24

Cuando abro los ojos, la luz del sol atraviesa la ventana. Estoy sola, en lo que alguna vez fue una hermosa habitación con techos altos y ventanas arqueadas. El primer pensamiento que llega a mi mente es que Raffe me ha abandonado una vez más. El pánico se aglomera en mi estómago. Pero es de día, y puedo conducirme sin problemas con la luz del sol, ¿no es así? Y sé cómo dirigirme a San Francisco, si es que debo creerle a Raffe. Le concedo una probabilidad de cincuenta por ciento.

Salgo de la habitación, bajo las escaleras hacia el pasillo, y entro a la sala. Con cada paso, elimino los restos de mi pesadilla, dejándola atrás en la oscuridad, donde pertenece.

Raffe está sentado en el suelo, empacando mi mochila. El sol de la mañana acaricia su cabello, acentuando los mechones de color caoba y miel ocultos debajo del color negro. Los hombros de mis músculos se relajan, se libera la tensión en cuanto lo veo. Él voltea a verme, sus ojos más azules que nunca bajo la suave luz.

Nos vemos el uno al otro sin decirnos nada. Me pregunto qué observa él, mientras me mira parada bajo los rayos dorados del sol que se filtra por las ventanas.

Aparto mi vista primero. Mis ojos revisan el cuarto, esforzándose por encontrar algo que me distraiga, y caen en una hilera de fotografías colocadas en la repisa de la chimenea. Me acerco a ellas, para poder tener algo que hacer, más allá de estar parada incómodamente bajo su escrutinio.

Hay una fotografía de familia, con mamá, papá y tres niños. Están parados en una pista de esquí, todos juntos y felices. Otra fotografía muestra un campo deportivo con el hijo mayor con un uniforme de fútbol americano chocando las manos con su padre. Tomo una de las fotos, la que muestra a la hija con su vestido de baile de graduación, sonriendo a la cámara, con un chico guapo vestido de smoking.

La última fotografía es un acercamiento del hijo menor, colgado de cabeza en la rama de un árbol. Su cabello está colgando debajo de él y su sonrisa traviesa revela la falta de dos dientes.

La familia perfecta en la casa perfecta. Miro a mi alrededor, a lo que debió ser una casa hermosa. Una de las ventanas está rota y la lluvia ha manchado el suelo de madera en un gran semicírculo frente a ella. No somos los primeros visitantes, como lo evidencian las envolturas de golosinas tiradas alrededor.

Mis ojos se desvían de vuelta a Raffe. Sigue mirándome con esos ojos indescifrables.

Pongo la fotografía de vuelta en su lugar.

—¿Qué hora es?

—Media mañana —vuelve a hurgar en mi mochila.

—¿Qué estás haciendo?

—Deshaciéndome de cosas que no necesitamos. Obadiah tenía razón, debemos armar mejor nuestros equipajes —arroja una olla al suelo. Rebota un par de veces antes de quedarse quieta.

—El lugar está vacío de comida. Incluso las últimas sobras fueron hurtadas —dice—. Pero hay agua potable —levanta dos botellas llenas de agua. Encontró una mochila verde para él, pone una botella dentro. La otra la coloca en mi mochila.

—¿Quieres algo de desayunar? —sacude la bolsa de comida de gato que llevaba en mi mochila.

Tomo un puñado de croquetas de camino al baño. Me muero por darme una ducha pero hay algo demasiado vulnerable en quitarme la ropa y enjabonarme, así que me conformo con una buena tallada sobre la piel expuesta, alrededor de la ropa. Por lo menos puedo lavarme la cara y cepillarme los dientes. Me recojo el cabello y me pongo una gorra negra.

Este será otro largo día, y esta vez caminaremos bajo la luz del sol. Mis pies están hinchados y cansados, y hubiera deseado dormir sin las botas puestas. Pero entiendo por qué Raffe decidió no quitármelas, y se lo agradezco. No hubiera llegado muy lejos sin mis botas en caso de que hubiéramos tenido que huir hacia el bosque.

Cuando salgo del baño, Raffe está listo para irnos. Su cabello está mojado y escurre sobre sus hombros, su rostro ya no tiene sangre. Dudo que haya tomado un baño más que yo, pero está fresco, mucho más fresco de lo que me siento yo.

