Del campo de trabajos forzados a engrosar la fuerza laboral: encargado del equipo de mantenimiento de un concesionario Toyota en Koreatown. Gerencia japonesa, buena clientela, negros para el trabajo sucio y yo, Stan Klein el Hombre, para hacer restallar el látigo y reducir al mínimo el escaqueo en el trabajo. Me consiguió el empleo mi agente de la provisional: Liz Trent, esbelta y escultural, cuatro licenciaturas inútiles, un mal matrimonio con un tipo que hacía un tratamiento de mantenimiento con metadona y colada por vuestro seguro servidor. Ella sabía que yo suelo caer de pie: tres condenas consecuencia de los trapicheos que hice con Phil Turkel: una estafa de ventas por teléfono que abarcaba la distribución de películas porno con canciones de rock como música de fondo y de Biblias encuadernadas en piel artificial con el añadido de estampas del reverendo Martin Luther King que brillaban en la oscuridad, un objeto de gran salida entre los negratas. Utilizamos como tapadera el local de un centro de rehabilitación de drogadictos, indujimos a adolescentes a la prostitución, coaccionamos a pacientes varones a ocuparse de las ventas por teléfono y los mantuvimos motivados con café cargado de benzedrina, todo lo cual se tradujo en veinticuatro acusaciones ante el Gran Jurado, reducidas finalmente a tres procesos a cada uno. Phil no tenía antecedentes, estaba con mono de cocaína y fue enviado a un programa de rehabilitación; yo ya tenía dos condenas por hurto de vehículo y no alegué dependencias químicas: me cayó un año en el campo de trabajos forzados del condado, Wayside Honor Rancho, donde mi reputación de púgil de los pesos pesados sin lustre me valió un nombramiento de jefe del dormitorio.
Mi abogado, Miller Waxman, me aseguró que estaba tramitándose una reducción de sentencia. Se equivocaba: entre la «buena conducta» y la «redención por trabajos», cumplí enteros los nueve meses y medio. Mi premio de consolación fue la designación de Lizzie Trent, ex esposa de Waxman, como agente de la condicional; ella me garantizó libertad de movimientos, tener un trabajo legal soportable y chupármela, todo ello antes de que llevara un mes en la calle. Aproveché dos de las tres cosas: Lizzie era dentona y tenía los dientes afilados, lo que me hacía desconfiar de ella en la tercera. Estaba en mi oficina, observando cómo mis esclavos lavaban los coches, cuando sonó el teléfono.
Descolgué.
—Importaciones Imperio Amarillo. Klein al habla.
—Soy Miller Waxman.
—Wax, ¿qué tal te va?
—Apurado… y tú todavía me debes dinero de la minuta. Lo necesito, en serio. Le presté a Liz una buena pasta para que se arreglara los dientes.
La tercera acechaba en el horizonte.
—¿Me estás presionando?
—No; soy un griego que trae regalos al diez por ciento de interés.
—¿Qué regalos?
—Por ejemplo, mil pavos por semana en mano y alojamiento y comida en una mansión de Beverly Hills, todo legal. Me llevo el diez por ciento para saldar tu deuda. El reloj corre; ¿qué me dices, sí o no?
—¿Todo legal?
—Que me parta un rayo si miento. ¿En mi despacho dentro de una hora?
—Allí estaré.
Wax trabajaba en un local a pie de calle en Beverly y Alvarado, cerca de su clientela de camellos y espaldas mojadas impacientes por traerse a la familia. Aparqué en doble fila, puse un aviso de «sacerdote en servicio» en el parabrisas y entré.
Miller estaba en el despacho y en aquel momento entregaba unos sobres a un par de matones del servicio de Inmigración, unos tipos grandes con esa mirada suspicaz característica de los cobradores de mordidas de cualquier parte del mundo. Los dos hombres salieron contando billetes de cien. —¿Te gustan los perros? —preguntó Wax.
Tomé asiento sin que me lo ofreciera.
—Bastante. ¿Por qué?
—¿Por qué? Porque Phil lamenta que a él lo llevaran a la clínica Betty Ford mientras a ti te encerraban. Quiere compensarte y me preguntó si se me ocurría algo. Me ha caído en las manos una ganga y he pensado en ti.
Un tío raro, Phil: la cara cosida a cicatrices y un historial que haría que el Papa se pasara al protestantismo.
—¿Qué tal Phil?
—No le va mal. ¿Te gustan los perros?
—Bastante, ya te lo he dicho. ¿Por qué?
