En su mayoría, los árboles en California son de hoja perenne, pero todo el suelo del bosque está cubierto de hojas secas. No podemos más que crujir a cada paso. No sé cómo pueda ser en otras partes del mundo, pero estoy convencida de que todo ese cuento de los leñadores habilidosos que caminan silenciosamente por los bosques es un mito, por lo menos en nuestras colinas. Primero, simplemente no hay un solo lugar donde caminar durante el otoño en el que puedas evitar las hojas secas. Segundo, incluso las ardillas y los venados, los pájaros y las lagartijas hacen ruido suficiente en estas colinas como para hacerlos parecer animales mucho más grandes.
La buena noticia es que la lluvia humedeció las hojas, lo cual apaga el ruido de nuestros pasos. La mala noticia es que no puedo maniobrar la silla de ruedas en la ladera mojada.
Las hojas empapadas se quedan atoradas en las ruedas mientras me esfuerzo por empujarla. Para aligerar la carga, amarro la espada en mi mochila y la cargo a mis espaldas. Le lanzo la otra mochila a Raffe para que la cargue. Aun así, la silla se derrapa y se resbala en el lodo, dirigiéndonos cuesta abajo constantemente mientras trato de empujarla transversalmente. Nuestro progreso se hace más lento hasta que terminamos por detenernos. Raffe no me ofrece ayuda pero tampoco me ofrece sugerencias sarcásticas.
Eventualmente nos encontramos con un sendero bien marcado que parece dirigirse hacia donde queremos ir. Es casi plano y hay mucho menos follaje. Pero las lluvias convirtieron el camino de tierra en un lodazal. No sé qué tan bien funcione la silla en tanto lodo y prefiero mantenerla en buenas condiciones. De modo que doblo la silla y la cargo. Eso funciona por un tiempo, de una manera incómoda y torpe. Lo más que he cargado la silla ha sido bajándola uno o dos pisos por unas escaleras.
Pronto es obvio que no seré capaz de seguir el camino cargando una silla de ruedas. Incluso si Raffe se ofreciera a ayudar —cosa que no hace— no podríamos llegar muy lejos si seguimos cargando ese incómodo armatoste de metal y plástico.
Finalmente, la desdoblo y la pongo en el suelo. Se hunde, y es como si el barro se comiera las llantas. Bastan unos cuantos pasos para que la silla quede completamente enterrada en el lodo, al punto de que las ruedas dejan de moverse.
Tomo un palo y quito la mayor cantidad de lodo posible. Avanzo un poco y tengo que hacerlo de nuevo. Cada vez, el lodo se mete más rápido en las llantas. Una vez que está batido, el lodo se parece más al barro. Finalmente, un par de vueltas más y las ruedas de la silla quedan atascadas sin remedio.
Me paro junto a ella con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podré rescatar a Paige sin su silla? Tendré que pensar en algo más, aunque tenga que cargarla. Lo importante es que la encuentre. Aun así, me quedo inmóvil un momento, derrotada.
—Todavía tienes sus chocolates —dice Raffe, con algo de gentileza en la voz—. El resto es sólo cuestión de logística.
Prefiero no levantar la mirada porque todavía siento algunas lágrimas. Rozo las puntas de mis dedos sobre el asiento de cuero en señal de despedida mientras me alejo de la silla de Paige.
Caminamos durante cerca de una hora cuando Raffe me susurra:
—¿En serio le sirve a los seres humanos estar tan apáticos para luego sentirse mejor? —hemos estado susurrando desde que vimos a las víctimas en el camino.
—No estoy apática —susurro en respuesta.
—Seguro que no. Una chica como tú, que pasa su tiempo con un guerrero semidiós como yo. ¿Por qué habrías de estar apática? Dejar una silla de ruedas abandonada en el camino ni siquiera se registraría en el radar si lo comparamos con eso.
Casi tropiezo con una rama caída.
—Espero que estés bromeando.
—Nunca bromeo acerca de mi estatus de semidiós.
—Dios… mío —bajo la voz, ya que olvidé que debería susurrar—. No eres más que un pájaro con temperamento. Cierto, tienes algunos músculos, te concedo eso. Pero por si no lo sabes, un pájaro no es más que un lagarto que apenas ha evolucionado. Eso es lo que eres.
Suelta una risa.
—Evolución —se acerca como para decirme un secreto—. Debo decirte que yo he sido así de perfecto desde el comienzo de los tiempos —está tan cerca que su aliento acaricia mi oído.
—Ay, por favor. Tu cabeza enorme se está poniendo demasiado grande para este bosque. Muy pronto, te vas a quedar atorado al tratar de pasar entre dos árboles. Y luego, tendré que rescatarte —lo miro con cansancio fingido. «Otra vez».
Apresuro el paso. Trato de desalentar la astuta respuesta que seguramente me dará.
Pero no lo hace. ¿Acaso me está dejando quedarme con la última palabra?
Cuando volteo, Raffe tiene una sonrisa petulante en el rostro. Entonces me doy cuenta de que me estaba provocando para hacerme sentir mejor. Trato de resistirlo, pero es demasiado tarde.
