Detecto otro movimiento por el rabillo del ojo. Ni siquiera tengo tiempo de prepararme para otro golpe cuando Raffe está parado frente a mí. Sus músculos están tensos, y sostiene su espada mientras enfrenta a las sombras enfurecidas. Ni siquiera percibí el crujido de las hojas cuando se acercó. En un segundo no estaba ahí, al siguiente segundo, ahí está.
—Corre, Penryn.
No necesito otra invitación. Corro.
Pero no corro lejos. Probablemente no es mi movida más inteligente. No puedo evitarlo. Me quedo parada, titubeante, detrás de un árbol, para observar a Raffe pelear contra los demonios.
Ahora que sé lo que estoy buscando, puedo detectar que hay como media docena de ellos. Definitivamente corren en dos patas. Definitivamente son de estatura baja. Y no todos son del mismo tamaño. Uno es por lo menos un pie más grande que el más bajo. Otro parece ser bastante gordo.
Sus formas pequeñas podrían ser humanas o de ángel, aunque no se mueven como ninguno de los dos. Cuando se impulsan con todas sus fuerzas, sus movimientos son fluidos, como si ese fuera su ritmo natural. Estas cosas definitivamente no son humanas. Quizá sean un engendro terrible de ángeles. Recuerdo que los querubines siempre son dibujados como niños.
Raffe atrapa a uno que intenta escabullirse por un lado. Los otros dos estaban a punto de embestirlo pero se detuvieron cuando vieron cómo Raffe destazó al pequeño demonio.
Comienza a emitir un chillido horrendo mientras se retuerce en el suelo.
Los otros dos no parecen intimidarse y se abalanzan sobre Raffe para hacer su rutina de golpearlo y correr para que pierda el equilibrio. Supongo que no pasará mucho antes de que comiencen a morderlo o pincharlo o lo que sea que hagan.
—¡Raffe, detrás de ti!
Agarro la piedra más cercana y me tomo medio segundo para apuntar. Soy conocida por dar en el blanco cuando juego a los dardos, pero también soy conocida por no atinarle ni siquiera a la diana. No atinarle en estas circunstancias significa pegarle a Raffe.
Sostengo mi respiración, apunto a la sombra más cercana, y arrojo la piedra con todas mis fuerzas.
¡Di en el blanco!
La piedra se estrella en una sombra, deteniéndola en seco. Es casi gracioso ver cómo el demonio más bajito casi da una pirueta en el aire antes de caer. Raffe no necesita saber que yo le estaba apuntando al otro.
Raffe da una estocada brutal con su espada, partiendo el pecho de un demonio.
—¡Te dije que corrieras!
Qué poco agradecido. Me agacho y tomo otra piedra. Esta está puntiaguda y está tan pesada que apenas puedo levantarla. Puede que esté siendo demasiado voraz, pero de todos modos se la aviento a uno de los demonios. Claro, la piedra cae como a un metro de la pelea.
Esta vez, busco una piedra más pequeña y aerodinámica. Cuido de no estar muy cerca del círculo de pelea, y los demonios bajitos me lo permiten. Supongo que estas piedras que les arrojo ni siquiera registran en su radar. Apunto bien hacia otra sombra, luego la arrojo con todas mis fuerzas.
Golpea a Raffe en la espalda.
Debió haberle golpeado en su herida, porque él se tambalea hacia enfrente, luego se detiene justo enfrente de dos demonios.
Su espada está abajo, casi lo suficiente como para hacer que tropiece, y pierde el equilibrio mientras los enfrenta. Me trago el corazón, empujándolo desde mi garganta de vuelta a mi pecho.
Raffe logra levantar la espada. Pero no tiene tiempo para detenerlos antes de que lo muerdan.
Raffe suelta un gemido. Mi estómago se encoge, compartiendo el dolor.
