MARQUE AXMINSTER 6-400

Ellis Loew llamó con los nudillos a la puerta de cristal granulado que separaba Citaciones del DPLA de la Oficina del Fiscal de Distrito. Davis Evans, que dormitaba en su asiento, murmuró:

—¡Qué cabrón!

—Es su llamada del círculo de colegas de facultad. Será un favor personal o una reprimenda.

Davis asintió y se puso en pie despacio, como correspondía a un hombre con veinte años y dos días de servicio y una pensión de funcionario asegurada tan pronto dijera las palabras: «Que te jodan, Ellis, me jubilo.» Se alisó la camisa de cuadros, se ajustó el nudo de la corbata hawaiana, se subió la cintura de los pantalones negros relucientes y se limpió las solapas de la chaqueta de pelo de camello que le había robado a un macarra negro en el calabozo de Lincoln Heights.

—Si el chico quiere un favor, pagará como un cabrón.

—¡Blanchard! ¡Evans! ¡Estoy esperando!

Entramos en el despacho del ayudante del fiscal y lo encontramos sonriendo, lo que significaba que estaba ensayando para la prensa o preparándose para lamer algún culo. Davis me dio un codazo mientras nos sentábamos y luego dijo:

—Eh, señor Loew, ¿cuál es el animal que es dos veces animal?

La sonrisa de Loew se mantuvo impertérrita; estaba claro que quería un favor muy grande.

—No lo sé, sargento. ¿Cuál?

—La puta, que además de zorra, cobra. ¡Qué cabrón!

Loew soltó su risilla de «vaya, hombre, bien pillado».

—Sí, es tan simple que hasta tiene cierta gracia. Bien, el motivo de que…

—¿Qué le dice la pierna de una puta a la otra pierna cuando la puta se muere?

La sonrisa de Loew se expandió en una serie de desagradables tics faciales.

—No… lo… sé. ¿Qué?

—¡Por fin juntas! ¡Jaaa! ¡Qué cabrón!

La Hora del Chistoso había llegado suficientemente lejos.

—¿Quería algo, jefe? —intervine.

Davis rio a carcajadas, como si mi pregunta fuese el auténtico golpe del chiste; Loew borró los restos de sonrisa de su expresión con un pañuelo.

—Sí. ¿Están al corriente de que hubo un secuestro en L.A. hace cuatro días? El lunes por la tarde, en el campus de la USC.

David cortó sus risas falsas. Los secuestros eran pan comido para él; los casos en que le encantaba trabajar.

—Bien, eso me interesa, jefe. Continúe.

Loew se llevó los dedos a su insignia de la fraternidad Phi Beta Kappa mientras hablaba.

—La víctima se llama Jane Mackenzie Viertel. Tiene diecinueve años y es alumna de la USC. Su padre es Redmond Viertel, un petrolero con una buena cantidad de pozos en Signal Hill. Tres hombres que vestían chaquetas de universitarios con las letras USC se la llevaron el lunes, hacia las dos. Como es la semana en que se apuntan nuevos miembros a las fraternidades, todos los testigos pensaron que tenía relación con eso, que era un golpe de efecto de alguna de ellas. Los secuestradores llamaron al padre aquella noche y le expusieron las condiciones: cien mil dólares en billetes de cincuenta. Viertel reunió el dinero, pero luego se asustó y acudió al FBI. Los tipos volvieron a llamar y establecieron el canje para el día siguiente, en un campo de irrigación cerca de Ventura. Dos agentes de la oficina de Ventura les tendieron una trampa, uno escondido y el otro haciéndose pasar por Viertel. Los secuestradores aparecieron y entonces se armó un buen lío.

—¡Jaaa! —exclamó Davis y chasqueó los nudillos. Loew hizo una mueca al oír aquel ruido y continuó:

—Uno de los secuestradores descubrió al agente escondido. Los dos tuvieron miedo de poner en peligro la transacción con disparos, de modo que mantuvieron un breve combate cuerpo a cuerpo. El secuestrador le arreó al agente con una pala y luego le cortó seis dedos con el filo. El otro agente notó que algo iba mal y empezó a ponerse nervioso. Agarró a uno de los tipos y le puso la pistola en la sien, y el otro hombre hizo lo mismo con la chica. Un auténtico impasse, hasta que al federal se le cayó la bolsa del dinero y una ráfaga de viento hizo revolotear los billetes. El hombre que tenía a la chica recogió la bolsa y se largó y el federal retuvo a su cautivo. ¿Ven a qué me refiero con un buen lío?

—¿Así que dos secuestradores y la chica están en paradero desconocido?

—Sí. El tercer hombre está detenido en Ventura y el otro agente está muy enfadado.

Davis entrecruzó los dedos e hizo chasquear un total de ocho nudillos.

—¡Jaaa! ¿Esos chicos tienen nombre, señor Loew? ¿Y qué tiene que ver esto conmigo y con Lee?

Ahora, la sonrisa de Loew era genuina, la de un amigo que adora su trabajo. Consultó unos informes que tenía sobre la mesa y dijo:

—El detenido es Harwell Jackson Treadwell, varón, blanco, 31 años. Es de Gila Bend, Oklahoma; su tierra natal, Evans. Tiene tres condenas firmes que se remontan a 1934 y dos órdenes de busca destacadas aquí, en L.A.: acusaciones de robo en los años 44 y 45. Treadwell también tiene dos hermanos encantadores, Miller y Leroy. Los dos están fichados por abusos sexuales y parece que les da lo mismo que sus conquistas sean chicos o chicas. De hecho, a Leroy le van bastante los cuadrúpedos. Lo detuvieron por maltrato con agravantes a un animal y en el 42 pasó treinta días encerrado por eso.

Davis se limpió los dientes con la aguja de la corbata.

—A falta de pan, buenas son tortas. ¿Miller y Leroy se llevaron a la chica y parte del dinero?

—Exacto.

—¿Y usted quiere que Lee y yo…?

—Eso es jurisdicción del condado de Ventura, no nuestra —lo interrumpí, viendo cómo mi noche del viernes se volvía humo.

Loew mostró una orden de extradición y copias dé dos requisitorias judiciales.

—El secuestro se produjo en Los Ángeles, en mi distrito judicial. Me encantará llevar la acusación contra el señor Treadwell y sus hermanos cuando sean detenidos.

