DESDE LA AUSENCIA

Durante los años de posguerra serví a dos amos, solucionando problemas y encargándome de los trapos sucios de los dos hombres que mejor definían L.A. de aquella época. Para Howard Hughes hice de jefe de seguridad en su fábrica de aviones, de macarra y de mediador en contratiempos varios de los estudios cinematográficos RKO Pictures; era el ex poli que podía frustrar intentos de chantaje, hacer que recuperara el carné quien lo hubiera perdido por conducir borracho, procurar abortos y curas de desintoxicación. A Mickey Cohen —jefe supremo del hampa y futuro payaso de club nocturno— le hice de correo y llevaba sus sobornos al DPLA, pues yo era el ex detective de los barrios bajos que sisaba una parte de los decomisos de droga y permitía que sus chicos del lado sur volvieran a venderla a las hordas de negros deseosos de volar con Aerolíneas Polvo Blanco. El gran Howard: siempre en las noticias por estrellar un avión en algún lugar inapropiado, con la cara contra el panel de mandos en medio de un campo de judías de cualquier pueblo de mala muerte, para aparecer luego en Romanoff's, vendado como una momia y con Ava Gardner del brazo.

Mickey C: también cazador de chochos por excelencia, asiduo de los clubes, a los que asistía con una pandilla de pirados, asesinos psicópatas, agentes de prensa, escritores de monólogos y su bulldog, Mickey Cohen Jr., una bestia flatulenta con una polla tan larga que los matones de Mickey se la ataban a un patín de ruedas para que no la arrastrara por el suelo.

Howard Hughes. Mickey Cohen. Y yo, Turner Meeks, alias Buzz, de Lizard Ridge, Oklahoma, cazador de armadillos, esquirol, poli, intermediario y depositario de un secreto clave para la psique de sus amos: eran a cual más cobarde. Sus intermediarios eran los aviones y unos chicos para todo lunáticos, mientras que yo iría a cualquier sitio, donde fuese, con una pistola o la porra de pasma por delante, cortejando una muerte que fuera portada de periódico para vengar mi vida de mindundi. Y los dos me cortejaban porque yo ponía en perspectiva su falta de cojones: era irracional, una locura, mal negocio, una cripta en el cementerio de Forest Lawn años antes de que me llegara la hora. Pero, en esto, el último en reír fui yo: siempre supe que, cuando tuviera que afrontar la tumba, haría un hábil bis para seguir vivito y coleando, y escribo estas memorias siendo ya muy viejo, mientras que los únicos legados de Howard y Mickey son sus ataúdes llenos y una mierda de biografías.

Howard. Mickey. Yo.

Tarde o temprano, mi trabajo para los dos llegaría a provocar lo que los actuales abogados yuppies llaman «conflicto de intereses». Por supuesto, fue por culpa de una mujer y, por supuesto, siendo como era un desgraciado de Oklahoma con tendencias suicidas, de cuarenta y un años y cada vez más cansado, decidí intentar que se enemistaran entre ellos porque eso sería ventajoso para mí. Se me acaba de ocurrir una cosa: que estoy escribiendo esta historia porque echo de menos a Howard y Mickey y hacerlo me brinda la oportunidad de estar de nuevo con ellos. Tened en mente que los quise, aun cuando los dos fueran unos capullos de primera clase.

15 de enero de 1949.

En Los Ángeles hacía frío, el cielo estaba despejado y la prensa rememoraba el segundo aniversario del asesinato de la Dalia Negra, que seguía sin resolverse y sobre el que todavía se especulaba. Mickey todavía no se había repuesto de la muerte de Hooky Rothman, que le había dado un beso en la boca a una recortada que sostenía un perpetrador desconocido, y Howard seguía cabreado conmigo porque a Bob Mitchum lo habían pillado con marihuana. Creía que mis contactos con la división de Narcóticos todavía eran tan sólidos que debería haberlo visto venir. Desde Año Nuevo había ido de Howard a Mickey y viceversa. Las cestas de fruta con la firma de Mick llenas de billetes de cien dólares tenían que distribuirse a los pasmas, jueces y miembros del consejo municipal a los que quería untar, y el piloto/magnate me hacía salir a la caza de mujeres promiscuas. Patrullaba estaciones de autobuses y de trenes en busca de chicas de proporciones voluminosas que cayeran presa de los contratos de la RKO a cambio de visitas nocturnas frecuentes. Las cosas me habían ido bien: media docena de granjeras del Medio Oeste estaban ahora escondidas en los picaderos de Howard, unos apartamentos estratégicamente situados por todo L.A. Además, yo estaba endeudado hasta las cejas con un corredor de apuestas del barrio negro llamado Leotis Dineen, un negro de mierda que medía un metro noventa y dos y odiaba a la gente estilo Oklahoma más que al veneno.

Me encontraba en mi oficina situada en una garita con techo de uralita de Aviones Hughes cuando sonó el teléfono.

—Howard, ¿eres tú?

—¿Qué ha pasado con «Seguridad. ¿En qué puedo ayudarlo»? —suspiró Howard Hughes.

—Tú eres el único que llama a esta hora, jefe.

—¿Estás solo?

—Sí. Siguiendo tus instrucciones, en presencia de otros te llamo señor Hughes y te trato de usted. ¿Qué sucede?

—El desayuno está preparado. Nos veremos dentro de media hora en la esquina de Melrose con La Brea.

—De acuerdo, jefe.

—¿Dos o tres, Buzz? Yo tomaré cuatro porque estoy hambriento.

Howard se alimentaba sólo de perritos calientes de enchilada. Pink's Dogs, en Melrose y La Brea, era a la sazón su lugar favorito. Me constaba a ciencia cierta que allí la enchilada la hacían con carne de caballo transportada diariamente en avión desde Tijuana.

—Una salchicha. Sin enchilada.

—Ignorante. La de Pink's es mejor que la de Chasen's.

—De pequeño tuve un poni.

—¿Y qué? Yo tuve una institutriz. ¿Y crees que no me comería…?

—Dentro de media hora —dije y colgué.

Imaginé que si llegaba cinco minutos tarde no tendría que ver comer al cuarto hombre más rico de América.

Howard se quitaba hebras de chucrut de la barbilla cuando monté en el asiento trasero de su limusina.

—No querías, ¿verdad que no?

Pulsé el botón que subía el cristal que nos separaba del conductor.

—No; mi estilo es más el café y los donuts.

Howard me dedicó una larga y lenta mirada, un poco incómodo porque sentados éramos de la misma estatura, mientras que de pie yo le llegaba a los hombros.

—¿Necesitas dinero, Buzz?

Pensé en Leotis Dineen.

—¿Los negratas bailan?

—Pues claro que sí, pero será mejor que los llames «de color». Nunca se sabe si hay alguno escuchando.

Larry, el chófer, era chino. El comentario de Howard me llevó a preguntarme si su último accidente de avión le había abollado la cabeza.

—¿Tienes algo, jefe? —Recurrí a mi frase de apertura habitual.

Hughes sonrió y eructó. La zona del asiento trasero se llenó de emanaciones de grasa de caballo. Hundió la mano en una pila de papeles que tenía al lado —planos, gráficos, hojas con aviones garabateados— hasta sacar la foto de una rubia desnuda de cintura para arriba.

—Gretchen Rae Shoftel —dijo, al tiempo que me la tendía—. Diecinueve años. Nacida en Prairie du Chien, Wisconsin, el 26 de julio de 1929. Estaba en el apartamento de South Lucerne, la casa de las pruebas de pantalla. Ésta es la mujer, Buzz. Creo que quiero casarme con ella. Y se ha marchado. Se ha largado. Ha pasado del contrato, de mí, de todo…

Examiné la foto. Gretchen Rae Shoftel tenía una pechuga prodigiosa, lo cual no era de extrañar, el pelo corto y una mirada lista, como si supiera que la segunda prueba de pantalla del señor Hughes era estrictamente una audición para la cama y una frase ocasional en alguna producción estúpida de la RKO.

—¿Quién te la buscó, jefe? No fui yo. La recordaría.

Howard eructó de nuevo, en esta ocasión el chucrut que yo no había llegado a catar.

—Recibí la foto por correo en los estudios, junto con una oferta, mil dólares en efectivo a un apartado de correos a cambio de la dirección de la chica. Lo hice y me encontré con Gretchen Rae en su hotel del centro de la ciudad. Me contó que había posado para un viejo guarro cuando estaba en Milwaukee y que debía de haber sido él quien me había pedido los mil dólares. Gretchen Rae y yo nos hicimos amigos y bueno…

—¿Y me darás un premio si la encuentro?

