NEGROLANDIA RICA

Vi celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial desde las ventanas de mi despacho, en Los Ángeles. El departamento de órdenes de detención de la División Central ocupaba todo el lado norte de la planta undécima del ayuntamiento, por lo que disponía de una atalaya alta y despejada. Vi empleados que bebían directamente de la botella en el aparcamiento del edificio de Registros, al otro lado de la calle, y agentes de uniforme que formaban una escuadra antidisturbios y se dirigían a Little Tokio, a unas manzanas de distancia, dispuestos a reprimir una conga de jóvenes manifestantes que, armados con garrotes, parecían decididos a dejar corta la bomba atómica. Alargando el cuello, distinguí unas altas columnas de humo negro en Bunker Hill, señal evidente de que los patriotas alumnos del instituto de Belmont High estaban desguazando coches y prendiendo fuego a los neumáticos. En Sunset y Figueroa, se congregaban grupos de pachucos en violación de la ordenanza que les prohibía reunirse, suponiendo sin duda que aquel día se permitía todo.

La pequeña ventana encima de mi escritorio daba al este y no ofrecía más vista que la de la neblina de contaminación y un enorme atasco de tráfico que avanzaba lentamente hacia Boyle Heights. Contemplé la bruma marrón e imaginé un montón de llamadas de urgencia desatendidas a causa de los humos nocivos y la jarana parachoques con parachoques. Mis ensoñaciones se hicieron más y más vividas y, cuando tuve todo un firmamento de bombas A cayendo sobre las oficinas del Buró de Detectives del DPLA, abrí el escritorio y saqué los dos papeles que llevaba evitando toda la mañana.

El primero era una nota a mano del jefe del turno de día de Robos, al fondo del pasillo: «Lee, Wallace Simpkins salió de San Quintín con la condicional la semana pasada; se ocupa nuestra jurisdicción. He creído que debías saberlo. Ten cuidado. G.C.»

Estupenda noticia para el día de la Victoria.

La segunda hoja era un teletipo interdepartamentos enviado por la división Universidad; unido a la advertencia de Georgie Caulkins, anunciaba el inicio de una nueva guerra de un solo frente.

Durante los cinco días anteriores se habían producido cuatro robos con violencia en el distrito de West Adams, perpetrados por un equipo de dos asaltantes, uno blanco y uno negro. El modus operandi era idéntico en los cuatro casos: licorerías que surtían a negros de buena posición eran atracadas por la noche, media hora antes del cierre, cuando las cajas estaban llenas. Un varón caucásico bien vestido entraba y dejaba fuera de combate al empleado golpeándolo con el cañón de una 45 automática, mientras su compañero negro metía la pasta de la caja en una bolsa de papel. En dos ocasiones había clientes en la tienda en el momento de producirse el atraco. A ellos también los habían golpeado hasta perder el sentido; una anciana seguía en estado crítico en el Reina de Los Ángeles.

Estaba tan claro y luminoso como un rótulo de neón. Descolgué el teléfono y llamé al número personal de Al van Patten, de la oficina de Condicionales del sheriff del condado.

—Hable, usted paga la llamada.

—Al, soy Lee Blanchard.

—¡El gran Lee! ¿Trabajando hoy? ¡La guerra ha terminado!

—No, nada de eso. Escucha, necesito información sobre un preso en libertad condicional. Salió de San Quintín la semana pasada. Si se ha presentado, necesito una dirección; si no lo habéis visto, dímelo y basta.

—¿Nombre? ¿Delito?

—Wallace Simpkins. Condena por un 655 del Código Penal. Lo pillé yo mismo en el 39.

Al soltó un silbido.

—Una condena corta. ¿Tenía padrinos?

—Es probable que no se metiera en problemas y que trabajara para la industria bélica durante el encierro; su compañero fue enviado al ejército después de Pearl Harbor. Date prisa con esto, ¿quieres?

—Voy ahora mismo. Al dejó el auricular en el escritorio y padecí durante largos minutos el ruido del jolgorio, filtrado por la estática: risillas masculinas y femeninas, entrechocar de botellas y felices agentes de la policía del condado pasando emisoras en el dial en busca de música de baile, sin encontrar otra cosa que jubilosos relatos de la gran noticia. Con la voz —insólitamente animada— de Edward R. Murrow al fondo, imaginé a Wild Wally Simpkins con dinero en los bolsillos y armado hasta los dientes, buscándome. Me recorría un escalofrío cuando Al volvió al aparato y anunció:

—No se ha presentado.

—¿Se ha emitido la orden de búsqueda?

—Todavía no.

—Entonces no perdáis el tiempo.

—¿A qué te refieres?

—No tiene importancia. Llama al teniente Holland, de Detectives de la división Universidad, y dile que Simpkins es la mitad del dúo de atracadores que anda buscando. Dile que mande aviso a todas las unidades y que añada «armado y muy peligroso» y «detener empleando toda la fuerza que se estime necesaria».

Al volvió a silbar.

—¿Tan malo es?

—Sí —respondí, y colgué.

«Detener empleando toda la fuerza que se estime necesaria» era un eufemismo del DPLA para decir «disparar al verlo». Sentí que mi miedo desaceleraba un ápice. Encontrar delincuentes fugitivos era mi trabajo. Me coloqué un arma extra bajo el cinto, a la espalda, y emprendí la búsqueda del hombre que había jurado matarme.

Tras recoger las fotos policiales de cuerpo entero de Simpkins y una copia del informe de Georgie Caulkins sobre los robos, me dirigí en coche al distrito de West Adams. Era un día de bochorno y la multitud que llenaba las aceras invadía la calzada y pasaba botellas de la victoria a los conductores que hacían sonar el claxon. El tráfico se atascaba en cada semáforo y de las ventanas de los despachos caían desechos de papel en un improvisado confeti de celebración. La escena me impacientó, por lo que coloqué la luz en el techo, conecté la sirena y sorteé coches atascados hasta que el centro de la ciudad fue una mancha borrosa en el retrovisor. Cuando reduje la marcha, me hallaba al final de Alvarado y la ciudad que había jurado proteger volvía a parecer normal. Me eché a la derecha y aminoré aún más la velocidad hasta casi detenerme. Pensé en Wallace Simpkins y supe que la inquietud no cesaría hasta que aquel hijo de perra estuviese acabado.

Nos remontamos seis años atrás, al otoño del 39, cuando yo era agente de Antivicio en la división Universidad y una atracción habitual de los semipesados en el Hollywood-Legion Stadium. Un par de atracadores, un blanco y un negro, habían estado robando en tiendas de alimentación y pequeños locales de comidas de West Adams. El blanco se hacía pasar por miembro de la familia de Mickey Cohen, obligaba al propietario a abrir la caja fuerte para soltar el pago mensual por la protección mientras el negro disimulaba inocentemente y, a continuación, saqueaban las cajas registradoras. Cuando el blanco accedía a la caja, se llevaba el dinero y, de un golpe de pistola, dejaba inconsciente al propietario. A continuación, los asaltantes se marchaban en dirección norte, conduciendo despacio hasta el barrio respetable de Wilshire; el blanco iba al volante y el negro, tumbado y encogido en el asiento trasero.

