—Por haber interrumpido mi noche, les tocará la limpieza de las letrinas. —Obi claramente no es un tipo al que le gusta madrugar y no le preocupa mucho ocultar que preferiría estar dormido que lidiar con nosotros.
—¿Qué quieres de nosotros? —pregunto—. Te dije que no matamos a esas personas.
Estamos de vuelta en donde habíamos comenzado: Raffe y yo amarrados en las sillas, dentro de lo que ya me gusta pensar que es nuestro cuarto.
—No quiero nada con ustedes. Pero tampoco quiero que les digas a otros acerca de nuestros números, nuestra localización, nuestro arsenal. Ahora que han visto el campamento, no podemos dejarlos ir hasta que nos movamos de aquí.
—¿Y en cuánto tiempo será eso?
—Falta poco —Obi se encoge de hombros—. No pasará mucho tiempo.
—No tenemos tiempo.
—Tendrán el tiempo que nosotros decidamos —dice Boden, el guardia que nos atrapó. O por lo menos ese es el nombre marcado en su uniforme. Claro, podría ser un uniforme que tomó de un soldado muerto, que ya tenía el nombre inscrito—. Ustedes harán todo lo que el movimiento de resistencia les diga. Porque sin él, todos estaríamos condenados al infierno que esos ángeles hijos de p…
—Suficiente, Jim —dice Obi. Noto cansancio en su voz. Supongo que el viejo Jim y varios de los otros soldados han repetido esas mismas líneas un millón de veces con el recelo de los recién convertidos—. Es verdad —continúa—, los fundadores de la resistencia nos advirtieron que este momento llegaría, nos dijeron a dónde ir para sobrevivir, nos unieron mientras el resto del mundo se desmoronaba. Le debemos todo a la resistencia. Es nuestra mejor esperanza para sobrevivir a esta masacre.
—¿Hay otros campamentos como este? —pregunto.
—Es una red que está en todo el mundo, organizada en células. Apenas tenemos conocimiento unos de otros. Estamos tratando de organizarnos, de coordinarnos.
—Genial —dice Raffe—. ¿Eso quiere decir que nos tenemos que quedar hasta que olvidemos que hemos escuchado de este movimiento de resistencia?
—Al contrario, lo deben divulgar —dice Obi—. Saber sobre la resistencia nos da esperanza y un sentido de comunidad. Todos necesitamos eso.
—¿No te preocupa que, una vez que se corra la voz, los ángeles los destruirán? —pregunto.
—Esos pichones no podrán con nosotros, incluso si nos envían a toda su parvada —resopla Boden. Su cara está roja y parece listo para una pelea—. Quiero ver que lo intenten —la forma intensa en que empuña su arma me pone nerviosa.
—Hemos tenido que detener a un buen número de personas aquí desde que comenzaron los ataques de los caníbales —dice Obi—. Ustedes son los únicos que han logrado escapar. Podría haber un lugar para ustedes aquí. Un lugar con comida y con amigos, una vida con sentido y con propósito. En este momento estamos fragmentados. Nos tienen comiéndonos los unos a los otros. No podremos sobrevivir si estamos peleando entre nosotros y matándonos por unas latas de comida de perro.
Se acerca a nosotros y nos mira con sinceridad.
—Este campamento es tan sólo el comienzo y necesitamos que todos pongan de su parte, solamente así tendremos oportunidad de recuperar nuestro mundo de los ángeles. Podríamos usar a personas como ustedes. Personas con las habilidades y la determinación para convertirse en los grandes héroes de la humanidad.
—No pueden ser tan buenos —resuella Boden. Estuvieron dando vueltas alrededor del campamento como un par de dildos, ¿qué tan hábiles pueden ser?
No entiendo qué tienen que ver los dildos con esto. Pero tiene razón cuando dice que fuimos atrapados por un idiota.
Al final resulta que no me tocan las labores de la letrina. Sólo Raffe tiene ese dudoso honor. Yo acabo en las labores de lavandería. No estoy segura de que sea mejor. Nunca había trabajado tan duro en toda mi vida. Sabes que el mundo ha llegado a su fin cuando el trabajo manual en Estados Unidos es más barato y más fácil que usar máquinas. Los hombres dejan asquerosos sus pantalones y demás ropa cuando están trabajando en el bosque. Y ni hablemos de su ropa interior.
Tengo bastantes momentos de «guácala» en el transcurso del día. Pero aprendo algunas cosas de las otras lavanderas.
