Antes de Pearl Harbor y el terror japonés, la ventana de la sala de casa me ofrecía una gran panorámica nocturna: Hollywood Boulevard iluminado de neón, las laderas oscuras de las colinas, los carteles colgantes anunciando el último estreno del teatro chino Grauman's o del Pantages. Ahora, tres meses después del día de la infamia —con oscurecimientos de la ciudad esperando la llegada de escuadrillas de Zeros japoneses en cualquier momento—, lo único que veía eran las sombras de los edificios y las luces color cereza de los esporádicos coches patrulla. El toque de queda de las diez de la noche me imposibilitaba trabajar en divorcios y mi fracaso en el último encargo de Bill Malloy, de la oficina del fiscal de distrito, dejaba fuera de cuestión la posibilidad de un permiso para saltarme el toque de queda. El trabajo había disminuido, las facturas habían aumentado y la chapuza de vigilancia de Maggie Cordova me hacía pensar en Lorna continuamente, gastando los surcos de su grabación de «Prison of Love» hasta convertirlos en papel de lija.
Prison of Love
Sky above.
I feel your body like a velvet glove…
(Prisión de amor
Bajo el cielo.
Siento tu cuerpo cual guante de terciopelo…)
Me preparé otro whisky de centeno con soda y puse el disco de nuevo. Por una rendija entre las cortinas se veía la calle y pensé en Lorna y en Maggie Cordova hasta que sus historias se fusionaron.
Lorna Kafesjian.
Cantante de bistró de segunda clase, pechuga de primera, bolos de tercera porque insistía en cantar sus propias melodías. La conocí cuando me contrató para que rechazara los acosos persistentes de una marimacho rica que la había espiado en la playa de Malibú. Lorna, con el bañador bajado hasta la cintura, los pechos al aire, para que la piel bronceada contrastara con los escotados vestidos blancos que utilizaba siempre en el escenario. La tortillera le mandaba cien rosas de tallo largo todos los días, junto con unas notas amorosas firmadas con su nom de plume d'amour: «Tu Lengua de Fuego.» Puse fin a la persecución enseguida: me hice con el expediente de Antivicio sobre aquella Lengua de Fuego y le pasé la información a Louella Parsons. Una bollera casada con un tipo importante y bien relacionada socialmente pero con debilidad por los canarios de club nocturno era carne de primera para el Herald de cuatro estrellas. Le dije a Louella: «Si desiste, no lo publicas. Si persiste, sí.» La Lengua y yo tuvimos una pequeña charla. Aporreé al guardaespaldas negro de Lorna cuando éste también se puso insistente con ella. Lorna era agradecida y escribió para mí una canción de amores no correspondidos capaz de matar de melancolía a la pieza más melancólica… y entonces fui yo quien se puso insistente.
La llama ardió por ambas partes durante cuatro meses. De enero a mayo del 38 fui el chico que se sentaba en primera fila mientras Lorna hacía bolos en el Katydid Klub, el Bido Lito's, el Malloy's Nest y un montón de garitos en la frontera con el barrio negro. Cierre a las dos de la madrugada; luego, vuelta a su casa; largas mañanas y tardes en la cama, mi trabajo olvidado y los clientes tirados, mientras yo vivía el título de un tema de Duke Ellington: «I Got It Bad, and That Ain't Good» («Me ha dado fuerte y eso no es bueno»). Lorna se cayó del guindo primero porque vio que yo estaba dispuesto a destrozar mi vida para estar con ella. Eso la asustó y me despidió. Me planté muchas noches a la puerta de su camerino, hasta que sentí asco de mí mismo y ella se largó de la ciudad, nunca llegué a saber dónde, dejándome una herencia de suaves gorgoritos de contralto en cera caliente negra.
Lorna.
De Lorna a Maggie.
Lo de Maggie ocurrió así:
Hacía dos semanas que Malloy me había reclutado para la Fiscalía de Distrito, pues las reacciones al atraco al banco habían sido tremendas y necesitaba un hombre experto en vigilancias móviles. Además, un comité de ciudadanos había reunido dinero y daba una recompensa. Dos comemierdas de raza blanca, uno de ellos con una exagerada cicatriz en el rostro, habían atracado la sucursal del Bank of America en Broadway y Alpine. Se habían cargado a tres vigilantes armados y se habían largado tan anchos. Unos cuantos testigos oculares dieron la descripción de los atracadores y entonces, bam, al día siguiente una testigo, una abuela japonesa de setenta y tres años a quien iban a llevar a un centro de internamiento recibió dos balazos mientras paseaba al chucho hasta el mercado de la esquina. Los de Balística del DPLA compararon la munición con la que habían extraído a los fiambres del banco: idéntica.
Malloy se hizo cargo del caso y desarrolló una teoría: uno de los testigos estaba compinchado con los atracadores; éstos se habían hecho con las direcciones de los otros testigos y habían decidido liquidarlos para camuflar a su cómplice. Malloy echó la red a los tres testigos restantes, dos mendas llamados Dan Doherty y Bob Roscomere, currantes sin relaciones criminales conocidas, y Maggie Cordova, una cantante de club nocturno que había sido condenada dos veces por posesión y venta de marihuana.