Me encontré involucrado en la investigación por pura chiripa.

Después del quinto golpe, el dúo cesó bruscamente la actividad. Uno de mis soplones me dijo que Mickey Cohen había descubierto que el mamporrero blanco era un ex matón suyo y lo había hecho borrar del mapa. Se rumoreaba que el negro —un vaquero conocido sólo como Wild Wallace— buscaba nuevo consorte y nuevo territorio. Pasé la información a los detectives y no volví a pensar en el asunto. Entonces, una semana más tarde, empezaron los problemas.

Como recompensa por la información facilitada, conseguí un pluriempleo selecto: hacer de guardaespaldas de una partida de póquer de apuestas altas que frecuentaban los mandos del DPLA y peces gordos de la Marina, de San Diego. La partida se celebraba en la trastienda de La Casbah de Minnie Roberts, la casa de citas controlada por la policía más ostentosa del South Side. Lo único que debía hacer era mostrarme grande, malo y servil y estar dispuesto a compartir anécdotas de boxeo. Era un paso importante para conseguir los galones de sargento y el traslado a la división de Detectives.

La cosa fue bien —todo sonrisas y palmaditas en la espalda y narraciones de mi derrota por decisión dividida frente a Jimmy Bivins— hasta que un negro con uniforme de chófer y un joven de tez aceitunada con uniforme de oficial de la Marina se presentaron en la puerta. Vi el bulto de un arma bajo el brazo izquierdo del chófer y distinguí, a la luz de la lámpara que revoloteaba sobre la cara del marino, una tez negra pálida y unos cabellos tratados.

Y lo supe.

Me acerqué a Wallace Simpkins con la mano derecha tendida. Cuando él alargó la suya, le mandé un rodillazo a las pelotas y un gancho seco de izquierda al cuello. Tan pronto cayó al suelo, lo inmovilicé allí con un pie sobre el bulto del arma, saqué la mía y apunté a su colega.

—Buen viaje, almirante —le dije.

El almirante era William Boyle, aprendiz de atracador a mano armada procedente de una familia negra burguesa venida a menos. Declaró contra Wild Wallace, consiguió una condena reducida de tres a cinco años en Chino como parte del trato y salió en libertad condicional para participar en la campaña bélica a principios del 42. Simpkins fue condenado por cinco robos, uno de ellos con el agravante de agresión, a entre cinco años y perpetua en San Quintín, y en el juicio nos hizo vudú a Billy Boyle y a mí, prometiendo solemnemente que el espíritu del Barón Samedi nos mataría a los dos, nos haría picadillo de estofado y lo daría de comer a su perro. Yo me creí más que a medias la amenaza y, durante los primeros años de su encierro, cada vez que tenía un dolor inexplicable imaginaba a Wally en su celda, hincando agujas en un muñeco de vudú de Lee Blanchard con uniforme azul.

Repasé el informe de los robos que llevaba en el asiento del acompañante. Las direcciones de los cuatro nuevos golpes de la pareja blanco y negro quedaban entre la 26 con Gramercy y La Brea con Adams. Cuando alcancé la línea de demarcación racial, me percaté del cambio topográfico: de blancos de clase media indiferentes a negros orgullosos. Al este de St. Andrews, las casas estaban descuidadas, con la pintura desconchada y los patios delanteros desatendidos. Al oeste, adoptaban un aire de elegancia: las pequeñas viviendas estaban rodeadas de muros de piedra y vegetación bien cuidada. Las mansiones que le habían valido a West Adams el sobrenombre de Negrolandia Rica dejaban cortas a las de Beverly Hills: eran mayores, más antiguas y menos pretenciosas en su arquitectura, como si los propietarios supieran que la única manera de ser ricos y negros era minimizar la ostentación con la serena noblesse oblige de los blancos acomodados desde hacía generaciones.

Yo sólo conocía el barrio por el puñado de leyendas contradictorias que corrían acerca de él. Mientras estuve en la división Universidad, nunca me tocó vigilarlo. Era la zona de Los Ángeles con la tasa de criminalidad per cápita más baja. Los mandos de Universidad seguían la política tácita de dejar que los negros ricos vigilaran a los negros ricos, como si dieran por hecho que los uniformados de azul no eran capaces de hablar una sola palabra en su idioma. Y los ciudadanos de Negrolandia Rica se ocupaban bien de su orden público. Los ladrones que cometían la estupidez de adentrarse en los inmensos parterres delanteros y forzar alguna cristalera de vidrio emplomado eran despachados a disparos de escopeta de tiro al plato de mil dólares, efectuados por financieros negros cuya desenvoltura aristocrática rivalizaba con la de cualquier blanco adinerado. Negrolandia Rica conseguía con gran éxito mantenerse inviolada.

Pero las leyendas eran algo más y, mientras trabajé en Universidad, me preguntaba si habían nacido y habían sido embellecidas repetidamente sólo porque los pasmas blancos chapados a la antigua no podían asimilar el hecho de que unos negros, negratas, morenos o afros estuvieran en condiciones de comprar sin pestañear sus existencias de ingresos bajos. Las leyendas iban desde lo relativamente prosaico —contrabandistas negros conectados con las mafias, que se llevaban su tajada y compraban licorerías en Watts y fábricas de ropa que empleaban espaldas mojadas en San Pedro— a lo exótico: los mismos matones inundaban las negrolandias pobres con heroína de baja calidad y, de paso, chuleaban a sus más hermosas chicas de tez más clarita con los poderes fácticos de L.A. para saltarse los estatutos sobre licencias y propiedades inmobiliarias que imponían la exclusividad racial. Todas estas historias y bulos tenían un único denominador común: se daba por hecho que, si bien el dinero de Negrolandia Rica había sido sucio en su origen, ahora era limpio, reluciente y blanquísimo.

Me detuve delante de la licorería de Gramercy, repasé rápidamente el informe del detective sobre el robo producido allí y me enteré de que el dependiente estaba solo y que había visto de cerca a los dos ladrones antes de que el blanco lo dejara inconsciente. Entré en la inmaculada tiendecita y me acerqué al mostrador en busca de algún testigo ocular que corroborara el informe del teniente Holland.

Un negro con la cabeza envuelta en vendajes asomó de la trastienda, me observó de pies a cabeza y murmuró:

—Usted dirá, agente.

Me gustó su concisión y le correspondí del mismo modo. Le mostré la foto de Wallace Simpkins y pregunté:

—¿Es uno de los tipos?

El hombre retrocedió con un sobresalto y respondió:

—Sí. Arréstelo.

—Delo por hecho —le aseguré.

