10

Silicon Valley está a una media hora del bosque en las colinas viajando en coche. También se encuentra a unos cuarenta y cinco minutos de San Francisco manejando por la carretera. Supongo que los caminos estarán atestados de coches abandonados y de gente desesperada. Así que mejor nos encaminamos hacia las colinas, donde hay menos gente y más lugares dónde refugiarnos.

Hasta hace unas semanas, los ricos vivían en las faldas de las colinas, ya fuera en casas de tres habitaciones que costaban un par de millones de dólares, o en mansiones de cuentos de hadas que costaban diez millones. Nos mantenemos lejos de estas, pues mi lógica dicta que esas casas probablemente atraían a visitantes peligrosos.

Elegimos una pequeña casa de huéspedes en la parte trasera de una de estas propiedades. Una morada modesta que no llama mucho la atención.

El ángel me sigue sin hacer comentarios y eso me resulta muy bien. No ha dicho mucho desde que salimos del edificio. Ha sido una noche larga y apenas puede mantenerse en pie para cuando llegamos a la casita de campo. Logramos entrar justo antes de que comience una tormenta.

Es extraño. En cierto modo, el ángel es sorprendentemente fuerte. Ha sido golpeado, mutilado, ha sangrado durante días y, aun así, puede pelear contra varios hombres al mismo tiempo. No parece sufrir de frío, a pesar de que no lleva camisa ni abrigo. Pero por otro lado, caminar parece costarle mucho trabajo.

Cuando comienza la lluvia y finalmente nos sentamos al interior de la casa de campo, el ángel se quita las botas. Sus pies están maltratados y llenos de ampollas. Están rojos e hinchados, como si antes no los hubiera usado mucho. Es probable que así sea. Si yo tuviera alas, lo más seguro es que me la pasaría volando.

Busco entre las cosas en mi mochila y saco el botiquín de primeros auxilios. Ahí encuentro unos paquetitos para curar ampollas. Son como bandas adhesivas pero más grandes y más resistentes. Le paso los paquetitos al ángel. Abre uno y se le queda viendo como si nunca los hubiera visto.

Primero investiga el lado color piel, que es de un tono demasiado ligero para él, y luego el lado acolchonado, después de vuelta al lado color piel. Lo coloca sobre su ojo como un parche de pirata y me hace una mueca.

Mis labios se mueven para esbozar media sonrisa, aunque me resulta difícil creer que todavía soy capaz de sonreír. Le quito el parche.

—Mira, te voy a enseñar cómo usarlo. Déjame ver tu pie.

—Esa es una petición demasiado íntima en el mundo de los ángeles. Normalmente requiero de una cena, un poco de vino y una excelente conversación antes de que ofrezca mis pies.

Eso merece una respuesta chistosa.

—Como sea —digo.

Bueno, no ganaré el premio a la Chica Más Graciosa del Año.

—¿Quieres que te muestre cómo usarlos o no? —sueno arisca. Es lo mejor que puedo hacer en estos momentos.

El ángel levanta los pies. Hay unas horrendas manchas rojas en sus talones y en sus dedos gordos. Una de las ampollas en su talón se ha reventado.

Miro mi escasa provisión de paquetitos para las ampollas. Tendré que usarlos todos en sus pies, con la esperanza de que mis propios pies aguanten. Vuelvo a escuchar esa vocecilla mientras coloco la bandita adhesiva en su ampolla abierta: «No estará contigo más de un par de días, ¿por qué desperdicias tus provisiones en él?».

El ángel saca un trozo de vidrio de su hombro. Ha estado haciendo esto todo el tiempo que estuvimos caminado, pero sigue encontrando más. Si no se hubiera puesto enfrente de mí cuando rompió la ventana, yo también estaría salpicada de vidrios. Estoy casi segura de que no me protegió a propósito, pero no puedo sentir más que agradecimiento hacia él por haberlo hecho.

