19

Mientras asimilo la escena, bloqueo dos golpes más, con Boden todavía sentado encima de mí. Mis antebrazos están recibiendo una golpiza y a mis moretones les están saliendo moretones.

Sin un rescate posible a la vista, es momento de ponerme seria con la pelea. Levanto mi trasero y mis piernas del suelo como una gimnasta y envuelvo mis piernas alrededor del grueso cuello de Boden, enganchando mis tobillos en su garganta. Aviento mi cuerpo hacia delante, jalando mis piernas hacia abajo.

Los ojos de Boden se abren mientras lo tiro hacia atrás.

Enroscados el uno con el otro, nos mecemos hacia adelante y hacia atrás. Él cae de espaldas con las piernas abiertas alrededor de mi cintura. De pronto, estoy parada encima de él con mis tobillos envueltos en su garganta.

En el instante mismo que caemos, golpeo su entrepierna con los dos puños.

Ahora, es su turno de encogerse.

La multitud que vitoreaba ahora enmudece. El único sonido que escucho es el gemido de Boden. Suena como si tuviera problemas para respirar.

Sólo para asegurarme de que se quede así, doy un salto hacia atrás y lo pateo en la cara. Lo pateo tan fuerte que su cuerpo gira en el suelo.

Me preparo para una segunda patada, esta vez en el estómago. Cuando eres lo suficientemente pequeña como para ver desde abajo a todos los que te observan, no existe tal cosa como una pelea sucia. Ese es mi nuevo lema.

Antes de que pueda completar mi patada, alguien me toma de las costillas, atrapándome los brazos. Mi corazón retumba por la adrenalina y casi estoy jadeando por mi sed de sangre. Pataleo y grito a quien me está deteniendo.

—Tranquila, tranquila —dice Obi—. Ya es suficiente —su voz es como terciopelo acariciando mis oídos, sus brazos como bandas de acero en mis costillas—. Shhh… relájate, ya terminó… tú ganaste.

Me conduce afuera del círculo y entre la gente mientras me tranquiliza, sus brazos nunca dejan de aferrarse a mi cuerpo. Le lanzo una mirada condenadora a Raffe cuando lo veo a mi paso. Pude haber sido molida a golpes y lo único que él hubiera lamentado es perder una apuesta. Su gesto es inescrutable, sus músculos tensos, su rostro pálido como si se le hubiera bajado toda la sangre.

—¿Dónde están mis ganancias? —pregunta Raffe. Me doy cuenta de que no me está hablando, aun cuando sus ojos están fijos en mí. Es como si quisiera asegurarse de que lo escucho igual que todos los demás.

—No ganaste —dice un tipo cerca de él. Suena feliz. Es el que recolectó todas las apuestas.

—¿Qué quieres decir? Mi apuesta fue la más cercana al resultado —gruñe Raffe. Sus manos están empuñadas mientras se acerca al tipo y parece estar listo para pelear.

—Oye, amigo, no apostaste a que ella ganaría. Estar cerca del resultado no cuenta…

Sus voces se desvanecen en el viento mientras Obi prácticamente me jala hasta el comedor. No sé qué es peor, que Raffe no saltó para defenderme o que apostó a que yo perdería.

El comedor es una enorme cabaña abierta con hileras de mesas y sillas plegadizas. Tomaría menos de media hora doblarlas todas para moverlas. Por todo lo que he visto, parece que el campamento está hecho para que puedan empacar y mudarse en menos de una hora.

El sitio está vacío aunque hay charolas con comida a medio comer en las mesas. Al parecer una pelea es algo que la gente no se pierde en este lugar. Obi deja de apretar sus brazos en mi cuerpo cuando nota que estoy relajada. Me guía hacia la mesa más cercana a la cocina, al fondo.

—Siéntate. Regreso en un momento.

Me siento en una silla plegadiza de metal, temblando por la adrenalina. Él se dirige al fondo de la cocina. Respiro con fuerza, para tranquilizarme y controlarme, hasta que Obi regresa con un botiquín de primeros auxilios y una bolsa de chícharos congelados.

