Estaba fracasando.
Estaba fracasando rotundamente: manos sudorosas, temblores inminentes. El combo que me acompañaba sonaba fuera de compás, pero supe que era yo el que se adelantaba al ritmo. EL PÁNICO ESCÉNICO me pilló por las pelotas. Los titulares gritarían:
«Contino aburre a un público gris en el Crescendo.»
«El público que asiste al regreso de Contino en Sunset Strip se aburre como una ostra.»
De «Bumble Boggie» a «Ciribiribin», un encadenado de acordeón directo a la yugular. Puse todo mi cuerpo en un trémolo. Mi cerebro envió un mensaje fallido a los dedos. Éstos obedecieron y ataqué el final de «Tico-Tico». El fallo en la recepción resultó contagioso: el combo entró con un tema puente de «Rhapsody in Blue».
Me quedé allí plantado.
Las luces de la sala se encendieron. Vi a Leigh y a Chrissy Staples, a Nancy Ankrum, a Kay van Obst. Mi esposa, mis amigos, más una carretada de habituales de las noches de estreno que destilaban conmoción.
«Rhapsody in Blue» se desinfló a mis espaldas. EL PÁNICO ESCÉNICO me pilló por las pelotas y apretó. Intenté darles palique:
—Damas y caballeros, acaban de oír «Salto en disonancia», una nueva pieza experimental dodecafónica.
Mis amigos rieron. Un capullo con gorra de plátano de la Legión Americana gritó:
—¡Desertor!
Silencio instantáneo en el gran salón. Miré fijamente a don Patriota: enrojecido por la priva, gorra de la Legión, brazal de la Legión. Preparé mi ostinato de justificaciones: estuve en Corea y me licenciaron con honores. Y Harry S. Truman me indultó.
No; prueba con esto:
—Que te jodan. Que jodan a tu madre. Que jodan a tu perro.
El legionario se quedó inmóvil. Yo me quedé inmóvil. Leigh se quedó inmóvil tras una sonrisa con la que decía adiós a dos de los grandes a la semana, durante dos semanas como mínimo.
Toda la sala se quedó inmóvil.
Luego me lanzaron restos del cóctel: aceitunas, hielo, frutas del whisky sour. El acordeón rezumaba cerezas de marrasquino. Me lo descolgué y lo dejé detrás de unos focos.
El cerebro mandó un mensaje fallido a los puños: Dadle una paliza a don Patriota.
Salté del escenario y me lancé sobre él. Me echó la bebida en la cara; el destilado de cereal puro me escoció los ojos y me cegó. Parpadeé, farfullé y solté puñetazos violentos. Tres fallaron, uno llegó y el impacto me dejó vibrando, ua ua, como una plancha de metal. Se me aclaró la visión y creí ver a míster América escupiendo dientes.
Me equivocaba.
Don Legionario: esfumado. En su lugar, con un corte en la mejilla que llegaba hasta el hueso, producido por mi alianza de boda con piedra engastada: Cisco Andrade, el número uno mundial de los pesos ligeros.
Los hombres del sheriff entraron en tropel y se desplegaron en abanico. A la zaga, la agente Dot Rothstein, más de cien kilos de carne lesbiana encoñada con mi amiga Chris Staples.
—Hijo de puta. Imbécil —me dijo Andrade.
Me quedé allí plantado.
Mis ojos rezumaban ginebra. La mano izquierda me palpitaba. La sala principal del Crescendo se volvió fantasmagórica.
Ahí está Leigh, comiéndole el coco a la pasma con su bebop «Dick Contino es víctima del Terror Rojo». Ahí está el legionario, sacándole un autógrafo a mi saxofonista. Dot Rothstein husmea el aire: mi batería acaba de irse al camerino con un porro. Chrissy le da cancha a la Gran Dot. Colaboró con ella en una redada de lesbianas y desde entonces Dot se consume por ella.
Gritos. Dedos que me señalan. Mickey Cohen con su bulldog, Mickey Cohen Junior, éste, con el hocico bien hundido en un tazón de nueces. Mickey Senior, el Jesucristo de los clubes nocturnos, pasándole al jefe de los agentes un fajo de billetes.
Andrade me estrujó la mano jodida y derramé lágrimas.
—Tocarás el acordeón en la fiesta de cumpleaños de mi hijo. Le gustan los payasos, así que te vistes de Chucko el Payaso y estaremos en paz.
