Un hombre girando con un acordeón, bombeando su «Steinway de estómago» con todas sus fuerzas.
Mi padre señalando el televisor: «Ese tipo es un inútil. Desertó del reclutamiento.»
El hombre del acordeón en una película de serie Z: abrazado a la rubia de los anuncios de neumáticos Mark C. Bloome.
Me hablan recuerdos medio enterrados. Su origen permanece fijo: L.A., mi ciudad natal, en los años cincuenta. La mayoría sólo son breves impulsos sinápticos, de los que la mente se deshace enseguida. Unos cuantos se transforman en ficción: capto su potencial dramático y lo exploto en mis novelas, un recuerdo que destilar en un segundo ardiente.
Memoria: el lugar donde las evocaciones personales colisionan con la historia.
Recuerdo: la fusión simbiótica del «entonces» y el «ahora». Para mí, la bujía que enciende curiosidades atormentadoras.
El hombre del acordeón se llama Dick Contino.
Lo de «desertor» es una acusación falsa; sirvió con honor en la guerra de Corea.
La película de serie 2 es Daddy-O, un filme malísimo de música/amor/carreras de coches.
La memoria es contextual: la yuxtaposición de grandes acontecimientos y minucias fugaces.
En junio de 1958, mi madre fue asesinada. El asesinato quedó sin resolver. Me fui a vivir con mi padre. Vi a Dick Contino cantar «Bumble Boggie» en televisión y, un año más tarde, pillé Daddy-O en el cine Admiral. Las sinapsis chasquearon, chisporrotearon, estallaron; se formó un recuerdo y se situó en su contexto. Su perspectiva histórica se vislumbraba oscura: unas mujeres eran estranguladas y pasaban la eternidad sin ser vengadas.
Por entonces yo tenía diez y once años; los instintos literarios bullían en mí incipientemente. Mis curiosidades se centraban en el crimen. Quería conocer el PORQUÉ oculto tras sucesos espantosos.
Con el paso del tiempo, los delitos contemporáneos me aburrieron: los sangrientos años sesenta y setenta transcurrieron en un visto y no visto. Mi imaginación se concentró en la década que los precedió, acompañada por una banda sonora de la época: clásicos de oro, Dick Contino aporreando el acordeón en El Show de Ed Sullivan.
En 1965 me expulsaron del instituto e ingresé en el ejército. Todo lo que vi en la vida militar me dejó cagado de miedo. Fingí una crisis nerviosa y conseguí la licencia por inútil para el servicio.
En 1980 escribí Clandestino, un relato de la muerte de mi madre apenas disfrazado y alterado cronológicamente. La acción se sitúa en 1951; el protagonista es un joven policía —y desertor del reclutamiento— cuya vida descarrila por culpa del Terror Rojo.
En 1987 escribí El gran desierto, una novela situada en 1950. El libro trata de un pogromo anticomunista descubierto en el negocio del espectáculo.
El 1990 escribí Jazz blanco. Una subtrama importante del libro gira en torno a una película de serie Z que se filma en los mismos exteriores de Griffith Park donde se rodó Daddy-O.
Jung escribió: «Lo que no se trae a la conciencia, viene a nosotros como destino.»
Yo debería haber visto mucho antes que Dick Contino venía a mí.
No fue así. Intervino el destino, en forma de fotografía y cinta de vídeo.
Me mandó la foto un amigo. Mira: soy yo, con diez años, el 22 de junio de 1958. Un fotógrafo de Los Angeles Times la tomó diez minutos después de que un detective de la policía me dijera que mi madre había sido asesinada. Aparezco algo conmocionado, con los ojos como platos, pero mi mirada es inexpresiva. Llevo la bragueta medio abierta y parece que me tiemblan las manos. Era un día de calor: la gomina que se derrite en mi cabello refleja el flash de la cámara.
