11

Tic tic tic tic tic tic tic tic tic.

Leigh salió temprano hacia el Departamento de Vehículos a Motor.

Nancy y Kay se marcharon con ella, lo mismo que la pequeña Merri.

Tic tic tic tic tic.

Chris y yo vigilamos la puerta.

Tic tic tic: mi pulso llegaba a un número de tres cifras. Las venas del cuello de Chris hacían pop-pop-pop. Cada calada de cigarrillo las hacía palpitar.

Las ocho en punto. El timbre de la puerta.

—¿Hola? ¿No hay nadie en casa? Se me ha estropeado el coche y tendría que llamar al Automóvil Club.

Dick, buen vecino, abre la puerta.

Dos hombres con medias en la cara lo golpean con una porra hasta derribarlo. Lo agarran y lo sacan a rastras; la buena vecina Chris, lo mismo. Su grito queda apagado.

Maltratados hasta el otro lado de la calle. Método Stanislavsky puro y duro. Qué extraño. No hay ningún Chevrolet con la matrícula manchada de barro a la vista.

Aún más extraño:

Reconocí a Pat Marichal a través de la media. Al otro, no: era medio palmo más alto que Fritz Shoftel.

Metidos a golpes en un deportivo color cobre. Vislumbres de soslayo: «Skylark» en caligrafía de cromo, una placa de matrícula nueva y reluciente. Rocé la puerta con el hombro. La pintura se corre y debajo asoma una imprimación gris.

El coche se puso en marcha. Chris y yo, enredados en el asiento trasero. Pat al volante.

El otro nos apuntaba con una pistola amartillada.

Camino de Hollywood, cauteloso con el límite de velocidad, Pat hizo un aparte en su interpretación:

—Éste es Duane. Fritz ha tenido apendicitis y lo ha enviado para que lo sustituya. Dice que es de confianza.

Blip: Fritz dijo que lo había seguido un coche con una capa de imprimación gris.

Blip: Skylark/pintura nueva/nueva matrícula permanente.

Blip: los seguimientos a Chrissy.

Blip: color claro e imprimación gris, similares.

Chris tembló de pura tensión. No parecía recelosa. El otro tipo habló, metido en su personaje:

—Nena, estás taaan buena… Y nos lo vamos a pasar taaan bien…

Al hablar se le aflojó la máscara. Lo reconocí de inmediato. El menda que hacía los trucos con los pañuelos en las audiciones previas de Cohete al estrellato.

Ceñidores de seda en forma de nudo de ahorcar.

Blip: el Azote.

Llegábamos a Fountain y Virgil; el cambio de coche, nuestra única posibilidad.

—Eres un degenerado inmundo y asqueroso —improvisó muy bien Chris.

—Nena, quiero joderte hasta la muerte —dijo el Azote/hombre de los pañuelos.

Un destello luminoso como un neón: Chris me centelleó un gran ¡MIERDA SANTA!

Siguiendo el guión, Pat se detuvo en la vacía gasolinera de Richfield.

Fuera de guión, di una patada al asiento del Azote y lo mandé contra el salpicadero.

Vamos…

El Azote, pasmado. Pat, pasmado: esto no estaba en el guión. Un Ford del 51 junto al surtidor de gasolina: Cambio de vehículo/el coche de la huida.

Muy, muy deprisa.

Volví a patear el asiento.

Chris salió trastabillando por la puerta del pasajero. Yo saqué una pierna y pateé al Azote con la otra.

Chris tropezó y se cayó.

El Azote disparó a Pat en la cara y los sesos salpicaron el parabrisas.

Tropecé y caí del coche. El Azote me pateó. Rodé como una pelota y como un derviche en dirección a Chris. Los disparos abrasaban el pavimento y el asfalto saltaba como metralla.

Chrissy se puso en pie.

El Azote la agarró.

Me incorporé, me lancé contra él y tropecé con una manguera del surtidor de gasolina. El Azote metió a Chris en el Ford a golpes de pistola y se marchó hacia el este.

«Quiero joderte hasta…»

LA MUERTE.

