Todavía hay agua corriente en la cabaña, pero no hay agua caliente. Considero darme una ducha de todos modos, pues no sé cuánto tiempo pasará antes de que pueda darme un baño de verdad, pero la idea del agua a temperatura glacial pegándome con toda su fuerza me hace dudar.
Decido darme un concienzudo baño de esponja con una toalla. Por lo menos así puedo evitar que varias partes de mi cuerpo se congelen al mismo tiempo.
Como supuse, el agua está congelada y me recuerda algunos fragmentos del sueño de anoche, lo cual inevitablemente me hace preguntarme cómo logré estar lo suficientemente caliente como para poder dormir. Quizá el ángel se compadeció de mí al verme tiritar de frío, o es una suerte de costumbre angelical, como los pingüinos se juntan cuando hace mucho frío. ¿Qué otra cosa podría ser?
Pero no quiero pensar en eso —no sé cómo pensar en eso— de modo que lo empujo al fondo de ese lugar oscuro y sobrecargado de mi mente, que amenaza con explotar en cualquier momento.
Cuando salgo del baño, Raffe parece recién duchado y vestido con sus pantalones negros y sus botas. Ya no trae puestas las vendas. Su cabello mojado le cubre los ojos mientras se arrodilla en el suelo de madera, frente a la cobija extendida. En ella, están desplegadas sus alas.
Peina las plumas suavemente, acomoda las que están aplastadas y arranca las que están rotas. De algún modo, parece que se está acicalando. Su tacto es delicado y reverente, aunque su expresión es dura e ilegible como una piedra. Las puntas dentadas del ala que recorté se ven feas y violentadas.
Tengo el absurdo impulso de disculparme. Qué estupidez. ¿De qué me voy a disculpar? Su gente ha atacado nuestro mundo y lo ha destruido. Los ángeles son tan brutales que le cortaron las alas a uno de los suyos y lo dejaron en la calle para ser destazado por los salvajes nativos. Y si los humanos ahora somos tan salvajes, es porque ellos nos hicieron así. De modo que no lo siento, me recuerdo a mí misma. Aplastar una de las alas de tu enemigo en una cobija apolillada no es nada de lo que tengas que disculparte.
Aun así, camino con la cabeza gacha como si de verdad lo sintiera, aunque no lo quiera admitir.
Camino por detrás de él para que no pueda ver mi postura arrepentida, y de pronto puedo ver su espalda desnuda. Ha dejado de sangrar. El resto de su cuerpo parece completamente sano: sin heridas, ni moretones, ni cortadas, excepto donde solían estar sus alas.
Las heridas son como un par de tiras de carne molida cruda que corren por su espalda. Trazan una línea irregular de carne donde la espada cercenó los tendones y los músculos. No quiero pensar mucho en ello, pero supongo que el otro ángel cortó también articulaciones y huesos de su cuerpo. Supongo que tendría que haber cosido sus heridas, pero siempre supuse que moriría.
—¿No crees que debería coser tus heridas para que cierren bien? —le pregunto, con la esperanza de que responda que no. Soy una chica bastante ruda, pero coser unos trozos de carne rebasa los límites de mi zona de confort, por decirlo de algún modo.
—No —dice, sin dejar de atender su trabajo—. Eventualmente sanarán solas.
—¿Por qué no han sanado todavía? El resto de tu cuerpo se curó en poco tiempo.
—Las heridas causadas por una espada de ángel tardan mucho tiempo en sanar. Si acaso quieres matar a uno, hazlo con una espada de ángel.
—Mientes. ¿Por qué me contarías eso?
—Tal vez porque no te tengo miedo.
—Tal vez deberías.
—Mi propia espada no puede hacerme daño. Y mi espada es la única que tú puedes empuñar.
Arranca otra pluma rota con delicadeza y la pone sobre la cobija.
—¿Qué dices?
—Necesitas permiso para usar la espada de un ángel. Pesaría una tonelada si tratas de levantarla sin permiso.
—Pero tú nunca me diste permiso.
—No recibes el permiso del ángel, recibes el permiso de la espada. Y algunas espadas se ponen de mal humor cuando se los pides.
