No obstante, la nueva libertad sexual no disipó las añejas obsesiones por el virgo sino que, al escasear el producto, como la demanda no se retraía, lo encareció. En Londres, por desvirgar a una muchacha se llegó a pagar la importante suma de cincuenta guineas. Naturalmente proliferaron los cirujanos especializados en zurcidos íntimos, y algunas chicas se sometieron a esta operación hasta quinientas veces. Como era de temer, el mercado se saturó de falsas vírgenes, cundió la desconfianza entre los consumidores y se retrajo la demanda con catastróficos resultados para industriales e inversionistas: el precio de un estreno descendió a cinco libras.

En un reglamento de las prostitutas de Jaén, fechado en 1892, leemos: «A pesar de que la prostitución no puede defenderse ni permitirse, comprendiendo que es un mal social imposible de extinguir, preferible es tolerarlo reglamentándolo».

Las prostitutas se dividían —según el citado reglamento— en cuatro categorías: amas de casa con pupilas; prostitutas pupilas; prostitutas con domicilio propio y amas de casa de prostitutas sin pupilas. Se trata, evidentemente, de una clasificación estrictamente laboral. Cada prostituta era inscrita en la matrícula o registro de las de su clase, en la que figuraban, entre otros datos, «la ocupación anterior y causas que la hayan conducido a la prostitución». La profesión estaba vedada a las casadas y a las menores de catorce años. Un médico las reconocía dos veces por semana «teniendo la obligación de presentarse puntualmente y con la mayor compostura en el gabinete de higiene, provistas de sus respectivas cartillas». En una de las cartillas, expedida en octubre de 1892 a nombre de María Antonia Rodríguez Linde, natural de Granada, leemos: «Señas generales. Estatura regular; edad, quince años; pelo, castaño; ojos, pardos; nariz, corta; boca, pequeña; cara, redonda; color, sano». El reglamento señala también los impuestos municipales que deben satisfacer los burdeles según sus categorías; los de primera clase, veinte pesetas; los de segunda, diez, y los de tercera, siete cincuenta.

La vida laboral de las prostitutas era bastante corta. Solían comenzar muy jóvenes, pero después de los treinta años menguaban sus encantos y otras más jóvenes les arrebataban la clientela. Entonces no les quedaba más remedio que aceptar empleos subalternos en ínfimos burdeles o ganarse la vida por la calle vendiendo flores, cerillas o cualquier otra bagatela. Las más resignadas se recogían, de limosna, en los conventos de arrepentidas y otras instituciones redentoras como la fundada por la Madre Sacramento, anteriormente vizcondesa de Jorbalán. Tan sólo la minoría de las que eran retiradas del oficio por algún enamorado solvente alcanzaba una vejez tranquila y sin sobresaltos.

Los reyes plebeyos.

Los reyes de este siglo tuvieron en común su llaneza y sensualidad. El primero de ellos, Fernando VII, fue un hombre vil y rencoroso que se pasó la vida conspirando contra sus padres y tratando de adular a Napoleón, al que felicitaba por sus victorias contra los españoles. Uno de los errores del genial corso consistió en retenerlo en Francia: «Tenía que haberlo dejado en libertad —se lamenta en sus memorias— para que todo el mundo supiese cómo era y así se desengañaran sus seguidores».

A este rey, aunque poco agraciado físicamente, «narizotas, cara de pastel», lo compensó la próvida naturaleza con un miembro viril de dimensiones extraordinarias, a lo que atribuyeron los médicos su falta de descendencia con las tres primeras esposas. Cuando llegó a la cuarta, su sobrina doña María Cristina, una mujer delgada y frágil, le prescribieron una especie de almohadilla perforada en la que ensartaba el pene para reducirlo a una longitud razonable antes de copular.

La reina no fue feliz con aquel garañón feo y taimado, pero a las dos semanas de enviudar se prendó de un capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses y, aunque se veían a diario y el capitán daba señales manifiestas de estar a su vez enamorado de la reina, no se atrevía a declararle su amor. Fue entonces cuando ella decidió tomar la iniciativa. Durante un paseo por la finca segoviana de Quitapesares se encaró con él y le dijo:

—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo…?

Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales

que la reina no paría

y ha parido más Muñoces

que liberales había.

Doña María Cristina, romántica enamorada, renunció a la regencia en cuanto pudo y en adelante llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán.

El trono recayó entonces en Isabel II, una niña algo corta de entendederas en la que aún no se manifestaba el carácter ardiente y lujurioso que había heredado de su padre. La casaron a los dieciséis años con su primo Francisco de Asís, ocho años mayor que ella, hombre apocado y escasamente viril. «¿Qué puedo decir —se lamentaba Isabel— de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo?» El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodaba «Pasta Flora» y «Doña Paquita». En realidad parece que el rey consorte era bisexual y, posiblemente, voyeur prostibulario.

Creció Isabel y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondríaca y fecunda. Tuvo seis hijos y a cada uno de ellos le atribuyeron un padre distinto en aquella corte de los milagros. Parece que su iniciador en las lides del amor fue el general Serrano, al que ella llamaba «el general bonito», pero también mantuvo íntimas relaciones con otros notables del reino. Quizá estuvo enamorada del marqués de Bedmar, con el que intercambió apasionada correspondencia. En una de sus cartas, cuya ortografía respetuosamente acatamos, leemos:

Cielo mío: Bendito seas mil beces rambeb adorado de mi corazón bendito seas, bendito seas mil millones de beces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo explicar.

La reina tuvo otros amantes, entre ellos su profesor de música Emilio Arrieta, y Carlos Marfori, un pollancón apolíneo que llegó a ministro de Colonias, puesto en el que según las gacetas «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina». A las intimidades de Isabel con José María Ruiz de Arana y con el guardia de corps Puig y Moltó se ha atribuido la paternidad de Alfonso XII.

En esa perpetua tensión entre pecado y virtud que constituye la íntima esencia de lo español, Isabel II, devota cristiana a pesar de todo, confió su dirección espiritual a dos esperpénticos personajes: su confesor el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo atormentado por la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria que había sido procesada por fingidora de milagros (se producía las llagas de la pasión de Cristo con la yerba pordiosera Clemátide vitalba). Con mantecaditos y halagos, la taimada monja se ganó a la simplona Isabel, y aprovechando que la reina era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pública. Ya se ve que el tráfico de influencias no es cosa de hoy.

Isabel II fue expulsada del trono por la «Gloriosa Revolución». El pueblo, por el que ella se creía adorada, se echó a la calle al grito de «¡Abajo la Isabelona, fondona y golfona!». Así terminaron los marchitos esplendores de aquella esperpéntica corte de los milagros.