Wax señaló el cuadro de honor de sus clientes: un montón de fotos de fichas policiales enmarcadas y colgadas en la pared. Entre los retratados: Leroy Washington, el «rey del crack» de Watts; Chester Hardell, un telepredicador juzgado por actos contra natura con gatos; la familia de asesinos Sánchez, un montón de primos consanguíneos llegados ilegalmente a L.A. como resultado de las maquinaciones de Wax con los permisos de entrada. En lugar destacado: Richie Sicora el Sico y Chick Ottens, los asesinos del 7-Eleven, todavía huidos. Picaresca: Sicora y Ottens asaltaron una tienda de alimentación en Pacoima y, para facilitar la huida, escondieron a la vendedora detrás de una dispensadora de refrescos, que volcaron. La máquina vomitó su contenido: hielo, azúcar y colorante carcinógeno de alimentos; la chica, diabética, se desmayó, engulló aquella pasta, entró en shock glucémico y murió. Sicora y Ottens huyeron con destino desconocido, saltándose la condicional… y Wax recibió una carta de felicitación de la Unión por las Libertades Civiles en la que se destacaba su tenacidad en la defensa de las clases populares de L.A.
—Llevas cinco minutos señalando esa pared. ¿Quieres concretar?
Wax se limpió de caspa las solapas de la chaqueta.
—Quería que te fijaras en una cosa, y es que mi principal cliente no aparece en esas fotos porque no lo han detenido nunca.
Fingí perplejidad:
—No jodas, Dick Tracy.
—No jodo, Sherlock. Me refiero, por supuesto, a Sol Bendish, empresario y heredero del virreinato del difunto Mickey Cohen. Sol falleció hace poco y yo me ocupo de su herencia.
—¿Y dónde está el chiste? —suspiré.
Wax me arrojó un llavero.
—Dejó veinticinco millones de dólares a su perro. La cláusula es tan perfectamente legal y está tan bien blindada que no puedo apelarla ni saltármela. Eres el nuevo cuidador del perro.
Mi lista de deberes ocupaba siete hojas. Me dirigí a Beverly Hills deseando haber nacido can.
Basko vivía en una mansión al sur de Sunset, llevaba jerséis de cachemira y tenía un collar antipulgas diseñado a medida que emitía radiación nuclear en unas cantidades mínimas que no causaban ningún perjuicio al animal. Un físico había dedicado tres años a desarrollar el producto. Basko comía filete de primera, caviar de beluga, helados Häagen-Dazs y Fritos con ketchup. Le llevaban ratas para saciar su sed de sangre: todos los martes por la mañana, se producía un pandemónium de roedores cuando se soltaba un centenar de ellos en el patio trasero para que Basko cazara y aniquilara. El perro sufría de insomnio y sólo conocía un sedante eficaz: una loncha de queso Velveeta fundida en una copa de coñac de cien años.
Cuando vi la casa, por poco me cago. Al llegar a la puerta, me fallaban las rodillas. Stan Klein entra en la zona de confort del blanco pobre a la que ha aspirado tanto tiempo.
Gruesas alfombras púrpura por todas partes.
Un anfiteatro de tres pisos para acomodar una antena parabólica gigante que capta cuatrocientos canales de televisión. Grandes pantallas de tele en todas las habitaciones y una colección completa de películas porno.
Una cocina enorme en la que destacan dos cámaras frigoríficas, una para Basko, la otra para mí. Wax debía de haber aprovisionado la mía, llena de los productos de alto contenido en sodio y colesterol que tanto me gustan. Estancias y estancias llenas del botín de mis sueños; me sentí como Fulgencio Batista regresando del exilio.
Entonces conocí al perro.
Lo encontré en la piscina, flotando sobre un colchón. Mordisqueaba un esqueleto de gato con las patas traseras en el agua. Entonces aún no sabía que aquél iba a ser el momento crucial de mi existencia.
Observé al animal a distancia.
Era un bull terrier blanco, musculoso, compacto, de pecho corpulento y patas arqueadas. El pelaje, corto, brillaba al sol; estaba tan musculado que a las pulgas les costaría lo suyo agarrarse. Su cabeza era una perfecta expresión de misantropía de buen talante: un hocico que era una cuña inclinada, dos cuentas de cristal muy juntas por ojos, dientes afilados y un ceño fruncido que le daba aire de adolescente tramando una barrabasada. Tenía la oreja izquierda moteada y se me escapó un suspiro cuando caí en la cuenta; fue una epifanía, como la vez que deduje que Annie Behringer la Fiera se teñía el vello púbico.
Nuestras miradas se cruzaron.
Basko se arrojó al agua, nadó, corrió hacia mí y me olfateó la entrepierna. Cuando recuerdo esos momentos, los veo a cámara lenta con música almibarada en la banda sonora de mi vida, como esas películas a la francesa en que los amantes no hablan nunca, sólo fuman cigarrillos, se miran y joden.
Durante la semana siguiente establecimos una rutina.