Una hora después, tenía tres confirmaciones oculares más y me concentré en planear una estrategia. Emitido el aviso de busca y captura de Simpkins, el primer uniformado que se cruzara en su camino le daría el alto, una idea que sólo me reconfortaba en parte. Probablemente, Artie Holland tendría apostados equipos de vigilancia en la trastienda de otras licorerías de la zona y que un hombre blanco solo diera una batida por los territorios de caza conocidos de Simpkins era una idea ridícula. Aparqué en una calle con olmos, observé a unos jardineros japoneses que atendían unos céspedes del tamaño de campos de fútbol y empecé a percibir que la querencia de Wild Wallace por la Negrolandia Rica y por los compinches blancos era el elemento que podía serme útil. Me dispuse a seguir el rastro de intrusos de tez pálida, como yo mismo.

Al sur por La Brea hasta Jefferson, luego subir hasta Western y vuelta a Adams. Recorridos por la Primera Avenida, por la Segunda, la Tercera, la Cuarta y la Quinta. Los únicos blancos que vi eran otros policías, carteros, dueños de tiendas y puteros. Hice una ronda por los bares de Washington y no vi ninguna cara blanca, ni ningún maleante habitual al que pudiera sonsacar algo.

El atardecer me encontró hambriento, enfadado y todavía inquieto, imaginando a Simpkins en el acto de clavar alfileres en un muñeco, nuevo a estrenar, de Blanchard de paisano. Me detuve en un garito y engullí un bocadillo de ternera, ensalada de col y patatas fritas. Iba por la segunda taza de café cuando entró una pareja mixta.

Ella era una chica bonita de tez clara, suavemente angulosa, enfundada en un vestido veraniego rosa que intentaba disimular sus curvas sin conseguirlo. El hombre, cuadrado y musculoso, vestía una camisa hawaiana arrugada y unos pantalones caqui con raya que parecían de procedencia militar. Desde mi mesa, los oí hacer el pedido: menús de pollo extra grande con extra de salsa y tarta para seis. «Somos un montón de tragones», dijo el hombre al del mostrador. Al ver que su ocurrencia era recibida con indiferencia, el hombre rozó a la chica con la rodilla. Ella se apartó, apretando los puños y retirando la cara como si quisiera evitar un beso indeseado. Cuando tuve una visión completa de su rostro, tenía grabado el odio en cada una de sus facciones.

La pareja me pareció algo turbia y volví al coche para seguirla cuando dejara el restaurante. Cinco minutos después reaparecieron: la chica iba delante y el hombre unos pasos detrás de ella, dibujando figuras de reloj de arena en el aire y sacando la lengua como un lagarto. Montaron en un sedán Packard de antes de la guerra aparcado delante de mí. Lagarto se puso al volante. Cuando emprendieron la marcha, conté hasta diez y los seguí.

El Packard era un objetivo fácil. Tenía una antena de radio larga, rematada con una cola de zorro, por lo que pude quedarme varios coches por detrás y usar la antena como faro. Salimos del barrio por Western y, en cuestión de minutos, las mansiones y las casas magníficamente cuidadas dieron paso a bloques de pisos y chabolas de madera rodeadas de alambre de espino. Cuanto más al sur, peor era la cosa; cuando el Packard tomó a la izquierda por la 94 y se dirigió al este, dejando atrás desguaces de coches, garitos de magia negra y peluquerías especializadas en estiramiento de cabellos, fue como entrar en el Infierno del Blanquito.

En la 94 con Normandie, el Packard se acercó al bordillo y aparcó. Yo continué hasta la esquina. Por el retrovisor, vi al Lagarto y a la chica cruzar la calle y entrar en la única casa de aspecto decente de aquella manzana, un edificio de adobe encalado con forma de un El Álamo en miniatura. Aparqué, saqué una linterna de debajo del asiento y me apeé.

Al momento advertí que en la escena había algo raro. En la manzana no había más que hogares que vivían de los subsidios, solares vacíos y automóviles destartalados y reventados, pero, aparcados en el bordillo, conté seis hermosos coches antiguos, del 40-41. Me agaché, enfoqué las matrículas con la linterna, memoricé los números y regresé a mi coche patrulla camuflado.

Por la radio, en voz baja y ronca, comuniqué las matrículas a Registros e Identificaciones y me dispuse a esperar resultados.

Llegaron diez minutos después y la escena pasó de rara a rarísima.

Me llevé el intercomunicador al oído y posé la mano libre encima para amortiguar el ruido exterior y entender lo que me decía el hombre. El Packard estaba a nombre de Leotis McCarver, varón, negro, 41 años, domiciliado en el 1348 de la 94 Oeste, Los Ángeles (debía de ser aquel El Álamo de pacotilla). En el expediente constaba su ocupación: representante sindical de la Hermandad de Literistas de Coche Cama. Los demás vehículos estaban registrados a nombre de matones negros y blancos con condenas por violencia que se remontaban a 1922. Cuando el agente leyó el último nombre —Ralph De Santis, alias Gran Atún, un conocido matón de Mickey Cohen— decidí hacer un registro a fondo de El Álamo.

Armado con la linterna y dos pistolas, atajé en diagonal por los solares hacia el patio trasero de mi objetivo. Distinguí a lo lejos unos fuegos artificiales que iluminaban el cielo, pero allí no parecía que hubiese nadie de celebración: su guerra por la pura supervivencia continuaba como siempre. Cuando llegué al muro trasero de El Álamo, me encaramé a la carrera, lo salvé a base de codos y rodillas y aterricé sobre hierba mullida.

La fachada posterior de la casa estaba a oscuras y en silencio, por lo que me atreví a encender la linterna. Vi un porche de servicio cerrado con una débil puerta de madera, me acerqué de puntillas y probé si cedía. No estaba cerrada con llave.

Entré con la linterna por delante y la luz enfocó unas paredes y un suelo polvorientos, sillas de salón desechadas y la puerta entornada de un trastero. La abrí del todo y vi uniformes de oficiales del ejército, con sus galones e insignias bordadas, colgados de perchas.

Unas voces airadas hicieron que volviera la atención a la casa en sí. Agucé el oído y distinguí un intercambio de insultos con marcados acentos blanco y negro. Delante de mí había una puerta que comunicaba con la estancia siguiente; tras ella reinaba la oscuridad. Las voces procedían desde una habitación delantera, por lo que abrí la puerta una pizca, con cuidado, y me acuclillé para escuchar lo mejor que pude.

—… sólo te digo que tenemos que encontrar un sitio y apartarnos de las calles —gritaba una voz negra—, porque aunque nos separemos, negros con negros y blancos con blancos, seguirá habiendo controles policiales.

En respuesta me llegó un parloteo; un agudo silbido lo silenció y a continuación se impuso una voz blanca:

—Detendremos el tren en pleno campo. Destruiremos el equipo de señalización y, si los pasajeros escapan en busca de ayuda, la granja más cercana queda a quince kilómetros, joder, y esos milicos irán a pie.