Por ello, quiero que ustedes dos se desplacen a Ventura y devuelvan al señor Treadwell al depósito municipal antes de que los agentes del sheriff de Ventura, famosos por sus malos modos, lo maten de una paliza.

Solté un gruñido. Con gran ceremonia, Davis Evans se incorporó y se alisó los diversos pliegues y arrugas del traje.

—Seré un cabrón, pero estaba pensando en jubilarme esta tarde —anunció.

Loew me guiñó el ojo y respondió:

—No querrá hacerlo cuando sepa en qué escaparon los otros hermanos.

—¡Jaaa! Siga hablando, jefe.

—En un Auburn deportivo de 1936. Dos tonos, marrón y verde bosque. Cuando los capturen, y ya sabe que así será, el coche irá al depósito municipal hasta que lo reclamen o lo saquen a subasta. Espero mandar a esos capullos a la cámara de gas, Davis; es muy difícil reclamar la propiedad de un vehículo cuando uno está en el corredor de la muerte. Y el oficial encargado del depósito es un buen amigo mío. ¿Todavía quiere retirarse?

—¡Jaaa! —exclamó Davis. Agarró las órdenes de busca y captura y movió sus ciento y algún kilos hacia la puerta. Yo fui tras él a regañadientes, sintiéndome en todo momento el segundón del equipo. Con la mano en el tirador, el número uno soltó un chiste de despedida:

—¿Cómo llamaría a una chica que ha pillado sífilis, gonorrea y ladillas? ¡Una romántica incurable! ¡Jaaa! ¡Qué cabrón!

Tomamos Ridge Road en dirección norte. Davis iba al volante de su Buick descapotable del 47 recién sacado del expositor del concesionario y yo contemplaba los barrios residenciales de L.A. que se perdían a lo lejos en las colinas cubiertas de matorrales, para dar paso a las tierras de labor, cultivadas por japoneses sacados de los campos de internamiento y campesinos de Oklahoma trasplantados. El tipo de Oklahoma que llevaba al lado no abrió la boca mientras conducía, sumido en un ensueño hombre—coche. Recordé nuestra breve sociedad profesional en Citaciones y pensé en lo bien que la hacían funcionar nuestras diferencias.

Yo era el prototipo de policía-atleta que encantaba a los altos mandos, el ex boxeador que un periodista angelino había calificado de «la buena —pero no la gran— esperanza blanca del sur del estado». Nadie conocía mejor que yo la parte del «pero no». Y lo de «buena» significaba un fajo de billetes, filete y vida nocturna hasta cumplir los treinta, y luego daños cerebrales permanentes. El departamento era el único lugar fijo donde mi valía en el ring podía abrirme camino a la seguridad —acompañada de una gloria callada—, y me había volcado en él como un cabrón, que diría Davis, cultivando a quien interesaba y sobre todo a Ellis Loew, un fanático del boxeo.

Davis Evans era otro oportunista que estaba en ello por la pasta, decidido a olvidar Norman, Oklahoma, los catorce hermanos, la endogamia familiar, la proximidad del dinero del petróleo que podías respirar pero nunca llegabas a tocar. Arramblaba con lo que podía, disfrutaba con ello y compensaba la afición a dejarse sobornar con la exhibición del mejor muestrario de caras de policía que he visto nunca: don Agradable con quien lo merecía, don Duro con los malos, don Educado con los restantes. Me asombraba que pudiera ser tan egoísta y tan carente de malicia y le cedí la batuta en el asunto, no sólo por veteranía sino porque sabía que mi propio egoísmo iba mucho más allá que el suyo. Y me di cuenta de que aquel bufón de fino olfato no tardaría en jubilarse y me abriría un hueco en un puesto que encajaba perfectamente con mi perfil: joven, inquieto y ambicioso de la gloria que me ofrecía el cargo. Y eso me apenó.

Citaciones era una unidad de agentes de paisano del DPLA bajo el mando de la División Criminal de la Fiscalía de Distrito. Nos ocupábamos de ir tras los malos que el fiscal babeaba por llevar a juicio. Si las cosas iban lentas, se podía hacer dinero entregando citaciones por cuenta de los picapleitos del centro de la ciudad y con las recuperaciones de bienes embargados (la raison d'être de Davis Evans).

Davis vivía, comía, bebía, suspiraba y respiraba por los coches bonitos. Su cubículo en Citaciones estaba empapelado de fotos de Duesenbergs y Pierce Arrows y de Cords, Cadillacs y Packards, junto a elegantes modelos extranjeros. Como robaba toda la ropa que vestía a los detenidos, extorsionaba a las prostitutas para que se lo hicieran gratis, comía de fiado y vivía en la habitación libre de una casa de huéspedes del condado para presos recién salidos con la condicional, tenía mucho dinero para gastárselo en ellos. En el garaje que tenía alquilado guardaba un Packard del 39 cabriolet, un Mercedes que se rumoreaba había conducido Hitler, un Lincoln púrpura descapotable que Davis llamaba su «coche de fiesta» y un Modelo T azul zafiro que apodaba «el pequeño pedorretas».

Los adquirió todos a través de subastas. Había un número de teléfono permanente que facilitaba información sobre coches de delincuentes y todos los policías codiciosos de L.A. se lo sabían de memoria. Sólo había que marcar Axminster 6-400 para saberlo todo de los buscados: a nombre de quién estaban, qué vendedor o agencia de crédito pagaba qué cantidad por su devolución… Davis sólo se movía por coches que deseaba, y sólo por los que pertenecían a delincuentes en busca y captura por asuntos graves. Era una circunstancia que se producía con frecuencia, pues los chorizos a la sombra no suelen pagar la letra mensual del coche. Una vez detenido el buscado, Davis localizaba el coche, lo dejaba enmohecer en su garaje, le hacía algunos desperfectos menores y luego informaba al vendedor de que el cabrón estaba en muy, muy mal estado. El vendedor le creía y Davis, que era un misántropo de corazón blando, le ofrecía una cantidad decente por quedarse el vehículo. El vendedor accedía, pensando que se aprovechaba de un palurdo refugiado de la sequía con un agujero en el bolsillo… y el sargento Davis Evans conseguía otro amor de su vida.

