CAPITULO TRECE
-
Nuestro siglo

El siglo XX heredó el viejo debate entre amor divino y amor humano que desde hacía más de un milenio dividía a la sociedad española. Los gobiernos, casi siempre reaccionarios, que han pretendido imponer los rígidos preceptos sexuales dictados por la Iglesia decimonónica, han tenido que transigir con las humanas flaquezas del contribuyente que tiende a solazarse en el sexo, aunque sólo sea por compensar las muchas miserias que lo aquejan.

El abismo existente entre las costumbres sexuales de la sociedad y lo que la Iglesia considera moralmente legítimo se fue ahondando hasta constituir un obstáculo insalvable. Mientras la sexualidad desinhibida y libre ganaba terreno, los moralistas continuaban hablando de vasos legítimos y vasos ilegítimos, y Pío XI advertía que«el que rechazando la bendición de la prole evita la carga porque quiere disfrutar el placer, obra criminalmente».

Pero la Iglesia había perdido gran parte de su antiguo poder coactivo y la voz del papa, con ser aún poderosa, iba siendo cada vez más la que clamaba en el desierto. Por una parte, las clases populares, progresivamente brutalizadas por las nuevas formas de explotación del trabajo, fueron apartándose de la Iglesia; por otra, las clases instruidas se dejaron persuadir por los preceptos de una nueva religión científica cuyos profetas son higienistas como Eugene Echeimann que, en sus obras de divulgación, recomendaba el coito como medio para alcanzar una saludable longevidad ya que «previene el infarto, activa la glándula tiroidea, quema colesterol y calorías, ejercita cada músculo del cuerpo, refuerza, pero no sobrecarga, el corazón, al obligarlo a bombear más sangre por un corto período tras el que descansa». No quisiéramos enmendar la plana al doctor alemán, pero hemos de señalar que el corazón no siempre sale beneficiado del coito, como demuestra el notorio caso del cardenal Danielou, fallecido en comprometedoras circunstancias.

El relajo general de las costumbres sexuales coincidió con un auge de la prostitución, posiblemente favorecido por el descubrimiento del primer tratamiento efectivo contra la sífilis. Este honor le cupo, en 1910, al médico alemán Ehrlich. En conmemoración de tal evento el vate nacional Benito Buylla compuso una emotiva oda de la que entresacamos, como delicada perla, este pareado:

¡La sífilis sucumbe! ¡Suena el áureo trombón!

¡Ya no existe avariosis! ¡Gloria a Ehrlich el sajón!

A pesar de este destacado avance, las enfermedades venéreas continuaron siendo la plaga de la época hasta la aparición de la eficaz penicilina, ya en los años cuarenta. En tiempos de la República, con la tímida liberalización sexual que el nuevo régimen permitió, estas enfermedades llegaron a constituir tan grave problema sanitario que el gobierno decidió impulsar una enérgica campaña preventiva. Ésta incluía la exhibición, en salas cinematográficas, de espeluznantes documentales sobre casos terminales de enfermos venéreos. En alguna ocasión, cuando en la penumbra de la sala se proyectaban las tremendas imágenes, la desgarradora advertencia de un anónimo espectador surgía del patio de butacas: «¡Estáis acabando con la afición!»

Pero la afición no corría peligro. Al púdico repliegue sexual de la cada vez más numerosa clase burguesa, correspondió un auge paralelo del amor mercenario y un robustecimiento de la doble moral que, aunque alentaba la temprana iniciación sexual del varón, continuaba exigiendo que la mujer accediera virgen al tálamo nupcial.

Como signo de los nuevos tiempos, la prostituta, históricamente relegada al más ínfimo peldaño de la sociedad, descendió aún más de categoría en el sórdido anonimato de la gran ciudad. En desesperada reacción, la rabiza urbana se incorporó a las demandas sociales y se politizó. En 1907, descontentas por las severas medidas que el gobierno conservador de Maura dictaba contra la inmoralidad, algunas significadas prostitutas se pusieron a la cabeza de los revolucionarios en la Semana Trágica. Así legaron sus nombres a la pequeña historia de aquellas sangrientas jornadas La Bilbaína, Cuarenta Céntimos, La Larga, La Valenciana, La Castiza. A su lado, unidas por el mismo oficio pero separadas por años luz de estatus profesional, estaban las estrellas fulgurantes del momento, famosas cortesanas como la alemana August Berges que ensayaba un púdico strip-tease a los acordes del pícaro cuplé La Pulga, con el que despertó tales entusiasmos garañones en sus auditorios que el gobernador civil se vio obligado a cerrar el teatro donde la bella actuaba. Aún más famosa fue la Bella Otero, cuya grosería y vulgaridad eran disculpadas por la perfección intachable de su cuerpo.

Durante los primeros años del siglo se mantuvo la tiranía del corsé provocador de femeninas esteatopigias, pero hacia los años veinte, como un símbolo más de las libertades sexuales que inauguraba la nueva Europa nacida de las cenizas dela Gran Guerra, el corsé desapareció y se impuso el sostén, una prenda absolutamente moderna (aunque dotada de ilustres antepasados clásicos en el fascia pectoralis que usaban las antiguas romanas). Al propio tiempo, la figura femenina se estilizó y el ideal de belleza cambió radicalmente en tan sólo unos años, para dar paso a la muchacha estilizada y deportiva, suavemente redondeada, que el dibujante Penagos idealizaba en sus espléndidas modelos.