Una voz negra rio entre dientes:

—Se pondrán furiosos, los soldados.

Otra voz negra:

—Habrán combatido toda la maldita guerra gratis.

Una risa seguida de un poderoso barítono negro:

—Basta de payasadas. Aquí hablamos de dinero y de nada más.

—Excepto la venganza, señor cargo sindical. No olvides que yo tengo otros asuntos en ese tren.

Reconocí la voz de memoria: le había hecho vudú a mi alma en el tribunal. Ya desandaba mi camino para ir a buscar refuerzos cuando las piernas me fallaron y caí de bruces en la oscuridad.

La oscuridad era suave y ondulante y sentí como si nadara en un océano de terciopelo. Unos gritos irascibles resonaban a lo lejos, pero sabía que eran inocuos; procedían de otro planeta. Aun así, por momentos notaba unos pinchazos en los brazos y veía alfileres de luz que hacían sonar las voces más fuerte, pero luego todo volvía a hacerse todavía más suave, las ondas de terciopelo me acariciaban y apagaban el dolor.

Hasta que el terciopelo se volvió hielo y los pinchacitos amigables se convirtieron en dolorosos golpes que me recorrían la espalda. Intenté encogerme en una bola, pero una voz airada de este planeta no me lo permitía.

—¡Despierta, capullo! ¡No vamos a gastar más morfina de farmacia en ti! ¡Despierta! ¡Despéjate de una vez, maldita sea!

Recordé vagamente que era agente de policía y busqué la 38 que llevaba a la cintura. Brazos y manos no quisieron moverse y, cuando intenté levantar todo el cuerpo, caí en la cuenta de que los tenía atados a los costados y que los golpes eran patadas que me caían en las piernas y las costillas. Cuando intenté apartarme, me dio un calambre desde la cabeza hasta la punta de los pies y abrí los ojos. Unas paredes y un techo se materializaron vagamente y todo volvió. Solté un grito que fue ahogado por una risotada y la cara del Lagarto quedó suspendida a escasos centímetros de la mía.

—Lee Blanchard —dijo, agitando mi cartera con la identificación y la placa delante de mis ojos—. Has dejado que te cazaran otra vez, capullo. Vi cómo Jimmy Bivins te tumbó en el Legion. Un gancho de izquierda salido de la nada y doblas la rodilla; y acto seguido ese negrata inútil te manda de morros a la lona. No siento ningún respeto por un hombre que se deja cazar por un negro.

En este punto oí un jadeo y me volví. La chica negra del vestido rosa ocupaba una silla a unos palmos de distancia. Agucé el oído por si captaba más ruidos de fondo; no me llegó ninguno y supe que estábamos los tres solos en la casa. La vista se me aclaró un poco y observé que el océano de terciopelo era un salón amueblado lujosamente. Empezaba a volverme la sensibilidad a los brazos: un dolor punzante que me despejó la cabeza. Noté una presión en la rabadilla y di un respingo: la 38 de cañón corto que me había guardado al cinto seguía allí, bien metida en los calzoncillos. Reconfortado, alcé la vista al Cara de Lagarto y dije:

—¿Has robado en alguna licorería últimamente?

—En unas cuantas —se rio—. Calderilla en comparación con el gran golpe que preparamos…

La chica soltó un chillido:

—¡No le cuentes nada!

El Lagarto chasqueó la lengua:

—El tipo es carne muerta, ¿qué más da? Es un asalto a un tren, pichón. Unos oficiales del ejército han fletado el Super Chief de L.A. a San Francisco. Partidas de póquer, putas en los coches cama y películas guarras en el vagón bar. ¿No te has enterado? La guerra se acabó y es hora de celebrarlo. Tenemos gente a bordo: negros que hacen de literistas y blancos de uniforme. Todos llevan pistolas y Vudú, el novio de este encanto, tiene una metralleta. Tomarán el tren esta noche, cerca de Salinas, cuando esos jefes estén borrachos como cubas e impacientes por pulirse la paga de licenciamiento. Luego, Vudú volverá aquí y te someterá a no sé qué ritos religiosos. Me contó eso y me habló de ese pit bull viejo y malo que llama Venganza. Un amigo se lo cuidó mientras estaba en San Quintín. El colega era blanco y lo atormentó tanto que el perro ahora odia a los blancos más que al veneno. Sólo le dan de comer dos veces por semana y puedes dar por seguro que le encantará un buen plato de pichón asado. Y eso eres tú, blanquito. Vudú te descuartizará vivo, te convertirá en carne para perro sacada de la lata. ¿Quieres apostar a qué es lo primero que corta?

—¡No es verdad! ¡No es eso lo que…!

—¡Cierra el pico, Cora!

Me volví de lado para ver mejor a la chica y tuve una Corazonada.

—¿Eres Cora Downey?

Cora abrió la boca, pero Lagarto habló primero:

—Chico listo. La ex de Billy Boyle, actual de Vudú. Estas negras claritas tienen mucho éxito. Conoces a este pichón, ¿verdad, encanto? Mandó a la cárcel a tus dos novios y, si te portas muy bien, puede que Vudú te deje meterle unas cuantas cuchilladas.

Cora se acercó y me escupió a la cara. Susurró «Madre» y me pateó con una puntera puntiaguda. Intenté apartarme rodando y me lanzó otra patada a la espalda.

Entonces, mi as de reserva me golpeó justo entre los ojos con más fuerza que todos los porrazos que había encajado hasta aquel momento. La noche anterior había oído la voz de Wallace Simpkins al otro lado de la puerta: «Excepto la venganza, señor cargo sindical. No olvides que yo tengo otros asuntos en ese tren.» Me olí que se refería a cargarse al teniente Billy Boyle y aposté cinco a uno a que a Cora no le gustaría la idea.

Lagarto agarró por el brazo a Cora y la llevó al sofá; luego se agachó a mi lado.

—Eres gilipollas —me soltó.

Yo le sonreí.

—Tu madre es la más solicitada en una casa de putas de dos dólares.

Me golpeó en la cara. Le escupí sangre y añadí:

—Y tú eres feo.

Me sacudió otra vez; cuando alargó el brazo, vi sobresalir del bolsillo derecho del pantalón la empuñadura de una automática. Mi siguiente comentario tuvo un tono de desprecio:

—Pegas como una chica. Cora podría hacerlo mejor que tú.

En su siguiente golpe puso lo mejor de sí. Torcí los labios ensangrentados en una sonrisa y me mofé de él:

—¿Eres marica? Sólo los sarasas pegan así.

Un uno-dos me alcanzó en la mandíbula y el cuello y supe que era ahora o nunca. Arrastrando las palabras como un púgil sonado, mascullé:

—Suéltame. Suéltame y peleemos hombre a hombre.