La foto me dejó paralizado; su fuerza trascendía mis muchos intentos de explotar mi pasado para vender libros. Me impactó una verdad subyacente: incluso en aquel momento, mi congoja era ambigua. Ya estoy calculando posibles ventajas, reorganizándome, mientras los intrusos se contienen ante el dolor que perciben en el muchachito.
Hice enmarcar la foto y me he pasado mucho tiempo mirándola. Chispazo: los recuerdos de finales de los cincuenta volvieron a encenderse. Encontré Daddy-O en un catálogo de vídeo y la pedí. Llegó al cabo de una semana. La puse en el reproductor.
Zoom a inyección…
La historia gira en torno a Phil Sandifer, alias Daddy-O, camionero/corredor de coches trucados/cantante, y a sus intentos de resolver el asesinato de su mejor amigo, al tiempo que trabaja bajo la presión de la retirada provisional del permiso de conducir. Peg y Duke, amigos de Phil, quieren ayudar, pero están hechos polvo por demasiadas madrugadas en el Rainbow Gardens, un local en el que se arrullan postadolescentes de origen italiano mientras Phil canta gratis canciones solicitadas. Da lo mismo: Daddy-O conoce a la escurridiza Jana Ryan, una chica rica con un permiso de conducir en regla y un T-Bird descapotable del 57. El resentimiento mutuo se convierte suavemente en vibración sexual; Phil y Jana se compinchan y se infiltran en un club nocturno cuyo propietario es un gordo siniestro llamado Sidney Chillis. El cantante Daddy-O y Jana, la chica de los cigarrillos: un dúo incansable y bien parecido. Enseguida se huelen que Chillis vende heroína, le tienden una trampa y demuestran que es el asesino de su mejor amigo. Un final emocionante; una pregunta acuciante queda en el aire: ¿conseguirá Daddy-O, gracias a ésta hazaña, que le devuelvan el permiso de conducir?
Quién sabe.
A quién le importa.
De todos modos, tuve que verla tres veces para ligar del todo la trama.
Porque Dick Contino me tenía hechizado.
Porque intuitivamente sabía que Dick poseía importantes respuestas.
Porque sabía que sobre mis novelas de L.A. de los años cincuenta planeaba elípticamente un fantasma que quería hablar.
Porque percibía que Dick era capaz de proporcionar vigorosos detalles narrativos y de llenar huecos en mi memoria, colocando Los Ángeles de finales de los cincuenta bajo una especie de hiperfoco.
Porque creí detectar una mezcla significativa de sus personajes, dentro y fuera de la escena, de hacia 1957, una mixtura que los treinta y tantos años transcurridos embellecería, por fuerza.
Contino en escena: un italiano guapo que no llega a los treinta, buenos bíceps de levantar pesas o de hacer el amor con su acordeón. Atributos de tío bueno: dientes resplandecientes, cabello castaño y rizado, una sonrisa cautivadora. Estamos en los cincuenta, por lo que trabaja con una indumentaria penosa: pantalones pitillo subidos hasta los pectorales, polos de Ban-Lon a rayas horizontales. Es guapo y entona: se esfuerza en «Rock Candy Baby» (la letra apesta y se nota que el repob de ritmo rapidísimo no es su estilo), pero canta la triste balada «Angel Act» dolorosamente, ua, ua, llena de trémolos de barítono, la quintaesencia del perdedor encoñado con la diosa noire que está dispuesta a destrozarle la vida.
Y sabe actuar: se come la pantalla y la cámara lo ama. Fíjate: unos diálogos atroces mejoran a mediocres cada vez que abre la boca.
Y agradece encabezar el cartel de Daddy-O; no hace ascos al guión, al resto del reparto o a letras como «¡Rock Candy Baby, así llamo a mi chica! ¡Rock Candy Baby, más dulce que un palo de regaliz!», aunque mi gastado conocimiento de su vida me indica que ya ha estado en cosas de mucha más monta.
Decidí buscar a Dick Contino.
Recé por que estuviera vivo y con salud.
