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Dormir mal me dejó hecho polvo, resacoso de mi expedición de rescate.

Me despertó la niña. Yo estaba soñando. Me juzgaban por crímenes contra la música. El juez decía que el acordeón estaba obsoleto y el público del estudio aplaudía. Quédate con mi jurado: el perro de Mickey Cohen, Jesucristo y Cisco Andrade.

Leigh tenía café y aspirinas a punto, así como el Mirror matutino, doblado por la página de espectáculos.

«Una bronca desluce la presentación de Contino. El dueño del club dice que el rey del acordeón es un "producto echado a perder".»

Sonó el teléfono. Respondí.

—¿Quién es?

—Soy Howard Wormser, tu agente, que acaba de perder el diez por ciento de tu dinero del Crescendo y el diez por ciento de tu contrato de dos meses en el Flamingo. Los de Las Vegas han llamado, Dick. Reciben los periódicos de L.A. y no les gusta callarse las malas noticias.

Un subtitular del Mirror: «Gritos de "desertor" acosan a un astro en horas bajas.»

—Anoche estuve ocupado. De otro modo, habría visto venir todo esto.

—Verlas venir no es tu punto fuerte. Tendrías que haber aceptado la invitación de Sam Giancana para que te pusiera en la nómina de artistas que actúan para la mafia de Chicago. Ahora estarías tocando en grandes salones. Deberías haber testificado ante ese Gran Jurado y tendrías que haber delatado a unos cuantos rojillos. Tendrías que…

—Yo no conozco a ningún rojillo.

—No, pero podrías haber sacado unos cuantos nombres de la guía telefónica y quedar bien.

—Consígueme trabajo en una película, Howard. Un papel en el que cante unas cuantas canciones y me quede con la chica.

—Eso que dices tiene algo de sensato: los chochos jóvenes sí que son tu punto fuerte. Ya miraré. Mientras tanto, toca en unos cuantos bar mitzvahs o algo y no te metas en líos.

—¿Puedes conseguirme unos cuantos bar mitzvahs?

—Era sólo una figura retórica. Tranquilízate, Dick. Te llamaré cuando te consiga el noventa por ciento de algo.

Clic. El ruido de colgar se diluyó de improviso en el alboroto de fuera. Chirridos de frenos, ruido de engranajes. Miré por la ventana. Joder, un camión grúa había enganchado el eje trasero de mi coche al cabrestante.

Salí a la carrera. Un hombre con una camiseta del sindicato de camioneros alzó las manos.

—Señor Contino, esto no ha sido idea mía. Soy un pobre sindicalista con familia y sin trabajo. Bob Yeakel me ha dicho que le diga que basta significa basta, que esta mañana ha leído la prensa y ha entendido el mensaje.

El manubrio del cabrestante reventó la cubierta del maletero y salieron volando un montón de discos. Eché mano a un Accordion in Paris.

—¿Cómo te llamas?

—Pues… Bud Brown.

Cogí el lápiz de su sujetapapeles y garabateé una firma en la portada del disco.

—Para Bud Brown, un sindicalista sin trabajo, de Dick Contino, artista sin trabajo. Querido Bud, ¿por qué te dedicas a joder mi hermoso Starfire 88, si soy un currante como tú? Sé que ese malvado comité McClellan está acosando a tu heroico líder Jimmy Hoffa, del mismo modo que me incordió a mí durante la guerra de Corea, así que tú y yo compartimos un vínculo que tú, con tu actual postura de esquirol, estás quebrantando. Por favor, no jodas mi hermoso Starfire 88. Lo necesito para buscar trabajo.

El camionero aplaudió. Bud Brown me miró con desconfianza. Aquella payasada sobre el comité McClellan lo había impresionado de una manera extraña.

—Como ya le he dicho, señor Contino, lo siento.

—Los donaré a tu delegación local —dije señalando los discos—. Los autografiaré y tú puedes venderlos y quedarte con el dinero. Lo único que te pido es que me dejes sacar este coche de aquí para esconderlo en algún sitio.

Golpes en la ventana de la cocina. Leigh con la pequeña Merri en los brazos.

—Señor Contino, eso es pelear sucio.