Luego, algo extraño ocurre. Bueno, más extraño de lo que está sucediendo. Los demonios bajitos escupen y hacen unos ruidos de asco. Escupen como si quisieran sacarse el mal sabor de boca. Cómo quisiera verles el rostro. Estoy segura que están haciendo expresiones de repugnancia.
Raffe suelta otro gemido cuanto el tercero lo muerde en la espalda. Logra golpearlo para que lo suelte después de varios intentos. Este hace un sonido como de ahogo y también escupe ruidosamente.
Las sombras retroceden después de eso. Luego, se funden en la oscuridad del bosque.
Antes de que pueda comprender lo que acababa de ocurrir, Raffe hace algo igual de extraño. En vez de declarar victoria y salir vivo de la pelea, como cualquier sobreviviente en su sano juicio, decide perseguirlos.
—¡Raffe!
Lo único que escucho son los gritos moribundos de los demonios. Los sonidos son tan espeluznantemente humanos que me dan escalofríos. Supongo que todos los animales suenan así al morir.
Luego, tan rápido como comenzó, el último grito se desvanece en la oscuridad.
Me quedo sola, estremeciéndome, en la oscuridad. Doy un par de pasos hacia donde Raffe había desaparecido, luego me detengo. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
El viento sopla fuertemente y enfría el sudor en mi piel. Después de un tiempo, hasta el viento se tranquiliza y todo está en silencio. No estoy segura si debo correr para tratar de encontrar a Raffe, o si huir de todo el asunto. Recuerdo que se supone que debo ir en busca de Paige, y mantenerme viva hasta rescatarla es una buena meta. Comienzo a temblar, pero no es de frío. Deben ser los efectos posteriores de la pelea.
Mis oídos se esfuerzan por escuchar algo. Aceptaría cualquier cosa, incluso un gruñido de dolor por parte de Raffe. Por lo menos sabría que está vivo.
El viento mueve las copas de los árboles y azota mi cabello.
Estoy a punto de darme por vencida y dirigirme de nuevo a los árboles oscuros en su búsqueda, cuando el sonido de las hojas crujiendo en el suelo se vuelve más fuerte. Podría ser un venado. Doy un paso hacia atrás de donde proviene el sonido. Podrían ser los demonios, regresando a terminar lo que comenzaron.
Las ramas se mueven mientras algo las atraviesa. Una sombra con la forma de Raffe entra en el claro.
Siento un alivio en todo el cuerpo. Se relajan músculos que ni siquiera me había dado cuenta de que estaban tensos.
Corro hacia él. Estoy a punto de darle un fuerte abrazo, pero él retrocede. Estoy segura de que incluso un hombre como él —es decir, un no-hombre— puede sentir lo reconfortante que es un abrazo después de una pelea de vida o muerte. Pero aparentemente, no lo quiere. No de mi parte, al menos.
Me detengo justo enfrente de él y dejo caer mis brazos, incómoda. Mi gusto por verlo, sin embargo, no desaparece por completo.
—Entonces… ¿los mataste?
Asiente. Sangre oscura escurre de su cabello como si hubiera sido rociado. La sangre le empapa los brazos y el abdomen. Su camisa está rota del pecho y parece que lo lastimaron un poco. Tengo el impulso de consentirlo, pero me detengo.
—¿Estás bien? —es una pregunta estúpida, porque de todos modos no hay mucho que pueda hacer por él en caso de que no estuviera bien, pero de todos modos la balbuceo.
Suelta un bufido.
—Aparte de ser casi derribado por una roca, sobreviviré.
—Lo siento —me siento muy mal por eso, pero no tiene caso insistir en el tema.
—La próxima vez que tengas una discusión conmigo, te agradecería si pudiéramos platicarlo primero, antes de que comiences a arrojarme piedras.
—Ya, ya, está bien —le digo entre dientes—. Qué civilizado eres.
—Sí, así soy yo. Civilizado —se sacude la sangre de una mano—. ¿Estás bien?