—Ponla sobre tu quijada. Te ayudará con la inflamación.

Tomo la bolsa, observo la imagen familiar de los chícharos antes de ponerla cuidadosamente en mi quijada. El hecho de que tengan la capacidad de mantener comida congelada me impresiona más que todo el resto del campamento. Hay algo asombroso e inspirador en mantener algunos aspectos de la civilización cuando el resto del mundo está hundiéndose hacia una era de oscuridad.

Obi limpia la sangre y la mugre de mis raspones. Son sólo eso, raspones.

—Tu campamento apesta —digo. Los chícharos están adormeciendo mi quijada, de modo que parece que estoy balbuceando.

—Te ofrezco una disculpa —unta una pomada de antibiótico en los raspones de mis manos—. Hay tanta tensión y energía negativa que hemos tenido que acomodar la necesidad de nuestro equipo de soltar sus frustraciones. El truco es hacerlo bajo condiciones controladas.

—¿Llamas a eso una condición controlada?

Una sonrisa a medias ilumina su rostro.

—Estoy seguro de que Boden no lo pensó así —frota un poco más de la pomada en mis nudillos—. Una de las concesiones que hicimos es que si surge una pelea, nadie interfiere hasta que haya un claro ganador o peligra la vida de alguien. Dejamos que la gente apueste sobre los resultados. Los ayuda a ventilarse, tanto a los que pelean como a los espectadores.

Adiós al sueño de mantener un trozo de civilización.

—Además —dice—, ayuda a reducir el número de peleas. La gente se las toma más en serio si saben que no hay nadie que los rescate y todo el campamento observa cada uno de sus movimientos.

—Entonces ¿todos conocían esa regla menos yo? ¿De que nadie tiene permitido interferir? —¿Raffe sabía esto? No es que eso lo hubiera detenido.

—La gente puede meterse si quiere, pero eso invita a alguien más del otro bando a sumarse para que siga siendo una pelea justa. Los que apuestan no querrían que de repente todo se incline hacia uno de los dos lados —esto descarta cualquier excusa de Raffe. Él pudo haberse metido; sólo hubiéramos tenido que pelear contra alguien más también. Nada que no hayamos hecho antes.

—Lamento que nadie te haya explicado las reglas del juego —coloca una venda en mi codo sangrante—. Es sólo que nunca habíamos tenido a una mujer en una pelea —se encoge de hombros—. No lo esperábamos.

—Supongo que esto quiere decir que perdiste tu apuesta.

Suelta una sonrisa agria.

—Yo sólo hago apuestas que involucran vidas y el futuro de la humanidad —sus hombros se dejan caer como si el peso que cargan fuera demasiado—. Hablando de eso, te viste muy bien allá. Mejor de lo que cualquiera hubiera esperado. Podríamos usar a alguien como tú. Hay situaciones que una chica como tú podría controlar mejor que un pelotón entero de hombres —su sonrisa se torna infantil—. A menos que golpees a un ángel por hacerte enojar.

—Eso no lo puedo prometer.

—Podemos trabajar en eso —se pone de pie—. Piénsalo.

—De hecho, trataba de acercarme a hablar contigo cuando ese gorila se puso en mi camino. Los ángeles secuestraron a mi hermana. Tienes que dejarme ir para buscarla. Juro que no diré absolutamente nada acerca de ustedes, ni de su localización, ni de nada. Déjame ir, por favor.

—No puedo poner en peligro a todos aquí basándome en tu palabra. Únete a nosotros y podemos ayudarte a recuperarla.

—Cuando movilices a tus hombres será demasiado tarde. Sólo tiene siete años y está atada a una silla de ruedas —apenas logro sacar las palabras del nudo en mi garganta. No me atrevo a decir lo que ambos sabemos, que quizá ya sea demasiado tarde.

Él sacude la cabeza, parece consternado.

—Lo siento. Todos los que estamos aquí hemos tenido que enterrar a un ser querido. Únete a nosotros y haremos que esos bastardos lo paguen caro.

—No tengo intenciones de enterrarla. Ella no ha muerto —las palabras saben a metal en mi boca—. Voy a encontrarla y la ayudaré a escapar.