—Mil dólares, Buzz. En efectivo, aparte de la nómina.

A Leotis Dineen le debía ochocientos y poco. Podría ponerme al día y apostar en la liga menor de béisbol, ya que los Seals de San Diego empezaban sus partidos de pretemporada a la semana siguiente.

—Trato hecho. ¿Qué más sabes de la chica?

—Hacía de camarera. Servía coches en el Scrivner's Drive-In. Eso lo sé.

—¿Amigos, cómplices conocidos, familiares aquí en L.A.?

—Que yo sepa, no.

Respiré hondo para hacerle saber que iba a formularle una pregunta difícil.

—Jefe, ¿no has pensado que esta chica tal vez está buscándote la vuelta con algo? La foto caída del cielo, los mil dólares a un apartado de correos…

—No —respondió Howard Hughes con desdén—.

Tuvo que ser ese artículo de Confidential, el que sostenía que mis cazatalentos hacen fotos a mujeres desnudas de cintura para arriba y que las mujeres me gustan bien dotadas.

—¿Sostenía, jefe?

—Ensayo una pose airada por si en algún momento tengo que poner un pleito a Confidential. ¿Te pondrás en ello de inmediato?

—Rápidamente.

—Estupendo. Y mañana no te olvides de la fiesta de Sid Weinberg. Tiene una nueva película de terror a punto de estrenar y necesito que mantengas a raya a los cazadores de autógrafos. A las ocho, en casa de Sid.

—Allí estaré.

—Encuentra a Gretchen Rae, Buzz. Es una mujer especial.

Una de las gracias salvadoras de Howard con las mujeres es que sigue enamorándose de ellas, aunque sólo después de haber visto fotografías sepia de su pechuga. Eso lo mantiene más o menos ocupado, entre estrellarse con aviones y diseñar aviones que no vuelan.

—Bien, jefe.

Sonó el teléfono de la limusina. Howard descolgó, escuchó y murmuró:

—Sí, sí, se lo diré. —Colgó y se volvió hacia mí—. La telefonista de la fábrica. Mickey Cohen quiere verte. No te entretengas con él, ahora trabajas para mí.

—Sí, señor.

Fue Howard quien me presentó a Mickey, poco antes de que me hirieran en una redada de drogas y empezase a cobrar la pensión del DPLA. Todavía le echo una mano en sus negocios de drogas: soy su enlace no oficial con la división de Narcóticos y contacto de los detectives de narcóticos que se quedan con equis número de gramos de cada onza de caballo confiscada. El DPLA tiene unas normas no oficiales sobre la heroína: debe venderse sólo a gente de color, sólo al este de Alvarado y al sur de Jefferson. Yo opino que no debería venderse en ningún lado pero, ya que se vende, quiero mi cinco por ciento. Analizo la sustancia con un equipo de química que robé del laboratorio de Criminología; ningún yonqui pobre va a palmarla con un lote de Mickey Cohen distribuido por Turner Meeks, alias Buzz. Moralidad dudosa: duermo bien el noventa por ciento de las veces y hago mis apuestas con corredores negros: el viejo explotador lavándose las manos. El dinero era mi pensamiento prioritario mientras conducía hacia la tienda de prendas masculinas de Mickey en el Strip. Siempre necesito dinero y Mick no llama nunca a menos que haya alguna perspectiva inmediata de conseguirlo.

Encontré al hombre en la trastienda, rodeado de aduladores y de músculo: Johnny Stompanato, con el tirabuzón engominado de italiano colgando sobre su atractivo rostro, liado desde hacía un tiempo con Lana Turner; Davey Goldman, subordinado servil de Mickey y autor de sus monólogos para los clubes nocturnos y hombrecillo de aire desconfiado; Morris Hornbeck, contable y ex matón de la banda mafiosa de Jerry Katzenbach en Milwaukee. Después de estrecharles la mano y acercar una silla, me dispuse a hacer mi plática publicitaria: Tú me pagas ahora, yo hago mi trabajo después de cumplir un recadito para Howard. Abrí la boca para hablar, pero Mickey se adelantó.

—Quiero que me busques a una mujer.

Yo iba a decir «qué coincidencia» cuando Johnny Stompanato me tendió una foto.

—Un buen coño. No de la calidad de Lana Turner, aunque de primera categoría para el Departamento de Agricultura.

Se veía venir, desde luego. La foto era una instantánea nocturna, por cortesía del Preston Sturges' Players Club, de Gretchen Rae Shoftel parpadeando ante el destello de un flash, toda la pulcritud de granjera con un ajustado vestido negro. Mickey Cohen le pasaba un brazo por el hombro, resplandeciente de amor. Tragué saliva para que no me temblara la voz.

—¿Dónde estaba tu esposa, Mickey? ¿En uno de esos viajes pagados por la Organización de Mujeres Sionistas de América?

—En Israel, la nueva patria —gruñó Mickey—. Un recorrido de diez días con su club de mah-jongg. Mientras el gato se va, el ratón aprovecha para jugar. Va-Va-booom. Encuéntrala, Buzz, muchacho. Mil dólares.

Me puse gracioso, mi reacción habitual al miedo.

—Dos mil o vete a hacer una follada voladora con un donut rodante.

Mickey frunció el entrecejo y pasó a arder a fuego lento. Vi que Johnny Stompanato disfrutaba con mi bravata, que Davey Goldman tomaba nota de la frase para incluirla en los monólogos de su jefe y que Morris Hornbeck reaccionaba con retraso, como si no estuviera absolutamente satisfecho con la obra. Cuando Mick llevaba casi un minuto ardiendo, dije:

—Quien calla, otorga. Dime todo lo que sabes de la chica y empezaré a partir de ahí.

Mickey Cohen me sonrió con su cara de niño de familia humilde.

—Gilipollas de gentil. Por dos mil, quiero satisfacción garantizada antes de que transcurran cuarenta y ocho horas.

Yo ya tenía el dinero apostado al béisbol, al boxeo y a tres caballos.

—Cuarenta y siete y pico. Adelante.

Mientras hablaba, Mickey miró a sus muchachos, probablemente porque estaba cabreado conmigo y necesitaba una rápida maniobra de intimidación. Davey y Johnny Stomp desviaron la mirada; Morris Hornbeck se puso a temblar como si tratara de controlar un acceso grave de nerviosismo extremo.

—Gretchen Rae Shoftel. La conocí en el Scrivner's Drive-In hace dos semanas. Me dijo que acababa de llegar de un pueblucho de Minnesota o algo así. Gretchen…

—¿Dijo concretamente Minnesota, Mick?

—Exacto. Aliento de Alce, Cagada de Perro, un lugar de esos que están a tomar por culo, pero lo que es seguro es que mencionó Minnesota.

Morris Hornbeck sudaba. Yo ya tenía una pista caliente.

—Sigue, Mick.

—Bueno, pues la chica y yo empatamos. Convenzo a Lavonne de que visite Israel antes de que los negros de las dunas lo tomen de nuevo y Gretchen Rae y yo nos liamos y va-va-boomeamos. Es fantástico. Se muestra evasiva conmigo, no quiere decirme dónde se aloja y cambia de conversación, me cuenta que busca a un hombre, un amigo de su padre de Pedo de Antílope o como demonios se llame su pueblo. Y una vez colocada de vodka-collins, se pone intrigante y habla de un escondite que tiene. Eso…

—Termina —dije.

Mickey se golpeó las rodillas con tanta fuerza que Mickey Cohen Jr., dormido en el umbral de la puerta a ocho metros de distancia, se despertó y trató de incorporarse hasta que el patín de ruedas que le sujetaba la polla lo hizo tenderse de nuevo.

—Con quien terminaré será contigo, joder, si no la encuentras. ¡Búscala! ¡Ahora mismo!

Me puse en pie, preguntándome cómo iba a conseguirlo, con el trabajo de portero en la fiesta de Sid Weinberg en medio de todo.

—Cuarenta y siete, cincuenta y cinco y contando… —dije mientras le guiñaba un ojo a Morris Hornbeck, quien, precisamente, era originario de Milwaukee, donde Howard me había dicho que Gretchen Rae Shoftel se había dejado fotografiar la pechuga por un viejo guarro. Hornbeck intentó devolverme el guiño, pero fue como si su globo ocular sufriera un ataque de epilepsia.

