El viento se mueve en las copas de los árboles. La sangre pulsa en mis oídos.
Durante unos cuantos segundos, todos miran hacia el crepúsculo con los ojos bien abiertos, esperando que la pesadilla cobrara vida. Luego, como si se hubiera dado un mandato, el caos explota en la multitud.
Los soldados corren hacia los árboles en dirección del grito, empuñando sus pistolas y rifles. Todos comienzan a hablar, algunos lloran. Unos corren hacia un lado, otros hacia el otro. Es un choque de ruido y confusión que llega al límite del pánico. Como los perros, los habitantes del campamento no están tan bien entrenadas como Obi hubiera deseado.
Anita se levanta de encima de mí con los ojos desorbitados por el miedo. Sale corriendo hacia la multitud más grande, que huye en estampida hacia el comedor. Me pongo en pie, dividida entre querer ver lo que está sucediendo y esconderme en la seguridad relativa de las masas.
Raffe de pronto aparece a mi lado, susurrando.
—¿Dónde están las alas?
—¿Qué cosa?
—¿Dónde las escondiste?
—En un árbol.
Suspira. Obviamente trata de ser paciente.
—¿Me puedes decir en cuál?
Apunto hacia el lugar desde el cual surgió el grito, hacia donde el último de los soldados desaparece.
—¿Puedes decirme cómo encontrarlas, o necesitas mostrarme?
—Tendré que mostrarte.
—Entonces, vamos.
—¿Ahora?
—¿Se te ocurre un mejor momento?
Echo un vistazo a mi alrededor. Todos corren desordenadamente en busca de armas para luego esconderse en un edificio. Nadie nos mira. Nadie notará si desaparecemos en medio del caos.
Claro, no podemos olvidar que no sabemos qué es lo que está ocasionando el pánico.
Mis pensamientos seguramente se reflejan en mi cara porque Raffe dice:
—Dime o muéstrame. Pero tiene que ser ahora.
El crepúsculo se desliza rápidamente hacia la oscuridad total a nuestro alrededor. Mi piel repica con la idea de adentrarnos en el bosque durante la noche, con aquello que ocasionó que un soldado armado gritara como lo hizo.
Pero no puedo dejar que Raffe huya sin mí. Asiento.
Nos metemos entre las sombras crecientes en busca del camino más cercano al bosque. Avanzamos de puntillas, medio trotando entre los árboles.
Escuchamos una sucesión rápida de disparos, uno tras otro. Varias pistolas se disparan simultáneamente en el bosque. Quizá esta no sea la mejor idea.
Y si es que no estoy lo suficientemente asustada, se escucha el eco de gritos a través de la noche que se aproxima.
Para cuando llegamos al área donde está el árbol-escondite, el bosque está en silencio. Ni un solo crujido, ni pájaros ni ardillas interrumpen el silencio. La luz se está desvaneciendo, pero todavía hay suficiente para mostrarnos la matanza.
Una docena de soldados habían corrido hacia el grito. Ahora sólo hay cinco en pie.
El resto se encuentran dispersos en el suelo, como muñecos rotos arrojados por un niño enojado. Y como muñecos rotos, les faltan partes del cuerpo. Un brazo, una pierna, una cabeza. Las coyunturas arrancadas están rasgadas y sangrientas.
La sangre salpica todo: los árboles, la tierra, los soldados. La luz que se desvanece opaca el color de la sangre, haciéndola parecer aceite que escurre entre las ramas.
Los soldados restantes están parados en un círculo con sus rifles apuntando hacia afuera.
Me confunde el ángulo en que apuntan sus rifles. No apuntan ni al frente ni hacia arriba, como lo harían contra un enemigo que anduviera a pie o volando en el aire. Ni tampoco apuntan hacia el suelo, como harían si no tuvieran necesidad de disparar.
En cambio, apuntan hacia algo bajo, como si dirigieran sus cañones a algo que les llega a la cintura. ¿Un león montañés? Hay algunos leones montañeses en estas colinas, aunque es raro encontrarse con uno. Pero los leones montañeses no hacen este tipo de matanzas. ¿Podrían ser perros salvajes? Tampoco cuadra. Parece un ataque despiadado y homicida más que una cacería por comida o una pelea defensiva.
Recuerdo cuando Raffe mencionó la posibilidad de que fueran niños los que atacaron a esa familia en la carretera. Pero descarto la idea casi en cuanto la formulo. Unos soldados armados jamás estarían así de asustados por una pandilla de niños, sin importar qué tan feroces sean.