—Sí, claro.
Pasa su mano por encima de las plumas para tratar de sentir las que están rotas. ¿Por qué no parece estar bromeando?
—Nunca le pedí permiso y pude levantarla sin problema.
—Porque querías arrojármela para que yo pudiera defenderme. Al parecer, eso lo tomó como una solicitud de permiso y te lo otorgó.
—Y qué, ¿leyó mi mente?
—Tus intenciones, al menos. Ella lo hace en ocasiones.
—Ajá… sí… cómo no —dejo el tema. He escuchado bastantes locuras en mi vida. Lo mejor es lidiar con ellas sin desafiar directamente a la persona que lanza los disparates. Desafiar los disparates no tiene sentido y puede ser peligroso. Por lo menos, así ha sido con mi madre. Aunque debo decir que Raffe tiene más imaginación que ella.
—Entonces… ¿quieres que te vende la espalda otra vez?
—¿Para qué?
—Para evitar una infección —respondo, hurgando en mi mochila para encontrar el botiquín de primeros auxilios.
—Eso no es un problema.
—¿No se pueden infectar?
—Soy resistente a los gérmenes humanos.
La seguridad impresa en sus palabras me llama la atención. Los humanos sabemos muy poco sobre los ángeles. Cualquier información podría darnos una ventaja. Claro, una vez que nos volvamos a organizar.
Se me ocurre que puedo estar en una posición sin precedentes para averiguar información sobre ellos. A pesar de lo que los líderes de las pandillas querrían hacernos creer, los ángeles que son destazados siempre están muertos o moribundos, de eso estoy segura. Qué podría hacer con información vital sobre ellos, eso no lo sé todavía. Pero no pierdo nada con obtener un poco de conocimiento. «Dile eso a Adán y Eva».
Ignoro la voz de advertencia en mi cabeza.
—Entonces ¿estás inmunizado o algo por el estilo? —trato de que mi voz suene lo más casual posible, como si la respuesta no significara nada para mí.
—De todos modos es una buena idea vendarme —me dice, enviándome una clara señal de que sabe que estoy recabando información—. Quizá pueda hacerme pasar por un ser humano mientras mis heridas estén cubiertas —arranca otra pluma rota, colocándola tristemente en un montón cada vez más grande.
Uso nuestras últimas provisiones de primeros auxilios para vendar sus heridas. Su piel es como acero cubierto de terciopelo. Trato de ser descuidada y agresiva al curarlo, para evitar que mis manos tiemblen.
—Trata de no moverte mucho para que no vuelvas a sangrar. Las vendas no son muy gruesas y la sangre las empaparía muy rápido.
—No creo que eso sea un problema —dice—. Seguro que será fácil no moverme mucho mientras corremos por nuestras vidas.
—Hablo en serio. Estas son las últimas vendas. Tendrás que hacerlas durar.
—¿Crees que encontremos más en el camino?
—Tal vez —nuestras mejores posibilidades están en los botiquines de las casas, ya que las tiendas han sido arrasadas o son territorios protegidos por las pandillas.
Llenamos mi botella de agua. No tuve mucho tiempo para tomar provisiones de la oficina. Las provisiones que llevo conmigo son de una variedad azarosa. Suspiro. Quisiera haber tenido suficiente tiempo para empacar más comida. Aparte de un vaso de tallarines secos, ya no tenemos provisiones, salvo el puñado de chocolates que guardo para Paige. Compartimos los tallarines, lo que más o menos corresponde a dos bocados por persona. Cuando salimos de la cabaña estamos a la mitad de la mañana. Nos dirigimos primero a la casa principal.
Tengo muchas esperanzas de encontrar una cocina bien abastecida, pero un vistazo a los gabinetes abiertos en un mar de granito y acero inoxidable me dice que con suerte encontraremos algunas sobras. Gente rica vivía aquí, pero ni los ricos tuvieron el dinero suficiente para comprar comida cuando las cosas se pusieron mal. O se comieron todo lo que tenían antes de empacar y emprender el camino, o se llevaron sus alimentos con ellos. Cajones tras cajones, gabinetes tras gabinetes, no encontramos nada más que migajas.