La pelea merece la pena: mi preciosidad azul/neumáticos de lateral blanco/antena de cola de zorro. La luz del sol en el acordeón del capó. Casi desfallecí.

—¿Tienes hijos que vayan a celebrar el cumpleaños? Tocaré gratis, me vestiré como…

La radio del remolque crepitó. El conductor escuchó y confirmó la recepción del mensaje.

—Era el señor Yeakel. Dice que el señor Contino debe encontrarse con él ahora mismo en la sala de exposición y ventas y que tal vez puedan llegar a un acuerdo sobre su demora en el pago de las letras.

—… y sabes que tengo mi propio programa de televisión, Cohete al estrellato. Mis hermanos y yo hacemos los anuncios y a los angelinos amateurs con talento les brindamos la oportunidad de llegar a la luna y bajarse unas cuantas estrellas. Organizamos un espectáculo aquí, en el local, todos los domingos y la KCOP lo retransmite. Repartimos perritos calientes y refrescos, vendemos unos cuantos coches y dejamos que los aspirantes actúen. Por lo general, atraemos a un montón de devoradores de perritos calientes, yo los llamo «los glotones de Yeakel». Aplauden las actuaciones y gana quien cosecha más aplausos. Tengo el medidor de aplausos amañado, algo parecido a ese cacharro que tú tenías en el programa de Heidt.

Bob Yeakel: alto, rubio, voz chillona de vendedor. Su escritorio: lleno de papeles pisados con tapacubos cromados.

—Déjame que adivine. Quieres que haga de maestro de ceremonias de uno de tus espectáculos y a cambio me quedo el coche gratis y libre de deudas.

Yeakel rió.

—No, Dick, más bien produces y haces de maestro de ceremonias en dos espectáculos como mínimo y actúas en la Convención Americana de Vendedores de Oldsmobile y vienes alguna tarde por aquí a las subastas que hacemos y te enrollas con los clientes. Mientras tanto, puedes conservar el coche y nosotros pararemos el reloj de tus pagos de intereses por morosidad, pero no la suma que nos debes. Entonces, si sube la audiencia de Cohete al estrellato, tal vez te deje quedarte el coche gratis y libre de deudas.

—¿Eso es todo lo que tengo que hacer?

Yeakel rió otra vez.

—No. Además, tienes que intentar venderles un coche a todos los posibles concursantes, un Oldsmobile del 58. Y nada de negros asquerosos o beatniks, Dick. Yo dirijo un negocio familiar limpio.

—Lo haré si me pagas doscientos a la semana.

—Ciento cincuenta, pero en negro. Sin retenciones.

Extendí la mano.

Trabajo:

La Convención de Vendedores de Oldsmobile en el Statler del centro de la ciudad. Quédate: quinientos buhoneros de coches y un montón de furcias acompañadas de un especialista en enfermedades venéreas. Bob Yeakel me presentó con el número de «Melones, la reinona dentona». Chris Staples cantó «You Belong to Me» y «Baby, Baby, All the Time». Yeakel la miró con insistencia e hizo chistes sobre sus «aletas traseras». Yo maté a un público pasado de priva con una actuación de cuarenta minutos y terminé con el tema de Cohete al estrellato.

Trabajo:

Fiestas de cumpleaños, el hijo de Cisco Andrade, la sobrina de Mickey Cohen. El bolo de Cisco fue en Los Ángeles Este. Lleno hasta la bandera. Boxeadores mexicanos y sus familias, pasmados ante Dick Contino en

«Chucho, el Payaso de los Cumpleaños». ¿Degradante? Sí, pero los invitados me dieron casi cien dólares de propina. El bolo de Cohen fue más pijo: una fiesta en el piso de Mickey con comida de catering. Quédate con la lista de invitados: Lana Turner y Johnny Stompanato, Mike Romanoff, Moe Dalitz, Meyer Lansky, Julius La Rosa y el reverendo Wesley Swift, que explicó que Jesucristo era ario y no judío y que el Mein Kampf era el libro perdido de la Biblia. Nada de propinas, pero Johnny Stomp me soltó dos docenas de cajas de comida infantil Gerber. Había planeado un atraco a una furgoneta de abrigos de pieles y sus hombres se habían equivocado de vehículo.

Trabajo:

Largas jornadas en la sala de exposición y venta de Olds de Yeakel.

