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Me siento expuesta de inmediato. Mis músculos se tensan como si me fueran a disparar en cualquier momento.

Tomo la silla de Paige y la empujo fuera del edificio. Reviso el cielo, luego a nuestro alrededor, como un conejo que quiere escapar de sus predadores.

Las sombras oscurecen rápidamente. Los edificios abandonados, los coches y los arbustos moribundos que no han recibido agua en las últimas seis semanas. Un artista de grafiti pintó con aerosol la imagen de un ángel enfurecido con alas enormes y una espada en la pared del edificio al otro lado de la calle. La grieta gigante que parte la pared atraviesa en zigzag el rostro del ángel, haciéndolo parecer un demente. Debajo de este, un aspirante a poeta garabateó las palabras: ¿QUIÉN NOS CUIDARÁ DE LOS GUARDIANES?

Me estremezco con el ruido metálico del carrito de mamá cuando lo saca a empujones hacia la acera. Nuestras pisadas crujen sobre vidrios rotos, lo cual me convence más de que estuvimos resguardadas en el edificio más tiempo del que debíamos. La ventanas del primer piso están rotas.

Y alguien clavó una pluma en la entrada.

No creo ni por un segundo que sea una pluma de ángel de verdad, aunque sin duda es lo que quiere aparentar. Ninguna de las pandillas es tan rica o poderosa. Todavía no, por lo menos.

La pluma fue sumergida en pintura roja que escurre por la madera. Al menos espero que sea pintura. He visto el símbolo de esta pandilla en supermercados y farmacias en las últimas semanas, para prevenir a la gente que busca alimentos y medicinas. No pasará mucho tiempo antes de que los miembros de la pandilla lleguen a reclamar que haya quedado en los pisos de arriba. Pero nosotras no estaremos ahí. Por lo pronto están ocupados reclamando territorios antes de que las pandillas rivales lo hagan.

Cruzamos de prisa hacia el coche más cercano, buscando protección.

No necesito ver detrás de mí para saber que mamá nos sigue, porque el escándalo de las ruedas del carrito me indican que se está moviendo. Echo un vistazo hacia arriba, luego en ambas direcciones. No hay movimiento de sombras.

Tengo un destello de esperanza por primera vez desde que conformé el plan. Quizá esta es será una de esas noches en las que nada ocurrirá en las calles. Nada de restos de animales masticados de los que se encuentran por las mañanas, nada de gritos haciendo eco en la noche.

Siento más confianza mientras saltamos de un coche a otro, moviéndonos más rápido de lo que yo esperaba.

Nos dirigimos hacia El Camino Real, una de las arterias principales de Silicon Valley. El nombre es apropiado, si consideramos que nuestra realeza local —los fundadores y empleados de las compañías de tecnología más avanzadas del mundo— probablemente se quedó atrapada en este camino como todos los demás.

La intersecciones están atestadas de coches abandonados. Nunca había visto un embotellamiento en este valle antes de las últimas seis semanas. Los conductores aquí siempre fueron de lo más educados. Pero lo que realmente me convence de que llegó el Apocalipsis es el crujido de los teléfonos celulares bajo mis pies. Nada más que el fin del mundo llevaría a nuestros nerds ecoconscientes a tirar a la calle sus dispositivos móviles más modernos. Es casi un sacrilegio, aunque esos aparatos no valgan nada ahora.

Había considerado quedarme en las calles más pequeñas, pero las pandillas son más propensas a ocultarse donde están menos expuestas. Aunque es de noche, si los tentamos en su propia calle podrían arriesgarse a exponerse por un carrito de provisiones. A esa distancia, es poco probable que sean capaces de ver que sólo son unos trapos y unas botellas vacías.

Estoy apunto de asomarme por detrás de una camioneta para revisar dónde hacer nuestro siguiente salto cuando Paige se estira hasta meterse por la puerta abierta y toma algo del interior.

Es una barra energética. Cerrada.

Estaba entre un montón de papeles, como si se hubieran caído de un bolso. Lo inteligente sería tomarla y correr, para luego comerla en un lugar seguro. Pero en las últimas semanas he aprendido que el estómago a veces le gana a la mente.

Paige abre la envoltura de un jalón y parte la barra en tres porciones. Su rostro brilla mientras nos pasa a cada una su parte. Sus manos tiemblan por la emoción y por el hambre. A pesar de ello, nos da los pedazos más grandes y se queda con el más pequeño.

Parto el mio en la mitad y le doy una parte a Paige. Enseguida, mamá hace lo mismo. Paige parece triste de que rechacemos su obsequio. Yo me pongo un dedo en los labios y le dirijo una mirada firme. Toma la comida que le ofrecemos a regañadientes.