Después de un lapso largo de silencio incómodo, las mujeres comienzan a platicar. Un par de ellas han estado en el campamento desde hace pocos días. Parecen sorprendidas y aún desconfían de encontrarse ilesas. Hay algo de cautela en el modo en que mantienen sus voces bajas y sus ojos vigilando a su alrededor. No me permite relajarme, incluso cuando ellas comienzan a chismorrear.
Mientras trabajamos hasta rompernos el lomo —o, más precisamente, los brazos y la espalda— descubro que Obi es el favorito entre las mujeres. Y que Boden y sus amigos deben evitarse a toda costa. Obi está a cargo del campamento, pero no de todo el movimiento de resistencia. Aparentemente se corre la voz, entre las mujeres por lo menos, de que Obi sería un gran líder mundial de los luchadores de la libertad.
Me encanta la idea de un líder destinado a dirigirnos para salir de estos tiempos oscuros. Me encanta el romanticismo de formar parte de algo bueno, y correcto, liderado por un grupo de personas destinadas a ser héroes.
El único problema es que esta no es mi pelea. Mi pelea es la de recuperar a mi hermana y tenerla sana y a salvo. Mi pelea consiste en cuidar que mi madre no se meta en problemas y guiarla hacia lugares seguros. Mi pelea consiste en alimentar y cuidar lo que queda de mi familia. Hasta que estas batallas queden permanentemente ganadas, no puedo darme el lujo de ver más allá, al cuadro mayor de guerras contra dioses y héroes románticos.
Mi pelea por el momento consiste en esforzarme por sacar las manchas de estas sábanas que son más grandes y más anchas que mi cuerpo. Nada le quita el romance y la grandeza a la vida más que tallar las manchas de una sábana.
Una de las mujeres se preocupa por su esposo, de quien dice que «está jugando al soldado» aunque apenas se había movido de su escritorio de programador durante los últimos veinte años. También se preocupa por su mascota, que está en la perrera con el resto de los perros.
Resulta que la mayoría de los perros guardianes en realidad son las mascotas de las personas del campamento. Tratan de entrenarlos para convertirlos en los perros guardianes bravos y salvajes que persiguieron a Raffe, pero en realidad no han tenido tiempo para entrenarlos a todos. Además, han pasado sus vidas tan cuidados y protegidos, que aparentemente no es fácil convertirlos en asesinos salvajes cuando prefieren matarte a besos llenos de babas o perseguir ardillas.
Dolores me asegura que su perro, Motitas, es del tipo que te ataca a besos, y que la mayoría de los perros están en el paraíso perruno en el bosque. Asiento con la cabeza, comprendiendo más de lo que imagina. Es por eso que los guardias no salen con perros. Es difícil patrullar mientras tu socio canino no deja de salir corriendo para perseguir algún roedor y ladra toda la noche. Gracias al cielo.
Casualmente, trato de dirigir la conversación para averiguar quién estará comiéndose a la gente en el camino. Lo único que logro son miradas cautelosas y expresiones de temor. Una mujer se persigna. Logro matar toda la charla.
Tomo un par de pantalones percudidos para sumergir en el agua sucia, y volvemos a trabajar en completo silencio.
Aunque Raffe y yo somos prisioneros aquí, nadie nos está vigilando. Es decir, nadie está específicamente asignado para vigilarnos. Todos saben que somos los nuevos y, como tales, todos nos vigilan.
Para evitar que se note que la herida de Raffe sana rápidamente, le pusimos dos vendas en la cabeza muy temprano por la mañana. Estábamos preparados para decir que las heridas en la cabeza sangran mucho, de modo que la herida en sí era más pequeña de lo que parecía la noche anterior, pero nadie preguntó. También revisé rápidamente sus vendas de la espalda. Había sangre con la forma de las coyunturas de sus alas. Seca pero inconfundible. No había nada qué hacer.
Raffe cava una fosa donde están los inodoros portátiles, junto con otros hombres. Es uno de los pocos que todavía trae puesta su camisa. Hay una banda seca alrededor de su pecho que delinea las vendas, pero nadie parece notarlo. Puedo ver la mugre en su camisa con ojo profesional y espero que alguien más termine lavándola.
El sol destella sobre algo brillante en el muro que los hombres construyen alrededor de las letrinas. Estoy ponderando la perfecta regularidad de las cajas rectangulares que usan para construir el muro cuando las reconozco. Son computadoras. Los hombres están apilando computadoras y las pegan con cemento para armar un muro.