—Tráemela —dijo Mickey—. ¿Mañana por la noche estarás en casa de Sid?

—Sí, manteniendo a raya a los cazadores de autógrafos. ¿Y tú?

—Sí. He invertido en la nueva película de Sid. Para entonces quiero noticias frescas, Buzz, muchacho. Noticias frescas.

—Heladas —le dije y me marché.

Al salir, casi tropecé con el apéndice de Mickey Cohen Jr.

Tres de los grandes a mi alcance. La suspicacia que había notado en Hornbeck empezó a hervir a fuego lento en mi cocorota; la corazonada de que el «escondite» de Gretchen Rae Shoftel era el picadero de Howard Hughes en South Lucerne, el lugar donde guardaba el lote de sujetadores especialmente voladizos que diseñaba para resaltar las tetas de sus aspirantes a estrella favoritas, las batas escotadas para sus inamoratas de una sola noche y la colección de películas sólo para hombres que mostraba a los contratistas del Ejército cuando iban de visita. Se rumoreaba que alguna de ellas la coprotagonizaba Mickey Cohen, Jr. con una mocita vestida y maquillada a la imagen y semejanza de Amelia Earhart, la heroína favorita de Howard.

Pero antes estaba el Scrivner's Drive-In y un interrogatorio rutinario a los compañeros de trabajo recientes de Gretchen Rae. Mientras conducía hacia allí, la adrenalina del miedo me abrasaba el alma. Tal vez había puesto el listón demasiado alto para salir intacto de la situación.

El Scrivner's estaba en Sunset, a tres manzanas del instituto de secundaria de Hollywood, y era un local para comer en el coche con ambientación de cohete espacial. Abundaban las escotillas, los tubos cromados y los ojos de buey. Era Julio Verne visto por un diseñador marica que arañaba las estrellas colocado de marihuana. Las camareras que servían los coches, todas de buen año, llevaban ajustados trajes de astronauta y los cocineros lucían unos cascos espaciales de plástico con visera transparente para protegerse de las salpicaduras de grasa. Interrogarlos fue como disfrutar el delírium trémens sin recurrir a la priva. Tras una hora de cháchara e informaciones baratas, me enteré de lo siguiente:

Que Gretchen Rae Shoftel había trabajado allí de camarera durante un mes, que era lenta sirviendo y que por la tarde, durante las horas de menos afluencia de público, abandonaba el puesto. Se le toleraba que lo hiciera porque era un imán atómico que atraía hombres a mogollón. Era capaz de hacer la cuenta de cada coche de memoria y de calcular al centavo los impuestos sobre la venta, pero tenía una marcada tendencia a derramar los batidos de leche y las patatas fritas. Cuando Mickey Cohen, amante de los banana splits, empezó a husmear por allí y a ir tras ella, el gerente la despidió, temeroso de atraer a los elementos criminales que habían hecho carrera matando a transeúntes inocentes en su empeño de liquidar a Mick. Aparte de eso, conseguí una pista convincente, más unas cuantas suposiciones a las que agarrarme: Gretchen Rae había preguntado a sus compañeros de trabajo repetidas veces por un cliente habitual desde hacía poco, un hombre con un largo apellido alemán que había comido en la barra, había hecho trucos de aritmética con las cuentas de los clientes y asombrado a los parroquianos resolviendo en cinco minutos el crucigrama del LA Times. Era un tipo viejo con acento europeo y había dejado de ir por el Scrivner's justo antes de que Gretchen Rae Shoftel comenzase a trabajar allí. Según Mickey, la pava había mencionado que buscaba a un amigo de su padre; Howard había dicho que la chica era de Wisconsin y el acento alemán apuntaba claramente a tal procedencia. Y Morris Hornbeck, hacía unas horas don Temblores, había sido matón de la mafia y contable en Milwaukee, la capital del estado. Y… y la encantadora Gretchen Rae había seguido sirviendo coches después de convertirse en la consorte de dos de los hombres más ricos y poderosos de Los Ángeles. Toda una revelación.

Conduje hasta encontrar un teléfono público para hacer unas cuantas llamadas, normales y a cobro revertido. Un viejo colega del DPLA me dio los antecedentes de Morris Hornbeck: había cumplido dos condenas por violación de adolescentes. Las dos demandantes tenían trece años. Un tipo de la policía de Milwaukee con el que había colaborado me dio noticias del Medio Oeste: el pequeño Mo había sido el glorificado contable del grupo mafioso de Jerry Katzenbach, expulsado de la ciudad por su jefe en 1947, después de que éste le confiara las ganancias de las apuestas para que las invirtiera como mejor creyese y Hornbeck abriera un prostíbulo de menores ataviadas como estrellas de cine, pipiolas vestidas, peinadas y maquilladas para parecerse a Rita Hayworth, Ann Sheridan, Veronica Lake, etcétera. La operación fue un éxito, pero Jerry Katzenbach, un padre de familia que pertenecía a la sociedad de los Caballeros de Colón, lo consideró una mala publicidad. Adiós, Morris. Y era obvio que Morris había encontrado un hogar acogedor en L.A.

Sobre Gretchen Rae Shoftel no me enteré de nada, y tampoco sobre el chiflado de los trucos aritméticos similares a los de la camarera/vampiresa. La chica no tenía antecedentes delictivos ni en California ni en Wisconsin, pero yo habría apostado a que había aprendido sus técnicas de seducción en la casa de putas de Mo Hornbeck.

Fui en coche hasta el picadero de Howard Hughes en South Lucerne y entré con una llave de mi llavero de siete kilos de Empresas Hughes. La casa estaba amueblada con restos de los decorados de la RKO, completados con prendas femeninas apropiadas en cada uno de los seis dormitorios. En la habitación marroquí había hamacas y divanes de Nocturno en la Casbah y unos cuantos pantalones de seda de cintura baja dispuestos formando los colores del arco iris; la habitación de Billy el Niño, donde Howard llevaba a sus dobles de Jane Rusell, contenía decorados de barras de salón en las cuatro paredes y ropa de chica vaquera y un colchón tapado con una manta de los indios navajos. Mi favorita era la habitación del zoo: un puma, un bisonte, un alce y unos linces disecados, que había cazado Ernest Hemingway, colgaban de la pared con los ojos fijos en una estrecha franja de suelo cubierta con una sábana. El gran Ernest me había contado que había diezmado la población de animales de dos zonas de Montana a fin de lograr aquel efecto. Había una cocina provista de abundante leche fresca, mantequilla de cacahuete y gelatina para satisfacer las papilas gustativas adolescentes, una habitación para proyectar películas sólo para hombres y el dormitorio principal. Habría apostado que era allí donde Howard había instalado a Gretchen Rae Shoftel.

Subí por la escalera trasera, recorrí el pasillo y empujé la puerta, esperando encontrar la habitación en su estado habitual: una gran cama y unas paredes blancas y lisas, el irónico acompañamiento a una virginidad arrebatada. Me equivocaba. Lo que vi fue una suerte de epítome de la vida doméstica americana.

Batidoras, moldes para hacer galletas, tostadoras y juegos de cubiertos encima de la cama; las paredes estaban festoneadas con calendarios del dibujante Currier & Ives y portadas enmarcadas del Saturday Evening Post dibujadas por Norman Rockwell. Las obras de arte eran admiradas por una colección de animales de trapo: pandas, tigres y personajes de Disney apoyados contra la cama y las cabezas vueltas hacia arriba. En una esquina, junto a la única ventana de la estancia, había una mecedora de madera curvada al vapor. En el asiento se amontonaban unos catálogos y les eché una ojeada. Radios Motorola, artículos de cocina Hamilton Beach, colchas de retales que podían adquirirse por correo en una población de New Hampshire. En todos estaban marcados los artículos más baratos. Extraño, ya que Howard dejaba que los chochos del dormitorio principal tuviesen lo que quisieran, cuentas de crédito de primera clase, el catálogo entero…

Registré el armario. Contenía el guardarropa Hughes estándar de vestidos escotados y jerséis de cachemira ajustados, más media docena de uniformes de camarera del Scrivner's con unos rellenos incorporados que aumentaban los pechos y que Gretchen Rae Shoftel no necesitaba. Al ver una hilera de colgadores vacíos, busqué más catálogos y debajo de la cama encontré uno de Bullocks Wilshire. Lo hojeé y encontré faldas y chaquetas de lana escocesa, americanas de franela y unos decorosos y formales trajes marcados con un círculo. En la parte superior de la última página estaba escrito el número de cuenta de crédito de Howard. Gretchen Rae Shoftel, maga de las matemáticas en busca de otro mago de las matemáticas, contemplaba la idea de convertirse en una recatada señorita de clase media-alta.