Llamé a las chicas para que me ayudaran. Leigh, Chrissy, Nancy Ankrum, Kay van Obst. La voz corrió deprisa: Don Acordeón y su camarilla femenina en directo en la sala de exposición y venta de Oldsmobile.

Camelamos a curiosos y remitimos posibles clientes difíciles a los vendedores. Alabamos sin parar los modelos Olds del 58. Asamos hamburguesas en una barbacoa hibachi y dimos de comer a los mecánicos y a Bud Brown y su gente de embargos.

Nancy, Kay y Leigh hicieron la preselección de los concursantes de Cohete al estrellato. Yo quería eliminar a los mendas más atroces antes de comenzar las audiciones formales. A Bob Yeakel se le caía la baba cada vez que aparecía Chris Staples y lo convencí de que la pusiera en nómina como ayudante mía. Chrissy le hizo un regalo a Bob para darle las gracias: su desplegable en Nugget Magazine, enmarcado para colgar en la pared.

Mi trabajo con Yeakel duró nueve días. Un auténtico éxito, joder.

Nueve días sin que nadie me llamara «desertor», una especie de récord mundial para Dick Contino.

Hicimos las audiciones en una carpa detrás del foso de reparaciones. Bud Brown ejerció de perro guardián para ahuyentar a los claramente lunáticos. Las chicas habían confeccionado una lista: cuarenta y tantos individuos y actuaciones que, después de la selección, quedarían reducidos a seis por programa.

Nuestro primer finalista: un viejo chiflado que cantaba ópera. Le pedí que nos dedicara unos cuantos compases de I pagliacci; dijo que tenía el pene más largo del mundo. Lo sacó antes de que yo pudiera hacer ningún comentario. Tenía longitud y grosor normales. Chrissy aplaudió de todos modos. Dijo que le recordaba a su ex marido.

Bud echó al viejo. El abuelo se fue, pero había sentado una especie de precedente.

Fíjate en esta muestra:

Dos bull terriers patinando, perros como tiburones con aletas de plástico enganchadas a la espalda. Su amo era un doble de Lloyd Bridges: todo el número fue una parodia del programa de televisión Caza marina.

No… Una acordeonista que desafinaba y que intentó pasarme su teléfono con Leigh presente.

No.

Un cómico con un monólogo sobre la manera de jugar al golf de Ike. Ronquilandia épica.

No.

Un tipo que hacía juegos de manos con pañuelos de seda. Hábil pero aburrido: hacía nudos de ahorcar con ceñidores.

No.

Dos docenas de vocalistas masculinos y femeninos monótonos, chirriantes, estridentes, roncos: Presleys y Patty Pages en ciernes.

Un saxo tenor yonqui que comenzó a cabecear a mitad de un «Body and Soul» de notas chapuceras. Bud Brown lo dejó durmiendo en un coche de los expuestos; el cabrón despertó con convulsiones y rompió el parabrisas de una patada. Chrissy llamó a una ambulancia y los enfermeros se llevaron al yonqui.

Me encaré a Nancy.

—Tendrías que haber visto a los que no pasaron el corte —dijo—. Cómo me gustaría que el Azote de Hollywood Oeste tuviera un talento viable. Sería divertido ponerlo en el programa.

Sólo Nancy encontraba atractivos a los maníacos que estrangulaban con un ceñidor o pegaban con un gato de coche.

Abordé a Bud Brown.

—Faltan cuarenta y ocho horas para el programa y todavía no tenemos a nadie.

—Sucede alguna vez. Entonces, Bob llama a Pizza De Luxe.

—¿Qué…?

—Pregúntale a Bob.

Entré en la oficina de Yeakel. Bob miraba su cartel de la pared: Miss Nugget, junio de 1954.

—¿Qué es Pizza De Luxe?

—¿Tan mal van las audiciones?

—Estaba pensando en volver a llamar a esos perros patinadores. Bob, ¿qué es…?

