Aventuras de embargos.
Cleotis De Armand dirigía una timba de dados clandestina detrás de la licorería de Swanky Frank, en la 89 y Central, y su coche sin pagar estaba aparcado allí junto a la acera. Bud Brown y Sid Elwell se presentaron con placas de policía de las que regalaban en las cajas de cereales para el desayuno y lo sacudieron mientras yo daba Seconal disuelto en vino barato a los borrachines que vigilaban el coche. MIEDO TREMENDO: estábamos en el explosivo barrio negro de L.A. y cabía la posibilidad de que me empapelaran por suplantar a la policía si se presentaba el ubicuo DPLA. No sucedió tal cosa y fui yo quien condujo el coche azul zafiro para ponerlo a buen recaudo mientras el contingente de vigilancia roncaba. La suerte del novato: encontré una bolsa de maría en la guantera. Fumamos unos cuantos porros de camino al siguiente trabajo: embargar un Starfire del 57 de Perro Grande Lipscomb, el macarra callejero más importante de la zona sur.
El vehículo estaba aparcado junto a un limpiabotas, en la 103 y Avalon. Personalizado: pintado de rojo manzana almibarada, interior de visón, guardabarros tachonados de brillantes falsos.
—Arranquemos la tapicería y hagámosles estolas de pieles a nuestras mujeres —dijo Bud. Lo mismo habíamos pensado Sid y yo.
El equipo se desplegó.
Yo saqué el acordeón de la funda y aporreé «Lady of Spain» allí mismo. Bud y Sid fueron derechos hacia Perro Grande Lipscomb: al otro lado de la calle, unas furcias fruncieron el ceño.
—¡Eh! ¡Ése es Dick Contino! —gritó alguien, y la chusma del barrio de Watts me engulló.
Me echaron de la acera, directamente contra el cochazo de Perro Grande. Una antena se partió y topé de espalda con el capó. Toqué recostado en él y no me salté ni una nota.
Mira, mamá: miedo, ninguno.
Ruido de pies, gritos, tenues intrusiones en mi coloque de porro. Unas manos me separaron del capó y me encontré frente a frente con Perro Grande Lipscomb.
Me lanzó un golpe y yo lo paré con el acordeón. Contacto: su puño en el teclado. Crujidos mareantes: de sus huesos, del pequeño que me daba de comer.
Perro Grande chilló y se agarró la mano. Un menda le pateó las pelotas y le registró el bolsillo. Las llaves cayeron a la cuneta, con Bud Brown allí presente.
Alguien me volteó y me introdujo en el coche. Fue Sid Elwell con una maliciosa llave de judo. El coche aceleró: Sid, con los nudillos blancos en el volante forrado de visón.
Mira, mamá: miedo, ninguno.
Nos encontramos en la delegación 1819 de los Camioneros. Bud trajo el coche de refuerzo. Mi acordeón necesitaba un arreglo y yo estaba demasiado pasado de hierba para ocuparme de ello.
Sid pidió prestadas herramientas y arrancó la tapicería de visón; yo firmé autógrafos para los camioneros gandules. La bombilla centelló de nuevo, POP: «La historia de la deserción te da algo que superar.» Aquella persecución en coche revivió en mi cerebro: matrícula provisional 1116. ¿Dot Rothstein detrás de Chrissy o algo distinto?
Bud charló con el presidente local, más para sonsacarle información que para mantener una conversación cordial. Un camionero me pidió que tocara «Bumble Boggie» y le dije que mi acordeón había muerto. En cambio, posé para fotos y el presidente de la agrupación me dio una «tarjeta de la amistad» local.
—Nunca se sabe, Dick. Tal vez necesites un trabajo de verdad algún día
Demasiado cierto. Un jarro de agua fría en aquel día ardiente y libre de miedo.
Mediodía. Llevé a Sid y Bud al Pacific Dining Car. Nos instalamos ante unos solomillos y patatas asadas y durante un rato fluyeron los comentarios intrascendentes.
Sid les puso fin.
—Dick, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Verás… lo de tu informe del Ejército…
—¿Qué pasa con eso?
—Pues que no me pareces una persona que se acobarde.