Levantarse temprano, paseo junto al Beverly Hills Hotel, cagada matinal de Basko en el jardín delantero de la casa de un jeque árabe. Desayuno, siesta matutina de Basko; él descansaba la cabeza en mi regazo mientras yo miraba películas guarras y leía novelas de ciencia ficción. Almuerzo: filetes muy poco hechos, aun sangrantes, y luego una flotadita en la piscina en sendos colchones. Otro paseo y una ojeada a la pelirroja espectacular que paseaba su perra labrador cada día a la misma hora; le di vueltas en la cabeza a la idea de abordarla y proponerle una doble cita: nosotros, Basko y la perra. Las tardes las dedicaba a la introspección: ponía películas de mis antiguas peleas, Stan Klein el Hombre, puños blandos, carne de cañón para capullos hambrientos con ganas de mejorar el historial. Ahí estaba: una estrella de seis puntas en los calzones y la espalda embadurnada de Clearasil para disimular los granos. Un colega editor de cine me intercaló en filmaciones de los grandes; la magia del cine me hacía machacar a Alí, a Marciano y a Tyson. Material nostálgico de lo que pudo ser, acompañado de los ojos pardos de Basko mirándome desde la pantalla. Al poco, estaba contándole al perro los secretos que siempre ocultaba a las mujeres.
Cuando me puse en plan confesión, Basko arrugó la frente y ladeó la cabeza; la señal para que me callara fue uno de sus enormes bostezos abriendo las fauces al máximo. Cuando empezó a quedarse dormido, lo llevé al piso de arriba y lo acosté. Un poco de Velveeta con coñac y un cuento de buenas noches, pero a Basko parecían gustarle más los relatos de mis hazañas sexuales. Y siempre se quedaba dormido en el momento que empezaba a exagerar.
Nunca conseguí sincronizar mi sueño con el de Basko: su cálida presencia me tenía excitado, pensando en todos los buenos negocios que había echado a perder, pensando que al perro sólo le quedaban diez años más en este mundo, como mucho, y que entonces yo tendría cincuenta y uno y ningún buen amigo al que cuidar, ni orinal en el que mear. Deambular por el caserón reforzaba mi sensación de que aquel momio increíble era tangible y duraría, de modo que deambulé con ánimo de venganza.
Vistiendo, Sol Bendish era la antítesis de su choza: chaquetas de sport de tweed, pantalones con vuelta, camisas Oxford de algodón, zapatos ingleses. Había dejado tres armarios repletos de trajes de primera, casi de mi talla. Mientras mi pupilo canino dormía, me transformé en la imagen de sastrería de Sol. El judío Klein se convirtió en el judío Bendish, adinerado aportador de fondos a la Unión Judía Americana y hombre con la clase necesaria para amar a un perro rotundamente inútil. Me ponía delante del espejo con la ropa de Bendish y mis años de chulo, ladrón de casas y coches y artista del timo se disolvían, reemplazados por una idea emocionante y fatua: encontrar a la mujer que complementara mi nueva personalidad.
Ataqué el día siguiente.
El preludio al cortejo fue una sesión de acicalamiento; di un baño antipulgas a Basko, le cepillé el pelo y lo vestí con su mejor collar de púas; yo me puse un elegante conjunto de Bendish: chaqueta cruzada azul, pantalón de franela gris, camisa rosa y mocasines. Así armados, nos plantamos en Sunset con Linden y esperamos a que apareciera la mujer de la perra labrador.
Compareció puntualmente; el contingente canino se saludó olisqueándose. La mujer contempló la escena con semblante inexpresivo; yo la contemplé a ella mientras Basko tiraba de la correa.
Tenía la tez pecosa de un raro felino selvático, quizás un híbrido de leopardo y tigre de las nieves nativo de alguna jungla de amor. Su cabello pelirrojo reflejaba el sol y despedía un brillo dorado: una melena leonina. La silueta era curvilínea y esbelta; recordé que en algunas clases de panteras eran las hembras quienes acechaban al macho.
—¿Es usted paseador de perros profesional?
Busqué fallos en mi nueva apariencia. Los pantalones quizá demasiado cortos, las puntas de la corbata desordenadas. Noté que me sonrojaba y oí que Basko rascaba la acera con las patas.
—No; soy lo que podría llamar un emprendedor. ¿Por qué lo dice?
—Porque antes paseaba a ese perro un hombre mayor. Creo que es una especie de personalidad del crimen organizado.
Basko y la labrador habían empezado una danza de apareamiento: se olían, se lamían, se mordisqueaban. Tuve la sensación de que la mujer pantera me acechaba, y no buscando amor.
—Murió —le dije—. Yo me encargo de la propiedad.
Frunció el ceño: —¡Oh! ¿Es abogado?
—No; trabajo para el abogado del difunto. —Se llamaba Sol Bendish, ¿no es así?
Mi detector de mierda se puso en pleno funcionamiento; aquella muñeca estaba sonsacándome.
—En efecto, señorita…
—Señora. Me llamo Gail Curtiz, acabado en t, i, z. ¿Y usted es el señor…?
—Klein, acabado en e, i, n. A mi perro le gusta su perra, ¿no cree?
—Sí, una cuestión de glándulas.
—Muy comprensible. ¿Querrá cenar conmigo alguna vez?
—Me parece que no.
—Entonces volveré a probar.