Maggie parecía la principal sospechosa. Tomaba caballo y marihuana y se rumoreaba que se había pagado la carrera en el conservatorio de música organizando orgías y que se había endurecido durante su condena de dos años en la cárcel de Tehachapi. A Doherty y Roscomere se los utilizó como señuelo, sin avisarles del peligro que corrían, y los agentes de la Fiscalía los seguían allá donde fuesen. Malloy pensó que el amor por Lorna K. que aún ardía en mí me daría un conocimiento añadido de las costumbres de las pájaras cantoras y me envió a seguir a Maggie de lejos, esperando que ella atrajera fuego hostil si no era la cómplice, o que me condujese a los atracadores si lo era.
Encontré a Maggie enseguida. Una llamada a un representante de artistas que estaba en deuda conmigo y, al cabo de una hora, estaba bebiendo whisky y soda en la sala de un garito de póquer de Gardena. La mujer era una rubia ceniza regordeta que vestía un traje de lentejuelas de manga larga, seguramente para ocultar las marcas de aguja. Me sonaba vagamente familiar, como una actriz de películas para hombres que me hubiese excitado en la juventud. Tenía ojos planos y mirada lánguida, y sus gestos ante el micrófono resultaban espásticos. Parecía una yonqui que hubiese pasado los mejores años de su vida en el séptimo cielo y que no se adaptaría nunca a la vida en la tierra.
Escuché a Maggie asesinar «I Can't Get Started», «The Way You Look Tonight» y «Blue Moon»; golpeó el soporte del micro con la entrepierna y nadie silbó. Cantó una «Serenade in Blue» absolutamente desafinada y un payaso a dos mesas de distancia le tiró las aceitunas del martini. Ella hizo un gesto obsceno al público, la gente la aplaudió y atacó el principio de «Prison of Love».
Me quedé paralizado. Cerré los ojos e imaginé que era Lorna. Me obligué a no preguntarme por qué aquella drogata patética y sin talento se había apropiado de una canción escrita exclusivamente para mí. Maggie se abrió camino entre las cinco estrofas y el material que cantaba casi transformaba su voz en algo bueno. Le estaba arrancando a Lorna el vestido blanco como la nieve y ya me sumergía en ella cuando la música se detuvo y se encendieron las luces.
Y Maggie no estaba, se había esfumado, desaparecido, desvanecido en el aire. La busqué en el camerino, en el bar, en la sala de juego. El Departamento de Vehículos a Motor me dio los datos de su coche, pero no me llevaron a ningún sitio. Abofeteé a un crupier con pinta de yonqui, me dio la dirección de Maggie y encontré el piso completamente vacío. Entonces me convertí en un derviche giróvago que blandió la pistola, repartió golpes a la nuca, exhibió nudilleras metálicas y barrió el Strip de Gardena. Obtuve una pista medio decente sobre un chocho con el que Maggie a veces hacía de prostituta. La mujer me colocó de láudano, me vació los bolsillos y me abandonó en la ciudad perdida, convertido en presa madura para la brigada de matones violentos del Departamento de Policía de Gardena. Cuando bajé del décimo cielo y me encontré en un depósito de borrachos que apestaba a vómitos, Bill Malloy se hallaba de pie junto a mí, con noticias alegres: tenía seis acusaciones de agresión con agravantes, una agresión con resultado de lesiones y dos allanamientos de morada. Nadie sabía dónde estaba Maggie Cordova y los otros testigos estaban protegidos. El propio Bill ya no trabajaba en el atraco al banco, pues había sido asignado temporalmente a la división de Extranjeros, que se dedicaba a trajinar japos, el gran traslado de ganado que no terminaría hasta que el Tío Sam le diera a Hirohito donde más dolía. La Fiscalía de Distrito ya no requería de mis servicios y me fue retirado el permiso para saltarme el toque de queda nocturno hasta que a alguien se le ocurriera una manera de enfriar las nueve acusaciones que había acumulado en mi contra.
Llamaron a la puerta, miré por la ventana y vi un coche patrulla aparcado en la acera. Las luces rojas destellaban y me tomé tiempo para encender las lámparas, mientras me preguntaba si se trataba de una orden de detención y unas esposas o quizá de alguien que quería proponerme una especie de trato. Más golpes en la puerta, una cadencia conocida. Bill Malloy a medianoche.
Abrí. Malloy venía con un poli musculoso que parecía un refugiado de una cuerda de presos de Misisipí: orejas grandes, pelo rubio, ojos porcinos y un traje demasiado pequeño que ceñía el tipo de cuerpo que uno espera ver en condenados que cargan balas de algodón todo el día.
—¿Quieres librarte de tus pesares, Hearns? He venido para ofrecerte una salida.
—¿Esperabas problemas que no pudieras afrontar tú solo? —pregunté, señalando al hombre-monstruo.
—Los polis van en pareja. Así es más fácil dar problemas y más fácil evitarlos. Sargento Jenks, éste es el señor Hearns.
El gigante asintió y su nuez de Adán, del tamaño de una pelota de béisbol, se movió arriba y abajo.
—Si quieres ver retiradas las acusaciones y recuperar el permiso para saltarte el toque de queda, levanta la mano derecha —dijo Malloy entrando en casa.
La levanté. El sargento Jenks cerró la puerta a su espalda y leyó una tarjetita que había sacado del bolsillo.