—Pizza De Luxe es una red de prostitución. La dirige un ex matón de Jack Dragna, propietario de una casa de comidas llamada Pizza Pad. Sirve pizzas las veinticuatro horas y si de acompañamiento quieres una chica o un chico, te traerá el pedido una prostituta o un chico del ambiente. Todos son cantantes y bailarines o indeseables de Hollywood, ya sabes, de esos que venden su cuerpo para ir pagando recibos hasta que les llegue la llamada «gran oportunidad». Así que, cuando me faltan concursantes decentes, llamo a Pizza De Luxe. Me traen buena pizza y talentos amateurs y el vendedor de mi plantilla que haya vendido más se acuesta con alguien como incentivo.

Miré por la ventana. Un equipo de baile de travestis practicaba unos pasos junto al foso grasiento. Bud Brown y un tipo con pinta de pasma hicieron que se largaran.

—Bob —dije—, llama a Pizza De Luxe.

Yeakel mandó besos a su cartel de la pared.

—Creo que Chrissy debería ganar en el próximo programa.

—Chrissy es una profesional. Ahora mismo canta con la banda de Buddy Greco en el Mocambo.

—Eso ya lo sé, pero quiero que tenga una carrera sólida. Y te confesaré una cosa: el aplausómetro está amañado.

—¿Sí?

—Sí, Es una batería de coche conectada a un osciloscopio. Tengo un pedal y, cuando quiero que suba la aguja, lo piso. Estoy seguro de que a Chrissy le gustaría ganar. Son cien dólares y un Oldmsmobile nuevo y reluciente sin pagar entrada.

—¿Con unos plazos mensuales extenuantes? —Me eché a reír.

—Normalmente, sí, pero con Chrissy seguro que podríamos llegar a otra clase de acuerdo.

—Se lo diré, estoy seguro de que le interesará, al menos lo de no tener que pagar entrada.

Sonó el teléfono. Bob lo levantó, escuchó y colgó. Yo miré por la ventana. Bud Brown y el tipo con pinta de pasma me vieron y se dieron la vuelta, nerviosos.

—Tal vez tenga una manera de poder desligarte del segundo programa de Cohete al estrellato.

—Te escucho.

—Antes, tengo que pensarlo bien. Mira, Dick, voy a llamar a Pizza De Luxe ahora mismo. ¿Quieres…?

—¿Que llame a Chrissy y le diga que acaba de ganar un concurso de artistas aficionados amañado por un rey del automóvil que quiere tocarle la cola de sirena?

—Exacto. Y pregúntale de qué quiere la pizza.

Chris estaba fuera de la sala de ventas, fumando un cigarrillo. Se lo solté sin preámbulos.

—Para el programa del domingo Bob traerá a unos talentos casi profesionales. Quiere que cantes un par de canciones. Te garantiza que serás la ganadora y sus expectativas no son exigentes.

—En ese caso no quedará decepcionado.

Se elevaron unos anillos de humo, señal de que Chrissy estaba distraída.

—¿Te preocupa algo?

—No, mi coco de siempre.

—Sé a qué te refieres. Si me lo cuentas, después tal vez te sientas mejor.

Tiró el cigarrillo a un Cutlass de la exposición.

—Tengo treinta y dos años y me ganaré la vida como artista, pero nunca seré un éxito de ventas. Me gustan demasiado los hombres como para establecerme y tener una familia, y me gusta demasiado vender el felpudo a payasos como Bob Yeakel.

—¿Y?

—Y nada. Salvo que anoche, después de la actuación en el Mocambo, me siguió un coche. Me asusté. Era como si la persona que conducía me controlara, no sé el motivo. Creo que podría ser Dot Rothstein. Me parece que, después de verme en tu bolo del Crescendo, se le ha vuelto a avivar la llama por mí.

—¿Estuvo anoche en el Mocambo?

—Sí, y eso está en la jurisdicción del condado de L. A. y ella trabaja en la oficina del sheriff del condado de L.A., lo que significa que… Mierda, no lo sé. Dick, ¿vendréis Leigh y tú esta noche al espectáculo de Buddy? Dot sabe que eres amigo de Mickey Cohen y eso tal vez la disuada de emprender ninguna acción.

—Estaremos allí.

Chrissy me abrazó.

—¿Sabes lo que envidio de tu carrera? —dijo.

—¿Qué?

—Que tú al menos tienes cierta fama, aunque sea mala. Por lo menos, esa historia de la deserción te da algo que… no sé, algo que superar.

Se me encendió una bombilla, POP, pero no supe qué significaba.