15

Los perros son un problema. Tendré que actuar con inteligencia. Podré ocultarme de los hombres mientras merodeo por los alrededores, pero no podré ocultarme de los perros. Sigo corriendo de todas formas. Tengo que preocuparme por cada cosa en su momento. Me acomete un fuerte temor de no poder encontrarlos en ninguna parte, de manera que apresuro el paso y comienzo a correr.

Estoy a punto de un infarto cuando doy con ellos. Respiro tan fuerte que me sorprende que no me puedan escuchar.

Se acercan a lo que a primera vista parece un conjunto de edificios destruidos. Pero más de cerca me doy cuenta de que los edificios están bien. Parecen derruidos porque hay unas ramas inclinadas contra los edificios, entretejiéndose en una red que cae encima de las instalaciones. Las ramas fueron colocadas cuidadosamente, para dar la impresión de que así cayeron naturalmente. Puedo apostar a que desde arriba es igual al resto del bosque. Puedo apostar a que desde arriba ni siquiera se pueden ver los edificios.

Ocultas detrás de ese cobertizo de ramas puedo ver unas ametralladoras. Todas apuntan hacia el cielo.

Este no es un campamento amigable con los ángeles.

Raffe y los cinco cazadores son recibidos por más hombres vestidos de camuflaje. También hay mujeres, pero no todas están uniformadas. Algunos no parecen pertenecer al lugar. Algunos se ocultan en las sombras, están sucios y asustados.

Tengo suerte, pues uno de los hombres conduce los perros hacia una perrera. Varios de los perros ladran, de modo que si algunos de ellos me ladran a mí, no se notará.

Miro a mi alrededor para asegurarme de que no me han detectado. Me quito la mochila y la oculto en el hueco de un árbol. Considero quedarme con la espada pero decido no hacerlo. Sólo los ángeles cargan espadas. Lo último que necesitamos es que yo dirija sus pensamientos hacia esa idea. Pongo las alas envueltas en la cobija a un lado de la mochila y memorizo la localización del árbol.

Encuentro un buen sitio desde donde puedo vigilar el campamento y me tiro boca abajo en una parte del suelo que no está llena de lodo. El frío y la humedad se filtran por mi suéter. Arrojo algunas hojas y hierba encima de mi cuerpo para ocultarme mejor. Desearía tener uno de sus trajes de camuflaje. Afortunadamente, mi cabello castaño oscuro se mezcla con mi entorno.

Empujan a Raffe hasta que cae de rodillas en medio del campamento.

Estoy demasiado lejos como para escuchar lo que dicen, pero puedo notar que discuten qué van a hacer con él. Uno de ellos se agacha y habla con Raffe.

«Por favor, por favor no le pidan que se quite la camisa».

Busco ansiosamente una manera de rescatarlo y al mismo tiempo conservar mi vida, pero no hay nada que pueda hacer a la luz del día, con una docena de tipos uniformados y con armas dispersos en la zona. A menos que haya un ataque de ángeles que los distraiga, lo más que puedo esperar es que él siga vivo y a mi alcance cuando anochezca.

Lo que sea que les haya dicho Raffe debió haberlos dejado satisfechos por el momento, ya que lo ponen de pie y lo meten al edificio más pequeño en el centro del campamento. Estos edificios no parecen casas, parecen un cuartel. Los dos inmuebles a los lados del edificio donde metieron a Raffe fácilmente podrían alojar a unas treinta personas cada uno. El que está en el centro podría alojar a la mitad. Deduzco que uno de ellos es para dormir, el otro para uso comunitario y quizá el tercero sirve de almacén.

Me quedo ahí tendida, trato de ignorar el frío húmedo que se filtra de la tierra y deseo que el sol se vaya más rápido. Quizá estas personas tengan el mismo miedo a la oscuridad que las pandillas callejeras de mi vecindario. Quizá se vayan a dormir en cuanto caiga el sol.

Después de lo que me pareció una eternidad, pero que probablemente fueron veinte minutos, un joven uniformado camina a unos cuantos metros de distancia de donde estoy. Sostiene un rifle cruzado sobre el pecho e inspecciona el bosque. Parece estar listo para la acción. Me quedo inmóvil mientras lo veo pasar. Me tranquiliza que no traiga un perro consigo. Me pregunto por qué no los usan para vigilar el cuartel.

Después de eso, un soldado pasa cada determinado tiempo, demasiado cerca como para estar tranquila. Su patrullaje es regular y predecible. Después de un tiempo, identifico el ritmo y sé cuándo va a pasar cerca de mí.

Una hora después de que internaron a Raffe en el edificio central, comienzo a oler carne y cebolla, ajos y verduras. El delicioso olor hace que mi estómago se retuerza tan fuerte que se sienten como calambres.

Ruego que ese olor no sea Raffe.

Las personas hacen fila en el edificio de la derecha. No escucho ningún anuncio, así que deben tener un horario fijo para la cena. Hay muchas más personas aquí de las que imaginaba. Soldados, la mayoría hombres uniformados, regresan desde el bosque, en grupos de dos, tres o cinco. Vienen de todas direcciones y un par de ellos casi me pisa en su camino a la cena.

Para cuando llega la noche y las personas desaparecen en el edificio de la izquierda, me siento casi paralizada de lo fría que está la tierra. Combinado con el hecho de que no he ingerido nada más que un puñado de comida seca de gato, no me siento tan lista como quisiera para emprender un rescate.