Saqué a Pat del coche y limpié los sesos del parabrisas con mi chaqueta deportiva. Llaves en el encendido. Arranqué hacia el este.

40, 60, 80, 120, el doble del límite de velocidad. Regueros de sangre en el parabrisas. Encendí el limpiaparabrisas y el rojo se decoloró a rosa. El Ford había desaparecido. Detrás de mí sonaban sirenas.

Manos pegajosas; me las sequé en el asiento para agarrar mejor el volante. Sirenas delante de mí, sirenas que aullaban desde los lados, tan fuerte que reventaban los oídos.

Coches blancos y negros de la bofia. Echándose encima desde los cuatro puntos cardinales. Un rugido por el megáfono, confuso, algo así como: «¡El del Buick Skylark, deténgase!»

Obedecí despacio, muy despacio.

Salí del vehículo y levanté las manos con sesos incrustados.

Los coches de la bofia se detuvieron coleando y me cerraron el paso.

—¡Éste es Contino, no el Azote! —gritó alguien.

Estampida de uniformes. Me rodearon polis que empuñaban pistolas. Uno de paisano se plantó delante de mí.

—Tu esposa nos ha llamado desde Vehículos a Motor. Ha rastreado esa matrícula provisional terminada en 1116 y pertenece al Skylark, que acaba de ser pintado y de obtener la matrícula permanente. Nos contó que el coche seguía a tu amiga, la Staples, y en Homicidios del sheriff tienen un segundo testigo ocular que dice que es el mismísimo coche del Azote de Hollywood Oste…

—Se lo explicaré más tarde —lo interrumpí—, pero ahora mismo tendría que buscar un Ford del 51. El Azote tiene a Chris Staples y se dirige hacia el este con ella en ese coche.

El poli gritó unas órdenes. Los coches blancos y negros se marcharon hacia el este chirriando. Mi cerebro chirrió.

¿Contarles lo del falso secuestro? No, no involucres a Chrissy. Una muerte segura: el Azote ha matado a Fritzie; eso tampoco lo reveles. El Azote ¿llevará a Chrissy a la cabaña de Griffith Park? No, no se acercaría por allí.

«Joderte hasta la muerte» implicaba tortura lenta, implicaba que Chris tenía una oportunidad de sobrevivir.

—El Azote tiene un apartamento cerca de aquí —dijo el pasma de paisano—. Sígueme en el Skylark. Tal vez veas algo que nos resulte de ayuda.

Vi:

Muñecos de plástico estrangulados con un ceñidor, goteando sangre de esmalte de uñas.

Muñecos de trapo destripados, perdiendo serrín.

Polaroids de parejas apaleadas con un gato de coche.

Miles de pañuelos de seda tirados por doquier.

Fotos publicitarias de Chris Staples con semen incrustado.

El desplegable de Chrissy en Nugget, con esvásticas pintadas a bolígrafo.

Muñecos Ken y Barbie haciendo un sesenta y nueve. Fotografías de primer plano: Chris Staples, Dick Contino.

Un muñeco de vudú con una foto por cara. Dick Contino con una aguja de sombrero clavada en la entrepierna.

Lo comprendí.

Cree que Chris y yo somos amantes. Quiere matarnos a los dos. Esa fijación le dará indecisión y mantendrá a Chrissy con vida un tiempo.

—Se llama Duane Frank Yarnell —dijo el detective—, y me parece que a la señorita Staples y a ti no os quiere nada bien.

Esos muñecos… Hostia puta.

—¿Puedo marcharme? ¿Puedo llevarme el Skylark y devolverlo luego?

—Sí, puedes. Ya he anulado la orden de búsqueda y captura del coche, pero los del sheriff lo quieren y tendrás que devolverlo esta noche. Y quiero verte en la Brigada de Homicidios del DPLA de Centro esta noche, no más tarde de las seis. Hay un fiambre con una media en la cara y una bala en la cabeza y tendrás que explicarte. Me muero de ganas de oír tu historia.

—Encuentre a Chris y sálvela —dije.

—Haremos todo lo que esté en nuestra mano —replicó—. ¿Estás seguro de que ahora no puedes decirnos nada que nos ayude?

—No —mentí.

