Algún lector cincuentón recordará sin nostalgia su tormentoso noviazgo, el continuo y agotador tira y afloja que durante años hubo de mantener para conseguir los parvos e incompletos favores de su amada y la terca y heroica resistencia de ella, bien aleccionada por la artera suegra y por el rispido director espiritual, y convencida de que la verdadera prueba del amor del hombre es el respeto del cuerpo de la amada y de que la pareja debe reprimir sus bajos instintos hasta que, una vez unida por el sacramento, esté en condiciones de servir al alto fin para el que fue creada: concebir hijos que alegren el hogar cristiano. «Amor no es pasarlo bien», advierte un predicador. Y las normas sobre decencia que distribuye la autoridad eclesiástica señalan:
Si la mucha confianza es culpable entre simples amigos, resulta inadmisible entre enamorados. Tampoco el trato prenupcial ha de ser muy frecuente y no puede aceptarse que los novios vayan cogidos del brazo.
Esta neurótica moral sexual se mantuvo hasta los años sesenta, en que, por influencia del turismo y de los contactos con el extranjero, la sociedad española fue adoptando más libres costumbres. El Estado y la Iglesia, presionados por sus propias conveniencias, no tuvieron más remedio que ceder y aceptar esta realidad.
Así se desconvocó, con más pena que gloria, la absurda cruzada del nacionalcatolicismo. En honor a la verdad hay que señalar que no todo el estamento clerical español participó en ella de buen talante. Muchos se debatieron durante lustros en un doloroso conflicto íntimo entre lo que sus superiores ordenaban y lo que sus conciencias entendían. Por otra parte proseguía la jugosa y secular tradición de iluminados y solicitadores, entre los cuales merece especial mención el reverendo padre don Hipólito Lucena, párroco de Santiago, en Málaga, eminente teólogo y gran semental, que organizó una especie de orden religiosa integrada por confiadas y obedientes devotas que «celebraban místicos desposorios ante el altar y se acercaban a Dios mediante el sexo». Cuando las actividades de don Hipólito se divulgaron, los malagueños lo apodaron chuscamente «Don Cipólito». Finalmente, la autoridad eclesiástica tomó cartas en el asunto, cesó al fogoso evangelizador y lo envió a Roma, donde fue procesado y posteriormente desterrado. Purgada su condena se retiró a vivir, rodeado de sus incondicionales, en un pueblecito de la costa andaluza.
Las tristes mujeres de vida alegre.
En el ambiente de represión sexual, miseria y hambre que dominó la posguerra, muchas mujeres se lanzaron a la mala vida para poder subsistir. Como la demanda de servicios mercenarios creció a causa de la represión sexual imperante, bien puede afirmarse que el negocio de la prostitución fue uno de los más boyantes de aquellos años de estraperlo y miseria. La autoridad, siempre dispuesta a velar por la redención de los ciudadanos descarriados, creó en 1941 el Patronato de Protección a la Mujer, cuyo objetivo confesado era «la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartándolas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica». No obstante, la prostitución se toleró oficiosamente hasta 1956. La autoridad sanitaria expedía cartillas para «aquellas personas que por su género de vida puedan representar mayor peligro a la sociedad». El gobierno se confesaba preocupado por el estado sanitario de estas profesionales «a causa de la relajación moral que se padeció en la zona roja y por la falta de la debida atención al problema de las sedicentes autoridades de la misma». En 1944, solamente en Sevilla había unas dos mil doscientas mujeres registradas.
Dada la indigencia que aquejaba a un sector importante de su antigua clientela, las putas de más humilde categoría se vieron precisadas a arbitrar nuevas prestaciones que les permitieran abaratar el producto para ajustar sus tarifas a las economías más endebles. Así surgieron las pajilleras, alivio manual para los muchos aficionados que no disponían del mínimo estipendio requerido para el acto carnal: Las pajilleras, hábiles y ambidextras masturbadoras, actuaban en parques, zonas deficientemente iluminadas y en la última fila de los cines de barrio. Algunas de ellas tarifaban dos tipos de prestaciones, con música o sin ella. Si el sibarita cliente estaba dispuesto a pagar una peseta más, se colocaban en la muñeca de la mano que iba a realizar la faena unas cuantas pulseras de cobre cuyo tintineo resulta sumamente estimulante. Al filo de los años cincuenta, un alivio manual sin música se tasaba en dos pesetas más la voluntad. Un servicio completo, atendido por experta profesional, joven y bella, en burdel de postín, andaba por las ochenta.
A partir de 1957, la creciente afluencia de turistas extranjeros aceleró la tendencia aperturista que se venía observando en la sociedad. Comenzaron a verse pantalones femeninos por las ciudades y bikinis en las playas. La autoridad hacía la vista gorda, pues había que ser tolerante con los extranjeros que ingresaban divisas.