No hay ni una cicatriz ni herida visible en él. Se ha cambiado los pantalones ensangrentados de ayer, y ahora trae unos pantalones de combate que le sientan muy bien a las curvas de su cuerpo. También encontró una camisa de manga larga de un color muy similar al de sus ojos. Le queda un poco apretada de los hombros y un poco floja en su torso, pero logra que se le vea bien de todas formas.

Tomo un suéter y unos pantalones del guardarropa. Tengo que enrollarme las mangas y las piernas de los pantalones, pero me quedan suficientemente bien.

Mientras salimos de la casa, me pregunto cómo le irá a mi madre. Una parte de mí se preocupa por ella, otra parte de mí está feliz de que me deshice de ella, y toda yo me siento culpable por no poder cuidarla mejor. Es como una gata salvaje herida. Nadie puede cuidarla sin ponerla en una jaula. Ella odiaría eso, y yo también. Sólo espero que haya podido mantenerse alejada de la gente. Tanto por su bien como el de los otros.

Mi mochila es mucho más ligera. No tenemos nada para acampar en el exterior ahora, pero me siento mejor al saber que puedo correr más rápido. También me siento mejor por tener una nueva navaja de bolsillo colgada de mi cinturón. Raffe la encontró en alguna parte y me la dio poco antes de salir. Yo encontré un par de cuchillos para cortar carne y los coloqué en mis botas. Quien sea que haya vivido aquí, le gustaba bastante comer carne. Son unos cuchillos alemanes de primera calidad, hechos de buen metal. Después de tocar uno de estos, no quiero volver a usar el típico cuchillo dentado de hojalata con mango de madera.

Es un día hermoso. El cielo es de un azul vívido por encima de las secuoyas y el aire es fresco y agradable.

Sin embargo, la sensación de tranquilidad no me dura mucho. Mi mente pronto se llena de preocupaciones sobre lo que andará merodeando en el bosque, y si los hombres de Obi nos estarán cazando. Mientras caminamos por la ladera, puedo ver en algunas partes la brecha en el bosque donde debe estar la carretera, a nuestra izquierda.

Raffe se detiene enfrente de mí. Sigo su ejemplo y sostengo la respiración. Luego lo escucho.

Alguien llora. No es el lamento descorazonado de alguien que acaba de perder a un miembro de la familia. He escuchado suficientes de estos llantos en las últimas semanas como para reconocer el sonido. No hay asombro ni negación en este llanto, sólo una tristeza pura, y el dolor de aceptarla como una acompañante para toda la vida.

Raffe y yo intercambiamos miradas. ¿Qué es más seguro? ¿Subir por el camino para evitar a la persona en duelo, o quedarse en el bosque y arriesgarnos a un encuentro con él o ella? Probablemente esto último. Raffe debe pensarlo también, porque se voltea y prosigue su camino en el bosque.

Un momento más tarde, vemos a las niñas.

Están colgadas de un árbol. No cuelgan de una soga, sino de cuerdas amarradas debajo de sus brazos y alrededor de sus pechos.

Una niña parece ser de la edad de Paige y la otra un par de años mayor. Tendrían alrededor de siete y nueve años respectivamente. La mano de la niña mayor sigue aferrada al vestido de la más pequeña, como si todavía intentara cuidarla para que no sufra daño.

Visten lo que parece ser un juego de vestidos a rayas. Es difícil distinguirlos porque el estampado está cubierto de sangre. La mayor parte de la tela ha sido arrancada y deshilachada. Lo que sea que masticó sus piernas y torsos se llenó antes de llegar a sus pechos. O estaba demasiado lejos del suelo como para alcanzarlas.

Lo peor de todo son sus expresiones de tortura. Estaban vivas cuando se las comieron.

Me doblo por la mitad y vomito las croquetas hasta que no escupo más que aire.

Todo este tiempo, un hombre de mediana edad con lentes de armazón grueso llora debajo de las niñas. Es un tipo flacucho, de los que seguramente se sentaron solos en el comedor de la escuela durante toda su adolescencia. Todo su cuerpo tiembla con los sollozos. Una mujer con los ojos hinchados envuelve sus brazos alrededor de él.