Lagarto sacó una navaja del bolsillo y cortó la cuerda que me inmovilizaba los brazos. Intenté mover las manos, pero las tenía de gelatina. En mis magulladas piernas conservaba cierta sensibilidad, de modo que rodé boca abajo y me incorporé de rodillas. Lagarto había retrocedido unos pasos, adoptando una ridícula postura de boxeador, y lanzaba directos con una mano y otra al aire del salón. Cora seguía en el sofá, enjugándose unas lágrimas de cólera que le caían por las mejillas.

—¡Arriba, capullo!

Mis dedos seguían sin responder.

—¡Arriba, he dicho!

Todavía nada.

Lagarto avanzó saltando sobre la punta de los pies y haciendo fintas de boxeo de salón. Empezaba a notar la circulación de la sangre en las muñecas y comencé a sentirme furioso de un modo muy poco profesional, como si fuese un novato lento y no un agente curtido de treinta y un años. Lagarto me sacudió dos veces, izquierda derecha, con la mano abierta. En una fracción de segundo se convirtió en Jimmy Bivins y volví al noveno asalto en el Legion en el 37. Bajé el hombro izquierdo y solté un derechazo, retiré el brazo y lancé un gancho de izquierda al estómago. Bivins jadeó y se dobló; yo di un paso atrás buscando espacio para volver a golpear. Entonces, Bivins se convirtió en Lagarto, que echaba mano a su pistola, y volví de pronto a donde estaba de verdad.

Sacamos el arma al mismo tiempo. El primer disparo de Lagarto zumbó por encima de mi cabeza e hizo añicos una ventana a mi espalda; el mío, retrasado por mi torpeza al empuñar, agujereó la pared del fondo. El retroceso nos hizo girar a los dos y, antes de que Lagarto tuviera tiempo de apuntar, me arrojé al suelo y rodé sobre mí mismo como un derviche comealfombras. Tres disparos cortaron el aire donde yo estaba un segundo antes. Extendí hacia arriba el brazo que sostenía la pistola, afirmé la muñeca y vacié el cargador en el pecho de Lagarto. Salió disparado hacia atrás y entre el eco de los estampidos capté el largo y agudo alarido de Cora.

Me acerqué a Lagarto tambaleándome. Expiraba, sangrando por tres orificios e incapaz de apretar el gatillo de la 45. Tuvo fuerzas para mandarme a la mierda con un gesto y, en el mismo momento en qué lo hacía, le puse el pie sobre el corazón y presioné, estrujándole lo que le quedaba de vida en una gran efusión arterial. Cuando terminó de agitarse, volví la atención a Cora, que se había puesto en pie junto al sofá y lanzaba otro de sus chillidos.

Acallé el alarido agarrándola por el cuello contra la pared y susurrándole:

—Preguntas y respuestas. Dime lo que quiero saber y podrás largarte; jódeme y encuentro droga en tu bolso y digo en la Fiscalía de Distrito que la has estado vendiendo a niños blancos de parvulario. —Aflojé la presión—. Primera pregunta: ¿dónde tengo el coche?

Cora se frotó el cuello. Noté cómo se acumulaban en su lengua las obscenidades, impacientes por salir de su boca. Tenía toda la rabia concentrada en los ojos cuando dijo:

—Fuera. En el garaje.

—¿Simpkins y el muerto hacían los atracos a las licorerías de West Adams?

Cora miró el suelo y asintió. Cuando levantó la vista, en sus ojos se veía el autodesprecio de quien acaba de convertirse en chivato.

—¿El golpe del tren lo planeó McCarver, el tipo del sindicato?

Otro gesto de asentimiento.

Decidí no mencionar la probable presencia de Billy Boyle en el tren.

—¿Quién lo financia? ¿Quién compró las armas y los uniformes?

—Lo de las licorerías era para eso, y también estaba ese ricacho que ponía pasta.

Ahora, la gran pregunta:

—¿Cuándo sale el tren de Union Station? Cora consultó el reloj.

—Dentro de media hora.

Encontré un teléfono en el pasillo y llamé a la sala de la brigada de la División Central. Hablé con Georgie Caulkins y le dije que enviara todos los agentes uniformados y de paisano disponibles a la estación, que un Super Chief fletado por mandos del ejército que saldría para San Francisco iba a ser asaltado por una banda de blancos y negros disfrazados de militares y empleados del tren. Bajé la voz para que Cora no me oyera y añadí que detuvieran a un teniente de intendencia negro, William Boyle, como testigo material. Colgué enseguida, sin darle tiempo a decir más que «¡Dios santo!».

Cuando volví al salón, Cora había encendido un cigarrillo. Recogí mi placa del suelo y oí sirenas que se acercaban.

—Vamos —dije—. Te conviene no estar aquí cuando lleguen los sabuesos.

Cora le arrojó el cigarrillo al muerto y le arreó una última patada. Nos largamos.

Conduje con la luz giratoria y la sirena todo el camino hasta el centro. La adrenalina consumió los últimos restos de morfina que aún tenía en el cuerpo y la cólera amortiguó los dolores que sentía en todas partes. Cora se sentó todo lo lejos de mí que podía sin salirse por la ventanilla y ni parpadeó con el sonido de la sirena. Empezaba a gustarme y decidí retocar mi informe de la detención para que no fuese a parar al calabozo.

Cerca de Union Station, le dije:

—¿Qué quieres, seguir enfurruñada o sobrevivir?

Cora escupió por la ventanilla y apretó los puños.

—¿Quieres que te cachee una de esas matronas bolleras de la cárcel municipal, o prefieres irte a casa?

Cora apretó aún más los puños. Tenía los nudillos tan blancos como mi piel.

—¿Quieres que Vudú mate a Billy Boyle?

Esto la hizo reaccionar:

—¿Qué?

La miré de soslayo: había palidecido.

—Va en el tren. Piensa en eso cuando lleguemos a la estación y un montón de pasmas empiecen a pedirte que delates a tus colegas.

Se apartó de la ventanilla y me hizo la pregunta que los malos vienen haciendo a los policías desde que empezaron a patrullar en dinosaurio.

—¿Por qué te dedicas a este trabajo asqueroso?

No hice caso y dije:

—Canta. Te interesa.

—Eso lo decidiré yo. Dime.

—Que te diga qué.

—¿Por qué te…?

—Dímelo tú, a ver qué se te ocurre.

Cora empezó a enumerar puntos con los dedos, inclinándose hacia mí para que pudiera oírla a pesar de la sirena.

—Uno, tú mismo viste que tus días de boxeador se acabarían cuando cumplieras los treinta, así que te decantaste por un buen trabajo de funcionario con su pensión. Dos, a los peces gordos de la pasma les gusta rodearse de peloteros y púgiles para aprovecharse de su fama, y así consigues el primer destino cómodo. Tres, te gusta pegar y el trabajo de policía es el sitio ideal para eso. Cuatro, en tu documentación pone División de Mandamientos y sé que todos los agentes de esa división entregan citaciones y ejecutan embargos en los ratos libres, así que estoy segura de que estás sacando mucho dinero extra. Cinco…

Levanté las manos en fingida rendición, dando la sensación de que acabara de encajar cuatro buenos directos de Billy Conn y no quisiera recibir un quinto.