—Por supuesto. No quise decir que ella estuviera muerta —sí lo quiso decir y ambos lo sabemos. Pero simulo creer sus palabras bonitas. Como he escuchado a las madres de otras personas decir, ser bien educado es su propia recompensa—. Nos moveremos pronto de aquí y podrás irte entonces, si así lo deseas. Espero que no lo hagas.

—¿Cuándo es pronto?

—No puedo revelar esa información. Todo lo que puedo decirte es que tenemos algo grande entre manos. Tú deberías ser parte de esto. Por tu hermana, por la humanidad, por todos nosotros.

Es bueno. Siento ganas de ponerme de pie y saludarlo mientras canturreo el himno nacional. Pero no creo que le gustaría eso.

Por supuesto, yo soy del bando de los seres humanos. Pero tengo más responsabilidades de las que puedo soportar. Quiero ser una chica ordinaria en una vida ordinaria. Mi principal preocupación en la vida debería ser qué vestido usar para la fiesta de graduación, no cómo escapar de un campamento paramilitar para rescatar a mi hermana de una banda de ángeles crueles. No debería ser si debo o no unirme a un ejército de resistencia para derrotar la invasión de los ángeles y salvar a la humanidad. Conozco mis límites y esto va mucho más allá de ellos.

Me limito a asentir. Podrá hacer con ese gesto lo que desee. No esperaba que me dejara ir, pero tenía que intentarlo.

En cuanto sale por la puerta, regresa la multitud del almuerzo. Entiendo que hay una regla, explícita o implícita, de que cuando Obi habla con alguno de los contendientes, todos le otorgan privacidad. Me resulta interesante que me llevara al comedor durante la hora del almuerzo, haciendo que todos esperaran hasta que termináramos. Con eso envió un claro mensaje a todos en el campamento de que yo soy alguien importante.

Me levanto para salir con la frente en alto. Evito mirar a la gente para no tener que hablar con nadie. Camino con la bolsa de chícharos en la mano, lejos de mi rostro, para no llamar la atención hacia mis heridas. Como si la gente fuera a olvidar que yo era la de la pelea… Si Raffe se encuentra entre la multitud que viene al almuerzo, no lo veo. Es mejor así. Espero que haya perdido la discusión con el de las apuestas. Merece haberla perdido.

Apenas doy unos pasos hacia el área de lavado cuando dos muchachos pelirrojos salen de detrás de un edificio. Si no trajeran dos sonrisas genuinas en sus rostros, hubiera pensado que estaban a punto de emboscarme.

Son gemelos idénticos. Ambos parecen maltrechos y gastados, con sucias ropas de civiles, pero eso no es inusual estos días. Sin duda yo me veo igual de maltrecha y gastada. Parecen apenas salidos de la adolescencia, altos y flacos y de ojos traviesos.

—Excelente trabajo hace un momento, campeona —dice el primero.

—Pusiste al cretino de Jimmy Boden en su lugar —dice el segundo. Está radiante—. No le pudo haber pasado a una mejor persona.

Yo me quedo ahí parada, asintiendo. Mantengo una sonrisa plácida en mi cara, mientras sostengo los chícharos congelados contra mi quijada.

—Yo soy Tweedledee —dice uno.

—Yo soy Tweedledum —dice el otro—. La mayoría nos dice Dee-Dum a los dos, porque no pueden distinguir a uno del otro.

—¿Están bromeando, verdad? —sacuden la cabeza al unísono con sus sonrisas amigables idénticas. Parecen más dos espantapájaros mal alimentados que el par de regordetes de Tweedledee y Tweedledum que recuerdo de mi infancia—. ¿Por qué se hacen llamar así?

Dee se encoge de hombros.

—Nuevo mundo, nuevos nombres —dice Dum—. Íbamos a ser Gog y Magog.

—Esos eran nuestros nombres en la red —dice Dum.

—¿Pero por qué habríamos de ser tan fatalistas? —dice Dee en forma de pregunta.