—Spade Hearns, ¿promete usted defender las leyes del gobierno de Estados Unidos relativas a la orden ejecutiva número nueve cero cinco cinco y obedecer todos los otros estatutos federales y municipales mientras sirve temporalmente como agente de internamiento?
—Sí—respondí.
Bill me tendió un nuevo pase para el toque de queda y una hoja de informes del DPLA con una tira de fotos adjunta.
—Robert Murikami. Es un fugitivo de la ley japonés, miembro de una banda juvenil, cumplió condena por allanamiento de morada y la última vez que se lo vio repartía panfletos antiamericanos. En este informe están sus cómplices conocidos, su última dirección conocida, todo lo que tenemos de él. Estamos empantanados y por eso recurrimos a la ayuda de semiprofesionales como tú. Normalmente pagamos quince dólares al día, pero tu situación no te permite exigir un sueldo.
Cogí el informe y examiné las fotos. Robert Murikami era un joven de aspecto impasible, un samurai con camiseta de algodón y un corte de pelo de culo de pato.
—Si este chico es tan malvado, ¿por qué me das el trabajo a mí? —inquirí.
Jenks me taladró con sus ojos de cerdito y Bill sonrió.
—Porque confío en que no cometerás el mismo error por segunda vez.
—¿Y cuál es el final del chiste?
—La gracia del asunto es que este menda es colega de Maggie Cordova. Tenemos toda la información sobre él, incluidos los informes de la fianza, y la furcia esa puso la pasta en la última condena como menor del nipón. Encuéntralo, Hearns. Todo quedará olvidado y tal vez tengas la oportunidad de echar una cana al aire con una cantante de salones de tres al cuarto.
Me acomodé para leer el expediente del kamikaze juvenil. No había demasiado: los nombres y direcciones de media docena de cohortes japos, tipos duros que ahora debían de estar camino del campo de internamiento de Manzanar; copias a papel carbón de los informes de las detenciones del chaval y las cartas al juez que presidió el proceso por allanamiento de morada que le valió la condena a dos años en Preston. Si uno leía entre líneas, veía la metamorfosis: el pequeño Tojo debutó allanando moradas en busca de dinero y unos husmeos de prendas femeninas y terminó de jefe de una banda juvenil: indumentaria zoot-suit, cadenas y cuchillos, rituales de boggie-woogie con sus levantiscos compañeros de los Hijos del Sol Naciente. Al final del expediente encontré la llave de una casa sujeta al papel con cinta adhesiva y una dirección escrita al lado: 1746 1/4, North Avenue, Lincoln Heights. Me guardé la llave en el bolsillo y conduje hasta allí, pensando en apostarlo todo a una reunión con Lorna vía Maggie, unas frescas sábanas de seda y un cuerpo esbelto y bronceado con la banda sonora de la canción suprema del amor no correspondido.
La dirección resultó ser la de una casa subdivida en la ladera de una colina de viviendas unifamiliares que daba a la cervecera Lucky Lager. El trayecto hasta allí fue extraño: las farolas y los semáforos constituían la única iluminación y Lorna casi estaba allí conmigo en el coche, murmurándome lo que me daría si eliminaba a Bobby, el oriental. Aparqué junto a la acera y subí las escaleras delanteras, contando los números grabados sobre las puertas: 1744, 1744 1/2, 1746, 1746 1/2. El 1746 1/4 se materializó. Acerqué torpemente la llave a la cerradura y entonces vi una estrecha franja de luz a través de la ventana contigua: el brillo inconfundible de una linterna de bolsillo. Desenfundé la pistola, encajé la llave en la cerradura, vi que la luz se movía hacia la parte trasera del piso y abrí la puerta lo más despacio que pude.
Dentro no hubo movimiento alguno y ninguna luz vino hacia mí. En la habitación trasera resonó «Joder, joder, joder» el chasquido de un interruptor y se encendió una gran luz. Y allí estaba mi objetivo: un hombre alto y delgado inclinado delante de una cómoda y sujetando la linterna entre los dientes.
Dejé que empezara a revolver los cajones y me acerqué de puntillas. Cuando tuvo las dos manos apoyadas en el mueble y las piernas separadas, le di el gran susto.
Le enganché la pierna izquierda hacia atrás. El merodeador cayó sobre la cómoda, chocó de cabeza contra la pared y la linterna le rompió unos cuantos dientes. Lo volví hacia mí, le di con la culata en el estómago, agarré el brazo que agitaba en el aire, le metí los dedos en el espacio del cajón superior, lo cerré de golpe y lo mantuve así con la rodilla hasta que los huesos crujieron. El merodeador gritó. Encontré un par de calzoncillos Jockey en la repisa, se los puse en la boca y seguí aplicando presión con la rodilla. Más crujidos en los dedos, inminencia de amputación. Aflojé la rodilla y dejé que el hombre cayera de bruces.
Estaba en un dormitorio de mala muerte, pero la decoración interior era très outré: carteles nacionalistas japoneses en las paredes; imágenes picantes en las que aparecían Zeros japoneses bombardeando un dormitorio femenino universitario (las chicas, blancas y pechugonas, corrían aterrorizadas en salto de cama). Sobre la única mesa había una pila de grabaciones fonográficas de Maggie Cordova, Maggie ligera de ropa en las portadas, marcas de cirugía estética, pellejos y esmalte de las uñas saltado. Las examiné a fondo. No constaba ninguna compañía discográfica. Las había hecho, por supuesto, por una cuestión de vanidad. La gorda Maggie quería conservar sus tristes gorgoritos.
