrito financiero se mantienen erguidas y relucientes bajo la luz del sol. Parece sin daño alguno. Para mi asombro, hay un campamento hechizo justo en las afueras de la parte sin daños del distrito financiero.
Trato de rodear a otro coche, suponiendo que está detenido, hasta que de repente se mueve frente a mí. Aplasto el freno. El otro conductor me lanza una mirada asesina mientras me rebasa. Parece como de unos diez años, apenas lo suficientemente alto como para ver por encima del tablero.
El campamento es más como una ciudad perdida o una favela, de las que vemos en los noticiarios, a donde miles de refugiados se dirigieron después del desastre. Las personas —aunque no se están comiendo las unas a las otras, por lo menos hasta donde yo puedo ver— parecen hambrientas y desesperadas. Tocan las ventanas de la camioneta como si tuviéramos riquezas ocultas en el interior que podríamos compartir con ellos.
—Párate ahí —Raffe apunta a un área donde un montón de coches están apilados y desparramándose en lo que antes era un estacionamiento. Conduzco el coche hacia allá y me estaciono—. Apaga el motor. Cierra las puertas y vigila atentamente hasta que se olviden de nosotros.
—¿Se van a olvidar de nosotros? —le pregunto, mientras observo a un par de tipos subirse al techo del coche. Se sientan como en casa sobre la calidez de nuestro auto.
—Mucha gente duerme en sus coches. Probablemente no intentarán nada hasta que piensen que estamos dormidos.
—¿Vamos a dormir aquí? —lo último que tengo ganas de hacer con toda esta adrenalina que corre por mis venas es dormir en una caja con ventanas y rodeada de gente desesperada.
—No. Nos vamos a cambiar aquí.
Se voltea hacia el asiento trasero y toma su mochila. Saca un vestido de fiesta color escarlata. Es tan pequeño que, al principio, pienso que es una bufanda. Es el tipo de vestido diminuto que una vez pedí prestado a mi amiga Lisa cuando me convenció de salir a un club a bailar. Ella consiguió identificaciones falsas para las dos, y hubiera sido una noche divertida, pero ella se embriagó y se fue con algún chico universitario, y yo tuve que regresar a casa sola.
—¿Para qué es esto? —por alguna razón, no creo que tenga en mente que salgamos a algún club.
—Póntelo. Trata de verte lo mejor posible. Es nuestro boleto de entrada —quizá sí tiene en mente una salida a un club.
—¿No vas a regresar a casa con una universitaria borracha, o sí?
—¿Qué?
—Nada —tomo el revelador trozo de tela, junto con un par de zapatos que le combinan y, para mi sorpresa, unas medias sedosas. Raffe quizá no sepa mucho sobre los humanos, pero sí sabe sobre ropa de mujer. Le lanzo una mirada penetrante, mientras me pregunto cómo se volvió experto en este tema. Me devuelve la mirada con una actitud relajada, sin decir nada.
No tengo privacidad para cambiarme lejos de las miradas fisgonas de los vagabundos en el techo del auto. Es gracioso… sigo pensando en la gente como vagabundos, pero ninguno de nosotros tiene casa ahora. Seguro eran unos hipsters en aquel entonces. «En aquel entonces» siendo apenas hace un par de meses.
Por suerte, toda chica sabe cómo vestirse en público. Meto el vestido por encima de mi cabeza y debajo de mi abrigo. Saco los brazos de las mangas del abrigo y me deslizo en el vestido usando el abrigo como cortina. Luego, bajo el vestido hasta mis muslos y me quito las botas y el pantalón.
El vestido es más corto de lo que quisiera, de modo que sigo jalándolo para que sea más modesto. Mis muslos están al descubierto y el último lugar donde me gustaría llamar la atención es aquí, rodeada de hombres sin ley en condiciones desesperadas.
Cuando miro a Raffe con ansiedad en mis ojos, me dice:
—Es la única manera —puedo notar que a él tampoco le gusta.
No quiero quitarme el abrigo porque puedo sentir lo revelador que es el vestido. En una fiesta en el mundo civilizado, podría sentirme cómoda en él. Incluso podría sentir emoción por lo bonito que está, aunque no tengo idea si es bonito o no, ya que no puedo verlo. Puedo notar, sin embargo, que quizá es una talla demasiado chico para mí, porque está muy apretado. No estoy segura de si esa es la intención del diseñador, pero sólo añade a la sensación de estar desnuda enfrente de un montón de salvajes.
