Comenzaban a divulgarse por Europa las ideas de Freud y el psicoanálisis, inspiradoras de la revolución sexual que hoy vivimos. En España, tradicionalmente aislada de las corrientes del pensamiento europeo, tardaron en ser aceptadas, pero hubo un notable precursor que las impulsó, en la modesta, medida de sus posibilidades, durante los años de la Guerra Civil. Nos referimos al «doctor» Mariano, del que el escritor Manuel Urbano da noticias en un enjundioso artículo. Este «doctor» Mariano, fraile exclaustrado, único superviviente de una comunidad asesinada por los milicianos, se ganaba la vida ejerciendo el curanderismo por las sierras de Cazorla y las Cuatro Villas. Es fama que su diagnóstico para casi todos los males de varón era «tensión de bragueta» y, para los de la mujer, «falta de riego de la vena principal de abajo».
Amores reales.
Alfonso XII continuó la tradición populachera de su madre Isabel II, aunque resultó más refinado y elegante que todos sus antecesores. Quizá esta elegancia fuera galardón genético de Godoy, el mozo mejor plantado de su tiempo. Alfonso pudo ser nieto de Godoy por dos vías: primero porque su madre Isabel II era nieta de la infanta Isabel, probable hija de Godoy; además porque Francisco de Asís, su supuesto padre, era hijo del infante Francisco de Paula que a su vez pudo ser hijo de Godoy. Pero si el verdadero progenitor hubiera sido Puig y Moltó —como pretenden otros—, ya se nos viene abajo la elaborada trama genealógica, aunque no la sospecha de que la apostura de este rey pudiera proceder de una plebeya rama colateral y no de la real.
El amor extraconyugal de Alfonso XII fue la contralto Elena Sanz, a la que Castelar describe como una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor. Pérez Galdós también la encuentra «espléndida de hechuras, bien plantada». La dama tuvo dos hijos del rey, Alfonso y Fernando. Además había tenido un primer hijo antes de conocer a Alfonso.
El amor oculto de Alfonso XII produjo una interesante y comprometedora correspondencia que la contralto puso a la venta (y el gobierno prudentemente adquirió) en cuanto falleció su regio amante. De ella entresacamos esta candorosa nota:
Cuando mandaba la escuadra blindada, querida Elena, todas las brújulas marinas sentían distinta desviación según la proximidad de los metales que cubrían mi férrea casa. Si allí hubieses estado tú, tus ojos las hubieran vuelto todas hacia ellos, como han inclinado el corazón de tu Alfonso.
Alfonso XIII vivió también su historia de amor con la que luego sería su esposa y reina de España, la princesa inglesa Victoria Eugenia, de la que se prendó en una visita a Londres. Azorín, excepcional testigo del encuentro, la describe «muchacha más linda, más delicada y espiritual (…) esta joven rubia y vivaracha». La única lacra que empañaba la belleza de la joven era su calidad de portadora de hemofilia, una enfermedad genética que la prolífica reina Victoria de Inglaterra dejó como herencia a casi todas las casas reinantes de Europa. Esta enfermedad se manifestaría en el príncipe Alfonso, primogénito real, que en 1933 renunció a sus derechos dinásticos para contraer matrimonio con una bella cubana. Como el segundo hijo, don Jaime, renunció también al trono por ser sordo, la sucesión dinástica recayó en el tercero, don Juan, conde de Barcelona y padre del rey don Juan Carlos.
La era de Franco.
La victoria del bando conservador en 1939 afectó profundamente la vida sexual de los españoles. El nuevo Estado impuso oficialmente las normas morales de la Iglesia católica, es decir, que el único objeto del sexo es la procreación dentro del matrimonio. Además suprimió la coeducación (condenada anteriormente por Pío XI) y supeditó la mujer al varón relegándola a sus actividades tradicionales: el cuidado del hogar o las profesiones consideradas femeninas, tales como maestra, enfermera o farmacéutica.
La Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad prohibió los bailes agarrados por constituir «un serio peligro para la moral cristiana». En una publicación del padre Jeremías de las Sagradas Espinas, intitulada Grave inmoralidad del baile agarrado. Estudio teológico, aparecida en Bilbao en 1949, leemos:
Para declarar un baile per se gravemente inmoral, no se requiere que su modo sea enormemente inmoral. Basta que lo sea gravemente. Un acto puede ser ex se torpe por doble motivo: sive ex obiecto sive ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.
La asamblea episcopal, en su voluntarioso pero no siempre bien interpretado anhelo por servir a la comunidad, se interesó por la moda femenina durante los años cuarenta y cincuenta. Los polifacéticos prelados fijaron el largo de la falda y emitieron una serie de paternales consejos desaconsejando ciertas tendencias desfavorecedoras: «¡Qué modas tan indignas, tan atentadoras al pudor! —sugería el jesuíta padre Ayala—. ¡Pierna al aire hasta el muslo, brazos al descubierto hasta cerca del sobaco, escotes en el pecho y en la espalda, vestidos ceñidos al cuerpo de modo inverecundo! ¡Casi van peor que desnudas!»
Cine para pecadores.