Ahora circulábamos entre campos de cultivo, hectáreas llanas de tierra roturada que parecía seca, exhausta, como si estuviéramos en pleno agosto ardiente y no en un templado octubre. Todos los granjeros respondían al prototipo de blanco pobre tostado por el sol, del que Davis había escapado por poco. A nuestra derecha, agazapada al borde de un valle repleto de matojos, quedaba Wayside Honor Rancho, una nueva instalación del condado que albergaba a presos por delitos menores. El lugar había sido centro de internamiento de japos durante la guerra, vigilados por campesinos de Oklahoma en nómina temporal de la Junta de Recolocación de Guerra. Pero ahora la guerra había terminado… y volvía a ser un rincón seco y polvoriento.

Le di un codazo a Davis y señalé una cuadrilla de campesinos que arrancaban coles.

—De poco te fue que terminaras ahí, colega.

Davis saludó al grupo; después los envió al carajo con un gesto.

—Puedes llevar un perro a la salsa, pero no puedes obligarlo a que la lama.

Pasaba un poco de mediodía cuando nos detuvimos delante de los juzgados y prisión municipal de Ventura. Para tratarse de una población rural, el edificio tenía ínfulas, aunque de poco vuelo: unos pilares griegos, un techo Tudor y unas marquesinas de lona de estilo moruno se juntaban en un edificio que producía una sensación de delírium trémens sin ayuda de bebida. Davis refunfuñó mientras abríamos una puerta decorada con grabados de jeroglíficos egipcios.

El interior se dividía en dos alas y unos barrotes al fondo del pasillo de la izquierda nos indicaron dónde debíamos dirigirnos. Sentado ante la reja, un joven gordo enfundado en un uniforme caqui que embutía su cuerpo como la tripa de una salchicha alzó la vista del cómic que estaba hojeando y murmuró:

—Esto… ¿qué se les ofrece?

Davis sacó las tres órdenes de búsqueda y las sostuvo ante el muchacho para que les echara un vistazo.

—DPLA, hijo. Traemos una orden de extradición contra Harwell Treadwell, además de otras dos citaciones por unas viejas acusaciones. ¿Quieres ir a buscárnoslo?

El joven examinó los papeles, probablemente para ver las fotos. Incapaz de interpretar las palabras, abrió la puerta de barrotes y nos condujo por un largo pasadizo con celdas a ambos lados. Cerca del fondo del pasillo, oí proferir unas blasfemias amortiguadas y unos golpes sordos. El guardia anunció nuestra presencia con un carraspeo y dijo:

—Esto… ¿sheriff? Aquí traigo a dos hombres que quieren hablar con usted.

Me planté ante la puerta abierta de la celda y eché un vistazo. Un hombre alto y robusto que lucía una versión con galones del uniforme del guardia estaba plantado junto a un tipo todavía más alto, cuyo aspecto e indumentaria respondían al arquetipo de agente del FBI: traje gris, corbata gris, pelo gris, expresión gris. Esposado a una silla estaba nuestro hombre, un blanco pobre de aire desafiante con un peinado de culo de pato, el rostro cubierto de contusiones amoratadas y verde vómito y el torso desnudo con marcas de nudilleras de metal.

El guardia se marchó antes de que los dos tíos duros lo reprendieran por haber interrumpido su tercer grado. Davis blandió nuestros papeles. El sheriff los miró en silencio y el federal se abrochó la chaqueta, ocultando las nudilleras que le asomaban del cinto.

—Soy el agente especial Stensland —dijo—. Oficina del FBI en Ventura. ¿Qué…?

Harwell Treadwell se rio y escupió sangre en el suelo.

—Nos lo llevamos a L.A. —anuncié—. ¿Ha cantado algo sobre los otros dos?

El sheriff le devolvió los documentos a Davis.

—Tal vez lo habría hecho si no hubieran interrumpido el interrogatorio.

—Hace tres días que lo tienen aquí —repliqué—. Ya deberían habérselo sacado.

Treadwell escupió sangre en las abrillantadísimas botas de vaquero del sheriff; cuando éste cerró los puños para darle su merecido, Davis se interpuso.

—Ahora el preso es mío. Firmado, sellado y entregado.

—De eso, nada. Treadwell es un preso federal.

Negué con la cabeza y añadí:

—Tiene órdenes de detención previas a la de extradición, y esta última tiene la contrafirma de un juez federal. Es nuestro.

Stensland me taladró con sus ojos grises, pequeños como cuentas. Me quedé allí plantado, inexpresivo, y entonces probó con una sonrisa y la complicidad de policía a policía.

—Mire, agente…

—Sargento.

—Bien, sargento, escuche: la chica secuestrada y los dos hombres siguen huidos y este cerdo es responsable de que uno de mis agentes perdiera seis dedos. ¿No quiere volver a Los Ángeles con una confesión? ¿No quiere que sus asquerosos hermanos sean capturados? ¿No quiere dejarnos probar a nuestro modo un rato más?

—A su modo no funciona —replicó Davis—, así que probaremos al mío.

Se acercó a Harwell Treadwell y le quitó las esposas. Cuando se puso en pie, al artista del secuestro casi le fallaron las piernas y un reguero de bilis asomó en la comisura de sus labios. Davis lo sacó al pasillo y yo le dije a Stensland:

—La orden de extradición tiene una cláusula sobre pruebas materiales. Necesito todo lo que hayan encontrado en la escena del crimen, incluido el dinero del rescate recuperado.

El federal frunció el ceño y meneó la cabeza.

—No podrá ser hasta el lunes. Está en una caja fuerte del juzgado y éste no abrirá hasta entonces.

—¿Cuánto había?

—Dos mil ciento y pico.

—Mándenlo con un recibo detallado —dije, y abandoné la celda mientras los dos servidores de la ley me lanzaban miradas asesinas. Alcancé a Davis y Treadwell en la reja de la entrada y el guardia se mofó del preso, que avanzaba doblado por la cintura. Treadwell le arrojó un cóctel de sangre en la pechera de la camisa y, cuando el joven se levantó, lo alcanzó en las pelotas con la puntera de la bota.

Davis soltó una exclamación, «¡Qué cabrón!», mientras el guardia se derrumbaba sobre su manoseado número de Batman.