Paige ha sido vegetariana desde que tenía tres años, cuando visitamos un zoológico. Aunque era prácticamente una bebé, logró hacer la conexión entre el pavo que le hizo reír y los emparedados que se comía. La llamábamos nuestra pequeña Dalai Lama hasta que hace unas semanas, cuando comencé a insistirle que tendría que comer lo que fuera que encontráramos en la calle. Una barra energética es lo mejor que podríamos encontrar estos días.

Nuestros rostros se relajan aliviados con la primera mordida de la barra crujiente. ¡Azúcar y chocolate! Calorías y vitaminas.

Uno de los papeles cae del asiento del copiloto. Veo de reojo el encabezado:

¡Regocijémonos! ¡El Señor ya viene! Únete a Nuevo Amanecer, sé el primero en llegar al Paraíso.

Es uno de los volantes de los cultos de la Apocalipsis que comenzaron a brotar como granos sobre piel grasosa después de los ataques. Tiene algunas fotos borrosas de la furiosa destrucción de Jerusalén, La Meca y el Vaticano. Parece hecho con prisas, como si alguien hubiera tomado algunas imágenes de las noticias y hubiera usado impresora casera a color.

Devoramos nuestro almuerzo, pero yo estoy demasiado nerviosa como para disfrutar el sabor dulce. Casi hemos llegado a la calle de Page Mill, la cual nos llevaría cuesta arriba por las colinas, hasta llegar a un área relativamente despoblada. Supongo que una vez que lleguemos a las colinas, nuestras oportunidades de sobrevivir se incrementarán considerablemente. Es plena noche, los coches desiertos son iluminados tenebrosamente por la luna creciente.

Hay algo en el silencio que me pone los nervios de punta. Tendría que haber algo de ruido; Quizá una rata escabulléndose o pájaros o grillos o algo. Hasta el viento parece tener miedo de moverse.

El sonido del carrito de mamá suena especialmente fuerte en medio de este silencio. Me gustaría haber tenido tiempo para discutir con ella. Una sensación de urgencia me invade, como si sintiera la energía previa a un relámpago. Sólo necesitamos llegar a Page Mill.

Avanzó más rápido, zigzagueando de coche en coche. Detrás de mí, la respiración de mamá se vuelve pesada y más jadeante. Paige está tan callada, casi sospecho que está conteniendo su respiración.

Algo blanco cae suavemente, flotando hasta aterrizar sobre Paige. Ella lo toma y se voltea para enseñármelo. Su rostro está pálido, con los ojos desorbitados.

Es una pluma. Una pluma blanca. De las que a veces se salen de un edredón de pluma de ganso, tal vez un poco más grande.

Siento que la sangre se me va del rostro a mí también.

¿Cómo podemos tener tanta mala suerte?

Normalmente sus blancos son las ciudades grandes. Silicon Valley es sólo una franja de oficinas pequeñas y suburbios entre San Francisco y San José. San Francisco ya fue atacada, de modo que si fueran a atacar algo en esta zona, sería San José. Es sólo un pájaro volando que pasó por aquí, eso es todo.

Pero estoy jadeando de pánico.

Me obligo a mirar hacia arriba. Sólo veo el interminable cielo oscuro.

Pero luego sí veo algo. Otra pluma, más grande cae flotando y se posa en mi cabeza.

Gruesas gotas de sudor se deslizan por mi frente. Salgo corriendo a toda velocidad.

El carrito de mamá cascabelea enloquecidamente detrás de mí, mientras trata con desesperación de seguirme. No necesita explicaciones o motivación para correr. Tengo miedo de que una de nosotras se tropiece, o de que se voltee la silla de Paige, pero no puedo detenerme. Tenemos que encontrar un lugar en donde escondernos. Ahora, ahora, ahora.

El coche híbrido por el que apostaba queda aplastado con el peso de algo que le cae encima repentinamente. El ruido del choque casi hace que se me caigan los pantalones. Por suerte, logra opacar el grito de mamá.

Logro ver el destello de brazos dorados y alas blancas.

Un ángel.

Tengo que parpadear para asegurarme que es real.

Nunca antes había visto un ángel, por lo menos no en vivo. Claro, todos vimos el video de Gabriel con sus alas doradas, siendo acribillado sobre la pila de escombros en la que se había convertido Jerusalén. O las imágenes de los ángeles atrapando un helicóptero militar en el aire y arrojándolo a la multitud en Pekín, con las hélices de frente. O ese video casero de la gente huyendo de París en llamas, el cielo repleto de humo y de las alas angelicales.

Pero al ver la televisión, siempre podías decirte que no era real, aunque estuviera en todos los noticieros durante días.

Sin embargo, ahora no había modo de negar que esto era real. Hombres con alas. Ángeles del Apocalipsis. Seres sobrenaturales que pulverizaron el mundo moderno y asesinaron a millones, quizá incluso billones, de personas.

Y aquí está uno de estos horrores. Justo frente a mí.