Registré el resto del picadero, un peinado rápido de las otras alcobas y un vistazo a los armarios de la planta baja. Cajas vacías de Bullocks por doquier. Gretchen Rae había logrado su transformación. A Howard le gustaba controlar el dinero que gastaban sus chicas para asegurarse de ese modo su obediencia, pero estuve seguro de que con ésta se había saltado algunas normas. Me hice pasar por policía y llamé a las compañías de taxis Yellow y Beacon. Bingo en la Beacon: hacía tres días, a las tres y diez de la tarde, habían pedido un taxi en el 436 de South Lucerne. Su destino había sido el 2281 de South Mariposa.

Un gran bingo.

El 2281 de South Mariposa era una guarida de Mickey Cohen, una fortaleza erizada de púas donde los matones de Mick se escondían durante sus muchas escaramuzas con la banda de Jack Dragna. Era de cemento y refuerzos de acero. En el refugio antiaéreo/sótano había un cargamento de comida enlatada y armeros de metralletas y fusiles de repetición detrás de falsas paredes cubiertas de fotos de chicas ligeras de ropa. Sólo los chicos de Mickey conocían el lugar, lo cual lo convertía en una prueba concluyente de que Morris Hornbeck estaba relacionado con Gretchen Rae Shoftel. Me largué a toda castaña a Jefferson y Mariposa.

Se trataba de una manzana de casas con estructura de madera, pequeñas y bien cuidadas, casi todas habitadas por japoneses llegados de los campos de internamiento, deseosos de permanecer juntos y reafirmar su independencia en un territorio nuevo. El 2281 era una vivienda tan inocua y aséptica como cualquiera de la manzana y Mickey tenía el mejor jardinero japonés de la zona. En la calzada particular no había coches y los que estaban aparcados junto a la acera parecían inofensivos. El vecino más cercano que tomaba el sol era un hombre sentado en una mecedora del porche, cuatro casas más abajo. Me acerqué a la puerta delantera, di un puñetazo a una ventana, metí la mano para abrir el pasador y entré.

La sala, amueblada por Lavonne, la mujer de Mickey, con sofás y sillas de la tienda de gangas de Hadassah, estaba ordenada y absolutamente silenciosa. Medio esperaba que un sabueso asesino se me lanzara encima, pero recordé que Lavonne le había prohibido a Mick tener perro porque podía mearse en la alfombra. Entonces noté el olor.

La descomposición te ataca los conductos lagrimales y el estómago a la vez. Me até el pañuelo encima de la boca y la nariz, cogí una lámpara a modo de arma y caminé hacia el hedor. Procedía del dormitorio delantero de la derecha y era de lo más extraordinario.

Había dos fiambres, un hombre muerto en el suelo y el otro en la cama. El del suelo, tendido boca abajo, tenía anudado en torno al cuello un camisón blanco de Bullocks que todavía llevaba la etiqueta con el precio. Tenía estofado de carne incrustado en la cara y la piel agrietada y roja de haberse escaldado. A pocos metros había una sartén del revés con restos de comida pegados. Alguien estaba cocinando cuando se había producido el altercado.

Dejé la lámpara en el suelo y eché un vistazo detallado al fiambre del suelo. Era rubio y gordo y rondaba los cuarenta años; quienquiera que lo hubiese matado había intentado quemarle las huellas, pues tenía carbonizadas las puntas de los dedos de ambas manos, lo cual significaba que el asesino no era un profesional, pues la única manera de eliminar las huellas es cortar los dedos. Tirado en un rincón, cerca de la cama, había un hornillo eléctrico. Lo examiné y vi carne quemada pegada a la resistencia. Me acerqué al lado mismo del fiambre de la cama, por lo que respiré hondo, me apreté la máscara y lo examiné. Era un tipo viejo, flaco y vestido con prendas demasiado gruesas para el invierno de L.A. No tenía ninguna marca que lo identificase y le habían cruzado pulcramente las manos de dedos chamuscados sobre el pecho, descanse en paz, como si el trabajo lo hubiese hecho un empleado del servicio de pompas fúnebres. Le registré los bolsillos de la chaqueta y los pantalones —cero— y le di unos toques para ver si tenía huesos rotos. Doble cero. En aquel preciso instante, un gusano asomó por su boca abierta dando un saltito espástico en la punta de la lengua.

Volví a la sala, cogí el teléfono y llamé a un hombre que me debía un favor grande, muy grande, relacionado con el lío de su mujer con una monja negra y un joven congresista de Whittier. Era un especialista en escenas del crimen de la oficina del sheriff, un tipo que había abandonado la carrera de Medicina, aficionado a examinar cadáveres y averiguar la causa de la muerte. Prometió que estaría en el 2281 de South Mariposa al cabo de una hora y que llegaría en un coche sin distintivos. Me daría diez minutos de su experiencia forense como pago de la deuda pendiente.

Volví al dormitorio con una maceta de geranios de Lavonne Cohen para mitigar la pestilencia. Al fiambre del suelo le habían limpiado los bolsillos; el fiambre de la cama no tenía contusiones en la cabeza y en aquellos momentos había dos gusanos bailando un tango encima de su nariz. Morris Hornbeck, un profesional, seguramente llevaba una fusca con silenciador, como casi todos los matones de Mickey, y estaba demasiado flaco para asesinar cuerpo a cuerpo. Empezaba a pensar que la responsable de las muertes era Gretchen Rae Shoftel. Aquella mujer comenzaba a gustarme.

El teniente Kirby Falwell apareció al cabo de unos minutos dando unos golpecitos a la ventana que yo había roto. Fui a abrir y él cargó su equipo hasta el dormitorio, tapándose la nariz. Lo dejé allí para que hiciera de científico y me quedé en la sala para no herirle el ego con la información que tenía sobre su esposa. Al cabo de media hora salió y dijo:

—Estamos en paz, Meeks. Al tipo del suelo lo golpearon con un objeto plano y contundente, tal vez una sartén. Probablemente perdió el sentido y entonces alguien le vertió la cena en la cara y le hizo quemaduras de segundo grado. Después lo estrangularon con ese salto de cama. La causa de la muerte sería asfixia. Del viejo, diría que sufrió un ataque al corazón. Muerte por causas naturales. Cabría pensar en el envenenamiento, pero no tiene el hígado hinchado. Ataque cardíaco, un cincuenta por ciento de probabilidades. Ambos llevan unos dos días muertos. He limpiado de restos los dedos de ambos y he tomado las huellas. Supongo que quieres que se transmitan por teletipo a los cuarenta y ocho estados.

—No —sacudí la cabeza—. Sólo a California y Wisconsin, pero deprisa.

—En las próximas cuatro horas. Estamos en paz, Meeks.

—Llévate el camisón a casa, Kirby. A tu mujer seguro que le sirve para algo.

—Que te jodan, Meeks.

—Adiós, teniente.

Empecé a sentirme más relajado y, con las luces apagadas, pensé que si Mo Hornbeck y Gretchen Mae hubiesen sido compinches, o pareja, él se habría ocupado de librarse de los fiambres, o lo habría hecho ella, o habría pasado alguien a saludar. Me senté en una silla junto a la puerta delantera, con la lámpara en la mano y dispuesto a blandiría en caso necesario. La sensación de peligro me tenía inquieto y mis fluidos cerebrales se enturbiaban tratando de encontrar la manera de salir de aquel lío: mis dos benefactores me habían contratado a fin de que diera con una misma mujer para su uso exclusivo, a lo que se sumaba la aparición de dos cadáveres. Por más que me devané los sesos, no fui capaz de pensar con claridad. Con media hora por delante hasta el momento de llamar a Kirby Falwell, me rendí y probé la maniobra de «el otro tipo».