—Una chica lista, pero has olvidado mencionar que hago de matón para Neumáticos Firestone y que me llevo pasta por delatar espaldas mojadas a la patrulla de Fronteras.

Cora me enderezó el nudo de la desgarbada corbata.

—Mira, chico, un trabajo es un trabajo y tienes que pillarlo cuando se presenta. He hecho cosas de las que no me siento especialmente orgullosa y…

—¡No es eso! —la corté.

Volvió a arrimarse a la ventanilla y sonrió.

—Claro que sí, señor policía.

Furioso ahora, irritado por perder, hice lo que siempre hacía cuando olía una derrota: atacar.

—Suéltalo. Desembucha ahora, antes de que olvide que empezabas a gustarme.

Cora se agarró al salpicadero con dos manos de nudillos blancos y miró por el parabrisas. Union Station apareció ante nosotros y, cuando entré en el aparcamiento, vi una docena de coches patrulla blanquinegros y varios camuflados cerca de la entrada principal. Cuando apagué la sirena, resonaban por un megáfono unas órdenes ininteligibles, como ladridos, y detrás de los coches distinguí a varios hombres de paisano que apuntaban al suelo sus armas antidisturbios.

Me prendí la placa en la solapa de la chaqueta y dije a Cora que se apeara. La chica bajó tambaleándose y se quedó en la calzada, con rodillas de goma. Me apeé, la agarré del brazo y la conduje, a tirones y empujones, hacia el tumulto. Cuando nos acercamos, un pasma uniformado nos apuntó con su 38; luego titubeó y dijo:

—¿Sargento Blanchard?

—Sí —respondí y le entregué a Cora, añadiendo—: Es una testigo material, trátela bien.

El muchacho asintió y dejé atrás dos coches patrulla aparcados parachoques con parachoques para encontrarme ante la escena más increíble que había presenciado nunca.

Un puñado de negros con uniforme de literistas y blancos con indumentaria militar yacían boca abajo en el suelo, con las chaquetas y camisas levantadas hasta los hombros y los pantalones y calzoncillos bajados por las rodillas. Unos agentes uniformados procedían a registrarlos mientras otros de paisano les apuntaban a la cabeza con sus armas de calibre 12. A una distancia segura se apilaba un alijo de pistolas y escopetas recortadas. Los tipos del suelo proclamaban su inocencia con balbuceos o gritaban insultos, y todos los dedos policiales en los gatillos se veían impacientes.

Vudú Simpkins y Billy Boyle no estaban entre los seis sospechosos. Busqué algún rostro familiar entre los agentes y vi a Georgie Caulkins cerca de la entrada principal de la estación, plantado ante una camilla cubierta con una sábana. Corrí hasta él.

—¿Qué tienes, jefe?

Caulkins apartó la sábana con la punta del zapato y dejó a la vista los restos de un negro de unos cuarenta años.

—Leotis McCarver —dijo Georgie—. Distinguido ciudadano de color, dirigente de la Hermandad de Literistas de Coche Cama, un motivo de orgullo para su raza. Se llevó una pistola a la sien y se voló los sesos cuando aparecieron nuestros chicos.

Capté un guiño en los ojos del viejo teniente y apunté:

—¿De veras?

—No puedo engañar a un tramposo —sonrió Georgie—. McCarver salió ondeando un pañuelo blanco y uno de esos novatos capullos le dio el pase. Merece una mención, ¿no crees?

Observé al muerto y vi que tenía el orificio de entrada exactamente entre los ojos.

—Dale una medalla al mejor tirador y un trabajo de despacho, antes de que se cargue a algún civil inocente. ¿Qué hay de Simpkins y Boyle?

—Se han esfumado. Cuando llegamos, no sabíamos cuáles soldados y empleados del tren eran auténticos y cuáles atracadores, así que echamos una red a todo el lugar e identificamos a todo el mundo. Retuvimos a todos los tenientes negros que encontramos, es decir dos, pero los soltamos tras comprobar que no eran el que buscabas. Probablemente, Simpkins y Boyle escaparon en el revuelo. Al otro extremo del aparcamiento han robado un coche; un ciudadano dice que vio cómo un negro con uniforme de literista rompía la luna de una ventanilla. Debía de ser Simpkins. Ya está emitiéndose por radio a todas las unidades el número de matrícula. Ese negro es carne muerta.

Imaginé a Simpkins invocando a los dioses protectores del vudú y dije a Caulkins:

—Voy tras él.

—¡Me debes un informe sobre esto!

—Después.

—¡Ahora!

—Después, señor —repetí y volví corriendo donde estaba Cora, con aquel «ahora» de Georgie resonando a mi espalda.

Cuando llegué donde la había dejado, no la encontré. Busqué alrededor y la vi a unos metros de distancia, arrodillada y esposada al parachoques de un coche patrulla. Un grupo de uniformados la abucheaba a grandes voces y me enfadé mucho.

Me acerqué. Un novato de aspecto especialmente duro obsequiaba a los demás con su relato de la defunción de Leotis McCarver. Los cuatro se cuadraron cuando me vieron llegar. Agarré al narrador por la corbata y lo arrastré hasta el coche.

—Quítale las esposas —dije.

El novato intentó desasirse. Tiré de la corbata hasta que estuvimos cara a cara y me llegó el olor a pastillas para el mal aliento.

—Y discúlpate.

El chico se sonrojó y volví a mi coche camuflado. Oí murmullos a mi espalda y noté un golpecito en el hombro. Allí estaba Cora, con una sonrisa.

—Te debo una —dijo.

Indiqué el asiento del acompañante.

—Sube. Me la cobro.

El trayecto de vuelta a West Adams se abasteció a partes iguales de mi energía nerviosa y del relato sin tregua de sus amoríos y aventuras delictivas. Lo había visto decenas de veces. Un policía defiende a un detenido frente a otro policía, por principios o porque el otro es un capullo, y el prisionero lo toma como un signo de afecto y respeto y procede a abrirle todo un mapa de carreteras de su vida, justificando cada desliz porque quiere sentirse en igualdad moral con el poli. El relato de Cora de su amor por Billy Boyle en sus tiempos de atracador, su paso al servicio de acompañantes cuando él fue a la cárcel, y su sostenido romance con Wallace Simpkins era predecible y sensiblero. Cada vez me molestaba más su muletilla, «¿lo captas?», y los ligeros codazos con que la acompañaba. Si no la hubiera necesitado como guía turística de Negrolandia Rica, la habría echado del coche a patadas para que volviera a su antigua vida. Pero entonces el monólogo se puso interesante.