El comemierda se movía. Le di otra patada en el coco y puse la habitación patas arriba. Esto fue lo que encontré:
Un lote de bragas de mujer, sin duda el botín del allanamiento de morada de Bob el Malo; un surtido de ropa de éste; navajas variadas, vibradores, condones de fantasía, panfletos explicando que había una conspiración judeocomunista dispuesta a destruir el mundo de paz verdadera que la hermandad de alemanes y japoneses había intentado fundar de una manera pacífica y, debajo del colchón, diecisiete libretas de ahorro, de distintos bancos: cuentas suculentas con jugosos ingresos recientes.
Había llegado el momento de hacer cantar al come-mierda. Le di un meneo al cinturón y encontré una automática del calibre 45, unas esposas y, cáspita, una placa del sheriff de L.A. y una chapa de identificación. El nombre real del comemierda era agente Walter T. Koenig, con contrato temporal en la división de Extranjeros del condado.
Aquello me hizo pensar. Fui a la cocina, cogí una cerveza de la nevera, volví y le di al agente algo que le abriera los ojos: un chorro de Lucky Lager en la cabeza. Koenig barbotó y escupió la mordaza. Me agaché a su lado y le puse la pistola delante de la nariz.
—Quien algo quiere algo le cuesta. Háblame de Murikami y las libretas de ahorros o te mato.
Koenig escupió sangre y sus ojos confundidos se posaron en mi arma. Se lamió cerveza de los labios y noté que su cerebro aturdido intentaba reaccionar. Amartillé el 38 para darle más efecto a la escena.
—Habla, comemierda.
—Puaj, puaj, orden.
Hice girar el tambor de mi 38. Más efecto.
—¿Te refieres a la orden ejecutiva sobre los japos?
—Exacto. —Koenig escupió unos caninos sueltos y trozos de encía.
—Sigue. El papel de chivato te va al pelo.
El comemierda me sostuvo la mirada. Le devolví un poco de su hombría para acelerar la confesión.
—Si cantas no te denunciaré. Yo sólo estoy en esto por la pasta.
Vi en sus ojos que me creía. Koenig soltó sus primeras palabras sin barboteos.
—He estado haciendo una estafa con los japoneses. El gobierno les retiene la pasta hasta que termine el internamiento. Yo iba a sacar dinero para Murikami y otros a cambio de una tajada. Ya sabe, llevarlos al banco esposados, con algunos documentos de aspecto oficial. Los japos son listos, eso tengo que reconocerlo. Saben que se pueden ir despidiendo y quieren más que el interés bancario.
No llegué a creérmelo y, como reacción instintiva, le registré los bolsillos de la chaqueta. Lo único que encontré fue maquillaje compacto de mujer y una esponja para aplicarlo. La incongruencia me chocó y puse a Koenig de pie, lo maniaté con sus esposas y le pregunté:
—¿Dónde se esconde Murikami?
—En el catorce once de Wabash, Los Ángeles Este, apartamento tres once. Hay un montón de japos apalancados allí. ¿Qué va a…?
—Voy a registrar el coche y luego te soltaré. Ahora la estafa es mía, Walter.
Koenig asintió, tratando de que no se notara su alivio. Descargué su pipa, la metí en la funda, le devolví la placa, recogí las libretas de ahorros y lo empujé hacia la puerta delantera mientras pensaba en Lorna acompañada por Artie Shaw y Glenn Miller, nosotros dos disfrutando de unas vacaciones en Acapulco financiadas con dinero del Eje. Lo empujé escaleras abajo delante de mí y señaló con la cabeza un Ford aparcado al otro lado de la calle.
—Ahí. Ése es mi coche, pero no va a…
Unos disparos cortaron el aire. Koenig se balanceó hacia delante, hacia atrás y de nuevo hacia delante. Yo me tiré al suelo sin saber en qué dirección disparar. Koenig se desplomó en la cuneta y un coche pasó acelerando, con los faros apagados. Hice cinco disparos y oí que alcanzaban metal; en las ventanas se encendieron luces y me dieron la instantánea perfecta del que fuera un poli canalla con la cara reventada. Trastabillé hasta el Ford, rompí el cristal de una ventana con la culata, abrí la guantera y la revolví. Papeles viejos, ninguna libreta de ahorros, y mis manos palparon una pieza larga de goma viscosa. La saqué, encendí la luz del salpicadero y vi una cicatriz de pega, exagerada, como la que tenía uno de los atracadores del banco según las declaraciones de los testigos.
Sonaron sirenas cada vez más cerca, atronando como presagios de la catástrofe. Corrí a mi coche y me largué a toda prisa.
Mi apartamento estaba en la dirección inadecuada, lejos de las pistas de Maggie que me llevaran a Lorna. Conduje hasta el 1411 de Wabash, lo encontré sumido en la quietud de la madrugada, negro oscurecimiento, un edificio de seis plantas sin ascensor con todas las ventanas cerradas. En el lugar reinaba un silencio de muerte. Dejé el coche en el callejón, me subí al capó, salté y me agarré al primer peldaño de la escalera de incendios.