—Eso bien puede certificarlo Perro Grande Lipscomb —intervino Bud—. Es sólo que… ya sabes.
—Dilo —repliqué—. Me parece estar cerca de algo.
—Es que las cosas están así, ¿sabes? —dijo Sid—. Alguien dice «Dick Contino» y lo primero que te viene a la cabeza es «cobarde» o «desertor». Es como un reflejo cuando, en vez de eso, deberías estar pensando «acordeonista» o «cantante» o «buen apoyo en los trabajos de embargos».
—Termina la idea —dije.
—Lo que Sid quiere saber —intervino Bud— es cómo lo soportas. Bob Yeakel lo considera una cadena perpetua, pero ¿no puedes hacer nada al respecto?
Cada vez más cerca. Caliente como una bombilla, tan caliente que lo aparté.
—No lo sé.
—Cuando no se tiene nada que perder, siempre se puede hacer algo —sentenció Sid.
—Anoche me siguió un coche —dije, cambiando de tema—. Creo que es esa pasma lesbiana que está encoñada con Chrissy.
—Hazla salir en Cohete al estrellato —se rio Bud—. Hazla cantar «Una vez tuve un amor secreto».
—No estoy seguro al cien por cien de que sea ella, pero tengo las cuatro últimas cifras de la matrícula. Este asunto me intriga.
—Entonces era una matrícula provisional, ¿no? Las definitivas tienen tres letras y tres números.
—Exacto. 1116. He pensado que Bob podría llamar al Departamento de Vehículos a Motor y echarme una mano.
Bud consultó su reloj, nervioso.
—Sin tener las nueve cifras será difícil pero, de todos modos, pídeselo a Bob mañana, después de la emisión. Será un programa con gente de Pizza De Luxe y, cuando termina, siempre se folla a su concursante favorita. Menciónaselo entonces y tal vez llame a un funcionario que conoce y le pida que rastree todas las placas terminadas en 1116.
Se acercó una camarera, menú en mano.
—¿Eres Dick Contino? Mi padre no te traga porque es un ex combatiente, pero mi mamá cree que eres realmente guapo. ¿Puedes darme tu autógrafo?
—¡Damas y caballeros, les habla Dick Contino, que les da la bienvenida a Cohete al estrellato, donde los astros del mañana alcanzan hoy la luna y se bajan unas cuantas estrellas! ¡Donde todos ustedes, nuestros espectadores televisivos y los que han venido en directo aquí, a Yeakel Oldsmobile, pueden sellar su destino en un Rocket 88!
Aplausos enlatados/gritos/vítores/silbidos, un lanzamiento de cohete directo al retrete.
Alguien había añadido licor al ponche y el público estaba trompa antes de que empezara el programa.
Sid Elwell identificó a los presentes, casi todos alcohólicos escapados de la granja de desintoxicación del condado.
Actuación número 1: un chapero de Pizza De Luxe. El numerito de luxe tópico: Eisenhower se encuentra con Sinatra en la «Cumbre del Rat Pack». Un mal Ring-a-Ding-Ding: Ike, Frank y Dino intercambian chistes trillados. El público abucheó. El aplausómetro empezó a fallar y perdió gas.
Actuación número 2: una furcia/cantante del Pizza De Luxe. Pantalones pirata ajustados, suéter ajustado. Asesinó «Blue Moon» mientras meneaba las tetas. Un pachuco que estaba junto al escenario no dejó de repetir un estribillo: «Nena, ¿son de verdad?» Bud Brown lo hizo callar de un mamporro fuera de cámara; el técnico de sonido dijo que sus reflexiones habían salido por antena tal cual.
Actuación número 3: «Ramon y Johnny», dos reinonas acróbatas y musculadas. Saltos mortales, la rueda, cabriolas en el aire impulsándose con las manos entrelazadas; entretenido, si te gustaban esas cosas.
Silbidos, aplausos. Bob Yeakel dijo que los tipos se dedicaban al chantaje: extorsionaban con fotos de sodomía a maricones casados.
Algún amante despechado, caído del cielo, gritó: «¡Ramon, hijo de puta!»
Ramon lanzó al público un beso enfurruñado.