Cuando Billy Boyle salió de Chino, tuvo una semana libre en L.A. antes de presentarse al ejército y fue a buscar a Cora. La encontró enganchada al éter en la Casbah de Minnie Roberts, viendo visiones de vudú y atendiendo a clientes en el papel de Coroloa, la Reina Esclava Africana. La sacó de allí, la recuperó de la droga a base de baños de vapor e inyecciones de vitamina B-12 y luego la dejó para ir a luchar por el Tío Sam. Cuando Billy se marchó, algo se quebró en la cabeza de Cora y, todavía colgada de Wallace Simpkins, empezó a escribirle a San Quintín. Conociendo su afinidad por el vudú, coló en la cárcel algunas fotos guarras que le habían tomado en la Casbah como reina-esclava y mantuvieron una jugosa correspondencia. Luego, Simpkins salió de San Quintín, la fantasía sexual del vudú se convirtió en cálida realidad y el Hombre Vudú en persona volvió a los atracos, aprovechándose de las relaciones de ella con el hampa del hombre blanco.

Cuando Cora terminó su historia, estábamos entrando en Negrolandia Rica. Anochecía y la temperatura empezaba a hacerse soportable. Los rótulos de neón de los bares musicales de Western Avenue apenas empezaban a parpadear. Cora encendió un cigarrillo.

—Toda la gente de Billy es de por aquí —dijo—. Si busca un escondite o un vehículo, irá a los clubes de West Jefferson. Wallace no asomará por aquí, a menos que ande buscando a Billy, y estoy convencida de que lo hace. Yo…

—Pensaba que Billy procedía de una familia respetable —la interrumpí—. ¿No recurrirá a ella?

La mirada de Cora decía que me tomaba por un pobre inocentón.

—Por aquí no hay familias respetables, como no sean las que trabajan en el servicio doméstico. West Adams se edificó sobre el contrabando, encanto. Negros que vendían aguardiente a otros negros, hacían dinero y luego invertían en blanco. La familia de Billy ya trapicheaba con alcohol cuando yo llevaba coletas. Ahora son respetables y lo detestan porque ha pasado por la cárcel. Irá a los clubes a cobrarse favores, no te preocupes.

Dejé Western, doblando a la izquierda para dirigirme a Jefferson Boulevard.

—¿Cómo es que conoces todo esto?

—Yo provengo de Negrolandia Rica. Riquísima, encanto.

—Entonces ¿por qué usas siempre ese acento de negra pueblerina del Sur?

—¡Y yo que pensaba que sonaba como Lena Horne! Te diré por qué, encanto. A una mujer de color con un título en Derecho la llaman negra; a una chica de color con tacones de diez centímetros y navaja en el bolso la llaman nena, ¿lo captas?

—Lo capto.

—No, qué va. Ve parando; el club de Tommy Tucker está en la próxima manzana.

—Lo que usted diga, señora —dije, deteniéndome junto al bordillo. Cora se apeó antes que yo y desapareció tras la esquina, caminando sobre sus tacones de diez centímetros, no sin antes volverse un instante a murmurar:

—Entraré yo.

Esperé bajo un rótulo de neón púrpura que anunciaba el «Salón de Juegos de Tommy Tucker». Cora reapareció al cabo de cinco minutos.

—Billy ha estado aquí hace media hora —dijo—. Le pidió veinte pavos al camarero.

—¿Y Simpkins?

Movió la cabeza.

—Nadie lo ha visto.

Señalé el coche con el dedo.

—A por él.

Durante las dos horas siguientes seguimos el rastro de Billy Boyle por los locales nocturnos de Negrolandia Rica. Cora entraba y conseguía la información mientras yo esperaba fuera como si me hubieran dejado plantado, con la pistola desenfundada y apretada contra el muslo, a la espera de que un asesino del vudú con una ametralladora apuntara y disparase. La información de Cora era siempre la misma: Boyle había pasado por allí, había causado una viva impresión con su indumentaria militar, había conseguido un préstamo rápido gracias a su reputación y había salido prácticamente por piernas. Y nadie había visto a Wallace Simpkins.

A las once, me hallaba bajo el toldo del Palacete de Hank y sentía agujetas por todo mi agotado cuerpo. Chicos negros respetables pasaban en coche ondeando banderitas nacionales por las ventanillas traseras, eufóricos todavía por el fin de la guerra. Ellos y ellas, todos, tenían caras sacadas de fichas policiales que me hacían mantener el dedo en el gatillo aunque sabía perfectamente que no podían ser él. La estancia de Cora en el local ya se prolongaba el triple que en los anteriores y, cuando un coche soltó un petardeo y apunté con el arma a la anciana que iba al volante, me dije que Negrolandia Rica estaría más segura si me apartaba de la calle y entré a ver qué entretenía a Cora.

La decoración interior del Palacete era egipcia: papel pintado de seda con grabados de faraones y momias, pirámides de cartón piedra alrededor de la pista y una larga barra en forma de cripta puesta en diagonal. Los clientes eran más contemporáneos: negros con traje cruzado y mujeres con vestido de noche que lanzaron miradas de desaprobación a mis ropas arrugadas y la barba de dos días y medio.

Sin prestarles atención, busqué en vano a Cora. El vestido rosa, ahora deslucido, habría destacado como un reclamo en la altanería del entorno, pero todas las mujeres iban vestidas de blanco pálido y lentejuelas negras. Empezaba a invadirme el pánico cuando oí su voz, distorsionada por el bebop, suplicando detrás de la pista de baile.

Me abrí paso entre conversadores, bailarines y tres pirámides para llegar a ella. Se hallaba de pie al lado de un fonógrafo, gesticulando a un negro con pantalones informales y chaqueta de piel de camello. El hombre, sentado en una silla plegable, alternaba entre observarse las uñas y mirar a Cora como si ésta fuese porquería.

La música llegaba a un crescendo; el hombre me sonrió; saxos, trompetas y batería enloquecidos se impusieron a las súplicas de Cora. Me volvió una imagen de mis tiempos del Legion: golpes a la parte posterior del cuello y restregar los cortes del adversario con el cordón del guante. Los dos últimos días se me confundieron y solté una patada al fonógrafo. El sexteto de Benny Goodman reventó y enmudeció; apunté con el arma al negro y le exigí: —¡Dímelo ahora mismo!

De la pista de baile llegaron unos gritos y Cora se apretó contra una pirámide derribada. El hombre se alisó las arrugas del pantalón y dijo:

—El antiguo amor de Cora estuvo aquí hace media hora, suplicando. Lo rechacé porque respeto mis orígenes y odio a los chivatos. Pero le hablé de un viejo amigo común, uno que se deja sacar dinero fácilmente. Otro amor de Cora entró hace diez minutos, preguntando por el amor número uno. Parece que tiene una cuenta pendiente con él. Lo mandé al mismo lugar.