—La respuesta no cambiará. ¿Hace algún trabajo más para la finca? Además de pasear al perro, me refiero.
—Cuido de la casa. Venga alguna vez. Traiga su labrador, será una cita doble.
—¿Le ponen contento los rechazos, señor Klein?
Basko intentaba montar a la labrador, sin éxito.
—Sí.
—Bien, pues hasta el próximo. Buenos días.
El breve encuentro había sido de lo más extraño. Sobre todo, la insistencia de la mujer pantera en Sol Bendish. Solté a Basko en la casa, fui en coche a la biblioteca de Beverly Hills y pedí a un empleado que buscara a mi benefactor en su ordenador de información. Al cabo de media hora, estaba leyendo un fajo de papeles con datos sobre él.
Resultó ser un tipo interesante.
Bendish dirigía negocios de préstamos usurarios y de protección sindical heredados de Mickey Cohen. También era un inversor de primera categoría en bonos de Israel y daba apoyo financiero a la Unión Judía Americana. Organizaba fiestas para los niños necesitados y perdía dinero en su negocio de préstamos para fianzas. Perdió un buen fajo de billetes al pagar cierta fianza por homicidio: Richie Sicora el Sico y Chick Ottens, los asesinos del 7-Eleven, se esfumaron sin dejar rastro y lo dejaron con un marrón de dos millones de dólares. Cosa extraña: Bendish salía en el L.A. Times tomándose la fuga con filosofía, como si dos millones de dólares echados a la basura fuesen para él cosa de poca monta.
En el frente personal, parecía que a Bendish le encantaban las mujeres y prescindía de medidas de control de la natalidad; le habían interpuesto no menos de media docena de reclamaciones de paternidad. Si había que creer a las madres que las habían impulsado, Sol tenía tres hijos y tres hijas, todos crecidos ya. Y a las demandantes las habían comprado con acuerdos por cantidades miserables, lo cual parecía extraño en un hombre tan dado a la caridad por quedar bien. En los últimos recortes de prensa que repasé descubrí otra anomalía: Miller Waxman decía que la herencia de Bendish ascendía a veinticinco millones, mientras que los periódicos situaban la cantidad en cuarenta. Mi cerebro malpensado se puso a cavilar…
Volví a la rutina con Basko y me dejé llevar por las jornadas de tranquilidad doméstica, sólo alterada por un ligerísimo toque de prevención. Wax me pagaba con puntualidad, Basko y yo nos dormíamos enroscados y despertábamos a la vez, en una especie de sincronía psíquica interespecies. Gail Curtiz continuó dándome el esquinazo; conseguí su dirección en Información y salí a pasear al perro cada noche, con curiosidad: una mujer que no alcanzaba los veinticinco, viviendo en una mansión de Beverly Hills. (De alquiler, no cabía duda, pues un cartel en el jardín lo dejaba claro: «Se vende. Contacte con el agente inmobiliario. Por favor, absténgase de molestar al inquilino.») Una noche, la muñeca me descubrió rondando; la noche siguiente, la vi pasear por delante de la residencia Bendish/Klein. Impulsivamente, miré el horóscopo en el periódico; me llevé una decepción: nada de perspectivas de romance o de intriga para hoy.
Transcurrió otra semana sin nada que destacar; sólo dos avistamientos de Gail Curtiz rondando mi territorio a última hora de la noche. Yo actué del mismo modo, merodeando por las cercanías de su casa, ya de noche cerrada. Basko me acompañó. Aquellas misiones me evocaron mi juventud: noches embriagadoras como allanador de moradas y ladrón de bragas. Estaba espiando con abandono, agachado con el chucho tras un tronco de eucalipto, cuando las cosas se salieron de madre: un coche hecho polvo, impropio de Beverly Hills, se detuvo junto al bordillo.
Tres negros se apearon con aire furtivo y a la luz de la luna brillaron unas herramientas de reventar puertas y ventanas. El trío de malhechores avanzó con cautela hacia el camino privado de la casa de Gail Curtiz.
Empuñé una pistola inexistente y salí de mi escondite.
—¡Policía! ¡Todos quietos!
Esperaba que salieran huyendo, pero los tres se quedaron paralizados donde estaban. Me entró un temblor y Basko tiró de la correa y se me escapó. Entonces se armó el pandemónium.
Basko atacó. Los chorizos echaron a correr hacia su coche y uno de ellos sacó un objeto cilíndrico y lo agitó ante el hocico del perro, que los seguía de cerca. Una farola iluminó la ofrenda: un envase de costillas de Kentucky del Coronel.