El «modo» de Davis consistió en llevar a Harwell Treadwell a un puesto de comidas del barrio sur de Ventura y obsequiarlo con pollo frito, galletas empapadas de salsa y batatas, mientras yo lo apuntaba con la pistola y mi colega loco por los coches disparaba preguntas acerca del Auburn deportivo del 36. Treadwell respondió entre bocados feroces y Davis expresó su preocupación de que el Auburn resultara agujereado cuando los demás hermanos Treadwell fuesen abatidos por la policía.

—Ustedes preocúpense de la chica —nos repitió Harwell una y otra vez—. Mis colegas se las huelen todas.

—¿Tus hermanos, quieres decir? —insistía yo.

Pero Treadwell siempre me replicaba:

—No soy un chivato, hijo.

Era media tarde cuando, por fin, nos dirigimos al sur por la autopista del Pacífico; yo al volante, y Davis y el extraditado en el asiento de atrás. Treadwell llevaba las manos esposadas a la espalda y los tobillos trabados en el bastidor del asiento delantero. Habíamos bajado la capota y el sol y la brisa marina me hacían pensar que, al fin y al cabo, aquella misión no estaba tan mal. A mi espalda, los dos nativos de Oklahoma charlaban, se lanzaban pullas y se provocaban.

—¿A nombre de quién va el deportivo, chico?

—¿Quién le hace la ropa? Nunca he visto tantos ángulos diferentes en una urdimbre.

—Llevo dentro Hollywood, chico.

—Más bien llevas sangre negra. ¿De qué parte de Oklahoma eres?

—De las afueras de Norman. ¿Tú eres de Gila Bend?

—Sí.

—¿Qué se hace allí?

—Prender fuego al rabo de los perros y ver cómo las moscas folian, beben, se pelean y acosan a tu hermana.

—Cuentan que tus hermanos van por cualquier cosa blanca y lo hacen sobre la marcha. Se folian todo lo que se mueva y sea blanco.

—Van por cualquier cosa y basta, jefe. Que me parta un rayo si miento.

—¿Crees que harán daño a la chica?

—Esa chica sabe cuidarse sola, y no estoy diciendo que la tengan mis hermanos.

—¿Cómo te enteraste de quién era? —Millar leyó los ecos de sociedad y se enamoró.

—Pensaba que habías dicho que tus hermanos no participaban en esto.

—No he dicho que lo hagan, ni que no.

—El secuestro es una especialidad de Oklahoma desde antiguo. Los Barker, Pretty Boy Floyd… ¿Por qué crees que será?

—Bueno, tal vez sea que la gente que viene de pasar hambre tiene auténtica curiosidad por el precio que alguien es capaz de pagar por su ser amado. ¿Cuánto puedes subir la cifra antes de que diga: «No, señor, puedes quedarte con ese hijo de puta»?

—Volvamos al Auburn, chico.

—Nada de eso. Necesito algo con lo que seguir tentándote.

—Tiéntame ahora.

—A ver qué te parece esto: tapicería de cuero claro en la que Millar derramó licor, una radio que pilla las emisoras de San Diego perfectamente, una ligera rascada en la caja de cambios cuando entras tercera. ¡Eh!

Yo también lo vi en ese instante: una motocicleta caída e incendiada en medio de la autopista. No se veía agentes en la zona, pero habían colocado en medio del carril una señal de desvío que dirigía el tráfico en dirección sur hacia una carretera que llevaba al interior. Por puro reflejo, giré bruscamente a la izquierda para tomarla y las llamas casi lamieron el guardabarros trasero.

—¡Ehhh! ¡Qué cabrón!

Harwell Treadwell rio como una hiena. La carretera de doble sentido nos llevó, salvando una serie de cuestas, hasta un cañón encajonado entre unas colinas cubiertas de matojos que se alzaban a la vera misma de la calzada. Maldije el desvío, que iba a costarnos una hora o más, y entonces sonó un estampido y el parabrisas estalló delante de mí.

La metralla de vidrio llenó el aire; cerré los ojos y noté cortes en la cara y las manos, que sujetaban el volante. Davis chilló «¡HIJO DE PUTA!» y empezó a disparar hacia la colina de la izquierda. Abrí los ojos y no vi nada más que vegetación; entonces, tres disparos más impactaron en el costado del coche y rebotaron ding-ding-ding.

Pisé a fondo el acelerador; Davis disparó a los fogonazos procedentes de la ladera; Harwell Treadwell hizo unos ruiditos extraños, como si no supiera si reír o llorar. Con la cabeza a la altura del volante, por el retrovisor vi que Davis arrancaba del asiento a Treadwell para usarlo como chaleco antibalas y le metía su 38 en la boca para mayor seguridad.

¡Craaac! ¡Craaac! ¡Craaac!

El último tiro acertó en el radiador y el vapor nubló mi campo visual. Conduje a ciegas, acelerando por una bajada, y se oyó otro disparo; el neumático delantero izquierdo reventó y el coche dio un bandazo. Desaceleré y me dirigí a la cuneta del lado contrario al que nos disparaban. Sin ver nada, intenté salirme de la calzada sin volcar. Unos enormes matorrales verdes surgieron de la nada y luego todo estaba patas arriba y yo tragaba asfalto y vapor.

Nuevos «craaacs» palpitaron en mi interior y no supe si eran disparos o partes de mi cerebro que dejaban de funcionar. Envuelto en polvo y vapores, oí:

—¡Piernas! ¡Piernas, chico! ¡Corre!

Obedecí y corrí a toda velocidad, tambaleándome. El vapor se disipó y vi que me dirigía hacia un campo de labor recién arado. Davis corría delante de mí, llevando a Harwell Treadwell a empujones y tirones, sin dejar de apuntarle a la cabeza. Les di alcance y advertí que los disparos habían cesado. Distinguí, más allá del sembrado, unos árboles y edificios; tal vez un pueblucho de aparceros.

Corrimos hacia allí: dos pasmas y el secuestrador esposado que nos servía de chaleco antibalas, seguro de vida y as en la manga, pisoteando coles y zanahorias y judías agostadas en nuestro afán por ponernos a salvo. Ya cerca de la población, observé que se componía de una sola calle con casas de madera a los dos lados y una pista de tierra compactada por única carretera. Reduje la marcha a un trote, agarré del brazo a Davis y dije entre jadeos:

—No podemos arriesgarnos a coger un coche y largarnos. Tenemos que llamar a los gorilas de Ventura.