Los sobrevivientes parecen aterrorizados, como si lo único que contuviera su pánico fuera un miedo paralizante. Cómo empuñan sus rifles, con los nudillos blancos; cómo aprietan sus codos contra sus cuerpos, como si quisieran evitar que sus armas temblaran; cómo se mueven, hombro con hombro, como un banco de peces que se aglomera cuando se acerca un depredador.
Nada en este mundo podría causar tanto miedo. Va más allá del miedo al daño físico, hacia el ámbito de lo mental y lo espiritual. Como el miedo a perder la razón, a perder el alma.
Siento un escalofrío mientras observo a los soldados. El miedo es contagioso. Quizás es algo que ha evolucionado desde nuestros días primigenios, cuando las posibilidades de supervivencia eran mejores si captabas el miedo de tus compañeros sin perder tiempo en discutirlo. O quizás siento algo directamente. Algo horripilante que mi cerebro primitivo reconoce.
Mi estómago se revuelve y trata de rechazar sus contenidos. Lo trago de vuelta, sin hacer caso del ardor ácido en mi garganta.
Nos agachamos detrás de un gran árbol, fuera de la vista de los soldados. Miro a Raffe, en cuclillas a mi lado. Mira hacia todos lados menos hacia los soldados, como si ellos fueran lo único en este bosque de lo que no tenemos que preocuparnos. Me sentiría mejor si no pareciera tan inquieto.
¿Qué podría asustar a un ángel que es más fuerte, más rápido y que tiene los sentidos más agudos que un ser humano?
Los soldados se mueven. La forma del círculo cambia para convertirse en una lágrima.
Los hombres exudan nerviosismo mientras se retiran lentamente hacia el campamento. Lo que sea que los atacó ya se fue. O por lo menos, eso piensan ellos.
Mis instintos no están convencidos. Creo que no todos los soldados están convencidos tampoco, porque se ponen tan frenéticos que el más mínimo sonido podría ser suficiente para que abran fuego, rociando balas en la oscuridad.
La temperatura baja drásticamente y la blusa mojada se me pega al cuerpo como una capa de hielo. Sin embargo, gruesas gotas de sudor escurren por mi rostro, se aglomeran en mis axilas. Cuando veo a los soldados retirarse es como si se cerrara la puerta de un sótano, apagando la única luz en la casa y abandonándome sola en una oscuridad repleta de monstruos. Cada músculo en mi cuerpo me pide a gritos que corra detrás de los soldados. Todos mis instintos se activan para no ser el pececillo solitario que se separa de su cardumen.
Miro a Raffe, esperando que me transmita algo de seguridad. Está en alerta total: su cuerpo está tenso, sus ojos revisan el bosque, sus oídos están avispados.
—¿Dónde están? —su susurro es tan bajo que estoy leyendo sus labios más que escuchando sus palabras.
Al principio, supuse que se refería a los monstruos que causaron estos daños. Pero antes de que pueda preguntarle cómo demonios lo sabría yo, me doy cuenta de que pregunta dónde están escondidas las alas. Apunto hacia enfrente, donde estaban los soldados.
Silenciosamente corre hacia el otro lado del círculo de destrucción, ignorando la masacre. Corro de puntillas detrás de él, ansiosa por no quedarme sola en el bosque.
Me cuesta mucho trabajo ignorar las partes de cuerpos. No hay suficientes cuerpos y partes como para dar cuenta de todos los hombres desaparecidos. Con suerte, algunos salieron huyendo y por eso hay menos hombres de los que debería. Me resbalo con la sangre en medio de la masacre pero logro mantenerme en pie antes de caer. La idea de caer de cara en un montón de intestinos humanos me impulsa a seguir avanzando sin tropezar hasta llegar al otro lado.
Raffe está parado en medio de los árboles, buscando el que tiene el hueco. Le toma algunos minutos encontrarlo. Cuando saca las alas envueltas en la cobija, la tensión de su cuerpo se disuelve. Abraza el bulto con todo su cuerpo de manera protectora.
Me mira y hay suficiente luz para que yo pueda ver que susurra «gracias». Parece ser nuestro destino, estar continuamente pasándonos la deuda el uno al otro.
Me pregunto cuánto tiempo tiene que pasar antes de que sea demasiado tarde para pegar las alas a su espalda. Si fuera humano, ya habríamos pasado hace mucho la fecha de caducidad. Pero quién sabe cómo sea con los ángeles. Si los ángeles cirujanos o magos o lo que sea logran pegarlas otra vez, me pregunto si seguirán siendo útiles o solamente decorativas, del mismo modo en que un ojo de vidrio sirve sólo para que la gente te pueda ver a la cara sin estremecerse.