—¿Adónde? —gruñí y mi voz sonó desencarnada a mis propios oídos.

—No —replicó—. Ahora se disculpará usted, agente. Hágalo y no les diré nada a mis buenos amigos, Mickey Cohen y el inspector Waters, acerca de su conducta.

Guardé el arma al cinto y saqué un viejo Zippo que usaba para encender cigarrillos a los sospechosos. Prendí la llama y la sostuve a dos dedos de un montón de cortina de brocado.

—¿Recuerdas el Coconut Grove?

—No lo hará… —dijo él, y yo acerqué la llama al tejido.

Se encendió de inmediato y el humo ascendió hacia el techo. En el club, los clientes gritaban «¡Fuego!». La cortina ya estaba frita y crujiente cuando el hombre chilló «¡John Downey!», se quitó la chaqueta de pelo de camello y la arrojó sobre las llamas. Agarré a Cora y la arrastré por el club, abriéndome paso a codazos y collejas entre los juerguistas histéricos de pánico. Cuando llegamos a la acera, vi que Cora sollozaba. Le acaricié el pelo y le susurré con voz ronca:

—¿Qué es, nena, qué?

Ella tardó un momento en recuperar la voz, pero cuando habló lo hizo con la gravedad de un profesor.

—John Downey es mi padre. Es un pez muy gordo aquí y odia a Billy porque cree que me convirtió en una puta.

—¿Dónde vi…?

—Arlington y el Club de Campo.

Llegamos en cinco minutos. Aquello era Negrolandia Rica, Riquísima: mansiones tudor, châteaux franceses y villas moriscas con jardines aterrazados. Cora indicó una mansión de estilo plantación y dijo:

—Ve a la puerta de servicio. La doncella libra el jueves por la noche y nadie te oirá si llamas a la principal.

Detuve el coche al otro lado de la calle y busqué más vehículos fuera de lugar. No vi más que Packards, Cadillacs y Lincolns recogidos en los senderos particulares de las casas y previne a Cora:

—Quédate quieta aquí. No te muevas, no importa lo que oigas o veas.

Ella asintió sin pronunciar palabra. Me apeé y corrí a la plantación, saltando una valla baja de hierro guardada por un jockey blanco de hierro. Después, recorrí el largo sendero de la finca. De la mansión contigua, separada de la casa Downey por un seto alto, llegaba el sonido de unas risas y aplausos. El feliz bullicio cubrió mi aproximación y empecé a mirar por las ventanas.

Avancé despacio y de puntillas hacia la parte de atrás de la casa y distinguí tras las ventanas unas estancias festoneadas de colgaduras murales de estambre y grabados de escenas de caza. Con la cara a escasos centímetros del cristal, busqué algún movimiento y presté oído a posibles voces, mientras me preguntaba por qué seguían encendidas todas las luces casi a medianoche.

Entonces, desde la siguiente ventana en mi recorrido me llegaron unas voces sin rostro. Con la espalda pegada a la pared, vi que la ventana estaba entreabierta para ventilar. Acerqué el oído y escuché con atención.

—… y con todo el dinero que puse para el golpe, ¿tenías que atracar esas licorerías?

El tono me recordó el de un reverendo negro regañando airadamente a su grey y me preparé para la voz que supe que iba a responder.

—Yo tengo sangre de vaquero, señor Downey, como debía de tenerla usted cuando era joven y trapicheaba alcohol. Ese pasma debe de andar cerca. Consiguió que Cora y Whitey hablaran. Ha jodido un trabajo de primera, pero todavía podemos salir bien librados. El único que sabía que usted nos financiaba era McCarver y está muerto. A quien usted quiere ver muerto es a Billy y se presentará aquí a no tardar. Me lo cargo y dejo el cuerpo en algún rincón y nadie sabrá nunca que estuvo aquí.

—Quieres dinero, ¿no?

—Con cinco de los grandes puedo perderme en algún sitio bonito; luego, quizá cuando ese pasma empiece a sentirse seguro otra vez, vuelvo y acabo con él. Resulta bastante…

Un aplauso procedente del caserón de al lado interrumpió a Simpkins. Saqué el arma y me armé de valor, consciente de que mi única apuesta segura era devolver el fuego a aquel hijo de puta en cuanto lo viera. Oí más aplausos y gritos alegres de que el reinado del alcalde Bowron había terminado. A continuación, la voz de barítono predicador de John Downey volvió con fuerza:

—Lo quiero muerto. Mi hija es la consorte de un blanco miserable y es una puta y él…

Detrás de mí se oyó un grito y me tiré al suelo en el instante en que una ráfaga de ametralladora volaba la ventana en pedazos. Otra ráfaga fue a dar al seto y la ventana de la otra casa. Pegué la espalda a la pared y me incorporé mientras la boca del cañón se apoyaba en el alféizar, a unos centímetros de distancia. Cuando el cañón llameó con la siguiente serie de disparos, metí mi 38 y disparé seis veces a ciegas, a la altura del vientre. La ametralladora soltó una ráfaga refleja hacia el cielo y, cuando volví a tirarme al suelo, lo único que se oyó fueron unos chillidos caóticos procedentes de la casa vecina. Cargué de nuevo en cuclillas, me incorporé e inspeccioné la carnicería a través de las ventanas de ambas mansiones. Wallace Simpkins yacía muerto sobre la alfombra persa de John Downey y al fondo vi una bandera del Club Demócrata de West Adams manchada de sangre. Cuando distinguí a una mujer muerta, despatarrada sobre una mesa antigua, yo también me puse a gritar, me colé en la guarida de Downey y recogí del suelo la ametralladora. El metal me quemó las manos, pero no me importó; vi la cara de todos los boxeadores a los que había derrotado en mi vida y no me importó; oí estallar granadas en mi cerebro y me alegré de que fueran a acallar todos aquellos gritos inocentes. Con el cañón de la ametralladora como instrumento de navegación, recorrí la casa.

Puse todos mis sentidos en los ojos y en el dedo del gatillo. El viento agitó la cortina de una ventana y volé en pedazos la pared entera. Vi mi propio reflejo en un espejo de marco dorado y me volé en metralla de cristal. Entonces oí un grito de mujer: «¡Papá, papá, papá…!» Dejé caer la ametralladora y corrí hacia ella.

Arrodillada en el suelo del vestíbulo, Cora le hundía una navaja en el pecho a un hombre que tenía que ser su padre. El hombre emitió un grave gemido de barítono e intentó alzar la mano, casi como para abrazarla. Los «¡Papás!» de Cora se hicieron más y más graves, hasta que pareció que las dos voces empezaban a cobrar cierta armonía. Cuando ella dejó que el moribundo la sujetara, les concedí un momento para estar juntos; después arranqué a Cora de su lado y la arrastré al exterior. Cayó desmayada en mis brazos y, entre un mar de luces y sirenas que convergían hacia allí de todas direcciones, la llevé a mi coche.