Davis tiró de la cadena de las esposas de Treadwell y lo mandó de bruces al suelo. Conteniendo la respiración, le arreó una fuerte patada en el culo.

—Esto, por mi coche y por si la palmo.

Se limpió la frente de sudor y polvo y apuntó con su 38 a la calle mayor del pueblucho instándome a mirar. Lo hice y al instante vi qué me indicaba: los cables telefónicos estaban amontonados junto a la base del poste que se alzaba en el límite mismo del pueblucho.

Volví la mirada hacia los campos improductivos y la carretera donde quedaban los restos del coche de mi compañero. Después contemplé de nuevo aquel La ruta del tabaco a la californiana.

—Vamos —dije.

Entramos en el pueblo y lo estudié detenidamente mientras Davis avanzaba lado a lado con Harwell Treadwell, con el 38 corto colgando entre el pulgar y el índice y la boca del cañón apuntando a sus cojones. En el lado izquierdo de la calle había un granero, una tienda con las estanterías del escaparate llenas de botellas de vino barato y moscatel, y un taller de reparación de maquinaria agrícola con piezas oxidadas a la entrada. En el lado derecho, todas las fachadas estaban tapiadas con tablones, y delante había aparcada media docena de automóviles destartalados de antes de la guerra, entre ellos un híbrido Modelo T que parecía armado con piezas desiguales. Los únicos viandantes eran un par de tipos con aspecto de oso, vestidos con uniformes del Servicio de Reubicación de Guerra descoloridos por el sol, que nos dedicaron una breve mirada de reojo y continuaron su camino.

Cuando llegamos al final de la calle, Davis descubrió una puerta desprotegida que no parecía muy resistente, la abrió a patadas e hizo entrar a Treadwell. Luego se volvió hacia mí.

—Tenemos lo que esa gente quiere —dijo—. Ve a su encuentro y diles que Harwell está chupando la punta de mi 38 y que al primer disparo que oiga, se lleva un cóctel de plomo caliente. Y consíguenos un coche, chico.

Asentí y volví sobre mis pasos hasta los coches desvencijados, buscando alguno en condiciones. Los seis tenían pinchado al menos un neumático, y empezó a inquietarme la ausencia de gente y que aquel par que había visto no parecieran alarmarse por la presencia de unos hombres armados y agitados. Distinguí una escalera de incendios en un lado del granero al otro lado de la calle, corrí y me encaramé a ella.

Desde arriba se tenía una buena vista de la zona. Las casuchas se apretaban en pequeñas bolsas de verdor bordeadas de campos vallados y una serie de caminos de tierra las conectaba entre ellas y con el pueblo. No se veía a nadie trabajando los campos, pero varias personas tomaban el aire delante de sus viviendas, lo cual me extrañó.

Empecé a bajar y, a media escalera, vi que un viejo me observaba. Fingí no haberme fijado y el hombre dio media vuelta y echó a correr como alma que lleva el diablo hacia el edificio más grande de la comunidad, una estructura de plancha ondulada con un granero de madera anexo.

Salté de la escalera y tomé un sendero que me llevó fuera del pueblo y, cien metros más allá, a una arboleda de sicomoros que formaba un perímetro a unos pocos metros del granero. No vi al viejo, pero la puerta de corredera del cobertizo estaba ligeramente abierta. Empuñé mi 38, corrí y entré.

El sol que se colaba por una ventana lateral iluminó un gran espacio vacío y me asaltó olor a heno y a algo medicinal. En el centro del granero, el hedor ácido se hizo más intenso y casi familiar. En un rincón había una mesa cubierta con una lona, cerca de la puerta que comunicaba con el otro edificio, y vi hielo seco que escapaba con un siseo por los desgarros de la lona. La silueta que había debajo cobró forma y retiré la lona.

El cadáver de un hombre desnudo yacía sobre unos bloques de hielo seco, con unos saquitos que rezumaban formaldehído colocados estratégicamente sobre el cuerpo. Era la viva imagen de Harwell Treadwell y no había que ser forense para determinar la causa de la muerte: le habían volado la entrepierna y lo único que quedaba eran fragmentos de carne ensangrentada, salpicados de postas.

Volví a cubrirlo y probé a abrir la puerta. El tirador cedió y empujé la hoja despacio, sólo una rendija, lo suficiente para ver. Entonces se abrió del todo, violentamente, y una gran escopeta de dos cañones me apuntó. Aferré los cañones con ambas manos y empujé hacia arriba.

Resonó un enorme «¡cabuuum!» y el techo de chapa se sacudió bajo la fuerza del estampido; las postas rebotaron. Me arrojé contra el hombre que empuñaba la escopeta justo cuando intentaba machacarme con la culata; se la quité y le aticé en la cabeza con mi 38, una, dos, tres veces. Por fin, se derrumbó. Aparté la escopeta de un puntapié y me incorporé sobre unas piernas muy, muy temblorosas.

Era el viejo que había escapado como un conejo al verme en la escalera de incendios. Eché un vistazo alrededor y vi un cubo de agua en el suelo de tablones cuarteados, cerca de la puerta principal. Fui a buscarlo y lo vacié sobre mi agresor. Se movió, empezó a resoplar y entonces hinque la rodilla y le puse la pistola en la nariz para que se hiciera una idea clara de la situación.

—Reconoce que has matado a ese hombre de ahí, o convénceme de que lo ha hecho otro, y vivirás. Cuéntame dónde está el otro hermano Treadwell y no te detendré por agresión a un oficial de policía. Jódeme, y morirás.

El viejo lo captó todo y su mirada se aclaró por segundos, demostrando los admirables poderes reparadores del acostumbrado a que lo puteen. Cuando torció los labios para escupir una invectiva, amartillé el arma y añadí:

—Sin bromas, sin agudezas y sin bobadas.

En ese momento, el abuelo vio la escena clarísima, en tecnicolor.

—No he matado a nadie —dijo con un marcado acento del Medio Oeste—. Soy un campesino con cierto interés por las artes médicas, pero no soy un asesino, entérese.

—Yo sí. De modo que sigue hablando y que no decaiga mi interés. Sabes, me aburro con facilidad y cuando me aburro, me pongo hecho una fiera.

El vejete tragó saliva y habló de corrido.