—Fue un accidente —dice la mujer, pasando su mano por la espalda del hombre, tranquilizándolo.

—Esto no fue un accidente —dijo el hombre.

—No quisimos hacerlo.

—Eso no quiere decir que estuvo bien.

—Claro que no estuvo bien —dice ella—. Pero vamos a superarlo. Todos nosotros.

—¿Quién es peor? ¿Él o nosotros?

—No es su culpa —dice ella—. No puede evitarlo. Él es la víctima, no el monstruo.

—Tenemos que acabar con él —dice el hombre. Se le escapa otro sollozo.

—¿Te das por vencido así como así? —la expresión de la mujer se vuelve feroz. Da unos pasos atrás.

Él parece aún más triste, ahora que ya no puede apoyarse en ella. Pero el odio endurece su cuerpo. Arroja sus brazos hacia las niñas colgadas.

—¡Le dimos de comer a estas niñas!

—Él está enfermo, eso es todo —dice ella—. Lo único que necesitamos es curarlo.

—¿Cómo? —se agacha para mirarla intensamente a los ojos—. ¿Qué vamos a hacer, llevarlo al hospital?

Ella le pone las manos en el rostro.

—Cuando lo tengamos de vuelta, sabremos lo que hay que hacer. Confía en mí.

Él se voltea.

—Hemos ido demasiado lejos. Ya no es nuestro niño. Es un monstruo. Todos nos hemos convertido en monstruos.

Ella levanta la mano y le da una cachetada. El golpe de la palma en su mejilla suena como un disparo.

Siguen discutiendo, ignorándonos por completo, como si cualquier peligro que nosotros representáramos fuera tan irrelevante comparado con lo que tienen que lidiar que ni siquiera vale la pena gastar energía. No estoy segura de lo que dicen exactamente, pero unas oscuras sospechas entran en mi mente.

Raffe me toma del codo y me dirige cuesta abajo, alrededor de las personas enloquecidas y las niñas medio masticadas y colgadas grotescamente del árbol.

El ácido en mi estómago se revuelve y amenaza con salir de nuevo. Pero trago a la fuerza y obligo a mis pies a seguirlo.

Mantengo mi mirada en el suelo, hacia los pies de Raffe, trato de no pensar en lo que había allá arriba. Detecto un vago aroma que me aprieta en el estómago con cierta familiaridad. Veo a mi alrededor, trato de identificar de dónde viene. Es la peste sulfúrica de huevos podridos. Mi nariz me lleva a un par de huevos anidados en las hojas muertas. Están quebrados en varias partes y puedo ver la yema café en su interior. La mancha de un rosado desvanecido aún se nota en el cascarón, alguien lo pintó hace mucho tiempo.

Miro cuesta arriba. Desde aquí, tengo una vista perfecta de las niñas colgadas entre los árboles.

Ya sea que mi madre puso los huevos aquí como un talismán protector para nosotros, o si está jugando el tipo de fantasía que los periódicos hubieran encabezado como «El diablo me hizo hacerlo», nunca lo sabré. Ambas son igualmente posibles ahora que ella está sin sus medicamentos.

Mi estómago se acongoja y tengo que doblarme de nuevo para soltar un vómito seco.

Una mano cálida toca mi hombro y me pone una botella de agua enfrente. Doy un trago, remojo mi boca y luego la escupo. El agua cae en los huevos, moviéndolos un poco con la fuerza de mi expulsión. Un huevo suelta la yema oscura hacia un lado, como si fuera sangre vieja. El otro tiembla y cae por la colina hasta que choca con la raíz de un árbol.

Un brazo cálido rodea mi hombro y me ayuda a ponerme de pie.

—Anda, vamos —dice Raffe.

Nos alejamos de los huevos rotos y las niñas colgadas.

Me apoyo en él hasta que me doy cuenta de que lo estoy haciendo. Me hago abruptamente hacia atrás. No tengo el lujo de apoyarme en la fuerza de otra persona, mucho menos en la de un ángel.

Mi hombro se siente frío y vulnerable una vez que su calidez desaparece.

Muerdo el interior de mi mejilla para obligarme a sentir otra cosa.