Cuidadosamente le quito la pus y la sangre con una venda esterilizada, aunque sé que si llega a contraer una infección, será de esas heridas profundas que tiene en la espalda, no de unas cuantas ampollas en sus pies. La idea de sus alas perdidas hace que mis manos sean más delicadas de lo que hubiera querido.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

No necesito saberlo. De hecho, no quiero saberlo. Darle un nombre me hace pensar que estamos del mismo lado, lo cual jamás podría suceder. Es como reconocer que podríamos hacernos amigos. Pero eso no es posible. No tiene sentido hacerte amigo de tu verdugo.

—Raffe.

Sólo le pregunté su nombre para distraerlo y que dejara de pensar que ahora tiene que usar sus pies y no sus alas. Pero ahora que sé su nombre, me siento mejor.

—Raffe —repito lentamente—. Me gusta cómo suena.

Sus ojos se ablandan como si fuera a sonreír, aunque su expresión no deja de ser fría. Por alguna razón, eso hace que se me encienda el rostro.

Aclaro mi garganta para liberar la tensión.

—Raffe suena como «viaje». ¿Coincidencia? —logro sacarle una sonrisa. Y cuando sonríe, en verdad parece alguien a quien me gustaría conocer. Un chico demasiado guapo con el que cualquier chica podría soñar.

El problema es que no es un chico. Y es demasiado guapo. Y esta chica está más allá de soñar con algo que no sea comida, resguardo y la seguridad de su familia.

Tallo mi dedo firmemente en las orillas de la banda adhesiva para asegurarme de que no se vaya a caer. Él jadea un instante, y no puedo distinguir si es por dolor o placer. Tengo cuidado de mantener mi mirada hacia abajo mientras trabajo.

—¿Y entonces? ¿No vas a preguntarme mi nombre? —podría darme una patada a mí misma. Eso me sonó justo como cuando estoy coqueteando. Pero no es así. No podría serlo. Por lo menos no solté una risita idiota.

—Ya sé cuál es tu nombre —luego imita a la perfección la voz de mi madre—. ¡Penryn Young, abre esta puerta en este mismo instante!

—Muy bien. Suenas igual a ella.

—Quizá hayas escuchado el viejo adagio de que conocer el verdadero nombre de una persona te da mucho poder sobre ella.

—¿Es verdad?

—Puede ser. Especialmente entre especies.

—¿Y por qué me acabas de decir el tuyo?

Se hace para atrás y encoge los hombros, en un ademán de chico malo y despreocupado.

—Entonces ¿cómo te llaman los que no saben tu nombre?

Hace una breve pausa antes de responder.

—La Ira de Dios.

Retiro mi mano de su pie, con un movimiento lento y controlado, para evitar que se note que estoy temblando. Me doy cuenta de que, si alguien nos viera en ese momento, parecería que yo le estoy rindiendo tributo. Él está sentado en una silla mientras yo estoy arrodillada a sus pies con los ojos mirando hacia abajo. Rápidamente me pongo de pie, de modo que ahora yo lo estoy viendo desde arriba. Respiro profundo, me paro muy derecha y lo miro directamente a los ojos.

—No te tengo miedo, ni a los de tu clase, ni a tu dios.

Una parte de mí se estremece al imaginar el relámpago que tendría que caerme en la cabeza por decir eso. Pero no pasa nada. Ni siquiera hay un trueno dramático afuera en la tormenta. Eso no me hace sentir menos miedo, a pesar de mis palabras. No soy más que una hormiga en el campo de batalla de los dioses. No hay lugar para el orgullo o el ego, y apenas hay lugar suficiente para sobrevivir. Pero no puedo evitarlo. ¿Quiénes se creen que son? Podremos ser hormigas, pero este campo es nuestro hogar y tenemos todo el derecho de vivir en él.

Su expresión cambia durante una fracción de segundo, luego la esconde tras su rostro de dios de piedra. No estoy segura de qué significa, pero me doy cuenta de que mi enloquecida declaración tuvo cierto efecto en él, aunque sólo sea diversión.

—No lo dudo, Penryn —dice mi nombre como si estuviera ensayando algo nuevo, saboreándolo en la lengua, probando si le gusta. Hay una cierta intimidad en la manera en que dice mi nombre que hace que me estremezca.

Lanzo el resto de los paquetes para curar ampollas a su regazo.

—Ahora ya sabes cómo usarlas. Bienvenido a mi mundo.