La ascensión fue dura, los pasamanos estaban resbaladizos por la niebla y los zapatos me patinaban. Llegué al rellano del tercer piso, abrí la puerta que daba al edificio, caminé de puntillas hasta el apartamento 311, pegué la oreja a la puerta y escuché.
Voces en japonés, voces en inglés con acento japonés, voces puramente americanas, fuertes y claras.
—Me pagáis por un escondite, no para que os sirva comida a las dos de la madrugada. Pero lo haré, por esta vez.
Más voces, pasos en dirección al vestíbulo. Saqué la pistola, me pegué a la pared y dejé que la puerta se abriera en mis narices. Me escondí tras ella una fracción de segundo; se cerró y un blanco-san caminó deprisa hacia el ascensor. Lo seguí de puntillas.
Lo dejé sin sentido limpiamente, ¡clac!, le quité la fusca del bolsillo mientras caía a la alfombra y viajaba al país de los sueños, le metí el pañuelo en la boca, lo arrastré hasta un trastero y lo encerré. Armado con dos pistolas, regresé al 311 y llamé con unos golpes suaves.
—¿Sí?—dijo una voz japonesa al otro lado.
—Soy yo —respondí tapándome la boca para disimular la voz.
Sonaron murmullos, la puerta se abrió y un oriental gigantesco llenó el umbral. Le di una patada en las pelotas, lo agarré por el cinturón, tiré de él y le aplasté la cabeza contra el marco de la puerta. Se desplomó sin sentido y blandí la automática que le había quitado al otro menda ante el resto de la habitación.
¡Menuda habitación!
Una docena de orientales me miraban con sus ojos negros diminutos como las insignias de los Zero. Bob Murikami tenía que ser uno de ellos. Varias manos desenfundaron bayonetas y me apuntaron directamente a la tripa. Un callejón sin salida o la continuación de Pearl Harbor. La única manera de afrontarlo era estilo kamikaze.
Sonreí, saqué los cartuchos de la pipa que le había pillado al blanco, saqué el cargador y lo arrojé todo contra la pared del fondo. El gigante se movía a mis pies. Lo ayudé a levantarse con una mano en su arteria carótida por si se ponía presuntuoso. Con la mano libre, abrí el tambor de mi revólver y le mostré la bala que me quedaba del tiroteo con los asesinos de Walter Koenig. El gigante asintió con la cabeza, comprendiendo la situación. Hice girar el tambor, le puse el cañón en la frente y me dirigí a las fuerzas del Eje allí reunidas.
—Esto va de libretas de ahorro, de Maggie Cordova, de las estafas de la división de Extranjeros y de ese gran atraco en el Bank of America de Japantown. Con el único que quiero hablar es con Bob Murikami. Sí o no.
Nadie movió un músculo ni dijo una palabra. Apreté el gatillo, le di a una recámara vacía y observé al gigante, que se estremecía de pies a cabeza con un episodio serio de tembleques.
—Sayonara, comemierda —dije y apreté de nuevo el gatillo. Otro clic vacío. El gigante se agitó como un yonqui en pleno mono.
De una de cinco a una de tres; vi a Lorna, desnuda, despidiéndose con la mano, adiós Hearns, y encaminándose hacia Stormi' Norman Killebrew, trombonista de jazz del que se rumoreaba que tenía una polla de media yarda y el único hombre que, según Lorna me dio a entender, se lo hacía mejor que yo. Apreté el gatillo dos veces, dos recámaras vacías y la habitación empezó a oler a mierda porque el gigante evacuaba sus intestinos.
Una de una, no va más; a los japos se los veía insólitamente desazonados. Ahora veía mi propio funeral y mientras metían el ataúd en la tierra sonaba «Prison of Love» a todo volumen.
—¡No! Hablaré.
Cuando asimilé las palabras de Bob Murikami, ya había apretado el gatillo hasta la mitad. Solté al gigante y apunté a Bob el Malo. Se acercó e hizo una reverencia estilo samurai suplicante al cañón de mi pistola. El gigante se desplomó. Con una seña, indiqué al resto del grupo que se apiñara en círculo y dije:
—Mandad la cacharra y el cargador hacia aquí de una patada.
Un tipo con cara de comadreja obedeció. Puse una bala dentro de la recámara y me metí la pipa de la ruleta rusa en el cinturón. Murikami señaló una puerta lateral y lo seguí, apuntando a los demás.
La puerta se abrió a un pequeño dormitorio lleno de jergones, el Ferrocarril Subterráneo[3] versión 1942. Me senté en el más limpio que había, señalé uno a pocos metros y le indiqué que se sentara.
—Habla. Cuéntalo todo despacio y desde el principio. Y no omitas nada.
Bob el Malo Murikami calló, como si estuviera haciendo acopio de pensamientos y preguntándose cuántas mentiras podría colarme. Tenía una expresión dura, muy dura para su edad. Olí a almizcle en la habitación, una rara combinación de sangre y el perfume Mujer Puma de Lorna.
—No puedes mentir, Bob. Y no te entregaré a la división de Extranjeros.
—¿No? —Murikami soltó una risita tonta.
—Vosotros —le devolví la risita— cortáis el césped excelentemente y podáis los arbustos excelentemente. Cuando me toque la lotería necesitaré un buen jardinero.