La maniobra de «el otro tipo» se remonta a mi juventud en Oklahoma, cuando mi viejo daba unas palizas de muerte a mi vieja y yo sacaba el colchón a los matorrales para no tener que oírlo. Ponía trampas para armadillos y, de vez en cuando, oía un chirrido y un chillido que anunciaba que uno de aquellos estúpidos animales había mordido el cebo y la trampa le había aplastado el espinazo. Cuando finalmente me dormía, despertaba oyendo gritos —voces de hombres pegando a mujeres— y sólo era el viento que causaba estragos entre la pinaza. Entonces empezaba a cavilar maneras de apartar al viejo de la vieja sin consultar con mi hermano Fud, que estaba en la cárcel de Texas cumpliendo condena por atraco a mano armada y lesiones graves con agravantes. Sabía que no tenía pelotas para enfrentarme a papá directamente, así que me ponía a pensar en otra gente, sólo por quitármelo a él de la cabeza. Y aquello siempre me permitía llevar a cabo un juego: convencer a alguna mujer de la parroquia para que llevase una tarta y literatura religiosa al viejo para que se calmara; aprovecharme de algún menda que opinara que mi madre era una belleza y acercarlo a ella, sabiendo que papá era un cobarde ante otro hombre y que la trataría bien durante semanas y semanas para no perderla. Este último juego nos benefició a todos al final, pues fue inmediatamente antes de que la vieja cogiera el tifus. Se metió en la cama con fiebre y el viejo se acostó con ella para que no pasara frío. Se contagió y murió, dieciséis días después que la vieja. En aquellas circunstancias, uno no podía por menos de creer que entre ellos no había otra cosa que amor hasta el final de la función.

Así, la maniobra de «el otro tipo» te saca del agujero y, al mismo tiempo, hace que otro pobre desgraciado se sienta bien. Cuando era poli en el barrio negro, lo puse en práctica más de una vez: dejaba escapar a algún patético fumador de hierba, le mandaba un cesto de frutas por Navidad y luego le pedía que delatara a un vendedor de caballo y me quedaba el cinco por ciento de la mercancía, lleno de alegría navideña. Ahora, el único problema con esta maniobra era que me hallaba entre los cuernos de un dilema monumental: Mickey y Howard, dos patronos y una única mujer. Y reconocer el fracaso delante de alguno de ellos iba contra mi religión.

Dejé de pensar y llamé a Kirby Falwell, de la oficina del sheriff. Su teletipo a dos estados había dado los siguientes frutos:

El fiambre del suelo era Fritz Steinkamp, pistolero de Chicago-Milwaukee, una condena por intento de asesinato, actualmente en libertad condicional. Se creía que era un matón de Jerry Katzenbach. Don Ataque al Corazón era Voyteck Kirnipaski, cómplice conocido de Katzenbach y tres veces condenado por extorsión y hurto mayor: en concreto, estafas con acciones. Como la foto resultaba cada vez menos borrosa, llamé a Howard Hughes a su habitación del Bel Air Hotel. Dos tonos, colgar, y luego tres más, para que supiera que no era un columnista chismoso.

—¿Sí?

—Howard, ¿has estado en Milwaukee durante los últimos años?

—Estuve en Milwaukee en la primavera del 47. ¿Por qué?

—¿Alguna posibilidad de que fueras a un prostíbulo de chicas ataviadas como actrices de cine?

—Buzz, ya conoces mi presunta propensión a frecuentar esos sitios. ¿Esto está relacionado con Gretchen Rae?

—Sí. ¿Fuiste?

—Sí. Tenía que entretener a unos colegas del Pentágono y nos corrimos una fiesta con varias jóvenes. La mía se parecía ajean Arthur, sólo que un poco más… dotada. Jean me rompió el corazón, Buzz, ya lo sabes.

—Ya. ¿Y los jefes y oficiales se emborracharon y se fueron de la lengua hablando de su trabajo delante de las chicas?

—Sí, supongo que sí. ¿Y eso qué tiene que…?

—Howard, ¿de qué hablasteis Gretchen Rae y tú, aparte de tus fantasías sexuales?

—Bueno, Gretchy parecía interesada en los negocios, fusiones de empresas, las pequeñas compañías que he ido comprando, ese tipo de cosas. Y también de política. Mis colegas del Pentágono decían que las cosas en Corea se están calentando, lo cual significaría mucho negocio para la industria aeronáutica. Las chicas listas siempre se interesan por las empresas de sus amantes, Buzz, eso ya lo sabes. ¿Tienes alguna pista de ella?

—Claro que sí. Jefe, ¿cómo has conseguido mantenerte rico y vivo tanto tiempo?

—Confiando en las personas adecuadas. ¿Me crees?

—Claro que sí.

Decidí prolongar tres horas más la vigilancia, sentado en la oscuridad. Hice una incursión al frigorífico para proveerme de energía y puse en marcha la maniobra de «el otro tipo», un mitzvah para Mickey por si me veía obligado a enviar a Gretchen Rae con Howard: su mismísima asesina adolescente. Primero envolví a Fritz Steinkamp con las cortinas de calicó de tres ventanas y lo cargué hasta el coche; luego momifiqué a Voyteck Kirnipaski con un cubrecama y lo encajé en el maletero, entre Fritz y la rueda de recambio. A continuación efectué un repaso rutinario de la casa para borrar huellas, apagué las luces y me dirigí a Topanga Canyon, al vertedero de residuos químicos gestionado por Herramientas Hughes. Se trataba de un depósito burbujeante de agentes cáusticos, adyacente a un campamento diurno para chicos pobres: una estratagema de Howard para eludir impuestos. Tiré a Fritz y Voyteck al caldero y los oí crepitar, chasquear y estallar como copos de arroz Kellog's. Luego, pasada ya la medianoche, me acerqué al Strip en busca de Mickey y sus lacayos.

No estaban en el Trocadero, en el Mocambo ni en La Rue. Tampoco en Sherry's ni en Dave's Blue Room. Llamé al teléfono nocturno de información del Departamento de Vehículos a Motor, me hice pasar por pasma y me enteré de los datos del coche de Mo Hornebeck: un Dodge Cupé de 1946 de color oscuro, CAL-4986-J, domiciliado en el 896 de Moonglow Vista, South Pasadena. Crucé la colina siguiendo Arroyo Seco y me dirigí a la casa, que estaba en una manzana de bungalows con patio.

El 896 quedaba en el extremo izquierdo de aquella moderna construcción de estuco: pasamanos redondeados y lucernas oblongas alrededor de unas diminutas ventanas estrictamente de adorno. No había luces encendidas y el coche de Hornbeck no estaba aparcado en la parte trasera. Quizá Gretchen Rae estuviera dentro, armada con animales de trapo, saltos de cama que eran armas de estrangular, cacerolas de estofado y sartenes, y eso de repente hizo que me importara un pimiento si el mundo follaba o rezaba, si iba por el recto camino o se descarriaba. Derribé la puerta de una patada, le di al interruptor de la pared y una gran bestia peluda de colmillos afilados como cuchillas me hizo caer de culo al suelo.

Era un dóberman, todo él bruñido músculo negro sediento de sangre: de la mía. Me mordió el hombro y se hizo con un bocado de estambre de Hart, Schaffner & Marx. Me mordió en la cara y se llevó un derechazo de Meeks, lanzado desde una posición difícil, que lo hizo dudar un momento. Hundí la mano en el bolsillo en busca de mi destripador de sapos de Arkansas, le di al resorte y blandí la hoja. Llegué a rozar las patas y el morro de la bestia, pero continuó ladrando y mordiendo.

La única manera de librarse de aquel hijo de puta era ofrecerle un blanco inmóvil. Me pasé el brazo derecho sobre los ojos y me quedé tumbado boca abajo. Rex el Perro Maravillas se lanzó a mi gran codo grueso y jugoso. Le clavé la navaja en la tripa, la hundí y la moví hacia delante. Las entrañas me cayeron encima; Rex me vomitó sangre en la cara y murió con un gorgoteo entrecortado.

De una patada, me quité de encima el tercer fiambre del día. Fui trastabillando al baño, revolví el botiquín y encontré agua de hamamelis. Me limpié la mordedura del codo y las marcas de dientes de los nudillos, que rezumaban sangre. Respiré hondo, me mojé la cara en el lavamanos, me miré en el espejo y vi a un gordo de mediana edad, aterrorizado y cabreado hasta los calzoncillos, metido en un pozo de mierda muy, muy hondo. Le sostuve la mirada unos segundos pensando que no era yo. Luego hice añicos la imagen estrellando contra ella la botella de agua de hamamelis y registré el resto del bungalow.