Un viento frío revolotea en mi cabello, acaricia mi nuca como dedos de hielo. El bosque es una masa de sombras cambiantes. El golpe de las ramas suena como miles de víboras siseando sobre mi cabeza. Miro hacia arriba, sólo para asegurarme de que en realidad no sean serpientes. Todo lo que veo son secuoyas amenazadoras bajo el cielo ennegrecido.
Raffe toca mi brazo. Doy un salto por el susto, pero logro guardar silencio. Me pasa mi mochila. Se queda con las alas y la espada.
Asiente en dirección al campamento y camina hacia él, siguiendo a los soldados. No entiendo por qué quiere regresar cuando deberíamos correr en dirección contraria. Pero el bosque me tiene tan asustada que no tengo intenciones de caminar sola, ni tampoco de romper el silencio. Me pongo la mochila y lo sigo.
Me quedo lo más cerca posible de Raffe antes de tener que explicarle por qué casi lo estoy abrazando. Llegamos a la orilla del bosque.
El campamento está callado bajo la sombra jaspeada de la luna, debajo del follaje. No hay luces encendidas en las ventanas, aunque observando con más detenimiento, puedo detectar un brillo de metal asomándose en algunas de las ventanas. Me pregunto a cuántos soldados armados con rifles han entrenado para buscar sus blancos a través de las ventanas.
No envidio a Obi, quien tiene que mantener el orden en esos edificios. Estoy segura de que el pánico en lugares confinados debe ser bastante horrendo.
Raffe se inclina para decirme algo y lo susurra tan bajito que apenas puedo escucharlo.
—Yo vigilo desde aquí que regreses segura al edificio. Anda, ve.
Lo miro atónita, sintiéndome estúpida, trato de encontrarle sentido a lo que me acaba de decir.
—Pero ¿qué pasará contigo?
Se sacude la cabeza. Se muestra reacio, pero eso no me sirve de nada.
—Estás más segura aquí. Y estás más segura sin mí. Si todavía tienes intenciones de encontrar a tu hermana, dirígete a San Francisco. Ahí encontrarás el nido.
Me está dejando. Me está dejando en el campamento de Obi mientras él se dirige al nido.
—No.
«Te necesito», casi le digo.
—Yo te salvé. Tienes una deuda conmigo.
—Escúchame. Estás más segura sola que conmigo. Esto no fue accidental, este tipo de desenlace… —hace un gesto en dirección a la masacre—. Le sucede mucho a mis acompañantes —pasa una mano por su cabello—. Ha pasado tanto tiempo desde que tenía a alguien que me cuidara las espalda… me engañé a mí mismo y creí… que las cosas podrían ser distintas. ¿Me entiendes?
—No —mi negativa es más un rechazo a lo que me está diciendo que una respuesta a su pregunta.
Me mira a los ojos con intensidad.
Sostengo la respiración.
Puedo jurar que está memorizándome, como si su cámara mental estuviera disparando, capturándome en este momento. Incluso inhala profundamente, como si se estuviera llenando de mi aroma.
Pero el momento pasa y él mira hacia otro lado y me deja preguntándome si lo imaginé.
Luego se da la vuelta y se funde con la oscuridad.
Cuando me animo a dar un paso en su dirección, su forma se ha fundido completamente con las sombras más oscuras. Quiero llamarlo pero no me atrevo a hacer ruido.
La oscuridad me envuelve. Mi corazón da martillazos en mi pecho, me pide que corra, corra, corra.
No puedo creer que me abandonó. Sola en la oscuridad con un monstruo demoníaco en los alrededores.
Aprieto mis puños, me entierro las uñas en la piel para poder concentrarme. No hay tiempo para compadecerme de mi misma. Tengo que concentrarme si voy a sobrevivir lo suficiente como para salvar a Paige.
El lugar más seguro para pasar la noche es el campamento. Pero si corro hacia el campamento, no me dejarán ir hasta que estén listos para moverse a otra parte. Eso podría tomar días, semanas. Paige no tiene semanas. Lo que sea que están haciendo con ella, lo hacen en estos precisos instantes. Ya he gastado mucho tiempo.
Por otro lado, ¿cuáles son mis opciones? ¿Correr hacia el bosque? ¿A oscuras? ¿Sola? ¿Con un monstruo que despedazó a media docena de hombres armados?
Ansiosamente, presiono a mi cerebro para que piense en una tercera opción. Pero no obtengo nada.
He titubeado suficiente. Ser encontrada por el monstruo, mientras estoy parada e inmovilizada por la indecisión es la manera más estúpida de morir que pueda imaginar. De modo que debo elegir ¿espada o pared?
Me preparo para dejar a un lado la sensación que crepita a mis espaldas. Respiro largo y profundo, exhalo, con la esperanza de que me tranquilice. No funciona.
Doy la espalda al campamento y me sumerjo en el bosque.