No hay luces en ninguno de los edificios. Este grupo es cuidadoso, se ocultan bien en la noche. El cuartel está silencioso, salvo el canto de los grillos, lo cual es una proeza asombrosa, si consideramos la cantidad de personas que viven ahí. Por lo menos no escucho gritos provenientes del edificio donde está Raffe.

Me obligo a esperar lo que creo es una hora, en la oscuridad, para comenzar mi rescate desesperado.

Espero hasta que pasa el soldado que patrulla la zona. En ese momento, yo sé que el otro soldado está del otro lado del cuartel.

Cuento hasta cien, antes de ponerme de pie y correr lo más cautelosamente posible hacia donde están los edificios.

Mis piernas están tan frías y rígidas como el metal, pero se agilizan rápidamente con la sola idea de ser descubierta. Tengo que tomar el camino largo, escabulléndome de una sombra de luna a otra, abriéndome paso en un patrón de zigzag hacia el edificio central. El entrecruzado del follaje resulta una ventaja para mí, moteando el área con un camuflaje cambiante.

Me tiro boca abajo al lado del salón comedor. Un guardia da unos pasos medidos a mi derecha y, a la distancia, el otro camina lentamente por el extremo opuesto del campamento. Sus pies suenan apagados y lentos, como si estuvieran aburridos. Una buena señal. Si escucharan cualquier cosa inusual, sus pasos serían más urgentes, más apresurados. Por lo menos eso espero.

Trato de ver la parte trasera del edificio central, en busca de una puerta. Pero con la sombra de la luna de ese lado, no puedo identificar si hay una puerta o por lo menos una ventana.

Corro aprisa desde mi escondite hasta el edificio de Raffe.

Hago una pausa, esperando escuchar un grito. Pero todo está en silencio. Me quedo parada, de espaldas a la pared, aguantando la respiración. No escucho nada y no veo movimiento. No hay nada más que mi miedo diciéndome que abandone el plan. De modo que continúo.

En la parte trasera del edificio hay cuatro ventanas y una puerta. Me asomo por una de las ventanas pero no veo más que oscuridad. Me resisto a la tentación de ver si puedo obtener respuesta de Raffe. No sé quién más pudiera estar ahí con él.

No tengo plan, ni siquiera uno disparatado, ni tampoco tengo idea de cómo voy a lidiar con quienquiera que esté ahí. El entrenamiento de defensa personal normalmente no incluye sorprender a alguien por la espalda y estrangularlo hasta que fallezca, una habilidad que me vendría muy bien en estos momentos.

Aun así, he logrado derrotar consistentemente a contrincantes mucho más grandes que yo, y me aferro a ese dato para aplacar el pánico que corre por mi cuerpo.

Aspiro profundamente y susurro de la forma más suave que puedo.

—¿Raffe?

Si supiera siquiera dónde se encuentra sería mucho más fácil para mí. Pero no escucho nada. Ni un golpeteo en la ventana, ni un llamado apagado, ni unas patas de silla tallando el suelo que me dirijan a él. La idea horrenda de que podría estar muerto regresa. Sin él, no tengo manera de encontrar a Paige. Sin él, estoy sola. Me doy una patada mental a mí misma por distraerme y seguir esa peligrosa línea de pensamiento.

Me acerco a la puerta y pego mi oído a la superficie. No escucho nada. Trato de girar la perilla en caso de que esté abierta.

Como siempre, tengo mi útil set de ganchos para abrir puertas en mi bolsillo trasero. Encontré el kit en la habitación de un chico durante mi primera semana buscando comida. No me tomó mucho descubrir que forzar una cerradura de puerta es mucho más silencioso que romper una ventana. El sigilo es imprescindible cuando tratas de evitar a las pandillas callejeras. De modo que he practicado mucho el arte de abrir cerraduras en el último par de semanas.

La perilla se abre suavemente.

Estos tipos son engreídos. Abro la puerta apenas unas pulgadas y hago una pausa. No hay sonidos, me deslizo en medio de la oscuridad. Dejo que mis ojos se ajusten. La única iluminación es la luz jaspeada de la luna que atraviesa la ventana en la parte trasera de la casa.

Me he acostumbrado a ver bajo la tenue luz de la luna. Parece que se ha convertido en un modo de vida para mí. Estoy en un pasillo con cuatro puertas. Una puerta está abierta, es la entrada a un baño. Las otras tres están cerradas. Empuño mi cuchillo, como si eso pudiera detener la bala de una semiautomática. Pego mi oído a la primera puerta a la izquierda y no escucho nada. Antes de alcanzar la perilla, escucho una voz muy queda que susurra desde la última puerta.

Me congelo. Luego camino hacia la última puerta y pego mi oído. ¿Fue mi imaginación, o lo que escuché fue «Corre, Penryn»?

Abro la puerta.

—¿Por qué nunca me haces caso? —me pregunta Raffe calladamente.

Entro en el cuarto y cierro la puerta.

—¿Así me recibes cuando vengo a rescatarte?

—No me estás rescatando, te estás dejando atrapar. —Raffe está sentado en medio del cuarto, atado a una silla. Tiene mucha sangre seca en el rostro de una herida que tiene en la frente.

—Están dormidos —voy hacia su silla y pongo el cuchillo en la cuerda que ata sus manos.

—No, no lo están —la convicción en su voz enciende la alarma en mi cabeza. Pero antes de que pueda pensar en la palabra «trampa», la luz de una linterna me ciega.