—Era divertido ser Gog y Magog cuando la plaga del mundo era el consumismo y vivíamos en la simpleza suburbana —dice Dum—. Pero ahora…

—Ya no tanto —dice Dee—. La muerte y la destrucción son cosas tan demodé.

—Tan convencionales.

—Tan multitudinarias.

—Preferimos ser Tweedledee y Tweedledum.

Asiento de nuevo. ¿Qué otra respuesta puedo darles?

—Yo soy Penryn. Me llamaron así por una salida en la autopista interestatal 80.

—Súper —asienten como si entendieran lo que significa tener padres así.

—Todo el mundo habla de ti —dice Dum.

Eso no me gusta. El asunto de la pelea no resultó en absoluto como lo había planeado. Pero de todos modos, nada en mi vida ha salido como lo había planeado.

—Muy bien. Si no les molesta, ahora iré a esconderme —levanto la bolsa de chícharos para saludarlos como si se tratara de un sombrero mientras trato de pasar en medio de ellos.

—Espera —dice Dee. Baja la voz hasta que se vuelve un susurro dramático—. Tenemos una propuesta de negocios para ti.

Hago una pausa y me detengo por pura educación. A menos que su propuesta incluya sacarme de aquí, no hay nada que ellos puedan decirme que me interese como negocio. Pero ya que no se mueven de mi camino, no tengo más opción que escucharlos.

—La gente te adoró —dice Dum.

—¿Qué te parecería volver a hacerlo? —pregunta Dee—. Digamos, por un treinta por ciento de las ganancias.

—¿De qué están hablando? ¿Por qué arriesgaría mi vida por un mísero treinta por ciento de las ganancias? Además, el dinero no sirve para comprar nada estos días.

—Ah, es que no es dinero —dice Dum—. Sólo usamos dinero como un atajo para el valor relativo de la apuesta.

Su rostro se anima, como si estuviera genuinamente fascinado por la teoría detrás de las apuestas postapocalípticas.

—Pones tu nombre en la apuesta que haces, digamos, un billete de cinco dólares, y eso sólo le dice al corredor de apuestas que estás dispuesto a apostar algo de mayor valor que un dólar, pero menor que un billete de diez dólares. El corredor es el que decide quién obtiene qué y quién da qué. Alguien pierde una cuarta parte de sus raciones y obtiene tareas extra por una semana. O si gana, entonces obtiene las raciones de otro y alguien más limpia la letrina en su lugar por una semana. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo. Y la respuesta sigue siendo no. Además, nadie garantiza que vaya a ganar.

—No —Dee me lanza una de esas exageradas sonrisas de vendedor de autos usados—. Estamos buscando la garantía de que perderás.

Rompo en carcajadas.

—¿Quieres que me deje ganar?

—¡Shhhhh! —Dee ve a su alrededor dramáticamente. Estamos parados bajo la sombra de los dos edificios y nadie parece notar que estamos ahí.

—Será grandioso —dice Dum. Sus ojos brillan maliciosamente—. Después de lo que le hiciste a Boden, las apuestas estarán tan a tu favor cuando pelees con Anita…

—¿Quieres que pelee con una chica? —me cruzo de brazos—. Ustedes sólo quieren ver una pelea de chicas, ¿no es así?

—No es solamente para nosotros —dice Dee, a la defensiva—. Será como un regalo para todo el campamento.

—Sí —dice Dum—. ¿Quién necesita la televisión cuando tienes toda esa agua y espuma de lavandería?

—Sigan soñando —paso entre ellos de un empujón.

—Te ayudaremos a escapar —dice Dee, con un canturreo.

Me detengo. Mi cerebro pasa por media docena de escenarios basados en lo que acaba de decir.

—Podemos conseguir las llaves de tu celda.

—Podemos distraer a los guardias.

—Podemos asegurarnos de que nadie revise si estás ahí hasta la mañana.

—Una pelea, es todo lo que pedimos.

Volteo a verlos.

—¿Por qué se arriesgarían a ser vistos como traidores por una simple pelea en el lodo?

—No tienes idea de cuánto arriesgaría por una buena pelea de lodo entre dos mujeres candentes.