—La gente de aquí escondió a Miller y Leroy, junto con la chica, cuando tuvieron ese problema en Ventura. Ellos…

—¿Le pagaron por eso? —lo interrumpí. El abuelo soltó una risotada.

—¿Dónde cree que está todo el mundo? Miller y Leroy tienen primos a puñados por aquí; repartieron dinero y todos se marcharon a gastarlo en Oxnard y Ventura. Como para arruinar a Miller y Leroy, gastaron.

—¿Qué?

—Antes de morir, Leroy me dijo que habían gastado ocho o nueve mil dólares, y que este pueblo nuestro era más hospitalario que Hot Springs en los viejos tiempos.

—El dinero del rescate ascendía a cien mil —repliqué.

El abuelo soltó un bufido.

—Cuando el canje salió mal, hubo un gran lío. La policía se llevó la mayor parte. Miller y Leroy se quedaron las migajas.

Mi primer pensamiento fue que los del sheriff de Ventura se habían guardado un buen pellizco.

—Continúa.

—Bueno, aquí todo el mundo estaba contento y Miller y Leroy y la chica se escondieron y los dos empezaron a planear otro negocio y se pusieron a discutir por la chica y ella tomó partido por Miller porque Leroy le daba mucho asco. Entonces, Leroy intentó hacerle a la fuerza lo que ya sabe, y ella convenció a Miller de que vengara su virtud.

—¿Miller se cargó a su propio hermano?

—Exacto. Y se sintió tan mal por ello que me pagó los que debían de ser sus últimos doscientos dólares para que preparase al muchacho para el entierro y, cuando todos los primos volvieran de gastarse su dinero, le diéramos sepultura.

—¿Y entonces Miller se largó con la chica?

—Exacto. Se dirigieron al sur con ese bonito coche de Harwell recién pintado de negro.

—¿Cuándo?

—Ayer. Hacia mediodía.

—¿Cortaron las líneas telefónicas antes de marcharse?

—No lo creo. —Se encogió de hombros—. Me parece que esta mañana los cables estaban bien.

Al oír aquello, me recorrió la columna el hormigueo que siempre sentía cuando algo andaba realmente mal. Stensland, el federal, había dicho que tenían guardados como prueba material «dos mil ciento y pico» dólares recuperados del rescate, y Miller y Leroy habían repartido «ocho o nueve mil» para garantizarse refugio. Calculé que unos cuantos miles podían haberse perdido en el impasse, y el resto había volado, distraído probablemente por los federales y/o los hombres del sheriff de Ventura. Y aquí venía la parte más alarmante: si Miller Treadwell se había marchado con Jane Viertel el día anterior, era la ley la que nos había tendido la emboscada. Lo había hecho para que Harwell Treadwell no delatara el paradero de sus hermanos y éstos no nos revelaran la mísera porción de la tarta del rescate que se habían llevado.

—Entierra a ese cabrón degenerado —dije al viejo. Dejé de apuntarle y salí de allí furioso, como si me hubieran tumbado con un golpe inesperado.

Cuando volví a la casucha donde había dejado a Davis con nuestro prisionero, habían desaparecido. Me asaltó una nueva oleada de pánico. Entonces oí unos gruñidos y ruido de metal contra metal, procedentes del otro lado del edificio. Lo rodeé y allí estaban Harwell Treadwell, encadenado a una valla, y mi colega, embarcado a sus cuarenta y seis años en una nueva carrera profesional como mecánico de coches preparados.

Davis se afanaba en la antigualla en que yo me había fijado antes, que ahora parecía un cruce entre la nave espacial de Buck Rogers y una colección de piezas de repuesto arrastradas hasta allí por un perro de basurero. Era un chasis de Modelo T con dos llantas de motocicleta en el eje delantero, dos neumáticos de tractor atrás, lo que parecía media docena de motores de cortadora de césped sujeta con ganchos y un bastidor improvisado con tela metálica y cinta aislante. Davis estaba tendido en el suelo, trabajando en el eje de transmisión, y cuando metí la mano por la ventanilla del conductor e hice sonar el claxon, se levantó con el arma por delante. Al verme se echó a reír.

—¡Jaaa! ¡Chico, has estado a punto de morir!

Me acerqué y le susurré al oído:

—Miller mató a Leroy y se largó con la chica en el Auburn. Eso fue ayer. La pasma de Ventura se ha quedado el dinero del rescate y creo que fueron ellos quienes nos disparaban. Larguémonos ahora mismo. A pie, si este trasto no funciona.

—Lo bautizé —sonrió Davis—. Lo llamo el Arrastraculo. Y volará.

Oí motores a lo lejos y me encaramé al estribo del cachivache para echar un vistazo. Una caravana de tres vehículos avanzaba dando botes por los campos que rodeaban el pueblo, levantando nubes de polvo. Entrecerré los ojos y distinguí la pintura blanca y negra de uno de los coches y las luces cereza en otro.

—¿Son ellos? —preguntó Davis. Asentí y, de pronto, él se convirtió en un derviche que apretaba tuercas, aseguraba tornillos y conectaba cables.

Entretanto Harwell Treadwell se puso a gritar:

—¡Venid por el hermano mayor! ¡Hoy juego en casa! ¡Venid a cogerme!

Corrí hasta él e introduje torpemente la llave en las esposas. Apenas le había soltado la muñeca izquierda cuando me lanzó un gancho corto de derecha. Aturdido, intenté agacharme en un gesto defensivo, pero la esposa suelta me alcanzó el rostro y el aro abierto me arrancó un pedazo de ceja, nublándome los ojos de sangre.

El coche patrulla estaba cada vez más cerca y oí cómo Davis intentaba frenéticamente poner en marcha el Arrastraculo. Me limpié la sangre de los ojos y recuperé el equilibrio a tiempo de ver a Harwell Treadwell doblar la esquina del edificio a la carrera. Salí en su persecución, pero en ese momento el cacharro de Davis arrancó por fin, cerrándome el paso.

—¡No respondo de los frenos! —gritó—. ¡Salta!

Lo hice. Davis pisó los dos pedales a la vez y el trasto avanzó a paso de tortuga. «¡Treadwell!», grité para que me oyera pese al ruido del motor. Davis respondió con otro grito, «¡Lo pagará caro!», dos veces más potente. Ya en mitad de la calle, me volví para mirar atrás. Allí estaba nuestro extraditado, corriendo en dirección a la tormenta de polvo de los tres coches, soltando alaridos y agitando los brazos. Un segundo después oí disparos de rifle y fuego de ametralladora y los pedazos de Treadwell salieron volando en todas direcciones antes de que los engullera la nube de polvo.