Localicé media docena de álbumes suyos y los escuché, recreándome en puro Entertainment.
«Live at the Fabulous Flamingo», «Squeeze Me», «Something for the Girls», viejos estándares con arreglos que realzaban el virtuosismo al acordeón. Bombardeos del tema principal, un sentimiento tan puro y atemporal que podría ser la banda sonora de todos los momentos de sensibleros melodramas trascendentes que Hollywood haya producido nunca. Dick Contino, la atracción por excelencia: tocando dos teclados, improvisando cadencias, desencadenando tormentas mediante la compresión de los fuelles. Del susurro al grito pasando por el suspiro y vuelta a empezar en el tiempo que se necesita para pensar: «Dime qué significa la vida de ese hombre y cómo se conecta con mi vida.»
Llamé a mi amigo investigador Alan Marks, que captó al instante mi estado de agitación.
—¿El tipo del acordeón? Creo que tocaba en Las Vegas.
—Averigua todo lo que puedas sobre él. Entérate de si sigue vivo y, si es así, localízalo.
—¿De qué va esto?
—De detalles narrativos.
Debería haber dicho «detalles narrativos abarcables» porque quería que Dick Contino fuese un cuasi psicópata merodeador de viviendas, destrozador de coches, hombre lobo y putero parecido a los héroes de mis libros. Debería haberle dicho: «Dame información que pueda controlar y explotar.» Debería haberle dicho: «Dame una vida que pueda compartimentar en la visión oscura como boca de lobo de mis primeras diez novelas.»
«Lo que no se trae a la conciencia, viene a nosotros como destino.»
Debería haber visto venir al verdadero Dick Contino.
Alan me llamó una semana después. Había localizado a Contino en Las Vegas: «Y dice que hablará contigo.»
Antes de ponerme en contacto con él, tracé el arco de las dos vidas. Cobraba forma un diseño específico: yo quería escribir una novela sobre Dick Contino y la filmación de Daddy-O, pero una atracción simbiótica amortiguaba mi impulso de poner manos a la obra, obtener información y largarme. Sentí que el reconocimiento de mis propios miedos me vinculaba a aquel hombre: el miedo al fracaso, de naturaleza concreta y superable mediante el trabajo duro, y el miedo enorme que produce ahogo claustrofóbico y hace que jóvenes prometedores huyan de los cuarteles del ejército: el terror de que pudiera ocurrir, de que fuese a ocurrir, de que ocurriese algo.
Una coincidencia en el miedo; una divergencia en la acción.
Ingresé en el ejército justo cuando empezaba la guerra de Vietnam. Mi padre agonizaba; yo no quería quedarme á su lado y mirar. El ejército me aterrorizaba… Calculé posibles medios de escape: James Ellroy, de diecisiete años, actor inexperto montando un frenético número de tartamudeo para librarse del servicio militar.
Fue una actuación de gran virtuosismo. Me dieron la exención al instante y me pagaron el viaje de vuelta a L.A. y a mis pasiones: la bebida, la droga, leer novelas de crímenes y colarme en las casas a husmear bragas de mujer.
Nadie me llamó nunca cobarde o desertor; la guerra de Vietnam era criticada desde dentro y desde fuera y librarte de sus garras se consideraba digno de encomio.
Calculé mi forma de escape y, como es natural, mis miedos siguieron sin ser reconocidos. Y yo no era un joven prometedor en pleno ascenso ni estaba maduro para una ejecución pública.
He llevado una vida pintoresca y explotable por los medios de comunicación; mi actitud ante ella ha sido picaresca, una estratagema que mantiene mi búsqueda de sentidos más profundos canalizada únicamente en mis libros, que permite que mi ímpetu se vaya acumulando y que mantiene escondidos a la vista mis lobos intangibles. Dick Contino no utilizó mis métodos: no era un hombre de palabras, sino de notas musicales, y aceptó sus miedos desde el principio. Y continuó: la calidad de la música de sus álbumes posteriores al juicio militar empequeñece a los que grabó antes de 1951. Continuó y, por lo que sé, lo único que disminuyó fue su público.