Se dice que la década decisiva en el desarrollo español fue la de los años sesenta. La mujer del medio urbano conquistó una cierta independencia, lo que condujo al replanteamiento de los roles sexuales de la pareja, con mayor valoración del placer femenino y el consecuente desprestigio del pene y el perentorio amor masculino en favor de la ternura y la delicadeza.
Esta evolución de la sociedad no se corresponde con una similar apertura de los poderes públicos. En la televisión, convertida en la gran ventana cultural de los hogares españoles, la voluntad en blanco y negro del censor prohibía la exhibición de primeros planos femeninos con el fútil pretexto de que una mujer no se ve nunca tan de cerca. Los sufridos realizadores tenían siempre a mano una variedad de chales destinados a cubrir los escotes que pudieran ofender la sensibilidad del aburrido espectador.
El cine, en reñida pugna con la televisión, se incorporó a una tímida apertura y se atrevió a mostrar a Elke Sommer en bikini, aparición que fue saludada por el respetable público con aullidos de júbilo. Levantada la veda, siguió aquel aluvión de detestables películas de graciosos reprimidos que, con el pretexto de una leve comedia, exhibían en paños menores a nuestras más vistosas actrices. Éste era el pasto visual destinado a los españoles de tintorro, chorizo y tortilla de patatas. Para los espíritus refinados se crearon los cines de arte y ensayo, frecuentados por barbudos intelectuales universitarios de trenca y tasca, deseosos de inyectar trascendencia, psicoanálisis y marxismo a su identidad cultural. La burguesía, menos dotada para la especulación abstracta, prefería enrolarse en furtivas excursiones a Perpiñán para atiborrarse de películas porno, y peregrinaba a El último tango en París como sus padres habían peregrinado al cercano Lourdes.
La liberación de las normas civiles sobre decencia abrió las primeras brechas en la entente Iglesia-Estado. El estamento clerical, menos comprensivo que el civil, se obstinaba en defender heroicamente las viejas posiciones reaccionarias aun sabiéndolas de antemano perdidas en medio de la incontenible marea aperturista. El concilio Vaticano II había condenado el aborto como «crimen abominable»; Pablo VI había prohibido todo control de natalidad pero, a pesar de ello, en 1965 se comenzaron a vender anticonceptivos en las farmacias, aunque siempre con receta y contra el parecer de los médicos conservadores que hacían alarmantes advertencias sobre los efectos secundarios del controvertido medicamento.
Esta liberalización sexual del país no se desarrolló sin traumas. En 1969, la airada reacción de los estamentos más apostólicos puso en peligro el tímido aperturismo de los años precedentes. Después de este bache el proceso liberalizador se reanudó hasta 1974, en que el ministro Pío Cabanillas fue cesado por «haber permitido la pornografía». Los temas sexuales —causa sonrojo reconocerlo— habían inficionado ya los más sagrados reductos de la prensa patria. Incluso el Boletín Oficial del Estado que, en su número del 5 de abril de aquel fatídico año, publicaba la lista de Compensaciones Pecuniarias y Baremo por Lesiones y Mutilaciones, del que entresacamos, para ilustración del lector, los siguientes casos:
Por pérdida parcial del pene, que afecte a la capacidad coeundi … 68.000 pesetas
pero si sólo afecta a la micción ………………………34.000 pesetas
Por pérdida de testículo ………………………… 34.000 pesetas
Por pérdida de un testículo y medio (sic)………………52.000 pesetas
Por pérdida de dos testículos ……………………… 90.000 pesetas
Por pérdida de un pecho femenino ……………………36.000 pesetas
pero si son los dos ……………………………… 76.000 pesetas
La reacción de 1974 quedó solamente en un leve e intrascendente episodio, pues, pasado octubre de 1975, la tendencia liberadora se acentuó y aunque todavía llegó a mencionarse en las Cortes el pezón de Katiuska, incluso los padres de la patria no se recataban ya de presentarse ante su probable electorado como personas liberales en materia sexual.
Y así llegamos a la España de hoy, país que, en materia sexual, ha vivido una profunda e incruenta revolución. Si damos crédito a las estadísticas, admitiremos que los viejos hábitos no se han desarraigado todavía y éste continúa siendo un país de masturbadores: un 53 % de los hombres y un 30 % de las mujeres son adictos a la autosatisfacción sexual. En otras suertes del amor, parece que los españoles se han liberado de viejos tabúes o van camino de conseguirlo: un 67 % de las mujeres practican la felación y un 72 % de los hombres el cunnilingus. Además, 7 de cada 100 mujeres usan consoladores y 30 de cada 100 practican el sexo anal. Y en lo tocante a pornografía, el país parece no escandalizarse por nada, lo cual, bien mirado, quizá no se deba a la madurez de la sociedad, sino a su falta de sentido crítico.