Después me limité a agarrarme. Nos zarandeamos, dimos botes, pasamos baches y despegamos un metro del suelo. Patinamos sobre la calzada de tierra y zigzagueamos por la red de caminos que conducía fuera del pueblo. Derrapamos en los trechos de grava y nos convertimos en donuts en los tramos mojados. Davis pisó a fondo, hizo dobles y triples embragues, apartó del paso a un perro vagabundo haciendo sonar el claxon e hizo cualquier cosa menos tocar el freno. Empezaba a anochecer y pronto nos encontramos en la calzada grande y ancha de Ridge Road, en dirección al sur, con asfalto bajo nuestras ruedas desparejadas y separados por una delgada línea amarilla de colisionar con los coches normales.

—¡No llevamos luces! —anunció Davis a gritos, y a continuación vi el rótulo del desvío de Wayside Honor Rancho. Davis también lo vio, desaceleró, pisó el pedal y confirmó—: ¡No tengo frenos!

Cerré los ojos y noté que el Arrastraculo se sacudía. Un momento después se produjo una combinación de triple derrapada y donut y nos quedamos totalmente parados, en el carril dirección norte, viendo venir de frente los faros de la muerte.

Saltamos del coche y corrimos. Un chirriar de neumáticos y una sucesión de impactos, crujidos y chasquidos me dijeron que el Arrastraculo ya era historia. Nos encogimos de hombros, continuamos corriendo hasta el desvío y tomamos la carretera hacia la caseta de guardia, rodeada de alambre de espino, que separaba los ciudadanos de bien de los internados por la autoridad del condado. Cuando nos acercamos una luz nos enfocó; saqué mi placa y dibujé la palabra «paz» en mis labios. En aquel momento, las piernas se me hicieron gelatina y me desvanecí mientras pensaba que debería haber tenido más fuelle que un gordo de Oklahoma que me llevaba quince años.

Cuando desperté, mi gordo compañero estaba de pie a mi lado, con una camisa blanca limpia y una corbata estampada muy seria. Lo primero que pensé fue que debíamos de estar muertos; Davis no vestiría tan formal a menos que le obligara el propio Dios.

—Despierta, chico. He estado haciendo indagaciones mientras tú hacías de bello durmiente.

Todo volvió en una fracción de segundo. Gemí, palpé el catre en que yacía y vi que estaba en el abigarrado interior de la caseta de guardia.

—Oh, mierda.

Davis me entregó una toalla mojada.

—Y que lo digas. He hecho unas llamadas. Un amigo mío del juzgado de Ventura me ha dicho que guardan dos mil ciento sesenta y seis pavos del dinero del rescate en el almacén de pruebas. ¿Qué te parece?

Me incorporé y probé las piernas. Se tambalearon, pero me sostuvieron.

—Millar y Leroy repartieron ocho o nueve mil en el pueblo —dije—. Eso deja casi noventa mil perdidos por ahí. Tiene que ser cosa de la poli de Ventura.

Davis meneó la cabeza.

—No. La caravana que se presentó en el pueblo y abatió a Harwell era oficial y legal. Vieron nuestro coche accidentado cerca del desvío y acudieron en busca de supervivientes. Mira, he llamado a Registros e Investigaciones y a Robos para hacer una lista de los cómplices conocidos de Miller de anteriores detenciones. He conseguido seis nombres de su expediente y el tipo del registro me dijo que un federal de Ventura se había presentado allí unas horas antes, buscando la misma información, ¿no te parece encantador?

Pensé en Stensland, el federal gris de arriba abajo que iba a hacerse la gran pensión libre de impuestos… si conseguía tapar el hecho de que los secuestradores sólo habían pillado unas migajas del botín.

—Vamos a por él.

—Ese cabrón las pagará por destrozarme el Buick.

—Que el oficial de servicio te consiga un coche. Y esta vez conduciré yo.

De vuelta en L.A., territorio conocido aunque no sano y salvo, confeccionamos un itinerario de las últimas direcciones conocidas de los seis nombres de la lista de cómplices de Miller Treadwell. Davis se puso de nuevo al volante y yo me dediqué a tocar y observar los diversos cortes, laceraciones y magulladuras que tenía por todo el cuerpo, mientras patrullábamos la zona centro sur de la ciudad, donde residían nuestros tres primeros «posibles».

La mujer del primero nos dijo que su marido volvía a alojarse en San Quintín; el apartamento del segundo había sido demolido y era ahora un salón de juegos recreativos frecuentado por jóvenes mexicanos que vestían típicos zoot suits[2] de pachuco; el tercero se había hecho un hombre religioso y alababa a Dios mientras registrábamos su piso. Nos dijo que no veía a Miller Treadwell desde su último trabajo juntos, en el 41, lo maldijo por putero fornicador y nos regaló folletos que explicaban convincentemente que Jesucristo era ario, no judío, y que Mein Kampf era el libro perdido de la Biblia. La respuesta que le dio Davis fue el «¡Jaaaaaa!» más largo que le he oído emitir y, mientras cruzábamos la ciudad hacia Hollywood y el cómplice conocido número cuatro, discutimos los pros y contras de una violación de la libertad condicional alegando claudicación mental.

El número cuatro, John Lembeck el Jungla, blanco, 34 años, atracador a mano armada con dos condenas, vivía en unos bungalows de Serrano, tocando con el Boulevard. Cuando pasamos por delante con el coche para echar una ojeada al lugar, Davis y yo exclamamos a la vez «¡Bingo!», y yo añadí:

—El Auburn mal repintado de negro. Allí, junto al semáforo.

—¿Qué? —soltó Davis. Aminoró la marcha y echó un vistazo a la calle a oscuras. Cuando distinguió el sueño de coche, continuó—: Doble bingo. Tres vehículos más allá hay un coche federal. Si lleva matrícula de Ventura tendremos problemas.

Me apeé y desanduve el camino para comprobarlo; Davis continuó hasta la esquina y aparcó. Me agaché a leer la matrícula trasera del Plymouth gris acero. Triple bingo: cinco cifras que lo identificaban como vehículo federal, placa de matrícula del condado de Ventura de 1945. Problemas a la vista.