—En realidad no es traición —dice Dum—. Obi te dejará ir de todos modos, es sólo una cuestión de tiempo. No buscamos prisioneros humanos. No representas un riesgo para nosotros, aunque él diga lo contrario.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque quiere reclutarte a ti y al tipo con el que llegaste. Obi es hijo único y no entiende la responsabilidad que sientes —dice Dee—. Piensa que si te quedas por unos cuantos días te hará cambiar de parecer y te quedarás.

—Pero nosotros entendemos. Unos cuantos días de cantar canciones patrióticas no te convencerán de abandonar a tu hermana —dice Dum.

—Tienes toda la razón, hermano —dice Dee.

Chocan los puños.

—Vaya que sí.

Los observo por unos momentos. Sí lo entienden. Uno nunca abandonaría al otro. Creo que encontré unos aliados de verdad.

—¿En serio tengo que dar esa tonta pelea para que me ayuden?

—Oh, sí —dice Dee—. Sin duda alguna —ambos me sonríen como niños traviesos.

—¿Cómo saben todo esto, sobre mi hermana, sobre lo que está pensando Obi?

—Es nuestro trabajo —dice Dum—. Algunos nos llaman Dee-Dum. Otros nos llaman los maestros espías —sube y baja las cejas dramáticamente.

—Y bien, Maestro Espía Dee-Dum, ¿cuánto apostó mi amigo en la pelea? —no importa, pero quiero saber.

—Interesante —Dee arquea una ceja pensativamente—. De todas las cosas que pudiste habernos preguntado cuando te enteraste de que tenemos información, escogiste esa.

Mis mejillas se ruborizan a pesar de los chícharos congelados en mi quijada. Trato de no parecer como que quiero retractarme de la pregunta.

—¿Qué, están en el jardín de niños? Díganme ya.

—Apostó a que durarías en el ring por lo menos siete minutos —Dum se frota su mejilla pecosa—. Todos creímos que estaba loco.

—No tan loco —dice Dee. Su sonrisa es tan inocente y predesastre que casi puedo olvidar que vivimos en un mundo vuelto loco—. Debió apostar a que ganarías. Hubiera hecho una fortuna. Las probabilidades estaban en tu contra.

—Apuesto a que él hubiera derribado a Boden en dos minutos —dice Dum—. Ese tipo es enorme.

—En noventa segundos, fácil —dice Dee.

He visto pelear a Raffe. Mi apuesta sería diez segundos, suponiendo que Boden no llevara un rifle como lo hizo la noche que nos atrapó. Pero no lo menciono. No me hace sentir bien que no trató de ayudarme cuando estaba en aprietos.

—Sáquennos de aquí esta noche y tienen un trato —les digo.

—Esta noche es demasiado pronto —dice Dee.

—Quizás si nos prometes que le arrancarás la blusa a Anita… —Dum me arroja su sonrisa de niño travieso.

—No te pases de listo.

Dee sostiene un delgado estuche de piel y lo cuelga como anzuelo frente a mi nariz.

—¿Qué me dices de un bono por romper su blusa?

Mis manos vuelan a mi bolsillo trasero, donde debería estar mi juego de ganzúas. Está vacío.

—¡Oye, eso es mío! —trato de agarrarlo pero desaparece de la mano de Dee. Ni siquiera lo vi moverse—. ¿Cómo hiciste eso?

—Ahora lo ves —dice Dum y saca a relucir el estuche. Cómo pasó de Dee a Dum, no tengo la menor idea. Están parados uno al lado del otro, pero de todos modos debí haber visto algo. Luego desaparece nuevamente—. Ahora no lo ves.

—Devuélvanlo, ladrones inmundos. O lo devuelven o no hay trato.

Dum dirige a Dee un gesto de payaso triste. Dee arquea una ceja y suspira. Me devuelve mi estuche de ganzúas. Esta vez estuve atenta para ver cómo lo hacían, pero no conseguí ver cómo pasaba de Dum a Dee.

—Esta noche, entonces —me arrojan un par de sonrisas idénticas.

Sacudo la cabeza y me largo de ahí antes de que me roben más cosas.