Asentí. Andrade me soltó la mano y se frotó el corte. Mickey Cohen se acercó y quiso aprovecharse.
—Mi sobrina va a dar una fiesta de cumpleaños.
¿Crees que podrías actuar en ella? ¿Crees que podrías vestirte de David Crockett, con uno de esos gorros de piel de mapache?
Asentí. La pasma se marchó. Un agente me mandó a la mierda con un gesto y murmuró:
—Desertor.
Mickey Cohen Junior me olisqueó la entrepierna. Intenté acariciarlo, pero el muy cabrón me mordió.
Me encontré con Leigh y Chris en el Googie's. Nancy Ankrum y Kay van Obst se unieron a nosotros y ocupamos un gran reservado.
Leigh sacó el bloc de notas.
—Steve Katz se ha puesto furioso. Le ha dicho al contable que te rebaje la paga a la mitad de un espectáculo por una noche.
La mano me palpitaba y cogí los cubitos del vaso de agua de Chrissy.
—¿Cincuenta pavos?
—Cuarenta y pico. Lo han contado al céntimo.
Sobre mí se cernieron los demonios: el obstetra de Leigh, el agente de embargos de Yeakel Olds.
—A los niños no los embargan —dije.
—No, pero sí a un Starfire 88 con los tres últimos plazos sin pagar. Dick, ¿era necesario que le pusieras el compartimento de la rueda de repuesto por fuera, tapicería Kustom King y ese horrible adorno del acordeón en el capó?
—Fue una cosa de rivalidad entre italianos —terció Chrissy—. Buddy Greco se agenció un coche como ése y Dick tuvo que hacer lo mismo.
—Mi marido tiene un 88 —intervino Kay—. Dice que el interior Kustom King es tan mullido que una vez casi se quedó dormido en la autopista de San Bernardino.
—Chester Boudreau, uno de mis asesinos sexuales favoritos de todos los tiempos —dijo Nancy—, prefería los Oldsmobile. Decía que tenían un tamaño que a los niños les inspiraba confianza, por lo que resultaba fácil atraerlos al coche.
Justo a tiempo: mi coro de tres chicas. Chrissy cantaba con Buddy Greco y vendía dexedrina. Nancy tocaba el trombón en la banda cien por cien femenina de Spade Cooley y se escribía con la mitad de los pervertidos de San Quintín. Kay era presidenta nacional del club de fans de Dick Contino. Volvemos a mi mal rollo con el ejército. Pete, el marido de Kay, era el jefe del equipo de federales que me detuvo por desertor.
Llegó la comida y Nancy sacó a colación al «Azote de Hollywood Oeste», un loco que había estrangulado a dos parejas de enamorados aparcadas junto al Strip, a pocas manzanas de donde nos encontrábamos. Chris lamentó mi fiasco en el Crescendo y lloriqueó por el final del contrato de Buddy en Mocambo al cabo de dos semanas.
Nancy la interrumpió. La Azotemanía la tenía fascinada. Ya estaba haciendo apuestas. El Azote sería el psicópata asesino número uno de 1958.
Leigh me dejó leerle los ojos:
Tus amigos son coautores de tus chorradas, pero yo no lo seré.
Tu exhibición de inquina viril nos ha costado cuatro mil dólares.
Te enfrentas a puñetazos a esa tacha tuya de COBARDE; siempre tienes que empeorar las cosas.
Ojos radiactivos. Los eludí con cháchara intrascendente.
—Chrissy, ¿has visto cómo te miraba Dot Rothstein?
—Sí —respondió Chris, engullendo un trozo de sándwich Reuben—. Y han pasado cinco años desde el asunto de Barbara Graham.
—Barbara Graham… —repitió Nan la devoradora de cadáveres.
—Chrissy cumplió nueve meses en la cárcel de mujeres del centro de la ciudad cuando Barbara Graham se encontraba allí —aclaré.
—¿Y? —preguntó Nancy, sin aliento.
—Y resultó que estuvo en la celda contigua a la suya.
—¿Y?
—Dejad de hablar de mí como si no estuviera presente —saltó Chrissy.
—¿Y? —insistió Nancy.