Me volteo, dándole la espalda para recordarle que no le tengo miedo. Por lo menos, eso es lo que me digo a mí misma. La verdad es que así también puedo sacudir un poco mis manos para que dejen de temblar, mientras busco en mi mochila algo para comer.

—¿Por qué están ustedes aquí? —le pregunto, hurgando en busca de comida—. Quiero decir, es obvio que no están aquí para hacer amigos, pero ¿por qué quieren aniquilarnos? ¿Qué hicimos para merecer ser exterminados?

Se encoge de hombros.

—No tengo la menor idea.

Lo miro boquiabierta.

—Oye, yo no soy el que da las órdenes —dice—. Si fuera bueno para contar cuentos, te inventaría una historia vacía que parezca profunda. Pero la verdad es que todos estamos caminando en la oscuridad. A veces nos topamos con algo terrible.

—¿Eso es todo? No puede ser tan fortuito —no sé qué quería escuchar, pero sin duda eso no.

—Siempre es tan fortuito.

Suena más como un soldado veterano que un ángel. O por lo menos como me imagino que son los ángeles. Una cosa me queda clara: no voy a obtener muchas respuestas de él.

La cena consiste en tallarines instantáneos y un par de barras energéticas. También tenemos unos chocolates miniatura que encontramos en la oficina, para el postre. Hubiera deseado encender la chimenea, pero el humo sería una clara señal de que alguien habita este lugar. Tengo un par de linternas en mi mochila. Pero sabemos que probablemente fue la linterna de mi madre lo que atrajo a la pandilla, así que nos comemos nuestros tallarines secos y nuestras barras acarameladas en completa oscuridad.

El ángel se devora su porción tan rápido que no puedo más que observarlo atónita. No sé cuándo fue la última vez que comió, pero lo cierto es que no lo había hecho durante los dos días que llevamos juntos. También supongo que sus superponeros curativos consumen bastantes calorías. No tenemos mucho, pero le ofrezco la mitad de mi porción. Si hubiera estado despierto en los últimos dos días, habría tenido que darle mucho más que esto.

Mi mano se queda extendida con la comida que le ofrezco, lo suficiente como para que resulte incómodo.

—¿No lo quieres? —le pregunto.

—Depende. ¿Por qué me lo estás ofreciendo?

Me encojo de hombros.

—A veces, cuando caminamos en la oscuridad, nos topamos con algo bueno.

Me observa por unos segundos antes de tomar la comida que le ofrezco.

—No creas que te voy a ofrecer mi ración de chocolate.

Sé que debo conservar el chocolate, pero no puedo evitar comer más de lo que había planeado. La textura cerosa y la explosión de dulzura en mi boca me provocan un confort que no quiero dejar pasar. Sin embargo, no permito que comamos más de la mitad de mis provisiones. Guardo el resto hasta el fondo de la mochila para no sentir la tentación.

Mi añoranza por el chocolate se debe notar en mi cara.

—¿Por qué no te lo comes? —me pregunta—. Podemos encontrar otra cosa mañana.

—Es para Paige —cierro mi mochila con un gesto de convicción, haciendo caso omiso de su mirada pensativa.

Me pregunto dónde estará mi madre en estos momentos. Siempre sospeché que era más lista que mi padre, aunque él tenía una maestría en ingeniería. Pero toda su inteligencia animal no la ayuda cuando sus instintos de locura exigen ser atendidos. Algunos de los peores momentos de mi vida se debieron a ella. Pero no puedo evitar sentir la esperanza de que haya encontrado un lugar para protegerse de la lluvia y que haya logrado pillar algo para la cena.

Escarbo en mi mochila y me encuentro con el último vaso de polietileno con tallarines secos. Camino hacia la puerta y dejo el vaso afuera.

—¿Qué estás haciendo?

Pienso en explicarle al ángel sobre mi mamá, pero decido no hacerlo.

—Nada.

—¿Por qué dejas comida afuera en la lluvia?

¿Cómo supo que era comida? Está demasiado oscuro como para ver el vaso de tallarines.

—¿Puedes ver en la oscuridad?

Hace una breve pausa, como si estuviera considerando negar que puede ver en la oscuridad.