Raffe, en cambio, no se inhibe al desnudarse frente a desconocidos. Se quita la camisa y se baja los pantalones militares para ponerse una camisa blanca formal y unos pantalones negros. La sensación de ser observada me impide observarlo como me gustaría. No tengo hermanos y nunca he visto a un hombre desnudarse antes. Es natural tener curiosidad, ¿o no?
En vez de observar a Raffe, miro tristemente los zapatos que me dio. Son del mismo tono escarlata que el vestido, como si la anterior dueña hubiera confeccionado unos para combinarlos con el otro. Los tacones altos y delgados están hechos para acentuar las curvas de las piernas.
—No puedo correr con estos zapatos.
—No tendrás que hacerlo si las cosas suceden de acuerdo al plan.
—Perfecto. Porque las cosas siempre suceden de acuerdo al plan.
—Si las cosas se ponen mal, correr no te servirá de nada.
—Sí, pues, tampoco puedo pelear con ellos.
—Yo te traje aquí. Yo te protegeré.
Estoy tentada a recordarle que yo soy la que lo sacó de la calle para que no terminara como animal muerto.
—¿Es la única manera de entrar?
—Sí.
Doy un suspiro. Me pongo los inútiles zapatos con la esperanza de no romperme un tobillo al caminar con ellos. Me quito el abrigo y bajo la visera del coche para inspeccionarme en el espejo. El vestido es tan apretado como lo había imaginado, pero me queda mejor de lo que pensaba.
Mi cabello y mi cara, en cambio, me hacen sentir como si llevara una bata de baño vieja y apolillada. Trato de cepillarme el cabello con los dedos. Está grasiento y apelmazado. Mis labios están partidos y mis mejillas quemadas por el sol. Mi quijada todavía tiene distintos colores por el golpe que Boden me propinó en la pelea. Por lo menos los chícharos evitaron que se inflamara.
—Toma —me dice, mientras abre su mochila—. No sabía qué necesitarías, así que tomé algunas cosas que estaban en el gabinete del baño —antes de pasarme la mochila, extrae un saco de smoking.
Lo veo inspeccionar el saco y me pregunto qué estará pensando que lo tiene tan sombrío. Luego me pongo a hurgar en la mochila.
Encuentro un peine. Mi cabello está tan grasiento que de hecho es más fácil de estilizar, aunque no me gusta mucho su apariencia. También hay un poco de crema que me unto en la cara, labios, manos y piernas. Quiero arrancarme los trocitos de piel seca de la boca, pero sé por experiencia que sólo haré que sangren, de modo que los dejo en paz.
Me pongo lápiz labial y rímel. El lápiz labial es de un color rosa neón y el rímel es azul. No son mis colores habituales, pero combinados con el vestido ajustado, seguro parezco una mujerzuela, lo cual supongo que es exactamente lo que buscamos. No hay sombra para los párpados así que me aplico un poco de rímel alrededor de los ojos para enfatizar la apariencia de chica fácil. Me unto un poco de base color piel alrededor de la quijada. Sigue un poco adolorida y las partes que necesitan el maquillaje son las más sensibles. Espero que esto valga la pena.
Cuando termino, noto que los tipos en el techo observan cómo me pongo el maquillaje. Veo a Raffe. Está ocupado haciendo un amarre que involucra su mochila, sus alas y unas correas.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy haciendo una… —levanta la mirada y me ve.
No sé si notó cuando me quité el abrigo, pero supongo que estaba ocupado en ese momento, porque ahora me mira con cierta sorpresa. Sus pupilas se dilatan. Sus labios se abren mientras olvida momentáneamente controlar su expresión, y podría jurar que detiene su respiración por unos instantes.
—Necesito simular que tengo alas en la espalda —me dice en voz baja. Sus palabras salen roncas y sedosas, como si estuviera diciendo algo personal. Como si me quisiera hacer un cumplido afectivo.
Me muerdo los labios, para enfocarme en el hecho de que él sólo está respondiendo a mi pregunta. No puede evitar que su voz sea cautivadoramente sexy.