Lágrimas en los ojos, un parabrisas manchado de sangre, la suerte quiso que llegara intacto a casa de Fritz Shoftel. Solté un cuento y diez pavos a su casera, que abrió el apartamento y se esfumó.

La sala y la cocina. No faltaba nada. El dormitorio…

Fritzie colgaba de una viga del techo, sujeto por cincuenta corbatas como mínimo. Destripado: las entrañas se escurrían por unos profundos cortes en el torso. Montones de vísceras en el suelo. En forma de esvástica.

Corrí al baño y vomité antes de llegar a la puerta. Toallas encima de un cesto. Mojé una en agua fría, me froté la cara e hice acopio de valor para registrar el piso.

El dormitorio, al primer vistazo:

Una estantería atestada de textos sobre interpretación. Heridas de cuchillo en los brazos de Fritzie. El Azote debía de haberlo torturado para sonsacarle información del secuestro. Un vestidor y un armario. Ahora, registra a fondo.

Ropa de trabajo. Camisetas del sindicato de camioneros. Una foto de Fritz con Jimmy Hoffa. Alguien le había dibujado cuernos de demonio al gran hombre. Gomas. Ropa interior de mujer: Fritz había admitido que era un husmeador de bragas desde hacía mucho tiempo. Cartuchos de monedas, revistas Playboy, un llavero con el conejito de Playboy. Una foto de grupo: el uniforme de la Segunda Guerra Mundial de Fritz. Más bragas, más condones, más Playboys, una guía de los parques y zonas de recreo de L.A. con la esquina de la hoja doblada por Griffith Park.

Lo examiné. La ubicación de la cabaña del secuestro estaba marcada con una X y de ella salían unas líneas a lápiz. Encontré una lupa y las seguí hasta el final. Una zona de cuevas un kilómetro al sudoeste de la cabaña.

Volví a estudiar el mapa. Bingo: carreteras sin asfaltar marcadas. Desde el Observatorio hasta el acceso a la zona de las cuevas.

Alguien había cartografiado rutas de huida y otros escondites en papel de calcar. No formaban parte del plan inicial del secuestro. Yo lo habría sabido. Doble bingo: el Azote nos lleva a la cabaña y allí mata a Manchal. Está a tiro de piedra de las cuevas, donde puede matar a Contino y Staples a placer.

Placer = tiempo = Ve AHORA, no avises a la pasma.

Me dirigí a Griffith Park. Danny Getchell acechaba junto al Teatro Griego, seguido por un menda con una cámara de cine. El pobre no se había enterado de nada. No sabía que todo el plan se había torcido.

Dejé el Skylark en el aparcamiento del Observatorio. Las carreteras de acceso me llevarían directamente a las cuevas, pero no podía arriesgarme a que el Azote oyera el motor de un coche. La hora del sprint final. Subí corriendo a la cabaña del secuestro.

Vacía. Cueros cabelludos sobre la mesa. Todo como siempre. Seguí las líneas del papel de calco en dirección sudoeste. La adrenalina me hizo subir el corazón hasta el tupé.

Ahí: un claro rodeado de colinas tachonadas de cuevas. Marcas de neumáticos en la carretera. Un Ford del 51 cubierto con matas de camuflaje.

Cuatro entradas de cuevas.

Entré a rastras y reconocí el terreno aguzando el oído en busca de horror. Una, dos: todo en silencio. Tres: gritos ahogados y desvaríos dementes.

—He adorado al Dios del Gran Fuego durante todos estos años y he seguido las enseñanzas de Su único hijo, Adolf Hitler. Me ha pedido sacrificios con pañuelos de seda y yo se los he dado. Ahora el Dios del Gran Fuego desea que tome una esposa y que primero la consagre con las marcas de Su hijo.

Seguí arrastrándome. Oscuro como boca de lobo, serpenteante, húmedo. Me abracé a la pared de la cueva. Un zumbido de motor y luego una luz. El Azote había instalado un arco voltaico.

Sombras, formas medio visibles. Sombras en movimiento y una piel pálida a plena luz: la espalda de Chrissy, marcada con una esvástica roja.