—¿Qué te parece? —dice Dolores cuando ve lo que estoy mirando—. Mi esposo siempre llamó a sus aparatos electrónicos «ladrillos» cuando perdían su vigencia.
Vaya que perdieron su vigencia. Las computadoras fueron el cénit de nuestra capacidad tecnológica y ahora las estamos usando como muros para letrinas, gracias a los ángeles.
Regreso a tallar un par de pantalones mugrientos en mi lavadero.
La hora del almuerzo tarda varias eternidades en llegar. Estoy a punto de ir por Raffe cuando una mujer de cabello color miel y piernas largas se acerca a él. Todo en ella, su andar, su voz, la inclinación de su cabeza, invita a un hombre a acercarse más. Cambio mi rumbo y me voy directo al comedor, haciendo como que no los veo cuando caminan juntos a tomar su almuerzo.
Tomo un tazón de guisado de venado y una rebanada de pan y los devoro lo más rápido posible. Algunas personas a mi alrededor se quejan de tener que comer lo mismo todos los días, pero yo he comido los suficientes tallarines secos y comida de gato como para apreciar el sabor de la carne fresca y las verduras enlatadas.
Ahora sé, por mi sesión matutina de chismes, que una parte de la comida viene de las casas de los alrededores, pero que la mayoría viene de un almacén que la resistencia mantiene oculto. Como veo las cosas, la resistencia está haciendo un buen trabajo con su gente.
En cuanto termino de comer, busco a Obi. He querido rogarle todo el día que nos deje ir. Estas personas no parecen tan malas ahora que es de día, y quizá entiendan mi necesidad urgente de rescatar a mi hermana. Claro, no puedo detener a Raffe si quiere contarle al enemigo sobre este campamento, pero no puede decirles nada antes de llegar al nido, y quizá para entonces el campamento se habrá mudado a otra parte. Es una justificación tonta, pero a mí me basta.
Encuentro a Obi rodeado de hombres que mueven unas cajas de los cuartos que estuve a punto de revisar la noche anterior. Dos hombres están subiendo cuidadosamente cada caja en una camioneta de carga.
Cuando uno de ellos pierde el equilibrio y una de las cajas resbala, todo el mundo se queda paralizado.
Como si se hubiera detenido el tiempo, todos se le quedan viendo al tipo que estuvo a punto de dejar caer la caja. Casi puedo oler el miedo.
Todos intercambian miradas, como si no pudieran creer que siguen aquí. Después de eso, continúan su traslado, caminando lento, de lado, como cangrejos, hacia la camioneta.
Supongo que lo que estaba guardado en esos cuartos tenía más importancia que sólo carne de venado y algunas pistolas.
Trato de acercarme a hablar con Obi, pero un torso vestido de camuflaje bloquea mi paso. Cuando volteo hacia arriba, el guardia que nos atrapó anoche, Boden, me está mirando fijamente.
—Regresa a tu lavado, mujer.
—¿Estás bromeando? ¿De qué siglo eres?
—De este siglo. Esta es la nueva realidad, primor. Acéptala antes de que tenga que zambullirla en tu garganta —sus ojos caen significativamente hacia mi boca—. Fuerte y profundo.
Casi puedo oler la lujuria y la violencia que irradia.
Un punzón de terror se clava en mi pecho.
—Necesito hablar con Obi.
—Sí, tú y todas las otras chicas en el campamento. Aquí tengo a tu Obi —pone su mano firmemente entre sus piernas y la sacude, como si estuviera saludando de mano a su pene. Luego acerca su cara a la mía y mueve su lengua de manera obscena, tan cerca de mí que casi puedo sentir su saliva.
El punzón de terror perfora mis pulmones y siento que me quedo sin aire. Pero el enojo que me inunda de repente es como un tsunami que toma posesión de cada célula de mi cuerpo.
He aquí la viva encarnación de lo que me tenía arrastrándome de coche en coche, escondiéndome y paralizándome ante el más mínimo sonido, corriendo entre las sombras como un animal, muerta de preocupación porque alguien como él me atrapara a mí, o a mi hermana, o a mi mamá. He aquí la actitud arrogante que tuvo el descaro de robarse a mi hermana, una dulce niña inofensiva. He aquí lo que literalmente me impide ir a rescatarla.
—¿Qué me dijiste? —la chica que fui, civilizada y educada, me obliga a darle al tipo una segunda oportunidad para explicarse.