Davis se acercó al trote y juntos rodeamos los bungalows en un movimiento envolvente. Eran casitas individuales de estuco dispuestas en torno a un patio de cemento y el expediente de John Lembeck lo situaba en la número 3. Unos callejones separaban el patio de los edificios de apartamentos contiguos y tomé el de la izquierda.

La noche era despejada y de un azul marino intenso. Avancé con cautela por el callejón con la ayuda de la luz de las ventanas. Las dos primeras casitas tenían las cortinas echadas, pero en la tercera estaban un poco abiertas para que corriera el aire y las persianas venecianas no estaban bajadas del todo. Empuñé la pistola, acerqué los ojos a la rendija de luz y miré.

Cuádruple bingo… y algo más.

El tipo que tenía que ser Miller Treadwell estaba sentado en un cómodo sillón de orejas, con los pantalones bajados y murmurando «maldita sea, maldita sea». Distinguí una mano de mujer posada en el brazo del sillón. El agente Stensland, atado e inmovilizado, yacía en el suelo cerca de la puerta de la estancia delantera. No dejaba de rascar las ligaduras de las muñecas contra una rejilla de la pared y su respiración expandía y contraía el esparadrapo que le cruzaba la boca.

Con los ojos cerrados, Miller gimió y una cabeza rubia bonita emergió y le habló:

—Cielo, deja que te diga una cosa, un segundo.

—Maldita sea, chica, no pares.

—Miller, tienes que hacer que te diga dónde ha puesto el dinero.

—Ya tenemos lo nuestro, mujer. Y no nos lo dirá; sabe que lo mataré si lo hace. Tenemos lo nuestro y podemos negociarte otra vez.

—Papá es demasiado roñoso para pagar más. Podríamos tener el doble, cielo. Podríamos largarnos y estar juntos y olvidarnos de papá.

—Cielo, no digas tonterías. Tenemos mucha pasta, tu padre tiene mucha más y, en este estado en que me tienes, no puedo decir más. ¿Quieres…?

La cabeza desapareció de nuevo; Miller volvió a sus gemidos. Me pregunté dónde estaba Evans y observé cómo Stensland seguía moviendo las muñecas atadas contra la rejilla. El éxtasis del secuestrador—asesino estaba llegando a un crescendo cuando vi a mi compañero dentro de la casa, avanzando de puntillas hacia la puerta de paso entre las dos estancias.

Estaba apenas unos palmos a la espalda de Stensland cuando el federal consiguió liberarse las muñecas y arrancarse el esparadrapo. El dolor lo hizo enrojecer y seguí su mirada hacia una automática del 45 que descansaba en el brazo del sillón, junto a la mano derecha de Miller.

Mientras se debatía con las ligaduras de los tobillos, apresurándose a aprovechar la distracción del hermano Treadwell, Stensland dio un codazo a la rejilla. Miller volvió del paraíso al instante y le apuntó con la 45 en el momento que yo introducía mi arma por la rendija de la ventana. Él disparó al federal; yo le disparé a él; Davis vació su pistola en el sillón. Conté una docena de detonaciones y todo terminó. Todo, salvo el grito de Jane Mackenzie Viertel, que batió el récord de duración.

Se presentó un montón de coches patrulla de la comisaría de Hollywood y el furgón de la carne se llevó a Miller Treadwell y al agente especial Norris Stensland, muerto en acto de servicio. Un teniente detective nos dijo a Davis y a mí que quería un informe completo antes de ponerse en contacto con los federales. Retuvimos esposada a la chica Viertel por principios y, cuando el revuelo pasó y la multitud de mirones se dispersó, la interrogamos en el patio.

—Aclara lo del dinero —le dije mientras le quitaba las esposas—. ¿Qué sucedió? ¿Dónde está la pasta de la que hablaba Miller?

A la luz de una farola de la calle, Jane Viertel se frotó las muñecas.

—El dinero estaba en dos paquetes. Cuando se armó el lío, se cayeron. Miller y Leroy cogieron uno que se rompió, se abrió. El tipo del FBI dejó caer el suyo y Leroy huyó conmigo. Miller también escapó. El agente se llevó a Harwell a su coche; luego regresó y recuperó el segundo paquete, de modo que Harwell no supiera que lo tenía. Pero Miller lo vio. Se quedó unos cuantos billete sueltos y escondió el resto del dinero a Leroy. Miller y Leroy dieron el dinero suelto a esos patanes asquerosos y Leroy pensó que era asunto terminado. Entonces, Miller y yo nos liamos y me contó que había cuarenta mil para nosotros.

Observé a la muchacha, un encanto de diecinueve años con astucias de burdel.

—¿Dónde está el dinero de Miller?

Jane advirtió la mirada de amor de Davis al Auburn deportivo.

—¿Por qué habría de decírselo, si se lo devolvería sin más a ese tacaño de mi padre?

—Pagó cien de los grandes para salvarte la vida.

La chica se encogió de hombros y encendió un cigarrillo:

—Probablemente usó los intereses del fondo fiduciario de mamá. ¿Qué le pasa al gordo? ¿Le ponen los coches, o algo así?

Davis se acercó a nosotros.

—Necesita un decapado completo, pintura nueva, tapicería nueva y neumáticos de laterales blancos. Entonces será una belleza. —Guiñó el ojo a Jane Viertel y le dijo—: ¿Cuál es tu objetivo en la vida, corazón? ¿Los asesinos comechochos?

Jane sonrió, anduvo hasta el coche y desenroscó el tapón de la gasolina. Echó dentro el cigarrillo y salió corriendo. Davis y yo nos echamos al suelo y comimos hierba.

El depósito estalló y el coche quedó envuelto en llamas. La chica se levantó e hizo una reverencia; después volvió a nuestro lado y dijo:

—El dinero de Miller estaba en el portaequipajes.

Una lástima, papaíto. Podrías decirle a mamá que es un pago de impuestos.

Volví a esposar a Jane Viertel; las llamas iluminaron con parpadeos la expresión desolada de Davis Evans. Se metió las manos en los bolsillos, las sacó vacías y me dijo:

—¿Tienes un par de monedas, colega? Axminster 6-400 es un número de pago. Necesito una belleza como un cabrón.