Hubo de transcurrir más de una década antes de que la férrea censura oficial permitiese una cierta apertura y dejase llegar a los españoles los mensajes eróticos de los mitos cinematográficos del momento (la hipermastia de Sofía Loren y Gina Lollobrígida, la perversa sensualidad de Brigitte Bardot, la insondable femineidad de Silvana Mangano y el pretendido strip-tease de Gilda). Pero estas concesiones se hacían siempre contra la cerril oposición de los censores eclesiásticos y contando con que ellos crucificarían los filmes con la calificación «4 gravemente peligroso» exhibida en las puertas de las iglesias.
La sociedad navegaba ya claramente por otros derroteros como demostró lo acaecido al cardenal Segura, uno de los más firmes epígonos de la reforma moral. El famoso prelado emitió una pastoral en la que excomulgaba a todo feligrés que asistiera a una representación de la comedia La blanca doble de la compañía Colsada, «diabólico espectáculo donde la procaz exhibición de mujeres casi desnudas incita en los hombres las más bajas pasiones de su concupiscencia». Nunca lo hiciera, que fue como darle munición al Maligno. El resultado fue desolador: el teatro se abarrotó de espectadores en todas sus funciones y ni los más viejos del lugar recordaban haber visto colas tan largas delante de las taquillas.
Los años cincuenta se inauguraron, pues, con una cruzada femenina de modestia orquestada por la Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad que dictó una serie de Normas de Decencia Cristiana en las que se establecía el largo de la falda, el tamaño de los escotes, la longitud de las mangas, se prohibía el baile agarrado, se imponía el albornoz playero y el doble turno en las piscinas. Dada la rica variedad de los hombres y las tierras de España, estas normas no fueron aplicadas con igual severidad en todas partes. Generalizando mucho puede decirse que en las provincias del recio norte fueron más acatadas que en las del permisivo sur, donde muy pronto se impuso la moda, por ejemplo, de los manguitos o falsas mangas que las mujeres se colocaban antes de entrar en la iglesia y retiraban a la salida para lucir en el paseo sus mórbidos brazos desnudos. Porque lo que han de comer los gusanos, dejad que lo disfruten los humanos.
El severísimo código sexual impuesto por el Estado autoritario provocaba tales conflictos en el ciudadano que abocó a la sociedad a una radicalización de la tradicional doble moral machista. Incluso en el terreno de la creación artística, el doble código se aceptó como única forma de remediar el desfase de la moral del país con respecto a la imperante en Europa. Sirva de ejemplo el caso de la película Viridiana de Buñuel, que, aunque prohibida en España por indecente, representó oficialmente al país en el Festival de Cannes y obtuvo el primer premio.
Fotograma de Viridiana, la película de Luis Buñuel, que fue prohibida en España por indecente.
Los extremos de la censura de la época causan hoy sonrojo: en cada periódico había un retocador de fotografías que agrandaba con tinta escotes y faldas hasta ajustados a los severos límites dictados por la autoridad eclesiástica. Los correctores entraban a saco en los textos suprimiendo toda palabra lejanamente denotadora de sexo, como braga o sostén, e incluso la inocentemente castiza moño (en evitación de erratas tan sonadas como la de cierto diario de provincias que, por distracción del linotipista, había impreso: «La señora duquesa frunció el coño». Quería decir el ceño, naturalmente). Muy celebrado fue también el desliz de un locutor de radio que se disponía a retransmitir un concierto: «En estos momentos —anunció con esa voz grave y pedantescamente modulada que suelen usar los críticos musicales—, en estos momentos aparecen los músicos por la derecha y se dirigen a sus puestos, cada cual con su instrumento en la mano…» Al llegar a este punto se quedó sin habla y, tras unos instantes de vacilación, que en la radio se hicieron eternos, prosiguió con la voz quebrada y levemente ansiosa: «… con su instrumento musical, naturalmente» con lo que, intentando arreglarlo, lo empeoró.
La moral dominante fomentaba la pasividad sexual dela mujer. La mujer honesta reprimía todo deseo impuro cuando su marido la poseía, a oscuras, sin despojarla siquiera del camisón, en el lecho conyugal presidido por el crucifijo. Algunas eran tan decentes que incluso rezaban antes del coito (y hasta es posible que durante) y desde luego se confesaban al día siguiente si habían sentido placer. Con este desalentador panorama hogareño, muchos maridos, incluso los que admitían estar enamorados de sus esposas, frecuentaban ocasionalmente las casas de lenocinio en busca de más estimulantes compañeras sexuales.
Si los casados podían recurrir al alivio del débito conyugal, los solteros lo tenían más difícil. España se convirtió en un país ferozmente masturbatorio. La Iglesia, alarmada, hacía cuanto podía por reprimir el vicio solitario de los jóvenes, incluso recurriendo a peregrinas teorías pseudocientíficas respaldadas por cierto sector de la clase médica. Los directores espirituales de los colegios advertían, en sus periódicas charlas, sobre los peligros de la masturbación: la ceguera, la tuberculosis, la locura y otros males no menos terribles. Afortunadamente se habían superado ya los bárbaros tiempos en que los educadores recurrían a la cauterización del clítoris de las muchachas masturbadoras (una monstruosidad prescrita por ciertos libros de medicina hasta los años treinta).