Murikami soltó una doble risita tonta y empezó a formarse una sonrisa en la comisura de sus labios.
—¿Cómo se llama?
—Spade Hearns.
—¿Y qué hace para ganarse la vida?
—Soy investigador privado.
—Creía que los detectives privados eran tipos sensibles con un código de honor.
—Sólo en las novelas.
—Esto tiene tela… Si carece de un código de honor, ¿cómo sé que no me engañará?
—Estoy metido en esto hasta el cuello. Engañarte va contra mis mejores intereses.
—¿Por qué?
Saqué un puñado de libretas de ahorro. Los ojos oblicuos de Murikami sobresalieron tanto que al final parecía un negro con el pelo de punta.
—Por estas libretas maté a Walt Koenig y necesitas un blanco para sacar la pasta. No quiero testigos y vosotros sois demasiados para tener que mataros a todos, por más enganchado que esté a la sangre. Habla, papa-san. Conviértelo en un relato épico.
Murikami cantó durante una hora seguida. Su historia era el tren nocturno al quinto cuerno.
Todo había empezado cuando tres japos, trabajadores de mantenimiento del edificio del banco cabreados ante su inminente internamiento, urdieron un plan con un pasma canalla, Walt Koenig, y otro poli colega suyo, Murikami no sabía cómo se llamaba el tipo. El plan era un atraco al banco con la cláusula de no violencia. Koenig y el colega asaltarían el Bank of America basándose en información privilegiada, los japos se quedarían con un porcentaje del botín para los jóvenes agitadores, que eran tan estúpidos que creían que podían llegar a México y ser libres, y Koenig administraría las propiedades confiscadas a los nipones mientras durase el internamiento. Pero el plan se ensangrentó. Balas perdidas, vigilantes muertos. La señora Lena Sakimoto, la abuela a la que se cargaron en la calle al día siguiente, era la cómplice. Se encontraba en el banco fingiendo hacer cola, pero su verdadera misión era hacer llegar a Koenig y su colega la información del momento preciso en que abrían la bóveda y se distribuía el dinero a los cajeros. La liquidaron porque los atracadores pensaron que acabaría delatándolos.
Doble juego.
A Bob el Malo y sus colegas les dieron la pasta para que la guardaran en el banco. Enrabiados porque había habido muertos en el atraco, la metieron en cuentas de ahorro de japoneses, pensando que los dos blanquitos no podrían hacerse con ella y que el dinero acumularía intereses hasta que se acabara el internamiento. Bob guardó las libretas en su piso y estaba a punto de enviar a buscarlas al blanquito que regentaba el piso franco, cuando le llegó la noticia de que un amigo suyo se había vuelto avaricioso.
El amigo se llamaba George Hayakawa, el vicejefe de los Hijos del Sol Naciente. Fue a ver a Walt Koenig con un trato. Se partirían el botín mitad y mitad. Koenig dijo que no había trato, le sacó a Hayakawa la dirección del escondite donde estaban las libretas bancarias mediante tortura, se lo cargó, le cortó el cipote a rodajas y lo mandó en una caja de reparto de pizzas. Una advertencia: no jodáis al Peligro Blanco.
Presioné a Murikami acerca de Maggie Cordova. ¿Cómo encajaba en todo aquello? El relato épico se tiñó de tonos de perversión.
Maggie era la amante de la hermana de Bob el Malo, la mitad femenina de una pareja de lesbianas. Era la cómplice del interior del banco. Cuando la señora Lena Sakimoto se tragó una bala hasta el sukiyaki, Maggie voló a Tijuana, temiendo represalias similares. Bob no sabía dónde estaba exactamente. Presioné más, lo amenacé y casi le disparé para obtener la respuesta que más anhelaba: de dónde había sacado Maggie Cordova «Prison of Love».
Bob no lo sabía. Yo necesitaba saberlo. Le ofrecí un trato que sabía que yo traicionaría en el instante que Lorna volviera a entrar en escena: vienes conmigo, retiramos toda la pasta, me llevas a Tijuana a buscar a Maggie y el dinero es todo tuyo. Murikami aceptó. Sellamos el trato tomando una gran botella de láudano mezclado con sake. Perdí el sentido en mi jergón con la pistola en la mano y de allí pasé a los brazos de Lorna.
Fue un gran sueño de droga.
Lorna actuaba desnuda en el Palladium de Hollywood, acompañada por una orquesta cuyos miembros eran todos negros: unos gigantes de color carbón con ropa del Tío Sam y galones de bisutería. Lorna jodía con el aire, desprendía sudor, chupaba la punta del micrófono. Roosevelt, Hitler, Stalin y Hirohito eran traídos en camilla y se deshacían a sus pies mientras atacaba «Someone to Watch Over Me». En el escenario estallaba una guerra: los negros, enloquecidos, se pegaban con la vara del trombón y con la caña del clarinete. Era obvio que se trataba de una maniobra de distracción. Hitler saltaba al escenario e intentaba llevarse a Lorna hacia un submarino nazi aparcado en la primera fila. Yo interceptaba a Der Führer cogiéndolo por el mostacho, y lo lanzaba a Sunset Boulevard. Lorna se derretía en mis brazos cuando notaba que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y me encontré con Bob Murikami, de pie a mi lado. —Despierta y ponte en marcha, sabueso. Tenemos que ir de bancos.