Sí, me siento un poquito mejor.
Recordando el mapa, sé que el Boulevard Skyline es una arteria que atraviesa el bosque hacia el sur de San Francisco o sus alrededores. Skyline se encuentra cuesta arriba de donde estamos ahora. Aunque Raffe no me ha dicho dónde está localizado el nido de los ángeles, me indicó que teníamos que dirigirnos al norte. Eso significa que debemos atravesar San Francisco. De modo que si vamos cuesta arriba y luego cruzamos Skyline rumbo a la ciudad, podemos mantenernos lejos de las áreas muy pobladas hasta que ya no podamos evitarlo.
Tengo muchas preguntas para Raffe ahora que me he dado cuenta de que debo recolectar la mayor cantidad de información posible acerca de los ángeles. Pero los caníbales son más importantes y mantenemos nuestras conversaciones al mínimo.
Pensé que nos tomaría todo el día llegar a Skyline, pero arribamos a media tarde. Eso es bueno, entre otras cosas porque no creo que podría soportar otra porción de comida para gatos. Tenemos bastante tiempo para hurgar en las casas de Skyline y encontrar algo de cenar antes de que anochezca. Estas casas no están nada cerca una de la otra como en los suburbios, sino que están sensatamente espaciadas a lo largo del camino. La mayoría están escondidas detrás de grandes secuoyas, lo cual resulta conveniente para una búsqueda subrepticia de provisiones.
Me pregunto cuánto podríamos esperar a mi madre y cómo volveremos a encontrarla. Ella sabía que tenía que subir las colinas, pero no teníamos planes más allá de eso. Como en todo lo demás, ahora lo único que puedo hacer es esperar lo mejor.
Skyline es un camino bellísimo que recorre la cima de la cordillera que divide a Silicon Valley del océano. Es una carretera de dos carriles que nos ofrece vistas del valle por un lado y el océano por el otro. Es el único camino por el que he andado desde los ataques que no se siente extraño en su estado abandonado. Repleto de secuoyas y rodeado del aroma de eucaliptos, este camino parecería extraño si tuviera tráfico.
Sin embargo, no mucho después de que llegamos a Skyline, vemos un grupo de coches atravesados en la carretera. Esto no ocurrió por accidente, eso me queda claro. Los coches están perpendiculares al camino y repartidos a lo largo de varios metros, en caso de que alguien decida chocar contra ellos para atravesar, supongo. Hay una comunidad aquí y los extraños no parecen ser bienvenidos.
El ángel que ahora parece humano absorbe el escenario. Inclina la cabeza como un perro que escucha algo a la distancia. Señala ligeramente con la barbilla, hacia delante y a la izquierda del camino.
—Están allá, observándonos —susurra.
Todo lo que puedo ver es un camino vacío que va hacia el bosque.
—¿Cómo lo sabes?
—Puedo oírlos.
—¿Qué tan lejos están? —susurro. «¿Qué tan lejos están y hasta dónde puedes escuchar?».
Me mira como si supiera lo que estoy pensando. No puede leer mentes, sólo tiene un oído increíble, ¿o sí? Se encoge de hombros, luego camina de regreso al refugio de los árboles.
Como un experimento, le digo todo tipo de insultos en mi cabeza. Cuando no me responde, comienzo a producir imágenes al azar para ver si puedo obtener al menos una mirada sospechosa. De alguna manera, mis pensamientos divagan hasta regresar a la noche en que él me tenía en sus brazos, cuando soñé que me congelaba en el agua. Me imagino despertando en ese sofá y volteando a verlo. Está tan cerca que su aliento acaricia mi mejilla mientras volteo…
Me detengo. Pienso en plátanos, naranjas y fresas, mortificada de que en realidad pueda ver lo que pienso. Sin embargo, él continúa atravesando el bosque sin darme ninguna señal de que pueda leer mi mente. Esa es la buena noticia. La mala noticia es que entonces no sabe lo que ellos están pensando. A diferencia de él, yo no puedo escuchar, ver u oler nada que pudiera indicarme que alguien está en alguna parte, a punto de emboscarnos.
—¿Qué escuchas? —susurro.
Se voltea y susurra de vuelta:
—A dos personas susurrando.
Después de eso, me quedo callada y simplemente lo sigo.
El bosque aquí sólo tiene secuoyas. No hay hojas en el suelo que crujan a nuestro paso. En vez de ello, el bosque nos ofrece justo lo que necesitamos: una gruesa alfombra de tierra que apaga nuestros pasos.
Quiero preguntarle si las voces que escuchó se dirigen hacia nosotros, pero tengo miedo de hablar innecesariamente. Podemos intentar caminar alrededor de su territorio, pero necesitamos seguir en la misma dirección si queremos llegar a San Francisco.
Raffe acelera el paso cuesta abajo, casi corriendo. Lo sigo ciegamente, suponiendo que escuchó algo que yo no alcancé a percibir. Luego, yo también lo escucho.
Perros.
A juzgar por el sonido de sus ladridos, vienen justo hacia nosotros.