—Y yo cumplía nueve meses por pasar recetas falsificadas de dilaudid. Dot era la matrona de mi galería y estaba prendada de mí, lo cual considero una muestra de su buen gusto. Barbara Graham y esos compinches suyos, Santo y Perkins, acababan de ser detenidos por el asesinato de Mabel Monohan. Barbara seguía protestando, diciendo que era inocente, y la Fiscalía de Distrito temía que un jurado la creyese. Dot oyó el rumor de que a Barbara le daba por el lesbianismo cada vez que iba a la cárcel y tuvo la idea de que yo intimara con ella a cambio de una reducción de condena. Accedí, pero estipulé que no quería contacto sáfico. La Fiscalía me ofreció un trato pero no conseguí que Barbara admitiera en un maldito vis a vis lo que había hecho la noche del 9 de marzo de 1953. Yo obtuve la reducción de condena y a Barbara la enviaron a la cámara de gas y Dot Rothstein se convenció de que soy tortillera. Todavía me manda felicitaciones de Navidad. ¿Habéis recibido alguna vez una tarjeta manchada de carmín de labios enviada por una bollera marimacho de cien kilos?
Todo el reservado aulló de risa. Kay gritó con la boca llena, se le escapó un poco de soda y salpicó a Leigh. Se encendió un flash y vi a Danny Getchell con un fotógrafo de Hush-Hush.
Getchell escupía titulares: «As del Acordeón activa un gancho de izquierda letal durante una celebración en el Crescendo que termina a tortazos.» «Prófugo provoca una penosa pelea a puñetazos.» «¿Quo vadis, Dick Contino? Su reaparición acaba en una redada policial.»
Nancy se dirigió al teléfono público.
—Danny, éste es un tipo de publicidad que no necesito —dije.
—Discrepo, Dick. Fíjate en lo que le supuso a Bob Mitchum el contratiempo de la marihuana. Yo creo que esto te retrata como a un gavonne[1] atractivo que, me perdonarán las señoras, debe de tener una polla de un metro.
Me reí.
—Que me parta un rayo si miento —insistió Danny—. En serio, Dick, y que me perdonen de nuevo las señoras, parece que tengas un metro de tubo duro y que no te dé reparo mostrarlo.
Me reí. Leigh elevó una plegaria silenciosa: salva a mi marido de este provocador de las revistas de escándalos.
—Acabo de hablar con Ella Mae Cooley —se apresuró a susurrarme Nancy—. Spade le ha pegado otra vez… Y tú, Dick, eres el único que puede tranquilizarlo.
Monté en el coche y me dirigí al rancho de Spade Cooley. La lluvia acuchillaba el parabrisas. Sintonicé el programa de discos solicitados de Hunter Hancock. Los colegas del Googie's consiguieron llamar a la emisora y el «Yours» de Dick Contino llenó las ondas.
La lluvia arreció. El acordeón de cromo del capó reducía la visibilidad. Aceleré y sincronicé biopensamientos a la música.
Finales de 1947, en Fresno. Me presenté a un concurso del programa de radio de Horace Heidt. La noche de los aficionados, público en el estudio, aplausómetro. Pensé que tocaría «Lady of Spain», perdería frente a alguna chica local que Heidt se estuviera tirando y, al terminar, seguiría camino a la universidad.
Gané.
El camerino se llenó de fans adolescentes.
Al mes siguiente cumplí dieciocho años. Seguí ganando cada domingo, muchas semanas seguidas. Derroté a cantantes, a cómicos, a un trombonista negro y a un ciego virtuoso del vibráfono. Me sacudí, me retorcí, bailé zapateado, giré, agité, empujé, me arrodillé y aporreé el acordeón como un derviche orbitando con benzedrina, maría y cola. Moví la pelvis y ejecuté pianissimos. Encadené cadencias y toqué tornados armónicos hasta que la sala se vino abajo y llegué directo a la gran final de Horace Heidt. Me convertí en una celebridad nacional, hice giras por todo el país como cabeza de cartel de Heidt y luego yo solo A LO GRANDE.
Toqué en GRANDES SALAS. Grabé discos. Rompí corazones. Pruebas de pantalla para el cine, clubes de fans, fotos a doble página en las revistas. Los críticos se maravillaban de cómo había puesto de moda el acordeón. Yo declaraba que lo único que hacía era conseguir que la sensiblería resultase atractiva. Ellos me preguntaban: ¿dónde has aprendido a moverte así? Yo mentía y decía que no lo sabía.