—Casi tan bien como puedo ver de día.

Guardo esa información con el resto de datos angélicos que he logrado recabar. Podría salvar mi vida más adelante. Quién sabe qué hubiera hecho una vez que me encontrara con los otros ángeles. Probablemente intentaría esconderme entre las sombras mientras me escabullía en sus nichos. Descubrir en ese momento que los ángeles ven con tanta claridad en la oscuridad hubiera sido muy desagradable.

—Entonces ¿por qué dejas valiosas provisiones afuera?

—En caso de que mi madre esté por ahí.

—¿Ella no se metería a la casa simplemente?

—Tal vez. Pero tal vez no.

Asiente con la cabeza, como si entendiera, lo cual, por supuesto, no es posible. Quizás para él todos los seres humanos se comportan como si estuvieran locos.

—¿Por qué no metes de nuevo la comida y yo te aviso si ella está en los alrededores?

—¿Y cómo podrías saber tú que ella está cerca?

—La escucharía —me dice—. Suponiendo que la lluvia no fuera muy ruidosa.

—¿Oyes muy bien?

—¿Qué? —dice en tono de broma.

—Ja, ja —respondo secamente—. Saber todas estas cosas podría influir mucho en mis posibilidades de rescatar a mi hermana.

—Ni siquiera sabes dónde está, o si acaso está viva —me dice despreocupadamente, como si hablara acerca del clima.

—Pero sé dónde estás tú y sé que te diriges hacia donde están los otros ángeles, aunque sólo sea para cobrar venganza.

—Ah, entonces ¿así son las cosas? ¿Ya que no pudiste sacarme la información cuando estaba débil e indefenso, tu gran plan consiste en seguirme de vuelta a ese nido de víboras para rescatar a tu hermana? ¿Sabes que ese plan está tan bien pensado como cuando quisiste asustar a esos hombres haciéndote pasar por un ángel?

—En estos tiempos, una chica debe saber improvisar.

—Esto está fuera de tu control. Sólo terminarás muerta si sigues este camino. Toma mi consejo y aléjate de aquí.

—No lo entiendes. Esto no se trata de tomar decisiones lógicas y bien pensadas. No tengo elección. Paige es una niña indefensa. Es mi hermana. Lo único que puedo decidir es cómo tratar de rescatarla, no si debo intentarlo o no.

El ángel retrocede un poco, valorándome con la mirada.

—Me pregunto cuál de las dos cosas te matará más rápido, si tu lealtad o tu terquedad.

—Ninguna, si tú me ayudas.

—¿Y por qué habría de hacerlo?

—Te salvé la vida. Dos veces. Estás en deuda conmigo. En algunas culturas, serías mi esclavo de por vida.

Es difícil ver su expresión en la oscuridad, pero su voz suena tanto escéptica como irónica.

—Lo acepto, me sacaste de la calle cuando estaba herido. Normalmente, eso hubiera calificado como salvarme la vida, pero ya que tu intención era secuestrarme para interrogarme, no creo que cuente. Y si te estás refiriendo a tu intento fallido de «rescatarme» cuando peleaba contra esos hombres, tengo que recordarte que si no me hubieras empujado contra esos clavos en la pared que me perforaron la espalda, y luego encadenado a un carrito, nunca habría estado en esa posición —suelta una risita—. No puedo creer que esos idiotas casi creyeron que eras un ángel.

—No lo hicieron.

—Porque lo echaste a perder. Yo casi exploto de risa cuando te vi.

—Hubiera sido muy simpático si nuestras vidas no hubieran estado en juego.

Su voz se torna seria.

—Entonces, ¿sabes que pudiste haber muerto?

—Tú también.

El viento susurra afuera, haciendo crujir las hojas. Abro la puerta y recojo el vaso con tallarines. Quiero creer que él es capaz de escucharla si es que anda cerca. Es mejor que no nos arriesguemos a que alguien más vea la comida y entre a la cabaña.

Saco una sudadera de mi mochila y me la pongo encima de la que traigo puesta. La temperatura desciende con rapidez. Luego, hago finalmente la pregunta que he temido hacer.