El dormitorio más grande debía de ser el de Gretchen Rae. Estaba lleno de juguetes infantiles; osos panda y muñecas de feria, carteles de actores de cine y banderines universitarios en las paredes. En el vestidor se amontonaban utensilios de cocina todavía por desembalar y sobre la colcha había fotos publicitarias de los chicos guapos de la RKO.

El otro dormitorio apestaba a Vics Vaporub, a linimento, sudor y flatulencias. Las paredes estaban vacías y el espacio lo ocupaba casi por completo una cama de somier hundido. Vi un frasco de medicina en la mesilla de noche. El doctor Revelle recetaba demerol al señor Hornbeck y, al mirar debajo de la almohada, encontré un revólver del calibre 38, especial de la policía. Hice girar el tambor, extraje las cuatro balas y me guardé la pipa bajo el cinturón. Después regresé a la sala y recogí el perro con cuidado, pues no quería empaparme de aquella masa sanguinolenta. Vi que era una hembra y que la chapa del collar ponía «Janet». Aquello me pareció lo más divertido que había ocurrido nunca desde la invención del vodevil y me eché a reír como un loco, casi al borde del histerismo. En una esquina había una cama de perro de Abercrombie & Fitch; arrojé a Janet en ella, apagué las luces de la habitación, encontré un sofá y me derrumbé. Me dirigía hacia una suerte de neblina de temblores cuando un crujido en la madera, un «Oh, Dios mío» ahogado y un resplandor amarillo cálido hicieron que me levantara de un salto.

¡Janet! ¡Oh, no!

Mo Hornbeck fue derecho hacia la perra muerta sin reparar en mi presencia. Yo alargué una pierna para ponerle la zancadilla y cayó de morros, casi chocando con los de Janet. Y yo me planté a su lado, le puse la pistola en la sien y grité como el típico psicópata asesino de Oklahoma que podría haber sido.

—Chico, vas a hablarme de ti, de Gretchen Rae y los muertos de Mariposa. Vas a hablarme de ella y Howard Hughes y vas a hacerlo ahora mismo…

Hornbeck hizo gala de ciertos cojones y, evitando mirar al perro, clavó los ojos en mí.

—Que te jodan, Meeks —dijo.

«Que te jodan» era aceptable si procedía de un detective del sheriff que estaba en deuda conmigo, pero no si lo decía un matón que violaba adolescentes. Abrí el tambor de la 38, le mostré los dos cartuchos, lo cerré y le acerqué el cañón a la cabeza.

—Habla. Ahora.

—Que te jodan, Meeks —repitió Hornbeck.

Apreté el gatillo y él contuvo una exclamación, miró al perro y las sienes se le pusieron púrpura y las mejillas encarnadas. Viéndome en una celda contigua a la de Fud, los hermanos Meeks jugando una partida de cartas a través de los barrotes, disparé de nuevo y el percutor dio en otra recámara vacía. Hornbeck mordió la alfombra para controlar los temblores y se tiñó de un púrpura intenso, palideciendo progresivamente al carmesí, al rosa y al blanco cadáver. Por fin, escupió polvo y pelo de perro y susurró:

—Las pastillas de la mesita de noche y la botella del aparador.

Obedecí y los dos nos sentamos en el porche como buenos amigos y apuramos los restos de la botella, Overholt Bonded añejo. Hornbeck combinó el demerol con la priva, voló al séptimo cielo y me contó la historia más triste que hubiera oído nunca.

Gretchen Rae era su hija. La madre se largó de casa al poco de tenerla, dirigiéndose a un destino desconocido con un chófer de la cervecera Schlitz del que se decía que tenía una polla de más de veintidós centímetros, una especie de versión humana de Mickey Cohen Jr. Hornbeck crio a Gretchen lo mejor que pudo, soportando la atracción que sentía por la chica, avergonzado de ello hasta que le llegaron unas curiosas noticias: que cuando la pequeña fue concebida, su mujer se acostaba con todo el turno de noche de la cervecera. Por principios, mantuvo las manos quietas y desfogó su lujuria en los campamentos de furcias novatas de Green Bay y Saint Paul.

Gretchy creció extraña, avergonzada de su viejo, un matón de banda y asesino ocasional. Adoptó el apellido de soltera de su madre y hundió la cabeza en los libros. Los ejercicios de aritmética, los números y el cálculo eran lo que más le gustaba y resultó muy buena en esas materias. También se juntó con una gente dura del sur de Milwaukee. Cuando tenía quince años, un novio polaco le pegaba cada noche unas palizas que la dejaban tonta durante una semana. Mo lo supo, le puso al chico unos patines de cemento y lo arrojó al lago Michigan. El padre y la hija tuvieron un feliz reencuentro, unidos por la venganza.

Mo ascendió en la organización de Jerry Katzenbach; Gretchen ganó pasta prostituyéndose en los bares de los hoteles de Chicago. Mo instaló a Gretchen Rae como supervisora de un burdel de lujo: dobles de estrellas de la pantalla y habitaciones pinchadas para recoger información del mundo del hampa y la política que pudiera resultar útil a Jerry K. Allí, Gretchen trabó amistad con Voyteck Kirnipaski, especializado en estafas financieras. Una noche, cuando espiaba por un orificio de la ventilación mientras Howard Hughes y unos militares de tres estrellas jugaban con Jean Arthur, Lupe Vélez y Carole Lombard en versión pipiolas, se enteró de jugosos chismes de Wall Street y advirtió que aquello podía ser el inicio de algo grande. Por aquella época, a Mo le detectaron un cáncer de estómago y le dijeron que le quedaban cinco años como máximo y que disfrutara de la vida mientras todavía estaba a tiempo. El dinero que escaqueaba de los libros de contabilidad de Jerry Katzenbach le sirvió para pagarse un tratamiento de primera clase. Mo le plantó cara a la larga enfermedad. Jerry K. tuvo mala publicidad a causa de su prostíbulo, así que lo cerró y desterró a Mo a la costa, donde Mickey Cohen lo recibió con los brazos abiertos y utilizó su influencia para que los dos pecadillos de violación de menores de Mo quedasen en nada.

De regreso a Milwaukee, Gretchen Rae fue a clase de técnicas comerciales y empresariales en Marquette y se acostó gratis con Voyteck Kirnipaski cuando se enteró de que trabajaba para Jerry K. y estaba descontento con la paga. Entonces, Mo sufrió una recaída y volvió a Milkwaukee de visita; Voyteck se largó de la ciudad con un fajo de billetes de Katzenbach para financiar estafas de las suyas en L.A. Gretchen Rae, que siempre leía los periódicos con los ojos puestos en las repercusiones políticas, relacionó la situación coreana con las conversaciones sobre droga que habían tenido Howard y el militar en el burdel y decidió extraerle más información al gran hombre. Mo le tomó unas fotos de la pechuga a su hija y se las mandó a Howard, quien mordió el anzuelo. Gretchy obtuvo pistas de que Voyteck, buscadísimo fugitivo, frecuentaba el Scrivner's Drive In y, queriendo reclutar su ayuda para posibles chantajes, entró a trabajar allí. El encoñamiento de Mickey Cohen con ella obstaculizó las cosas, pero Gretchen pensó que, en cierto modo, podía aprovecharse de la influencia del pequeño gran hombre. Se convirtió en su consorte, al tiempo que estaba liada con Howard, y padre e hija fingían no conocerse en las reuniones celebradas en el club nocturno de Mickey. Luego, en un motel de Santa Monica, localizó a Voyteck, aterrorizado de que los matones de Katzenbach le pisaran los talones. Mo le dio a su hija la llave del escondite de Mickey en Mariposa y ella ocultó allí a Voyteck, yendo y viniendo al picadero de Howard, sonsacándole sutilmente información a éste al tiempo que exprimía a Kirnipaski de manera flagrante y trataba de atraerlo a su trama de planes. Gretchen estaba haciendo progresos cuando Fritz Steinkamp apareció en escena. Y vaya si ella no aprovechó la ocasión y lo ahogó, lo escaldó y lo frio hasta la muerte. A continuación, intentó tranquilizar al aterrorizado Voyteck, pero éste sufrió un paro cardíaco: una explosiva combinación de un intento de asesinato, un asesinato y la lengua de una asesina. Gretchen Rae, presa del pánico, se marchó con el dinero que había estafado Voyteck y estaba tratando de pasar datos «secretos y procedentes de información privilegiada» sobre las acciones de Hughes a una lista de posibles clientes que Kirnipaski había compilado. La chica estaba escondida en algún lugar, Mo no sabía dónde, y al día siguiente llamaría a las casas y oficinas de su nueva hornada de «clientes» en perspectiva.