La verdad era que:
Siempre he tenido miedo.
El terror siempre se presenta por ensalmo.
La música y el movimiento son sortilegios que impiden que cobre FORMA.
1949, 1950, colocado de fama y de la buena suerte del novato. A principios del 51, la FORMA llega por la vía de una notificación de reclutamiento.
La FORMA: sudores diurnos, sudores nocturnos, miedos a asfixiarme. Miedo a la mutilación, a la ceguera, al cáncer, a la vivisección en manos de acordeonistas rivales. Temblores las veinticuatro horas del día; el público de los clubes nocturnos llevaba mortaja. La música dentro de mi cabeza: martillos neumáticos, sirenas, batidoras cambiando de marchas.
Fui a la Clínica Mayo. Tres loqueros me declararon inútil para el servicio militar. La oficina de reclutamiento quiso una cuarta opinión; me mandaron a su psiquiatra, que contradijo a los tipos de la Mayo, y mi calificación de apto se mantuvo.
Me reclutaron y me llevaron a Fort Ord. La FORMA: los barracones del centro de recepción se comprimieron en torno a mí. El corazón se me aceleró y envió descargas eléctricas a los brazos. Los pies se me quedaron entumecidos, las piernas me temblaron y chorrearon sudor. Me escapé y cogí un autobús a San Francisco.
Ausente sin permiso, fugitivo federal, mi deserción se convirtió en noticia de portada.
Bajé en tren a L.A. y me escondí en casa de mis padres. Los reporteros llamaban a la puerta y mi padre los ahuyentaba. Había cadenas de televisión montando guardia en la calle. Hablé con un abogado, hice acopio de una buena cantidad de esa desenvoltura propia del negocio del espectáculo y me entregué.
El abogado intentó llegar a un trato, pero el fiscal general no tragó. Yo recibía palizas diarias en los periódicos de Hearst: «Prima donna del acordeón sufre pánico escénico en su estreno en Fort Ord», «Cobarde», «Traidor», «Gallina», «Flojo». «Cobarde», «Cobarde», «Cobarde».
Las actuaciones en grandes salas se cancelaron.
Iban a juzgarme en San Francisco.
Miedo:
Los gorjeos de los pájaros me asustaban. Las habitaciones se estrechaban como un ataúd tan pronto entraba en ellas.
Fui a juicio. El abogado presentó los informes de la Mayo. Yo detallé mi miedo en el estrado. La prensa mantuvo vivo el fuego del resentimiento: yo lo tenía todo, pero no quería servir a mi país. Hicieron caso omiso de mi respuesta: «Pues llevaos mi maldito acordeón.»
El juez me declaró culpable y me impuso la condena: seis meses en el penal federal de McNeil Island, Washington.
Cumplí la sentencia y puse cara de sádico para disuadir a los bujarrones. Llevar colgado el acordeón me había hecho crecer los músculos y me dedicaba a hinchar los bíceps y exhibirlos. Mickey Cohen, en la trena por evasión de impuestos, intimó conmigo. Mi rutina diaria: trabajo en el patio como preso de confianza, improvisaciones con el acordeón. Artista simpático/convicto psicópata: una actuación esquizofrénica gracias a la que pude cumplir la condena sin que me molestaran.
Me soltaron en enero del 52. Una ansiedad que se colaba furtiva/solapada/arrastrándose: ¿Qué ocurrirá a continuación?
Invierno del 52: Soy objeto de curiosidad pública. Gran cobertura de «Contino sale de la cárcel». En casi toda ella me pintaban como un cobarde endurecido en prisión.
Miedo residual: ¿Me reclutarían ahora?
Invierno del 52. Nada de actuaciones, ni en GRANDES SALAS ni en ninguna parte. Me llegó el aviso de llamada a filas y en esta ocasión me apunté al juego.
Instrucción básica, escuela de comunicaciones, Corea. El miedo, postergado. Serví en un destacamento en Seúl y ascendí de soldado a sargento. Aceptación/ burlas/peleas. Tipos que destilaban resentimiento y envidiaban lo que creían que yo encontraría en casa al volver.