Asiento. No hay manera posible de retroceder con gracia después de mi fallido intento de abrazarlo, de modo que ahora estamos incómodamente cerca uno del otro. Supongo que él opina lo mismo, pues me pasa de lado para dirigirse al claro abierto. Debe haber estar bloqueando el viento porque siento frío cuando se aleja. Aspira profundo, como si quisiera aclarar su mente y exhala lentamente.
—¿Qué demonios eran esas cosas?
—No estoy seguro —limpia la espada con su camisa.
—No eran de tu especie, ¿o sí?
—No —desliza la espada de nuevo en su funda.
—Bueno, tampoco eran de la mía. ¿Hay una tercera opción?
—Siempre hay una tercera opción.
—¿Algo como pequeño demonios malignos? ¿Incluso más malignos que los ángeles?
—Los ángeles no son malignos.
—Ajá, sí. ¿Cómo se me metió esa loca idea a la cabeza? Ah, espera. Quizá surgió de aquel asunto de atacar y destruir el mundo que ustedes comenzaron no hace mucho.
Se dirige de vuelta al bosque por el otro extremo del claro. Camino aprisa detrás de él.
—¿Por qué perseguiste a esas cosas? —le pregunto—. Podríamos haber estado lejos antes de que cambiaran de opinión y regresaran por nosotros.
—Son demasiado cercanas a algo que no debería existir —responde sin voltear a verme—. Si dejas ir a algo semejante a ellos, algún día volverán por ti. Créeme, lo sé.
Acelera el paso. Troto para seguirlo de cerca, prácticamente colgándome a él. No quiero volver a estar sola en la oscuridad. Me echa una mirada de soslayo.
—Ni lo pienses —digo—. Me voy a pegar a ti como una lapa, por lo menos hasta que sea de día. Me resisto a alcanzarlo y tomarlo de la camisa para guiarme en la oscuridad.
—¿Cómo diste conmigo tan rápido? —le pregunto. Deben haber pasado sólo unos segundos desde el momento que grité hasta el momento en que llegó.
Raffe sigue avanzando en su camino por el bosque.
Abro la boca para repetir la pregunta pero él responde antes.
—Te estaba rastreando.
Me detengo, sorprendida. Él sigue su paso, de modo que tengo que correr para asegurarme de alcanzarlo de nuevo. Todo tipo de preguntas flotan en mi cabeza pero no tiene caso hacerlas todas. De modo que lo mantengo simple.
—¿Por qué?
—Dije que me aseguraría de que regresaras al campamento a salvo.
—Yo no iba de vuelta al campamento.
—Eso lo noté.
—También dijiste que me llevarías al nido de los ángeles. ¿Dejarme sola aquí en la oscuridad era tu manera de llevarme hacia allá?
—Era mi idea de invitarte a que fueras sensata y regresaras al campamento. Aparentemente, la sensatez no forma parte de tu vocabulario. Y de todos modos, ¿de qué te quejas? Estoy aquí, ¿o no?
Difícil discutir con eso. Salvó mi vida. Caminamos en silencio por un tiempo mientras pienso un poco en eso.
—Entonces… tu sangre debe tener un sabor horrible, como para que ahuyentaras a esas cosas —digo.
—Sí, eso fue un poco extraño, ¿verdad?
—¿Un poco extraño? Yo diría que fue algo sacado de Bizarrolandia.
Hace una pausa y voltea a verme.
—¿En qué idioma estás hablando?
Abro mi boca para darle una respuesta astuta pero me interrumpe.
—Mantengámonos en silencio, ¿quieres? Puede que haya más de esos monstruos aquí afuera.
Eso me cierra la boca.
Siento un golpe de cansancio, quizá una cosa postraumática o algo así.