Lo hicimos con rostro impasible y la parafernalia adecuada. Bob el Malo, con esposas, documentación falsa y una placa de poli de las que regalan los cereales del desayuno prendida en la solapa. Murikami suplantó a más de una docena de japoneses y liquidamos catorce cuentas bancadas, reuniendo la cantidad de 81.000 dólares. Yo expliqué que era jefe de la división de Extranjeros y que supervisaba la confiscación de lucro traidor. Los gerentes de los bancos, como buenos patriotas, se tragaron toda la historia. A las cuatro salimos hacia el sur, en dirección a Tijuana y lo que podía ser el encuentro que tanto se había demorado con la mujer que me había abrasado el alma hacía mucho, mucho tiempo. Murikami y yo hablamos tranquilamente, un acuerdo temporal en las relaciones entre japoneses y americanos, gracias a una saludable inyección de billetes verdes.
—¿Por qué está tan interesado en Maggie, Hearns?
Aparté los ojos de la carretera. A la derecha, unos altos precipicios que caían a unas playas de arena blanca como la nieve llenas de gente tomando el sol; a la izquierda, casas de comidas y albergues turísticos. El nene Tojo sonreía. Ojalá no tuviera que matarlo.
—Es un conducto, muchacho. Una tubería a otra mujer.
—¿Otra mujer?
—Exacto. La mujer para la que hace un tiempo no estaba preparado, por la que lo habría tirado todo por la borda.
—¿Y cree que ahora será diferente?
Ochenta y uno de los grandes para empezar de cero; un Hearns más sabio y contemplativo. Quizás incluso me teñiría el pelo de canas.
—Sí. Una vez que haya resuelto un pequeño lío legal que tengo, le sugeriré unas largas vacaciones en Acapulco, tal vez un viaje a Río. Verá la diferencia. Lo sabrá.
Volví a fijarme en la carretera, reduje para tomar una curva y noté unos golpecitos en el hombro. Me volví hacia Bob el Malo y recibí en pleno rostro el impacto de un enorme puño derecho tachonado de anillos de sello.
La sangre me cegó. Pisé el freno, el coche se salió a la cuneta y se detuvo. Lancé un izquierdazo al azar y recibí otro golpe jodido. A través de una cortina escarlata vi que Murikami cogía el dinero y se largaba corriendo.
Me enjugué el rojo de los ojos y lo seguí. Murikami se dirigía a los farallones y a un camino que bajaba a la playa. Un coche se detuvo ante mí y se apeó un hombre corpulento que apuntó y disparó a la figura que corría, Una vez, dos veces, tres veces. Un cuarto disparo hizo que Bob saliera despedido en espiral por encima del acantilado. La bolsa del dinero voló y derramó los billetes verdes. Saqué la pipa, disparé al pistolero por la espalda y lo vi caer entre unos arbustos.
Me acerqué con la pistola por delante. Le pegué dos tiros más, por si las moscas, a bocajarro en la nuca. Con el pie lo volví boca arriba y, con lo poco que le quedaba de cara, lo identifiqué como el sargento Jenks, el compañero de Malloy en la división de Extranjeros.
Mierda y más mierda, hasta profundidades insondables.
Arrastré a Jenks hasta su Plymouth, lo metí en el asiento delantero, retrocedí y disparé al depósito de gasolina. El coche estalló y el ex pasma crepitó como guacamole frito. Me acerqué al acantilado y miré hacia abajo. Bob Murikami se había estampado contra las rocas con los brazos y las piernas abiertos y los bañistas cogían la pasta, se peleaban por ella y bailaban la jiga de la codicia aullando como hienas.
Seguí hasta Tijuana, pillé una cama y una botella de láudano de farmacia y salí a buscar a Maggie Cordova. Una cantante lesbiana blanca y gorda llamaría la atención incluso en una bolsa de pus como Tijuana. Los bajos fondos de la ciudad eran el lugar por donde iba a empezar.
El láudano me calmó los nervios y medio un savoir faire que mi barba de tres días y mi maltrecho estado necesitaban. Llegué a la calle del número del burro y pregunté. Llegué a la calle de las casas de putas y pregunté. Llegué a la calle donde había teatros con sexo en directo las veinticuatro horas del día. Los niños que mendigaban se arremolinaron a mi alrededor y los pies me quedaron doloridos de las patadas que les di para ahuyentarlos. Pregunté, pregunté y pregunté por Maggie Cordova, sobornando a la gente con montones de pesos. Y de pronto allí estaba, en la calle, subiendo unas escaleras pegadas a un puesto de venta de licor.
La vi subir y una repentina sacudida de nervios borró los efectos de la droga. Se encendió una luz encima del puesto de licor y Lorna Kafesjian, interpretando «Goody, Goody», flotó hacia mí.
Perseguí el sueño y subí las escaleras para llamar a la puerta.
Sonaron unos pasos que se acercaban y, de repente, me sentí desnudo, como si una letanía de todas mis carencias subrayase el sonido de los tacones sobre la madera.
No habría un reencuentro con ochenta y uno de los grandes.
No habría trajes de Sy Devore con los que hacer la gran entrada hollywoodiana.
No tendría papeles para saltarme el toque de queda y poder hacer trabajos nocturnos en Hollywood.