Lo que encontré fue una carrera arruinada y la acusación de DESERTOR en neón rojo comunista. Recibí un indulto presidencial que no había solicitado. Mi tacha de COBARDE lo transformó en papel mojado. Me convertí en un número de escapismo: los bolos en grandes salones fueron sustituidos por actuaciones en garitos pequeños, los programas en la televisión nacional dieron paso a las actuaciones en los medios locales. El miedo y yo jugábamos al escondite. Siempre parecía agarrarme las pelotas y retorcérmelas en el preciso momento en que sentía que algo en mi interior podía hacer desaparecer para siempre todas aquellas chorradas.
Me dirigí a casa de un vencedor. Perdí la emisora de L.A. y estuve escuchando cantinelas vulgares. Muy apropiado: Llegué al rancho de Cooley con la banda sonora del propio Spade: «Shame, Shame on You.»
El porche apestaba a porro y vapores de whisky de malta. Un televisor encendido iluminaba las ventanas de gris azulado.
La puerta estaba entornada. Toqué el timbre y sonaron unas campanillas de palurdo. Dentro estaba oscuro. La pantalla del televisor hacía que las sombras dieran saltos. George Putnam escupía las noticias locales de última hora: «… el maníaco que la oficina del sheriff de Los Ángeles ha apodado "el Azote de Hollywood Oeste" se cobró anoche su tercera y cuarta víctimas. Los cuerpos de Thomas Knode, alias Spike, especialista cinematográfico actualmente sin trabajo, y de su novia Carol Matusow, de diecinueve años, taquígrafa, fueron descubiertos en el maletero del coche de Knode, aparcado en Hilldale Drive, escasamente una manzana al norte de Sunset Strip. Ambos habían sido estrangulados con un ceñidor y golpeados, después de muertos, con un gato de coche que se encontró en el asiento trasero. La pareja acababa de salir del club nocturno Mocombo, donde había asistido a la actuación de Buddy Greco. Las autoridades han admitido no tener pistas sobre la identidad del asesino y…»
Un ruido chirriante, metal contra metal, y aquel gangueo inconfundible:
—Por el tamaño de tu sombra, diría que eres Dick Contino.
—Sí, soy yo.
Rac. Rac. Ruido de gatillo. A Spade le encantaba colocarse y jugar con pistolas.
—Tengo que hablarle a Nancy de ese hijo de puta del Azote. Tal vez haya encontrado un nuevo amigo epistolar.
—Ya ha oído hablar de él.
—Bien, no me sorprende. Y este perro viejo sabe sumar dos y dos. Mi Ella Mae recibe una llamada de Nancy y, al cabo de dos horas, se presenta el mismísimo don Acordeón. He oído que fracasaste en el Crescendo, chico. ¿No sucede siempre eso cuando demostrarte algo a ti mismo va en contra de tus intereses?
Se encendió una luz. Quédate: Spade Cooley con sombrero de vaquero, calzones con lentejuelas incrustadas y dos revólveres de seis balas enfundados.
—Como tú y Ella Mae —dije—. Le suplicas que te dé detalles de sus viejas historias de promiscuidades y cuando accede, le pegas.
Unas banderas ondeando sustituyeron a George Putnam. La cadena KTTV se despedía hasta la mañana siguiente. Sonó el himno nacional y bajé el volumen. Spade se derrumbó en el sillón y me miró.
—¿Quieres decir que no tendría que haberle preguntado si esos rumores sobre John Ireland y Steve Cochran eran ciertos?
—Te mueres de ganas de torturarte, así que cuéntame.
Spade volteó los revólveres, cerró los tambores y los hizo girar. Dos revólveres, diez ranuras vacías, una bala en cada arma.
—Cuéntame, Spade.
—Los rumores eran ciertos, chico. ¿Estaría yo aquí sentado en este estado si esos tíos tuvieran pollas que midieran menos de veintidós centímetros?
Me reí.
Bramé.
Aullé.
Spade se encañonó la cabeza con las dos armas y apretó los gatillos.
Dos fuertes clics. Recámaras vacías.
Dejé de reír.
Spade lo hizo otra vez.
Clic/clic. Recámaras vacías.
Me lancé por los revólveres. Spade me disparó dos veces A MÍ. Recámaras vacías.
Retrocedí hasta el televisor. Rocé con la pierna el dial del volumen y sonó «Barras y Estrellas», muy fuerte y luego muy flojo. Spade habló:
—Podías haber muerto oyendo el himno de tu país, lo cual te habría valido la aprobación póstuma de todos esos grupos patrióticos a los que caes tan mal. Y también podrías haber muerto sin saber que, cuando se pone bañador, John Ireland ha de atarse a la pierna esa bestia que tiene.