—Dije que…
Aplasto su nariz con la palma de mi mano. No lo golpeo con la fuerza de mi brazo. Lo golpeo con todo mi cuerpo, soltando la fuerza desde mis caderas, lanzando todo mi peso en el golpe.
Siento cómo la nariz se quiebra bajo mi mano. Mejor aún, el tipo había comenzado a hacer ese gesto obsceno con su lengua otra vez, de modo que sus dientes la muerden mientras su cabeza se va hacia atrás con fuerza, salpicando sangre de su lengua cortada.
Claro, estoy enfurecida. Pero mis acciones no son completamente inconscientes. Regularmente abro la boca sin pensar, pero nunca comienzo una pelea sin consultar a mi cerebro. Supuse que ganaría esta pelea siempre y cuando yo diera el primer golpe. Tácticas de intimidación como la suya son comunes entre los bullies. El contrincante, más pequeño, más débil, supuestamente debe encogerse y huir.
Mis rápidos cálculos fueron así: es más o menos medio metro más alto y más ancho que yo, un soldado entrenado, y yo soy una chica. Si yo fuera un hombre, la gente nos dejaría pelear. Pero la gente tiende a pensar que cuando una chica golpea a un hombre grande y armado, debe ser en defensa propia. Con todos estos hombres machos en los alrededores, calculé unos diez segundos antes de que alguien interrumpa nuestra pelea.
De modo que, sin mucho daño, yo ganaría la pelea porque: uno, llamaría la atención de Obi, que es lo que quería hacer desde el principio; dos, humillaría al Cabeza de Chorlito mostrándole a todos que es un idiota que se la pasa intimidando a las mujeres y; tres, dejaría claro el mensaje de que yo no soy presa fácil.
Lo que no calculo es el daño que Boden puede hacer en diez segundos.
Se queda quieto unos momentos, asombrado y conteniendo su furia.
Luego, me asesta un puñetazo en la quijada, que se siente como el golpe de una camioneta.
Después, arroja su cuerpo contra el mío.
Caigo de espaldas, y trato desesperadamente de respirar a través del golpe de dolor que siento en mis pulmones y en mi cara. Se sienta encima de mí y calculo que nos quedan dos segundos. Quizás un soldado caballeroso y veloz pueda ganarle a mis cálculos. Quizás Raffe ya dio un salto y me quitará a este gorila de encima.
Boden toma el cuello de mi sudadera con un puño y levanta su otro puño para asestarme otro golpe. Muy bien, sólo necesito sobrevivir a este trancazo, luego alguien tendrá que intervenir.
Tomo el dedo meñique de su mano en mi sudadera y lo tuerzo lo más fuerte posible, doblándolo hasta atrás.
Es un dato poco conocido que hacia donde va el meñique, también va la mano, la muñeca, el brazo y el cuerpo. De lo contrario, algo se rompe en el camino. Él se dobla hacia atrás también, apretando los dientes de dolor y torciendo su cuerpo para seguir a su meñique.
En ese momento logro ver a las personas que nos rodean.
Estaba empezando a pensar que este campamento tenía a los soldados más lentos de la historia. Pero estaba equivocada. Un número sorprendente de personas se acercaron a la pelea en tiempo récord. El único problema es que todos están actuando como chicos en el patio de la escuela: corrieron para ver la pelea en vez de detenerla.
Mi sorpresa me cuesta. Boden encaja su codo en mi pecho derecho.
El dolor intenso casi me mata. Me encojo lo mejor que puedo, con doscientas libras de músculo encima de mí, pero eso no me protege de la cachetada que me propina.
Ahora le está añadiendo insulto al daño porque, si yo hubiera sido un hombre, me hubiera golpeado con el puño cerrado. Muy bien. Si sólo me cachetea y aun así me derrota, entonces comprobará que soy alguien a quien cualquiera puede molestar.
¿Dónde está Raffe cuando lo necesito? De reojo, lo veo entre una multitud nebulosa de personas, con una expresión oscura. Escribe algo en un billete, luego se lo pasa a un tipo que está recolectando dinero de todos los presentes.
Caigo en la cuenta de lo que está pasando. ¡Están haciendo apuestas!
Y lo que es peor, los pocos que me apoyan a mí no lo hacen para que gane, lo hacen para que por lo menos pueda durar un minuto más. Aparentemente, nadie está apostado por mi triunfo, sólo apuestan para ver cuánto tiempo puedo durar.
¿Dónde quedaron los caballeros?