—¿Qué es lo que quieren con los niños?

—¿Han tomado a más de uno?

—He visto que los toman las pandillas. Supuse que no querrían a Paige, por sus piernas. Pero ahora me pregunto si no los venden a los ángeles.

—No sé qué es lo que están haciendo con los niños. Tu hermana es la primera de la que tengo conocimiento —su voz callada me deja fría.

La lluvia comienza a golpear las ventanas y el viento arrastra una rama contra el cristal.

—¿Por qué te atacaron los otros ángeles?

—Es descortés preguntarle a una víctima de violencia lo que hizo para ser atacado.

—Sabes a lo que me refiero.

Encoge los hombros, bajo la luz tenue.

—Los ángeles son criaturas violentas.

—Creo que me había dado cuenta de eso. Solía pensar que eran dulces y bondadosos.

—¿Por qué pensarías eso? Incluso en su Biblia somos los mensajeros de la muerte, dispuestos y capaces de destruir ciudades enteras. El hecho de que en ocasiones advertimos a alguno de ustedes no quiere decir que seamos altruistas.

Tengo más preguntas, pero quiero dejar en claro una cosa primero.

—Tú me necesitas.

Suelta una carcajada.

—¿Ah, sí?

—Necesitas regresar con tus amigos para ver si te pueden coser las alas de nuevo. Lo noté en tu rostro cuando lo comenté en la oficina: piensas que es posible. Pero para llegar ahí, tienes que caminar. Nunca has viajado a pie, ¿verdad? Necesitas una guía, alguien que pueda encontrar agua y comida, y un resguardo seguro.

—¿A esto le llamas comida? —la luz de la luna muestra cómo arroja el vaso vacío de polietileno a un cesto de basura. Está demasiado oscuro para ver cómo cae en el cesto al otro lado del cuarto, pero el sonido del vaso encestado lo delata.

—¿Lo ves? No lo hubieras adivinado. Tenemos un montón de cosas que jamás adivinarías que son comida. Además, necesitas a alguien que te ayude a evitar sospechas. Nadie sospechará que eres un ángel si vienes acompañado de un ser humano. Llévame contigo. Te ayudaré a llegar a casa si me ayudas a encontrar a mi hermana.

—¿Quieres que introduzca un Caballo de Troya en el nido de los ángeles?

—Lejos de eso. Yo no quiero salvar al mundo, sólo a mi hermana. Es más que suficiente responsabilidad para mí. Además, ¿qué te preocupa? ¿Crees que una adolescente como yo puede ser una amenaza para los ángeles?

—¿Y si tu hermana no está ahí?

Tengo que tragarme un bulto seco atorado en la garganta antes de responderle.

—Eso ya no será tú problema.

La sombra más oscura de su silueta se enrosca en el sillón.

—Durmamos un poco, mientras siga oscuro afuera.

—Eso no es un no, ¿cierto?

—Tampoco es un sí. Ahora, déjame dormir.

—Eso también te conviene. Es más fácil vigilar de noche cuando hay dos personas.

—Pero es más fácil dormir cuando sólo hay una —toma uno de los cojines del sofá y se lo pone sobre la oreja para no escucharme más. Se da vuelta nuevamente, se acomoda, su respiración se vuelve profunda y regular como si ya estuviera dormido.

Doy un suspiro y camino hacia la habitación. El aire se vuelve más frío cuando me acerco al cuarto y me doy cuenta de que será difícil dormir ahí.

En cuanto abro la puerta, puedo ver por qué es tan fría la cabaña. La ventana está rota y torrentes de lluvia caen directamente en la cama. Tomo una cobija del armario. Está fría pero seca. Cierro la puerta de la habitación para mantener el viento afuera y camino de vuelta a la sala. Me recuesto en el sofá al otro lado de donde duerme ángel, envolviéndome con la cobija.

El ángel parece estar cómodamente dormido. Sigue sin usar camisa, tal como la primera vez que lo conocí. Las vendas quizá le dan un poco de calor, pero no suficiente. Me pregunto, ¿acaso no siente el frío? Debe ser muy frío allá arriba, cuando está volando. Quizás los ángeles se adaptan a las bajas temperaturas, pues están hechos para volar.