Basko se lanzó al envase y empezó a mordisquearlo; yo exclamé, «¡No!», y fui tras él. Los morenos agarraron a mi amado camarada y lo arrojaron al asiento trasero del coche. El cacharro emprendió la marcha mientras yo daba un último salto, alcanzaba la calzada y conseguía retener la matrícula, al menos parcialmente: P-L- otra letra -0016. BASKO, BASKO, BASKO, NO…
La hora siguiente transcurrió en un delirio. Llamé a Liz Trent, hice que presionara a un novio ex policía para que consiguiera información sobre la matrícula en el Departamento de Vehículos a Motor y obtuve un total de catorce posibles combinaciones. Ninguno de los vehículos constaba como robado; once de ellos estaban registrados a nombre de caucásicos y tres a negros del Southside. Conseguí una lista de direcciones, bajé a Hollywood en coche y compré una automática del 45 a un traficante marica con fama de tener buen armamento. A continuación, seguí hacia Negrolandia con ánimo de venganza.
Las dos primeras direcciones no dieron fruto: los coches eran sedanes serios y formales que no podían haber sido el vehículo del rapto. La adrenalina me abrasó los vasos sanguíneos; no dejaba de ver a Basko baldado, de ver sus ojos pardos vueltos hacia mí. Me acerqué a la última dirección viendo doble: siluetas en el campo de tiro de mi mente. Mi dedo de disparar estaba impaciente por impartir justicia del calibre 45.
Vi la dirección y enseguida la olí: una cabaña de madera a la sombra del talud de la autovía, un gran patio trasero y hedor a perro por toda la propiedad. Aparqué y volví a hurtadillas a la calzada privada de la casa con el arma por delante.
Gruñidos, ladridos, aullidos y gañidos: focos que iluminaban el patio y dos pitbulls estudiándose y dando vueltas el uno en torno al otro en un ring cerrado con vallas. Espectadores que chillaban, vitoreaban, aullaban, gruñían y hacían apuestas… y mi querido Basko cerca de la acción, siendo azuzado para entrar en combate.
Dos robustos negrazos le estaban calzando en las patas unos guantes de cuero con hojas de afeitar incorporadas; además, llevaba un bozal bordado de esvásticas. Volví a esconderme y me dispuse a matar. Basko olfateó el aire y saltó contra el negro que tenía más cerca. El ataque duró un segundo: Basko acometió con las patas y le abrió las tripas limpiamente. El otro tipo soltó un grito; me lancé sobre él y le rompí la cara con la culata de la pistola. Basko le aplicó el golpe de gracia: una serie de zarpazos, izquierda-derecha, que le abrieron la garganta hasta la tráquea. El tipo consiguió emitir un barboteo de muerte; los espectadores del ring oyeron el alboroto y se dispersaron atropelladamente. Tomé en brazos a mi pupilo y emprendí la retirada.
Llegamos al coche y salimos quemando llanta. Un coche salió de la nada y nos siguió, parachoques con parachoques. Vi una cara blanca tras el volante, reduje una marcha, di un volantazo, derrapé y entré en la autovía a ciento veinte. El coche atacante desapareció, volvió a la nada de la que había surgido. Le quité el bozal a Basko, luego las armas de sus patas, y lo arrojé todo por la ventanilla. El pobre no dejó de lamerme la cara durante todo el trayecto de vuelta a Beverly Hills.
Allí nos esperaba más destrucción: la casa Bendish/ Klein/Basko había sido allanada. La planta baja estaba completamente arrasada: cajones volcados, partes de la parabólica destrozadas, cuadros de Elvis arrancados de las paredes. De nuevo, tomé en brazos a Basko y corrimos a la guarida de Gail Curtiz.
Vi luces en la casa. La perra labrador estaba tumbada en el césped, mordisqueando un hueso de plástico. Advirtió la presencia de Basko y empezó a mover el rabo tímidamente; reinaba una atmósfera romántica y solté la traílla de mi compañero, que corrió hacia la perra y la escena se disolvió en un hociqueo horizontal. Concedí un poco de intimidad a los tórtolos, avancé sigilosamente hasta la parte trasera de la casa y me puse a fisgar.
Vaya, vaya. Por una ventana vi a Gail Curtiz, desnuda, revolcándose con otra mujer sobre una alfombra de piel de tigre. La espléndida morena parecía reacia: su rostro expresaba vergüenza y se apreciaba que la perversión la incomodaba. Los ojos casi se me saltaron de las órbitas; mientras, a lo lejos, Basko y la labrador rugían como pumas. La morena fingió un orgasmo y pandeó las caderas; supe que fingía desde diez pasos de distancia. La ventana estaba entreabierta; acerqué el oído y presté atención a lo que hablaban.
—¿Podrías apagar las luces, por favor? —pidió la morena, delatándose; se veía claramente que quería apartar de su vista la desnudez de la bollera. Gail se puso en pie y encendió un cigarrillo.
Basko y la labrador se me acercaron al trote, con aspecto de saciados, y se echaron a dormir a mis pies. Dentro, la sala quedó a oscuras.
Escuché con más atención aún. Incitaciones indecentes de Gail; el brillo de dos puntas de cigarrillo; la morena, calmada pero insistente:
—Es que no comprendo por qué gastas todos los ahorros de tu vida en alquilar una casa tan desmedida. Nunca me cuentas nada, aunque somos.» ¿Y quién es ese ricacho que ha muerto?