En algún momento de la narración, Mo comenzó a gustarme, casi tanto como me gustaba Gretchen Rae. Seguía sin ver una salida al lío, pero había algo que me picaba la curiosidad: los objetos infantiles, los electrodomésticos, toda la parafernalia hogareña que Gretchy había acumulado.

—¿Y qué ocurre con toda esa ropa, los cacharros y los muñecos de trapo? —pregunté cuando Mo hubo terminado de contar la historia.

Morris Hornbeck, que sería pasto de los gusanos al cabo de seis meses, suspiró.

—El tiempo perdido, Meeks. Padre e hija se reencuentran, algo que teníamos que haber hecho hace años. Pero ahora eso se ha terminado.

Señalé la perra muerta, cuyas patas, debido al rigor mortis, empezaban a curvarse como si fuera a pedir galletas durante toda la eternidad.

—Tal vez no. Lo que es seguro es que no tendrás una mascota de confianza, pero tal vez llegues a catar lo demás.

Morris fue a su cuarto y se durmió. Me repantigué en la tumbona del porche abrazado a un panda de trapo y apagué las luces para asegurarme de que el cerebro trabajase bien. La manipulación directa de Mickey y Howard quedó enseguida descartada, por lo que pasé a la maniobra de «el otro tipo», pero encontré un obstáculo inesperado.

Sid Weinberg.

Productor de la RKO.

Un proveedor asquerosamente rico de películas baratas de monstruos, cintas infumables para el circuito de los autocines que era una mina.

Un puntal valioso de la RKO. Sus películas nunca fracasaban. Howard le lamía el culo, lo adoraba, porque en la visión de Sid de lo que debía ser el rodaje de un film contaba hasta el último céntimo, y le daba carta blanca en el estudio.

«Preferiría perder mi ya sabes qué a quedarme sin Sid Weinberg.»

Mickey Cohen estaba en deuda con Sid Weinberg, propietario del Blue Lagoon, donde Mickey tenía ocasión de interpretar sus atroces numeritos de comedia sin la molesta presencia de polis alrededor, pues Sid tenía contactos en el DPLA.

Mick: «Preferiría vivir sin orinal a vivir sin Sid, pues tendría que comprarme un club nocturno y eso no es divertido: es como comprarte un equipo de béisbol para poder jugar.»

Sid Weinberg era viudo, un hombre con dos hijas, unas hijas ya creciditas que lo trataban con aires de superioridad, como si fuera un bufón. A menudo hablaba de su deseo de encontrar una asistenta interna que sacara un poco el polvo y, de paso, le pegara alguno a él. Se sabía que, quince años atrás, había estado enamorado de una rubia deslumbrante, una estrella en ciernes, llamada Glenda Jensen, que un día se esfumó sin dejar rastro. Yo había visto fotos de Glenda y guardaba un sospechoso parecido con mi asesina adolescente favorita. A las ocho de la noche del día siguiente, Sid Weinberg daría una fiesta para celebrar el estreno de La novia del monstruo del surf. Yo me encargaría de la cuestión de seguridad. Mickey Cohen y Howard Hughes estaban invitados.

Me dormí con aquel pensamiento en la cabeza y soñé que unos benévolos perros muertos me subían a lomos hasta el cielo con los bolsillos llenos de dinero ajeno.

La mañana siguiente, salimos en busca de la hija pródiga. Yo iba al volante y Mo me guiaba. Íbamos adonde él suponía que estaría Gretchen Rae, basándose en la última conversación mantenida con ella dos días antes, una charla colmada de pánico. La chica tenía miedo de que los teléfonos estuvieran pinchados. Mo le había dicho que dejaría enfriar las pruebas y que luego se desharía de ellas.

Lo cual, por supuesto, no había hecho. Según Mo, Gretchen le contó que Voyteck Kirnipaski le había dado una lista de tiburones del distrito financiero que podían estar interesados en sus gráficas de las empresas de Hughes: cuándo comprar y vender participaciones en Toolco, o en la fábrica de aviones y su miríada de empresas subsidiarias, basándose en las informaciones que tenía sobre las inminentes firmas de contratos con el Ejército y en su valoración de la probable fluctuación del precio de las acciones. Mo insistió en que precisamente por eso Gretchen tiraba del catálogo de Bullocks. Quería parecer una ejecutiva, no una seductora/asesina.

Así que recorrimos el centro de la ciudad por el carril de velocidad lenta y cruzamos el distrito financiero de Spring Street con la esperanza de encontrarnos a Gretchen mientras hacía sus visitas de trabajo. Yo me había ganado parcialmente a Mo con palabras amables y la promesa de enterrar a Janet en un lujoso cementerio para animales domésticos de Hollywood Oeste, pero noté que todavía no confiaba del todo en mí, pues llevaba demasiados años al lado de Mickey. Me miró fijamente pero de soslayo y sólo respondió con gruñidos a mis intentos de entablar conversación.

Transcurrió la mañana. A continuación vino la tarde. Mo no tenía pistas del lugar desde donde Gretchen Rae hacía las llamadas, por lo que seguimos dando vueltas por Spring Street, entre la Tercera y la Sexta y vuelta a empezar, deteniéndonos cada dos horas a mear en Pig & Whistle, en la Cuarta y Broadway. Anocheció y empecé a asustarme: mi maniobra de «el otro tipo» sólo saldría a la perfección si llevaba a Gretchy a tiempo a la fiesta de Sid Weinberg.

Las seis.

Las seis y media.

Las siete.

Las siete y nueve. Estaba doblando la esquina de la Sexta cuando Mo me agarró por el brazo y señaló por el cristal a una mujer que miraba los periódicos de un quiosco. Vestía traje de sarga y tenía pinta de secretaria.

—Allí. ¡Esa es mi niña!

Me acerqué. Mo asomó la cabeza por la puerta y agitó el brazo.

—¡No, Gretchen! —gritó.

Yo estaba poniendo el freno de mano cuando vi que la chica, Gretchen, con el pelo recogido en un moño, se fijaba en un hombre de la calle y salía corriendo. Mo se apeó del coche y caminó hacia el hombre, que sacó un monstruoso pistolón, apuntó y disparó dos veces. Mo cayó muerto en medio de la acera. Le habían volado la mitad de la cara. El hombre persiguió a Gretchen Rae y yo lo perseguí a él.

La chica entró corriendo en un edificio de oficinas. El pistolero le pisaba los talones. Yo también entré, miré hacia arriba y lo vi en el rellano del segundo piso. Cerré de un portazo y retrocedí un paso. Esta acción llevó al asesino a desperdiciar dos disparos. A mi alrededor estallaron cristales y madera. Cuatro cartuchos. Quedaban dos.

Gritos en la calle. Pasos de dos personas corriendo escaleras arriba. Sirenas lejanas. Corrí hasta el descansillo.

—¡Policía! —grité. La palabra propició dos bang-bang que rebotaron. Subí mi culo gordo hasta la tercera planta como un derviche flácido.

El pistolero hurgaba en un bolsillo lleno de balas sueltas. Me vio justo cuando abría el tambor de la pipa. Me separaban de él tres peldaños. Como no le daba tiempo a cargar y disparar, empezó a soltar patadas. Lo agarré por el tobillo y tiré escaleras abajo. Caímos al descansillo, junto a una ventana abierta, en un enredo de brazos y piernas.

Nos atizamos como dos pulpos, con golpes e intentos de sacarnos los ojos que en realidad no alcanzaban su destino. Al final logró asirme por el cuello. Yo alargué las manos entre sus brazos y le metí los pulgares en los ojos. El muy hijo de puta me soltó lo suficiente para que le pateara las pelotas. Se retorció y lo agarré por el pelo. No veía, pero agitaba los brazos y lo tiré por la ventana de cabeza. Cayó espatarrado en el asfalto y, aunque estaba en el tercer piso, oí que el cráneo se le rompía como una gigantesca cáscara de huevo.

Recuperé el aliento, subí a la azotea y abrí la puerta. Gretchen Rae estaba sentada en un rollo de cartón embetunado, fumando un cigarrillo. Dos largas lágrimas solitarias rodaban por sus mejillas.

—¿Has venido para llevarme de vuelta a Milwaukee? —inquirió.

—No —fue lo único que se me ocurrió decir.