—No puedo ir a donde necesito si ellos creen que soy humano —baja la mirada y asegura una de las correas alrededor de la base de una de sus alas.
Coloca en su espalda la mochila con las alas amarradas.
—Ayúdame a ponerme el saco.
Ha cortado la parte de atrás con rajaduras paralelas, para dejar que las alas se asomen.
Claro. El saco. Las alas.
—¿Las alas deben ir por fuera?
—No, sólo asegúrate de que los amarres y la mochila estén cubiertos.
Las alas parecen estar bien aseguradas a la mochila. Acomodo todo para que las plumas exteriores cubran las correas. Las plumas todavía se sienten vibrantes y vivas, aunque parecen estar un poco marchitas desde la última vez que las toqué, hace un par de días. Resisto la tentación de acariciar las plumas, aunque seguramente él no sentiría nada.
Las alas se amoldan a la mochila vacía como se amoldarían a su espalda. Para unas alas de tal envergadura, es asombroso cómo se comprimen contra su cuerpo cuando están dobladas. Una vez vi un saco de dormir de más de dos metros compactado hasta convertirse en un cubo pequeño, pero no fue tan impresionante como el cambio de volumen de estas alas.
Acomodo el saco en medio y a cada lado de las alas. Las alas blancas se asoman por las dos franjas que hizo en la tela oscura, pero no se ven ni la mochila ni las correas. El saco es suficientemente grande y sólo parece un poco abultado. No lo suficiente como para llamar la atención, a menos que alguien esté muy familiarizado con la figura de Raffe.
Se inclina hacia delante para no aplastar las alas contra el respaldo del asiento.
—¿Qué tal? —sus hombros hermosamente amplios y la línea firme de su espalda ahora son acentuados por las alas. Alrededor del cuello lleva un moño color plata con algunos manchones rojos que combinan con mi vestido. También combina la faja que se puso en la cintura. Con excepción de una mancha de mugre en su quijada, parece recién salido de una revista de modas.
La forma de su espalda se ve bien para un saco que no fue confeccionado para las alas. Tengo un destello de la magnificencia de sus alas abriéndose detrás de él, cuando enfrentó a sus enemigos la primera vez que lo vi. Siento un poco de lo que su pérdida debe significar para él.
Asiento con la cabeza.
—Se ve bien. Te ves bien.
Levanta los ojos para verme. Detecto un chispazo de gratitud, un poco de pérdida, un poco de preocupación.
—No es que… te vieras mal antes. Digo, siempre te ves… magnífico —¿magnífico? Podría golpearme a mí misma. Qué idiota. No sé por qué dije eso. Aclaro mi garganta—. ¿Podemos irnos ya?
Él asiente. Esconde la sonrisa coqueta pero puedo verla en sus ojos.
—Conduce hasta donde están reunidas esas personas y detente en el puesto de vigilancia —señala a nuestra izquierda, lo que parece una especie de mercado, repleto de gente—. Cuando los guardias te detengan, diles que quieres ir al nido. Diles que escuchaste que a veces dejan entrar mujeres.
Se pasa al asiento trasero y se esconde entre las sombras. Se pone la vieja cobija encima, la que usamos para envolver sus alas.
—Yo no estoy aquí —me dice.
—Hmmm… ¿me explicas otra vez por qué te escondes en vez de cruzar por la puerta conmigo?
—Los ángeles no cruzan por la puerta de control. Vuelan directamente al nido.
—¿No puedes decirles que estás herido?
—Eres como una niñita que exige respuestas a preguntas tontas durante una operación encubierta. «¿Por qué el cielo es azul, Papi?». «¿Puedo preguntarle al hombre con la metralleta dónde está el baño?». Si no cierras la boca, tendré que dejarte aquí. Necesitas hacer lo que te digo, sin preguntas ni titubeos. Si no te gusta, encuentra a alguien más a quien molestar para que te ayude.
—Está bien, está bien, ya entendí. Vaya, no sabía que eras tan gruñón.
Enciendo el motor y salgo del estacionamiento. Los vagabundos que estaban en el techo se quejan, y uno de ellos golpea el techo mientras se desliza hacia el suelo.