—Era mi padre, encanto —respondió Gail, riendo—. Confirmado por las pruebas sanguíneas. Mamá era camarera, servía los coches de un drive-in y murió de un desengaño amoroso. Papá la timó en la demanda de paternidad, como a otras muchas, pero prometió ocuparse de mí: tres millones cuando cumpliese veinticinco años o a su muerte, lo que sucediese antes. Y ahora, cariño, ¿te cuento la broma definitiva de ese amante de lo absurdo? Le ha legado el grueso de la fortuna a su perro y la administrarán un abogado bastante astuto y ese capullo que se ocupa del animal. Sin embargo… sin embargo, tiene que haber más dinero oculto en alguna parte. Las propiedades de mi padre se han valorado en veinticinco millones, pero los periódicos apuntaban una cifra muy superior. Ah, joder, todo esto es absurdo, ¿no?
Una pausa; luego, la morena:
—¿Recuerdas lo que decías hace un rato, cuando llegamos? Tenías la sensación de que habían registrado la casa.
—Sí. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Bueno, puede que sólo fueran imaginaciones tuyas… o puede que alguna demandante de paternidad haya tenido la misma idea. Quizás eso lo explique.
—Linda, encanto, ahora mismo no puedo pensar en eso. Ahora mismo, todos mis pensamientos los ocupas tú.
Se había terminado la charla; eclipsado por el ardor de Gail y los gemidos falsos de Linda, até a Basko a la correa, fuimos a un motel seguro y dormí allí el sueño de los justamente enojados.
Por la mañana, me dediqué a cavilar. Conclusiones: Gail Curtiz quería dejarme sin momio y relegar a Basko a una vida de perro de verdad. Detrás de los destrozos de la casa Bendish y del «registro» de la de Gail estaba la intriga de las demandas de paternidad. El coche que había intentado echarme de la carretera lo conducía un blanco, lo cual era una anomalía extraña. Linda, que a mi parecer no era lesbiana, daba la impresión de tener engañada a Gail, cegada por la lujuria; ¿era posible que ella también fuera hija de una de las demandantes de paternidad, dispuesta a hacerse con el botín de mi pupilo? El lascivo de Miller Waxman era abogado de Sol Bendish y un artista de la estafa desde la cuna; ¿cómo encajaba en el asunto? ¿Los negros que intentaban entrar en la guarida de Gail eran los mismos que luego la habían registrado y habían destrozado la mía? ¿Estaban a sueldo de alguna demandante? ¿Qué estaba sucediendo?
Alquilé una suite en el Bel-Air Hotel y escondí allí a Basko, dejando uno de los grandes como depósito e instrucciones detalladas sobre su cuidado y alimentación. A continuación, acudí a la biblioteca de Beverly Hills y releí los recortes de prensa sobre Sol Bendish. Repasé los nombres de los que habían interpuesto demandas de paternidad, llamé a Liz Trent y conseguí que me diera las direcciones que constaban en el Departamento de Vehículos a Motor. Dos compañeras de juegos de Sol habían fallecido, una estaba en paradero desconocido y otras dos, Marguerita Montgomery y Jane Hawkshaw, vivían y residían en Los Ángeles. La Montgomery quedaba descartada como pista: en un recorte que había hojeado hacía dos semanas se la citaba con ocasión de la muerte de Sol Bendish y mencionaba que el hijo que Sol le había engendrado había muerto en Vietnam. Yo ya sabía que la madre de Gail Curtiz había muerto y, como ninguna de las reclamantes llevaba el apellido Curtiz, tuve la certeza de que Gail usaba un alias. Aquello señalaba a Jane Hawkshaw: última dirección conocida, 8902 de Saticoy Street, en Van Nuys.
Una hora más tarde, llamaba a su puerta. Me abrió una mujer mayor con un fajo de Atalaya de los Testigos de Jehová en la mano. Tenía el aire de los fanáticos religiosos de cualquier parte: granos en la piel y expresión de pirada. Debía de haber estado bastante buena alguna vez (más o menos por la época en que el hombre inventó la rueda).
—Soy el hermano Klein —me presenté—. Me envía la Iglesia para aliviar tu conciencia en el asunto de Sol Bendish.
La mujer me indicó que pasara y empezó a farfullar su arrepentimiento. Observé una fotografía enmarcada sobre la repisa de la chimenea. Dos rostros familiares me sonreían. Me acerqué y los estudié.
Negocio redondísimo: Richie Sicora el Sico y otro tipo que me sonaba conocido. Había visto fotos de Sicora en alguna ocasión, pero en ésta me sonaba conocido de algo más. El parecido era muy vago, pero inquietante. Al otro hombre lo reconocí fácilmente: había intentado echarme fuera de la calzada en Negrolandia la noche anterior.