Llamé a Contino y le dije que quería escribir sobre él. Mantuvimos una cordial conversación. Me dijo: «Ven a Las Vegas.»
Me esperaba en el aeropuerto. Tenía muy buen aspecto: delgado y en plena forma a los sesenta y tres años. Su sonrisa de Daddy-O seguía intacta. Me confirmó que los bíceps de Daddy-O eran de darle al acordeón.
Fuimos a un restaurante y empezamos a hablar. Nuestra conversación estuvo llena de saltos y cortes: los recuerdos de Dick disparaban frecuentes digresiones y retornos tortuosos a sus puntos anecdóticos originales. Hablamos de Las Vegas, de la mafia, de cumplir condena en la cárcel, de actuaciones en salas, de Howard Hughes, de Corea, de Vietnam, de Daddy-O, de L.A. de los cincuenta, del miedo y de lo que haces cuando sientes que tu público disminuye.
Le dije que las mejores novelas no suelen ser las que más se venden, que los estilos complejos y las historias ambiguas dejan perplejos a muchos lectores. Dije que aunque mis libros se vendían bien, estaban considerados demasiado oscuros, demasiado densos, violentos e implacables para encabezar las listas de ventas.
Dick me preguntó si estaría dispuesto a cambiar mi forma de escribir para vender más. Respondí que no. Me preguntó si cambiaría mi forma de escribir si supiera que ya había sacado todo el jugo a un determinado estilo o temática. Respondí que sí. Me preguntó si alguna vez los personajes de la vida real de mis libros me habían sorprendido. Respondí que no, porque mi relación con ellos estaba basada en la explotación.
Le pregunté si había cambiado conscientemente de orientación musical al ver que su carrera perdía fuelle, después de Corea. Respondió que sí y que no: había intentado ganar dinero siguiendo las tendencias en boga hasta que advirtió que, en el mejor de los casos, tocaba una música que no le gustaba y, en el peor, tocaba para un público por el que no sentía el menor respeto.
Dije que lo importante era el trabajo. Lo admitió, pero añadió que no podías crear una actitud detrás de una visión autolimitadora de tu propia integridad.
No se puede privar al público de su placer principal, tienes que darle melodramas sensibleros a los que pueda aferrarse.
Le pregunté cómo había llegado a aquella conclusión. Respondió que sus viejos miedos le habían enseñado a aceptar más a la gente. Agregó que el miedo medra en el aislamiento y que, si derribas el muro que te separa del público, toda tu visión se amplía.
Me encerré en el hotel y luché contra las sombras de las revelaciones del día. Era como si mi mundo se hubiera inclinado hacia una nueva comprensión de mi pasado. Me imaginé mucho rato delante de un público cada vez mayor, armado de una nueva munición literaria: el conocimiento de que Dick Contino sería el héroe de la continuación del libro que estoy escribiendo ahora.
El blues de Dick Contino se abría paso en mi conciencia. Parecía surgir de algún lugar muy alejado de mi voluntad.
La noche siguiente, Dick y yo nos encontramos para ir a cenar. Ese día yo cumplía cuarenta y cinco años; me sentía en el centro de los cimientos de mi vida.
Dick me dedicó un «Cumpleaños feliz» bebop con su acordeón. Los viejos cortes seguían ahí: Dick entraba y salía rápidamente de la melodía principal.
Salimos hacia el restaurante. Le pregunté si aceptaría ser el protagonista de un relato corto y de mi siguiente novela.
Respondió que sí y me preguntó de qué tratarían los libros. De miedo, valentía y redenciones absolutamente comprometidas, le contenté.
—Bien, creo que he pasado por todo eso— dijo.
La noche era fresca; los neones de Las Vegas eclipsaban las estrellas del firmamento. El cielo parecía expandirse mientras yo me preguntaba qué significaban aquel tiempo y aquel lugar.