No habría licencia de investigador privado para la imagen más dramática del siglo XX.
No habría palabrería sobre un código de honor sensible, duro por fuera, tierno por dentro, con el que conseguir un chocho de refuerzo si Lorna me rechazaba.
La puerta se abrió y apareció la gorda de Maggie Cordova.
—Spade Hearns, ¿verdad? —dijo.
Me quedé estupefacto más allá de la estupefacción. —¿Cómo lo sabes?
Maggie suspiró como si yo fuera un plato de comida rancia, apenas recalentada.
—Años atrás, compré unas melodías a Lorna Kafesjian. Necesitaba pasta para poder alejarse de un tipo sentimental con el que vivía y que estaba terriblemente encoñado con ella. Me dijo que el tipo era un buceador de alcantarillas y que, como yo también era una buceadora de alcantarillas y cantaría sus canciones, probablemente me toparía con él. Aquí viene tu rayo de esperanza, Hearns: Lorna siempre dijo que quería verte una vez más. Lorna y yo hemos mantenido el contacto, por lo que puedo localizarla. Dijo que te hiciera pagar por la información. Si la quieres, apoquina.
Maggie terminó su plática propagandística dibujando el signo del dólar en el aire.
—Tú actuaste de cómplice en el atraco al Bank of America. Estás acabada.
—No, detective. Sales en todos los diarios de L.A. por las acusaciones que te han caído por buscarme. Y los mexicanos no me van a extraditar. Dame la pasta.
Le di todo el dinero que llevaba en la cartera, menos un billete de cinco dólares para imprevistos.
—Ocho ochenta y uno, calle Verdugo —dijo Maggie—. Hazlo pianissimo, cariño. Suave y despacio.
Me gasté el billete en una tienda de ropa usada y elegí un traje a rayas como el que llevaba Bogart en El balcón maltés. Los pantalones me quedaban demasiado cortos y la chaqueta demasiado estrecha, pero el efecto general era bueno. Me afeité en seco en los lavabos de hombre de una gasolinera y robé a un niño que vendía flores los narcisos que le quedaban.
Pom, pom, pom, llamé a la puerta de una pequeña cabaña de adobe; bum, bum, bum, mientras mi corazón sobreexcitado martilleaba el ritmo de una big band. La puerta se abrió y casi grité.
Los cuatro años transcurridos desde que había visto a Lorna por última vez le habían dejado sesenta mil kilómetros en el rostro. Estaba agrio de sol, con costuras, fosos y escamas, y sus surcos de la risa se habían convertido en surcos de enfurruñamiento más hondos que la falla de San Andrés. El cuerpo que antaño fuera voluptuoso, enfundado en satén blanco, iba ahora cubierto por un sucio sarape de criada mexicana. Desde los lugares más recónditos de lo que antes hubo entre nosotros, dragué un saludo.
—¿Qué pasa, nena?
Lorna sonrió, mostrando oro dental suficiente para financiar una revolución.
—¿No vas a preguntarme lo que ocurrió, Spade?
—¿Qué ocurrió, nena?
—Primero tu interpretación, Spade —suspiró Lorna—. Siento curiosidad.
—No fuiste capaz de aguantar. —Me alisé las solapas—. No pudiste soportar la vida peligrosa que yo llevaba. No pudiste soportar el riesgo, el romance, los dolores de cabeza y la vulnerabilidad inherentes a un caballero que recorría las malas calles como yo. Reconócelo, nena. Yo era demasiado hombre para ti.
Lorna sonrió y aparecieron más grietas en el mapa en relieve de su cara.
—Tus efectos teatrales me dejaban más exhausta que los míos propios. Entré en un convento de monjas mexicanas, me bronceé al sol y se me estropeó la piel, empecé a escribir música de nuevo y encontré a un hombre de la tierra, Pedro, mi marido. Hago tortillas, lavo la ropa en el río y la pongo a secar encima de las piedras. A veces, si Pedro y yo necesitamos más pasta, preparo margaritas en el bar Blue Fox. Es una vida sencilla y buena.
—Pero Maggie me dijo que querías verme —saqué el as que me tenía reservado— «una vez más», como si…
—Sí, como en las películas. Es así. Vendí «Prison of Love» a unas tres docenas de cantantes de bistró que la hacen pasar por propia. Está registrada en la Sociedad de Autores bajo treinta y cinco títulos como mínimo y yo le he sacado unos buenos cinco de los grandes. Y bien, esa canción la escribí para ti en nuestros días de jóvenes inexpertos y, en nombre de lo que hubo entre nosotros durante dos segundos, te ofrezco el diez por ciento. Al fin y al cabo, fuiste tú quien me inspiró esa maldita cosa.
Me apoyé en el umbral, exhausto tras cuatro años de arder y tres días de matanzas y pandemónium.
—Me matas, nena.
Lorna se acercó a un armario y volvió con un fajo de billetes yanquis. Le guiñé un ojo, me guardé el dinero, volví a la calle y entré en una cantina. El interior estaba oscuro y fresco. Unas monadas mexicanas bailaban desnudas encima de la barra. Pedí una botella de tequila, le pegué un trago y eché monedas a la gramola para todas las piezas con vocalistas femeninas. Cuando la priva me hizo efecto y empezó la música, contemplé los chochos desnudos que giraban y traté de obsesionarme.