—Mi hijo Richard es un fugitivo de la justicia —dijo la mujer—. Ahora no tiene ese aspecto. Se hizo cambiar la cara cuando huyó. Sol iba a dejarle dinero cuando cumpliera los veinticinco, pero Richie y Chuck se metieron en un lío y Sol lo empleó en pagar la fianza. No tengo ninguna queja de Sol y me arrepiento de haber fornicado sin estar casada.
Superpuse la estructura ósea del otro hombre a las fotos que había visto de Chick Ottens y encajaba bastante. Probé y probé a situar el semblante precirugía de Sicora, pero no hubo modo. Sicora preplástica, Ottens ya operado: una combinación perversa que confirmaba hasta la última coma la teoría de que Linda no era bollera.
Le di un dólar a la mujer, me llevé un Atalaya y me dirigí al Southside. La radio soltó lo último sobre los homicidios de Watts: el monstruo canino y su cómplice humano. Por fortuna para Basko y para mí, los relatos de los testigos habían sido descartados y las muertes se atribuían a asuntos de drogas. Patrullé las calles de los negros malos hasta encontrar el coche que había intentado embestirme. Estaba aparcado detrás de un edificio de ladrillo abandonado, rodeado de alambre de espino.
Detuve el coche y cargué mi arma. Capté unos gañidos procedentes del patio trasero, me acerqué con cautela y estudié la escena.
La ciudad del perro de pelea: montones de ellos en jaulas. Una mesa de picnic y Chick Ottens mordisqueando pollo a la barbacoa con su llamativo nuevo rostro. Me acerqué a él por detrás; los perros repararon en mí y se lanzaron a una cacofonía de ladridos. Ottens se levantó y se volvió en redondo mientras se llevaba la mano al cinto. Le disparé en las rodillas; los aullidos caninos taparon los estampidos. Ottens salió volando hacia atrás y cayó al suelo entre gritos; vertí salsa barbacoa en los agujeros de sus rótulas y lo arrastré hasta la jaula del perro de aspecto más malo de la jauría. El perro dio un mordisco a la carne con salsa; sus dientes rompieron la reja metálica. Hablé despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Sé que Sicora y tú os hicisteis la cirugía plástica. Sé que Sol Bendish era el papá de Sicora y os pagó la fianza del marrón del 7-Eleven. Hicisteis que vuestros matones entraran en casa de Gail Curtiz y en la de Bendish y toda esta mierda tiene que ver con que intentaras joder a mi perro y joderme el momio a mí. Ahora empiezo a pensar que Wax Waxman me la jugó. Creo que Sicora y tú tenéis algún plan para echar mano al dinero de Bendish y que Wax participa. Os enterasteis de que Curtiz andaba husmeando y registrasteis su guarida. ¿Soy gilipollas? ¿Wax es un primo? Acláramelo o le doy de comer tus rodillas a Godzilla.
El perro Godzilla sacó un incisivo por la tela metálica y se lo hincó a Ottens donde más duele. Ottens lanzó un chillido y, poniéndose azul, farfulló:
—Wax quería… que tú… te ocuparas del perro… mientras él y… Phil… encontraban la manera… de desacreditar las reclamaciones… de paternidad… Yo… yo…
Phil.
Mi antiguo colega. No sabía absolutamente nada de su vida antes de que nos asociáramos.
Phil Turkel era Sicora el Sico. Sus extrañas cicatrices faciales eran producto de la cirugía plástica para ocultar al mundo su verdadera identidad.
—Quédate muy quieto, cabrón.
Levanté la mirada. A unos metros, tres negros imponentes empuñaban sendas Uzi. Abrí la jaula de Godzilla; la fiera salió y se lanzó a la cara de Chick. Ottens gritó; yo arrojé el cubo de carne de pollo a los pistoleros; los disparos rociaron el suelo. Comí hierba y rodé, rodé, rodé, abriendo cerrojos de jaulas, agachándome, agachándome. Los perros corrieron de acá para allá antes de concentrarse en su objetivo: tres hermanitos chorreantes de salsa.
El festín no fue agradable. Agarré una Uzi y me largué a toda prisa.
Anochecía.
Pisé el acelerador a fondo hasta el despacho de Wax con la radio sintonizada en una emisora de música clásica. Iba embriagado de sangre, pero encontré un Mozart tranquilizador que me relajó y seguí a toda velocidad hasta Beverly y Alvarado.
El despacho de Waxman estaba en completo silencio; forcé la cerradura de la puerta trasera, entré y fui directamente a la caja fuerte oculta detrás del calendario de chicas, donde yo sabía que el abogado guardaba su droga y el dinero para sobornos. Izquierda-derecha-izquierda: una hora de hacer rodar los tambores y la caja se abrió con un chirrido. Cuatro horas de estudiar documentos, libros de contabilidad y un librito de anotaciones y me sentí en condiciones de hacer una reconstrucción de lo sucedido. Laberíntica pero viable.