Johnny giró en plena cabriola. Ramón se olvidó de cogerlo y Johnny cayó de espaldas al escenario.
El público se volvió loco. El aplausómetro echaba humo. Kay van Obst llevó a Johnny al hospital Central Receiving.
Actuaciones números 4 y 5: cantantes de baladas románticas de Pizza de Luxe: faldas con cortes a los lados, escotes, piel de gallina; las dos cantaron canciones adaptando las letras a las necesidades de Bob Yeakel y dispuestas a batir récords de ventas. «El hombre que amo» se convirtió en «El coche que amo»; «Llévame a la luna» quedó así: «Llévame a las estrellas en mi 88 trucado; ahora tiene la potencia de los ocho cilindros en V y aprovecha toda su tracción. ¡¡¡En otras palabras, el Oldsmobile es el reeey!!!»
Los escotes tenían más tracción que las letras y los borrachos vitorearon. Sid Elwell pisó a fondo el pedal de la batería de coche/aplausómetro para la actuación de Chris Staples y sus saludos finales.
Chrissy:
Impulsada por el miedo; la persecución en coche la había asustado. Le dije que le pediría a Bob Yeakel que pinchase a algún esclavo de Vehículos a Motor para que averiguara a qué nombre iba aquella matrícula. Mi discurso en los camerinos le insufló un poco de aplomo de último momento.
Chrissy:
Calentando «Someone to Watch Over Me» como si los Gershwin casi la hubiesen escrito para ella, bajando la voz para que no se le rompiera, el secreto de los cantantes mediocres de todo el mundo.
Chrissy:
Contoneándose al ritmo de «You Make Me Feel So Young», y dejando implícita la insinuación: ella te llamará a las tres de la madrugada.
Chrissy:
Silbidos lascivos y aplausos dispersos en el primer descanso. Más suerte en la despedida: Bob Yeakel enchufó el aplausómetro a un amplificador.
Chrissy ganó.
La gente estaba demasiado borracha para darse cuenta de que les habían tomado el pelo.
Bob felicitó a Chris y le tocó el culo ante las cámaras. Chris le pegó un cachete en la mano. Ramón suspiró por Johnny.
La red de ventas devoró pizza de Pizza De Luxe. Leigh llamó para decir que había visto el programa en televisión.
—Dick, te iba mejor haciendo de Chucko el Payaso.
Agarré a Chrissy y le dije:
—Diles a Bud y Sid que se reúnan con nosotros en el Mike Lyman's. El otro día me diste una idea.
Bud y Sid llegaron a Lyman's primero. Di cinco pavos al jefe de camareros y nos coló en un discreto reservado de la parte trasera.
Nos acomodamos, pedimos de beber y largamos. Temas tratados: Cohete al estrellato como imbecilidad épica; mis trabajos de embargo ¿me apartarían de mi segundo trabajo de producción? Bud dijo que había hablado a Bob Yeakel de la persecución en coche y que éste había dicho que intentaría que el Departamento de Vehículos a Motor rastreara la placa. Sid hizo un repaso al embargo de Big Dog y yo lo utilicé para encauzar la conversación hacia los negocios.
—Llevo años con esta etiqueta de cobarde pegada y ya estoy harto. Mi carrera no va a ningún sitio, pero al menos tengo un nombre y Chrissy ni siquiera cuenta con eso. Tengo una idea que nos daría mucha publicidad. Probablemente necesitaremos dos hombres más para que despegue, pero creo que lo lograremos.
—¿Qué lograremos?
—Tengo la corazonada de que sé adónde va todo esto.
—Dos criminales nos secuestran a Chrissy y a mí a punta de pistola —susurré—. Los criminales son psicópatas que, equivocadamente, creen que somos estrellas y que les reportaremos pasta gansa con el rescate. Contactan con Howard Wormser, el agente que nos consigue trabajo a los dos, y le piden una cifra cuantiosa. Howard no sabe que el secuestro es falso y llama a la pasma o no la llama. En cualquier caso, Chrissy y yo escapamos heroicamente. No podemos identificar a los secuestradores porque llevaban máscaras. Falsificamos las pruebas en el lugar donde hemos estado encerrados y cuando la poli nos interroga, exageramos la historia. Tenemos contusiones y estamos hechos polvo por la terrible experiencia. Los secuestradores, naturalmente, han huido. Chrissy y yo conseguimos mucha publicidad con el caso y nuestras carreras despegan y pagamos a los falsos secuestradores con un porcentaje del dinero que ganaremos.