Sonó la cadena del inodoro en el piso de arriba y Ella Mae gritó:
—¡Donnell Clyde Cooley, deja de hablar solo o con Dios sabe quién, y ven a la cama!
Spade apuntó las dos armas a la voz de su mujer y apretó los gatillos.
Dos recámaras vacías.
Había disparado cuatro veces cada fusca, quedaban dos para terminar. La próxima vez, posibilidades al cincuenta por ciento.
—Dick, cojamos una buena curda. Trae una botella nueva de la cocina.
Me dirigí al baño y abrí el botiquín. Barbitúricos en un estante. Puse dos en un vaso y tiré el resto a la taza. Registro de la cocina: una botella de tres cuartos de Wild Turkey encima del frigorífico.
La vertí toda por el fregadero salvo tres dedos.
Casquillos sueltos del calibre 38 en un estante. Los tiré por la ventana.
El alijo de marihuana de Spade, en el sitio donde siempre había estado, el azucarero.
La tiré por el fregadero acompañada de un chorro de desatascador.
—¡Esta noche estoy decidido a dispararle a alguien o a algo!
Removí el cóctel: bourbon, nembutal y crema de leche para matar el sabor a barbitúrico.
—¡Ve al coche y trae tu acordeón! —gritó Spade—. ¡Lo sacaré de su miseria!
En la mesa del desayuno: el mando a distancia de la tele.
Lo cogí.
Volví donde Spade. Inmediatamente dejó un revólver y agarró la bebida. Una pipa de seis balas en el suelo. Le di un toque con el pie y la colé debajo de su silla.
Spade hizo girar el arma número dos.
Me quedé detrás de la silla.
—Me pregunto si Ireland usaba cinta adhesiva o cinta aislante —dijo Spade.
Blip, blip, pulsé los botones del mando a distancia. Carta de ajuste. Carta de ajuste. Rock Hudson y Jane Wyman en una película lacrimógena de guerra.
—He oído decir que Rock Hudson la tiene como un caballo —pinché a Spade—. He oído que se folló a Ella Mae por la época en que ella tocaba el clarinete en tu viejo programa de Hoffman Hayride.
—Qué va —respondió Spade—. Rock es maricón. Me han dicho que se lo hace con un niñato del programa de Lawrence Welk.
Mierda. No picó. Blip, blip, Caryl Chessman perorando en su celda del corredor de la muerte.
—Ahí está tu tipo de más de veintidós centímetros, Spade. Ese hombre es legendario en los anales del crimen. Eso me ha contado Nancy Ankrum.
—Qué va. Los criminales de poca monta como él siempre tienen la picha corta. Lo he leído en la revista Argosy.
Blip, blip, blip, muchas cartas de ajuste. Blip, blip, blip, pruebe el nuevo Chevy del 58, Ford, Rambler y todos los demás, joder. Blip. El senador John F. Kennedy habla con los periodistas.
—La tiene como una almendra —Spade se me anticipó—. Gene Tierney me ha dicho que folla por hambre. La tiene como un grillo y espera que se pongan en pie y lo aplaudan.
Blip, otra repetición sobre el Azote de Hollywood Oeste.
Mierda, se estaban acabando los canales. Blip. Un capellán de la Legión Americana con las oraciones de las dos de la madrugada.
«… y como siempre, Te pedimos fortaleza para luchar contra nuestro adversario comunista, en nuestro país y en el extranjero. Te pedimos…»
—Esto va por Dick Contino —dijo Spade. Alzó el revólver y disparó. La pantalla del televisor explotó. Saltaron astillas, los tubos reventaron y el cristal se rompió.
Spade se desmayó y cayó al suelo, flácido como una muñeca de trapo.
El polvo del televisor formó una nubecita en forma de hongo nuclear.
Llevé a Spade al piso de arriba y lo acosté en la cama al lado de Ella Mae. Confortable. Al cabo de pocos segundos roncaban al unísono. Recordé Fresno, Navidades del 47. Yo era joven, ella estaba sola, Spade había ido a Texas.
Mantenlo en secreto, cariño. Por el bien de los dos.
Me dirigí al coche. Doce de febrero de 1958. Vaya noche jodida de verdad.