—¿Esto es comestible? —Raffe está en la entrada de la cocina, enmarcado por un arco mediterráneo. Parece como en casa en un lugar como este. Tiene la gracia y fluidez de un aristócrata, acostumbrado a estos entornos lujosos. Aunque la bolsa de comida para gato que sostiene descuadra un poco la imagen.
Meto mi mano en la bolsa y saco unas cuantas croquetas rojas y amarillas. Las meto en mi boca. Crujientes, con un leve sabor a pescado. Imagino que son galletas saladas mientras las mastico y las trago.
—No es exactamente gourmet, pero tampoco nos matará.
No encontramos nada mejor en lo que respecta a la comida, pero sí encontramos otras provisiones en la cochera. Una maleta para Raffe, un par de sacos para dormir; son para niños, pero están enrollados y listos para llevar. No hay tienda de campaña, pero sí unas linternas con baterías extra. También una lujosa navaja para campamento que parece mucho más cara que la que traigo conmigo. Le doy la mía a Raffe y me quedo con esta.
Como mi ropa está sucia, la cambio por prendas limpias que encuentro en los armarios. También tomamos algo de ropa extra para el camino, y un par de abrigos para el frío.
Encuentro un abrigo que casi le queda a Raffe. También lo obligo a cambiarse los pantalones negros que lo delatan, así como sus botas con cordones. Le consigo unos pantalones de mezclilla y un par de botas de excursionista.
Por suerte, hay tres habitaciones con ropa para hombres de varios tamaños. Aquí debió vivir una familia con dos hijos adolescentes. La única señal de ellos ahora es lo que encontramos en los armarios y la cochera. Lo que más me preocupa son las botas de Raffe. Sus ampollas sanaron desde ayer, pero incluso con sus superpoderes curativos, no queremos que se la pase lastimándose los pies todos los días.
Me digo a mí misma que cuido de él porque no puedo permitir que haga nuestro avance más lento por ir cojeando, y me niego a pensar más allá de eso.
En realidad, es espectacular. Parece un campeón del Olimpo. Me resulta perturbador lo mucho que se parece a un ejemplo de lo que sería un ser humano perfecto. Me molesta. A mi parecer, un ángel que forma parte de una legión que quiere erradicar a la humanidad debería de tener un aspecto más demoníaco y extraterrestre.
—Mientras no sangres de modo que se note la herida de tu espalda, podrás pasar por un ser humano. No dejes que nadie te cargue. Sabrán inmediatamente que algo no está bien cuando sientan lo ligero que eres.
—Me aseguraré de que tú seas la única que me lleve en sus brazos.
Se voltea y deja la cocina antes de que yo pueda pensar cómo tomar su comentario. Tampoco pensé que los ángeles tendrían sentido del humor. El hecho de que además sea un humor tan cursi sólo empeora las cosas.
Es tarde por la mañana cuando dejamos la casa. Estamos en una calle sin salida a las afueras de la calle Page Mill. El camino está húmedo por el torrente de lluvia que cayó anoche. El cielo está cargado de nubes grises, pero si corremos con suerte, podremos estar en las colinas bajo un techo cálido cuando la lluvia comience de nuevo.
Cargamos nuestras mochilas en la silla de Paige. Si cierro los ojos, casi puedo imaginar que es a ella a quien empujo. Me descubro a mí misma tarareando una cancioncilla sin sentido. Me detengo al darme cuenta de que es la cancioncilla de disculpa que canta mi madre.
Pongo un pie enfrente del otro, intento de ignorar el peso demasiado ligero de la silla y al ángel sin alas enseguida de mí.
Hay muchos coches abandonados sobre la calle, hasta que llegamos a la entrada de la carretera. Después de ahí sólo hay un par de coches que apuntan hacia la colina. Todo el mundo trató de entrar a la carretera para poder huir cuando empezó todo. No sé hacia dónde se dirigían. Supongo que ellos tampoco, puesto que la carretera está atestada en ambos sentidos.
No pasa mucho tiempo antes de que veamos el primer cuerpo.