Tres semblantes inexpresivos.
Un silencio triple. Calculé que duró un minuto.
—Esto es una majadería auténtica —tosió Sid.
—A mí me gusta —tosió Chris, antes de encender un cigarrillo—. Si resulta, resulta. Si no resulta, Dick y yo iremos a la cárcel. Los dos hemos estado en la cárcel y sabemos que podemos sobrevivir a ella. Yo digo que esto quizá sea el auténtico Cohete al estrellato; y si no lo es, c'est la guerre, joder. Yo digo que es mejor probarlo que no. Yo digo que el negocio del espectáculo prospera gracias a las mentiras; entonces, ¿por qué no meterle unas cuantas de las nuestras?
Bud me ametralló con unos ojos cautelosos, casi tristes.
—Es peligroso. Es ilegal. Probablemente os caerían dos años de cárcel. Y seríais lo que la pasma llama «cómplices conocidos» de Sid y de mí. Yo podría poneros en contacto con tipos de fuera del mundillo, de modo que la poli no os relacionara nunca con ellos. Mira, Dick, lo que pienso es que, si estás realmente decidido a hacerlo, quizá podamos ganar algo de dinero reduciendo la posibilidad de que os pillen. Eso, si estás decidido a hacerlo contra viento y marea.
Aquellos ojos… ¿Por qué estaban tan tristes?
—Estoy decidido.
—Entonces tiene que parecer real. —Bud apartó su bebida—. Vámonos. Hay un sitio que tenéis que ver.
Fuimos en caravana hasta Griffith Park y luego caminamos. Ahí estaba. Una cabaña encajada en un pequeño cañón dos kilómetros al norte del Observatorio.
Difícil de localizar; una maraña de matas obstruía la entrada del cañón.
El tejado estaba cubierto de plantas trepadoras. La cabaña no se veía desde el aire.
La puerta estaba abierta y de ella emanaba un tufo a animales muertos o a algo muerto. Quédate con el interior: un colchón en el suelo, pieles con sangre incrustada amontonadas sobre la mesa.
—Cueros cabelludos —dijo Chris, tapándose la nariz.
Los examiné más de cerca. Sí, cueros cabelludos.
Sid se santiguó.
—Encontré esta cabaña hace unos años —explicó Bud—. Iba de excursión con un colega y di con ella. Esos cueros cabelludos me asustaron de mala manera y hablé del asunto con un amigo policía. Me contó que, en el 46, un indio zumbado escapó de Atascadero, mató a seis personas y les cortó la cabellera. Al indio no lo capturaron nunca; si os fijáis bien, veréis que son seis cabelleras.
Las examiné más de cerca. Seis cueros cabelludos, sí, uno lleno de trenzas y un pasador de plástico.
Chris y Sid encendieron cigarrillos. El hedor disminuyó.
—Bud, ¿qué quieres decirnos? —pregunté.
—Que al menos uno de vuestros secuestradores tendría que hacerse pasar por indio. Que, como lugar donde os ha encerrado el secuestrador, esta choza os hace ganar muchos puntos en realismo. Que un indio psicópata que tal vez lleve muchos años muerto es un buen cabeza de turco.
—Si el plan funciona y mi carrera despega, os daré a cada uno el diez por ciento de lo que gane durante los próximos diez años. Si no funciona, venderé unas acciones que me dejó mi padre, os daré la mitad a cada uno y me acostaré con los dos al menos una vez —dijo Chris.
Sid se rio. Chris clavó el dedo en el cuero cabelludo y dijo:
—Puaj. Lagarto asqueroso.
—Cuenta conmigo para todo, menos lo de la cama —dije—. Si el plan no sale bien o no obtenemos resultados, os traspasaré de mala gana la propiedad de mi 88.
Nos estrechamos la mano. Fuera, graznó un pájaro. Me acobardé de mala manera.