Pero sólo son suposiciones y posiblemente busco una justificación para no sentirme mal por tomar la única cobija en la cabaña. No hay electricidad esta noche y eso significa que no hay calefacción. Rara vez cae nieve en Silicon Valley, pero en ocasiones hace mucho frío. Esta parece ser una de esas veces.

Me quedo dormida mientras escucho el ritmo pausado de su respiración y el tamborileo de la lluvia en las ventanas.

Sueño que estoy nadando en el Antártico, rodeada de icebergs. Las torres glaciales son majestuosas y terriblemente bellas.

Escucho a Paige, que me llama. Está batiéndose en el agua, tose y apenas puede mantener la cabeza fuera del agua. Sólo cuenta con sus manos para nadar, sé que no durará mucho a flote antes de ahogarse. Nado hacia ella, desesperada por ayudarla, pero el frío que me congela las entrañas detiene mis movimientos y gasto casi toda mi energía temblando. Paige me llama. Está demasiado lejos como para ver su rostro, pero puedo escuchar llanto en su voz.

—¡Voy para allá! —trato de decirle—. Todo está bien, llegaré pronto —pero mi voz sale como un susurro ronco que apenas llega a mis propios oídos. La frustración me parte el pecho en dos. Ni siquiera puedo reconfortarla con palabras de consuelo.

De repente escucho el motor de una lancha. Atraviesa por los trozos de hielo directo hacia mí. Mi madre está en la lancha, manejándola. Con su mano libre, arroja por la borda un valioso equipo de supervivencia, que cae de golpe en las aguas congeladas. Latas con sopa y frijoles, chalecos salvavidas y cobijas, incluso zapatos y paquetes de vendas para ampollas caen por la borda de la lancha, hundiéndose entre los trozos de hielo flotante.

—En verdad te pido que comas tus huevos, querida —dice.

El bote se dirige hacia mí y no se detiene. Incluso me parece que está acelerando. Si no me hago a un lado, me arrollará.

Paige me llama desde la distancia.

—Ya voy —le digo, pero sólo un susurro apagado sale de mi boca. Trato de nadar hacia ella pero mis músculos están tan fríos que todo lo que puedo hacer es manotear en el agua. Manoteo y tiemblo en medio del camino del bote de mi madre.

—Tranquila. Shhh —se escucha una voz reconfortante que susurra en mi oído.

Siento que se mueven detrás de mí los cojines del sofá. Luego un calor intenso me envuelve. Músculos firmes me abrazan desde donde solían estar los cojines. Entre sueños, estoy consciente de unos brazos masculinos que me envuelven, su piel suave como una pluma, los músculos de acero aterciopelado. Derriten el hielo en mis venas y alejan la pesadilla.

—Shhh —un ronco murmullo en mi oído.

Relajo mi cuerpo en ese capullo de calidez y dejo que el sonido de la lluvia me arrulle de vuelta al sueño.

El calor se ha ido, pero ya no tiemblo. Abrazo mis piernas, tratando de conservar el calor que alguien dejó en los cojines.

Cuando abro los ojos, la luz matinal me hace desear no haberlo hecho. Raffe está sentado en su sofá observándome con esos ojos azul profundo. Trago saliva, y de pronto me siento torpe y descuidada. Fantástico. El mundo está a punto de desaparecer, mi madre está allá afuera con las pandillas, más loca que nunca, mi hermana ha sido raptada por un grupo de ángeles vengadores y a mí me preocupa que mi cabello está grasoso y tengo mal aliento.

Me levanto abruptamente, lanzando de lado la cobija con más fuerza de la necesaria. Tomo mis artículos de tocador y me dirijo hacia uno de los dos baños.

—Buenos días a ti también —dice con voz adormilada. Tengo mi mano en la perilla de la puerta del baño cuando agrega—: Por si acaso te interesa, la respuesta es sí.

Hago una pausa, temerosa de voltear.

—¿Sí?

¿Sí, había sido él quien me cuidó toda la noche? ¿Sí, sabía que me gustó?

—Sí, puedes venir conmigo —responde, como si ya se arrepintiera de ello—. Te llevaré al nido.