Supongo que tener compañía en medio de la oscuridad, incluso si se trata de un ángel, es lo mejor que puedo pedir esta noche. Además, por primera vez desde que comencé esta expedición de pesadilla por el bosque, no tengo que preocuparme de ir en la dirección indicada. Raffe camina en línea recta con mucha seguridad. Nunca titubea, sutilmente ajusta nuestra ruta aquí y allá cuando tenemos que rodear algún desfiladero o pradera.
No cuestiono si sabe a dónde se dirige. La ilusión de que es así es suficiente para mí. Quizás los ángeles tienen un sentido de ubicación similar al de las aves. ¿Acaso no saben siempre hacia dónde migrar y cómo regresar a sus nidos, incluso cuando no pueden verlos? O quizás es sólo mi desesperación inventando historias para hacerme sentir mejor, como una versión mental de silbar en la oscuridad.
Rápidamente me siento perdida y exhausta al borde del delirio. Después de unas horas de marcha ardua por el bosque en plena noche, comienzo a preguntarme si Raffe es quizás un ángel caído que me lleva al infierno. Quizás, cuando finalmente lleguemos al nido, descubriré que en realidad es en una cueva, llena de fuego y azufre, con personas ensartadas en varillas y rostizándose. Por lo menos, eso explicaría algunas cosas.
Apenas logro notar cuando nos conduce a una casa enclavada en el bosque. Para entonces yo soy un zombi caminante. Pasamos por encima de vidrios rotos y un animal huye despavorido, desapareciendo entre sombras. Raffe encuentra una habitación. Me quita la mochila de los hombros y me empuja delicadamente hacia la cama.
El mundo se desvanece en el instante que mi cabeza toca la almohada.
Sueño que peleo nuevamente entre las tinas de la lavandería del campamento. Estamos cubiertas con la espuma de lavado. Mi cabello está escurriendo y mi ropa está pegada a mi cuerpo. Anita me jala el cabello y grita.
La gente está demasiado cerca, apenas nos dan espacio para pelear. Sus rostros están contorsionados, muestran demasiado los dientes y demasiado blanco alrededor de los ojos. Gritan cosas como «¡Rómpele la camisa!», o «¡Arráncale el sostén!». Un tipo se la pasa gritando «¡Bésala! ¡Bésala!».
Rodamos hasta chocar contra una de las tinas y la derribamos. Pero en vez de agua de ropa sucia, sangre se derrama hacia todos lados. Es tibia y color carmesí, y me cubre por completo. Todos nos detenemos y vemos la sangre que sale derramada de la tina. Una cantidad imposible de sangre fluye como un río interminable.
La ropa lavada flota encima. Camisas y pantalones empapados de sangre, vacíos y arrugados, perdidos y sin alma sin los cuerpos que las visten.
Escorpiones del tamaño de ratas de las cloacas navegan las islas de ropa enrojecida. Tienen aguijones enormes con gotas de sangre en sus puntas. Cuando nos ven, encorvan sus colas y abren sus alas, amenazadores. Estoy segura de que los escorpiones no tienen alas, pero no tengo tiempo para pensar en eso porque alguien grita y apunta hacia algo que está en el cielo.
A través del horizonte, el cielo oscurece. Una nube oscura y creciente tapa al sol del atardecer. Un zumbido bajo, como el batido de un millón de alas de insectos llena el aire.
El viento comienza a correr y rápidamente crece hasta adquirir la fuerza de un huracán, mientras la nube agitada y su sombra vuelan hacia nosotros. La gente corre en medio del pánico, sus rostros perdidos e inocentes, como niños asustados.
Los escorpiones emprenden el vuelo. Se congregan y jalan a alguien de la multitud. Alguien pequeño y con las piernas delgadas e inmóviles.
—¡Penryn! —grita ella.
—¡Paige! —doy un salto y corro hacia ellos. Emprendo una carrera ciega a través de la sangre, que ahora llega hasta los tobillos y sigue subiendo.
Pero no importa qué tan rápido corra, no puedo acercarme más a ella, mientras los monstruos cargan a mi hermanita y la conducen a esa oscuridad que se aproxima.