Gretchen alargó la mano detrás del cartón y cogió un portafolios, nuevo y reluciente, de Bullocks Wilshire. Las sirenas de abajo callaron. Dos cadáveres daban mucho que hacer a un montón de policías.

—¿Mickey o Howard, señorita Shoftel? —pregunté—. Puedes elegir.

—Los dos apestan. —Apagó el cigarrillo, señaló con el pulgar por encima de la barandilla de la azotea al pistolero muerto y añadió—: Me arriesgaré con Jerry Katzenbach y sus amigos. Mi padre murió luchando. Yo haré lo mismo.

—Tú no eres tan estúpida —comenté.

—¿Juegas a bolsa?

—¿Quieres conocer a un hombre rico y guapo que necesita amistad? —repuse.

Gretchen señaló una escalera que comunicaba la azotea con la salida de incendios del edificio vecino.

—Sí es ahora, acepto.

Mientras íbamos en taxi hacia Beverly Hills, puse a Gretchen en antecedentes del juego, prometiéndole todo tipo de bonificaciones que no podría cumplir, como la beca para estudiantes pobres de ciencias empresariales de la Universidad de Marquette. Cuando nos detuvimos ante la casa de estilo Tudor de Sid Weinberg, la chica se había soltado el pelo, se había maquillado y estaba dispuesta a bailar el tango de salvarme el culo.

A las ocho y tres minutos, la mansión estaba iluminada como un árbol de Navidad. Había extras vestidos de monstruos con trajes de goma verde que servían bebidas en el jardín delantero y unos bailes en la azotea atronaban con el tema de amor de una película previa de Weinberg, El ataque de las gárgolas atómicas. Mickey y Howard siempre llegaban tarde a las fiestas para que no se les viera demasiado interesados en ellas, por lo que imaginé que tenía tiempo de preparar las cosas.

Acompañé a Gretchen al interior y nos encontramos con una escena increíble: los grandes, los casi grandes y los no grandes de Hollywood bailaban el boogie-woogie con montones de coristas, chicos y chicas, vestidos como monstruos del surf, gárgolas atómicas y roedores procedentes de Marte; los encargados de las barras bebían ponche de las poncheras con unos sifones parecidos a una pistola de rayos; mesas de fiambres teñidas de verde monstruo del surf ante las que los invitados pasaban de largo para concentrarse en la buena priva de siempre, para la que hacían cola veinte personas. Abundaban los chochos bonitos pero Gretchen Rae, con el pelo suelto como Glenda Jensen, el antiguo amor de Sid Weinberg, atraía la mayor parte de las miradas lobunas. Me quedé con ella junto a la puerta delantera y cuando llegó la limusina de Howard Hughes le susurré: «Ahora.»

Gretchen se escabulló hacia el despacho privado de Sid Weinberg, una estancia con la pared frontal acristalada, moviéndose a cámara lenta. Howard, alto y apuesto en su esmoquin hecho a medida, cruzó la puerta y me saludó. A mí, su leal lacayo.

—Buenas noches, señor Hughes —dije en voz alta y, entre dientes, añadí—: Me debes mil dólares.

Señalé el despacho de Sid. Howard me siguió. Llegamos en el preciso momento que Gretchen Rae Shoftel/ Glenda Jensen y Sid Weinberg se morreaban con la boca muy abierta.

—Yo presionaré a Sid, jefe. Lo que es kosher, es kosher. Atenderá a razones. Confía en mí.

Durante los seis minutos siguientes, vi al cuarto hombre más rico de América pasar de cachorro desconsolado a encallecido barón del hampa y de nuevo a cachorro al menos una docena de veces. Finalmente, metió las manos en los bolsillos, sacó un fajo de billetes de cien dólares y me lo dio.

—Búscame otra como ella —dijo, antes de marcharse hacia su limusina.

Durante las horas siguientes, trabajé en la puerta, ahuyentando a los cazadores de autógrafos y a los que querían colarse, mirando a Gretchen/Glenda y Sid Weinberg mientras saludaban a los invitados: terciopelo instantáneo para la chica, la juventud recuperada para aquel triste viejo. Gretchen se reía, pero yo sabía que lo hacía para contener las lágrimas y me di cuenta de que en aquel momento, agarrada a Sid, ni siquiera sabía de quién era aquella mano. Seguí deseando poder estar a su lado cuando las lágrimas se desbordaran de veras, cuando volviera a ser por poco tiempo una niñita de carne y hueso, antes de convertirse de nuevo en una lince de las finanzas y en una puta. Mickey se presentó en el momento en que comenzaba la película y Davey Goldman me dijo que estaba cabreado. A Mo Hornbeck se lo había cargado un matón alemán de Milwaukee que luego se había tirado por una ventana. Alguien había entrado a robar en el escondite de Mariposa Street y Lavonne Cohen había regresado de Israel tres días antes de lo previsto y lo tiranizaba. Apenas oí las palabras. Gretchy y Sid se arrullaban junto a la mesa de fiambres y Mickey iba derecho hacia ellos.

No oí lo que decían, pero descifré las tres caras. A Mickey la situación lo había pillado desprevenido, pero saludó con amabilidad a su radiante anfitrión; Gretchen temblaba de la conmoción que le había causado la muerte de su viejo. El matón número uno de L.A. se alejó de la pareja con una educada inclinación de la cabeza, se me acercó y le dio un toque a mi pajarita hasta ponérmela en la cara.

—Lo único que vas a sacar son mil dólares, cabrón. Tenías que haberla encontrado antes.

Así que la cosa salió bien. Nadie me relacionó con la muerte del matón de Milkwaukee. Gretchen no fue imputada por el asesinato de Steinkamp y su complicidad en la defunción de Voyteck Kirnipaski. Y, como es natural, los fiambres hervidos en químicos nunca fueron descubiertos. Mo Hornbeck tuvo una parcela en el cementerio Mount Sinai y Davey Goldman y yo metimos a Janet en el ataúd con él en el tanatorio. Le di una propina al rabino bajo mano y salió de la habitación a llamar a su corredor de apuestas. Pagué la deuda a Leotis Dineen y enseguida volví a estar endeudado con él. Mickey se lio con una bailarina de striptease llamada Audrey Anders; Howard ganó pasta gansa vendiendo piezas de avión para la guerra de Corea y retozó con la docena aproximada de dobles de Gretchen Rae Shoftel que le conseguí. Gretchen y Sid Weinberg se enamoraron y al pobre magnate-piloto se le rompió el corazón.

Gretchen Rae y Sid.

Ella quitaba un poco el polvo y también debía de echar muchos con él. Además, se convirtió en su asesora personal de inversiones y le hizo ganar mucho dinero, del cual se quedó con un porcentaje sustancial que invirtió en propiedades en los barrios pobres y lo vio crecer, crecer y crecer. Gretchen, dueña de los barrios pobres, también actuó en la única película de Weinberg en la que éste perdió dinero, un drama lacrimógeno llamado Glenda sobre un productor de cine que se enamora de una actriz en ciernes que desaparece de la faz de la tierra. El consenso de la crítica fue que Gretchen Rae Shoftel era una birria de actriz, pero que tenía una buena pechuga. Se rumoreaba que Howard Hughes había visto la película más de cien veces.

En 1951 me vi implicado en una investigación del Gran Jurado que salió mal de una manera tremenda y terminé haciéndome a la carretera permanentemente, don Anónimo en mil pequeñas poblaciones. Mickey Cohen cumplió un par de condenas federales por evasión de impuestos, salió en libertad condicional cuando ya era viejo y volvió a establecerse en L.A. como personaje local muy apreciado, un recuerdo de los alegres viejos tiempos. Howard Hughes, al final, se quedó colgado de la droga y la religión y leí en una biografía que estuvo enamorado de una puta rubia hasta que estiró la pata. Pasaba horas en el hotel Bel Air mirando su foto, escuchando una ardiente versión de «Desde la ausencia» una y otra vez. Pero yo sé que no era así. Probablemente eran montones de fotos distintas, todas fotos de pechugas, y la música era el lamento por una época en que el amor salía barato. Sin embargo, creo que Gretchen era especial para él. Todavía lo creo.

Echo de menos a Howard y Mickey y escribir esta historia sobre ellos sólo ha servido para que ese sentimiento empeore. Es duro ser un viejo peligroso y estar solo. No tienes más que recuerdos y no hay nadie con los huevos suficientes para comprenderlos.