Sangre que gotea. No es un chorro, todavía hay TIEMPO.

Salí de puntillas hasta el Ford. Adrenalina. De un buen tirón arranqué el asiento trasero. En el maletero encontré un tubo que serviría de sifón, quité el tapón del depósito de gasolina y chupé.

La tracción labial funcionó. Empapé el acolchado del asiento con etilo. Muelles y un tablero en la base para agarrarlo. Levanté fácilmente los cincuenta kilos de plástico y goma espuma.

Difícil de manejar, pero conseguí encender una cerilla. ¡WHOOOOSH! El Dios del Fuego irrumpió en la cueva.

Humo, gritos en el interior. Las llamas agitándose de un lado a otro, el vello de mi brazo chisporroteando. Un calor del demonio, disparos. Noté consumirse la espuma cerca de mi corazón.

Chris gritó.

El Azote gritó un galimatías. Las balas impactaban contra mi escudo de fuego y estallaban.

Calor, humo. El viento absorbía las llamas apartándolas de mí.

El Azote siguió disparando —dos pistolas— desde muy cerca. La parte superior de la tapicería del asiento salió disparada. Me agarré a unos muelles al rojo vivo y continué avanzando.

Un halo azul detrás del Azote. Cielo claro.

Me lancé sobre él. Se le prendió el cabello.

Seguí empujando hacia el azul.

El Azote volvió la espalda y retrocedió gritando.

Lo perseguí.

Disparó sin tino. Yo le lancé el asiento.

Molinetes en llamas cayendo por un acantilado de treinta metros.

Agarré a Chris, la saqué hasta el Ford y la instalé, agazapada, en el asiento del pasajero. Veloz como el Dios del Fuego: bajé por carreteras sin asfaltar, crucé el aparcamiento, tomé Vermont hacia el sur. La carretera cortada junto al Teatro Griego. Danny Getchell con la cámara a punto. La poli gritó «¡Alto!» y se me ocurrió que aquel coche del Dios del Fuego podía volar. Combiné el embrague/acelerador/cambio de marchas y el hijo de puta salió aerotransportado. Gritos a mi espalda, gritos residuales, mágicamente audibles. Oí «CONTINO», pero nadie me gritó «COBARDE».

Esto ocurrió hace treinta y cinco años.

Historia en elipses. La policía lo encubrió todo.

Me declararon inocente de conspiración para secuestrar. Una bala de la policía destinada al Ford mató a una anciana. Shoftel, Marichal y el Azote no estuvieron nada colaboradores.

Chris Staples se recuperó estupendamente y evita los trajes con espalda al aire que revelen su tenue cicatriz. Se casó con un majara de derechas al que le gustan las esvásticas y ahora son personajes importantes en ese fraude televisivo de los cristianos renacidos.

Sol Slotnick ha sobrevivido a diecinueve ataques al corazón alimentándose sólo de comida basura.

Spade Cooley mató a Ella Mae de una paliza en 1961.

Jane DePugh tuvo una aventura amorosa con el presidente John F. Kennedy.

Dave DePugh es uno de los principales sospechosos de la muerte de JFK.

Leigh murió de cáncer en 1982. Nuestros tres chicos ya son mayores.

Daddy-O fue un fiasco para la crítica y un fracaso en la taquilla. Mi carrera nunca recuperó el impulso de los primeros tiempos. Actuaciones en salas pequeñas, banquetes de italianos. Gano una pasta decente tocando la música que me gusta.

«Desertor.» «Cobarde.» De vez en cuando todavía lo oigo.

Sólo me resulta ligeramente molesto.

Los matones del DPLA presionaron a Danny Getchell para que soltara las tomas del coche volador.

Se las dio al cámara de Daddy-O y las incorporó a la película, de una forma no demasiado convincente.

Las personas que han visto las tomas originales consideran que mi manera de conducir fue una gesta milagrosa. La voz ha corrido de una manera limitada. Un día de 1958, toqué a Dios o algo igualmente poderoso. Lo creo, pero sólo hasta cierto punto ambiguo. La verdad es que, en un momento dado, cualquier cosa es posible.

Todas las palabras de estas memorias son verdad.