Informes de un detective privado sobre Gail Curtiz y Linda Claire Woodruff, las dos hijas de demandantes de paternidad que, en opinión de Wax, más probablemente se disputarían la herencia Bendish. Listas de soplones facilitadas por contactos de Wax en el DPLA: delincuentes a los que utilizar para presentar falsas alegaciones al testamento, y todo el dinero que se pillara le sería entregado al propio Wax. Los nombres de la libreta de direcciones cerraban el círculo: artistas del asesinato que conocía de la cárcel, incluido el temible Angel Fritz Trejo. Una nota de Phil Turkel a Waxman: «Échale un hueso a Stan: puede cuidar del perro hasta que tengamos el dinero.» Un plano de la clínica Betty Ford, seguido de una ominosa epifanía: Wax haría matar a Phil y a las hijas de las demandantes de verdad. Páginas y páginas de notas en jerga legal: maniobras para llegar a los quince millones extra que Sol Bendish tenía en cuentas bancarias suizas.
Apagué las luces y rabié a oscuras. Pensé en escapar a una bonita isla desierta con Basko y con alguna buena chica que no me juzgara por querer a un bull terrier más que a ella. Sonó el teléfono y me llevé un sobresalto mayúsculo.
Descolgué y simulé la voz de Wax.
—Waxman, diga.
—Soy Ángel Fritz. ¿Sabe, ese hombre suyo, Phil?
—Sí.
—Es historia. ¿El resto del pago ahora?
—En mi despacho dentro de dos horas, Fritz.
—Allí estaré.
Colgué y llamé al piso de Waxman; Miller respondió al segundo tono.
—¿Sí?
—Wax, soy Klein.
—¡Oh!
Su voz lo delataba claramente: se había enterado del holocausto del Southside.
—Sí, ¡oh! Escucha, cabrón, las cosas están así. Turkel está muerto y he liquidado a Angel Trejo. Estoy en tu despacho y he dedicado un rato a la lectura. Ven aquí dentro de una hora con pasta para arreglarlo.
Le rechinaron los dientes; colgué y escribí a máquina: el relato de Stan Klein de toda la trama Bendish/Waxman/Turkel/Ottens/Trejo, una conspiración criminal masiva para estafar al perro que yo quería. Lo incluí todo, salvé cualquier mención de mí mismo y dejé un buen espacio en blanco para que Wax estampara su firma. Luego, esperé.
Cincuenta minutos después, una llamada a la puerta. Abrí y franqueé el paso a Wax. Tenía la mano derecha crispada y advertí un bulto debajo de la chaqueta. «Hola, Klein», dijo y la mano se crispó más; oí que pasaba un camión y le disparé a bocajarro en la cara.
Wax se desplomó muerto; su ojo derecho quedó pegado en el diploma de la Facultad de Derecho. Lo registré y lo aligeré de su arma y de veinte mil pavos en billetes. Encontré unos documentos en el escritorio, estudié la firma y falsifiqué su nombre en la confesión. Lo dejé en el suelo, salí y me acerqué a la cabina telefónica del otro lado de la calle.
Un carrito de tacos se detuvo en el bordillo; metí la moneda, marqué el número de la policía e informé de un tiroteo. Un ciudadano anónimo. Colgué enseguida. Angel Fritz Trejo llamó al timbre de Wax, esperó y forzó la entrada. Transcurrieron unos segundos; se encendieron unas luces; llegaron dos coches patrulla y cuatro agentes entraron corriendo y empuñando las armas. Múltiples disparos y los cuatro policías salieron indemnes.
Así que, al final, saqué veinte de los grandes y me quedé el perro. El Gran Jurado del condado de Los Ángeles se tragó la declaración, atribuyó mis diversos muertos a Otten/Turkel/Trejo/Waxman y otros… todos ellos muertos y a los que, por tanto, no podía imputárseles nada. Un tribunal superior invalidó los veinticinco millones de Basko y dividieron el botín entre Gail Curtiz y Linda Claire Woodruff. Gail se quedó la mansión Bendish y se rumorea que la está convirtiendo en un refugio para feministas lesbianas radicales que pasan por un mal momento. Linda Claire sale con un famoso astro del rock (andrógino, pero más masculino que femenino). Reconoció, elípticamente, que había intentado «timar» a Gail Curtiz, ratificando con su sumisión bollera la típica tradición norteamericana de la cazadora de fortunas. Lizzie Trent se hizo arreglar los dientes, me libró de la condicional y me metió en su cama. Conseguí un empleo de vendedor de coches en Glendale y Basko viene a trabajar conmigo todos los días. Ha cambiado su dieta de filete y caviar por comida de lata… y parece aún más vivaz y saludable. A Lizzie le gusta Basko y lo deja dormir con nosotros. Estamos hablando de juntar mis veinte mil con los ahorros de su vida y comprar una casa, lo cual presagia boda. Lizzie es una perla: es lista, tierna, divertida y la chupa de maravilla. La quiero casi tanto como a Basko.