El siglo XIX se inició con el Romanticismo, una moda espiritual que exageraba los sentimientos; y se cerró con el corsé, una moda indumentaria que exageraba el trasero femenino. En cierto modo ambas modas estaban ligadas, eran el anverso y el reverso de la misma moneda. Desnutridos poetas se habían inventado a la mujer ángel (o más bien habían desempolvado la donna angelicata de la tradición medieval italiana), y durante un tiempo, por influencia de la moda literaria, se llevó la mujer delgada, melindrosa, de lánguida mirada, que interpreta al piano Para Elisa de Beethoven con mucho sentimiento, que sabe saludar en francés, que bebe vinagre para acentuar la palidez tísica de su piel, que tose levemente simulando ligera tuberculosis y propensión a morir joven. Pero, como por otra parte la libidinosa naturaleza humana reclama su ración de bajos instintos, el romántico acusa también una tendencia a la morenaza sensual. Existe, no sólo en literatura, una tensión entre los dos extremos, entre la espiritual Ofelia y la carnal Carmen. Algunos procuraban compaginarlos a distintas horas y con distintas personas, aprovechando que entre las castizas clases populares que frecuentaban los bailes de candil, seguía triunfando la mujer robusta y coloradota. Por eso Espronceda, prototipo de romántico, compuso inspirados versos exaltadores de la amada inaccesible y pura, pero luego se desmelenó y desdijo con estos otros que copio, no sin vencer cierta íntima repugnancia. Espero que el delicado lector sepa disculparlos en gracia del ejemplo:
¡Cuán necios son los que al pulsar la lira
cantan a la mujer himnos de amores!
¡Cuán necios son si buscan la mentira
por consolar sus ansias y dolores!
Pues la mujer, si llora y si suspira,
es porque en sus histéricos furores
desea un hombre que le ponga al cabo
pan en la boca y en el coño un nabo.
La rendida adoración de la mujer se convertía en exaltación de su carnalidad cuando se trataba de famosas cortesanas o artistas de éxito deseadas por muchedumbres de admiradores. Esto condujo algunas veces a extremos sorprendentes. La prima dontia Adelina Patti hizo envasar el agua de su baño en ochocientos frasquitos y hubo bofetadas por adquirirlos. No sabe uno qué admirar más, si la hermosura y belleza de la robusta cantante o su sentido comercial. La burguesía asumió los prejuicios de honor de la nobleza y la falsa espiritualidad de los intelectuales. Esto, aliado a la represión sexual que predicaba la Iglesia, conformó un tipo de mujer pudibunda, insatisfecha y reprimida que se consumía en el aburrido encierro de su doméstico gineceo. Son Madame Bovary, la Regenta y las otras heroínas cuyos quebrantos repetidamente retratarán las novelas realistas del siglo. Si la literatura se nutre de mujeres que sucumben a la tentación, las de carne y hueso se manifestaron mucho más resistentes al Maligno. Eran mujeres tan íntegras como doña Petronila Livermore, la digna esposa del potentado José de Salamanca, cuyo «único vestido fue el hábito del Carmen». Doña Petronila consumió su vida en rezos para redimir el alma de un esposo pecador que se entregaba a la lascivia con gran número de queridas e iba dejando tras de sí un reguero de bastardos que indefectiblemente nacían con seis dedos en un pie.
El corse, una moda indumentaria que exageraba el trasero femenino. Fotograma de la película Noche de circo.
Un sector de la Iglesia, atacada por los sucesivos liberalismos del siglo, expoliada por las desamortizaciones, se atrincheró en la estrecha moral de estas damas. En las Instrucciones reservadas de los jesuítas (mónita secreta) publicadas por entonces, leemos instrucciones como éstas: «La mira constante del confesor habrá de ser disponer que la viuda dependa de él totalmente. Será muy del caso una confesión general para enterarse por extenso de todas sus inclinaciones». El confesor «deberá atender a la inconstancia natural de la mujer» y, finalmente, lo más perturbador para la esencia del mensaje evangélico: «Podrá concedérseles, como se mantengan consecuentes y liberales para con la Sociedad, lo que exija de ella la sensualidad, siendo con moderación y sin escándalo».
Frente al cerrilismo integrista de las postulantes, en acusado y racial contraste, encontramos a las liberadas mujeres de la clase popular. Los sinodales de Pisador, en Asturias, claman contra la costumbre de las relaciones sexuales prematrimoniales: «Allí los padres (…) dejan sus hijas con los amantes, como se dice cortejando, hasta que se ven en el horizonte los albores primeros del venidero día». De las provincias más deprimidas, que eran casi todas, llegaban a Madrid docenas de mozas sanas y humildes que, buscando escapar de la miseria del medio rural, aceptaban ganarse la vida como amas de leche. La inexcusable preñez inicial que les haría bajar la leche la proporcionaba, a cambio de módicos emolumentos, un tal Paco, apodado el Seguro, que se ofrecía para tan delicado expediente en la Plaza Mayor de Madrid. En la tarifa del garañón iba incluida la colocación de la moza en una casa de confianza que él mismo agenciaba.
A la estrechez espiritual que aquejaba a la mujer del siglo correspondió también una cierta estrechez física impuesta por sus atavíos. Hacia mediados de siglo se divulgó el uso del polisón, una almohadilla sujeta a la cintura que ahuecaba la falda por detrás y le proporcionaba la apariencia de contener un imponente trasero. Del glúteo postizo se pasó al real cuando se impuso el corsé, instrumento de tormento, máximo exponente de la absurda tiranía de la moda, que oprimía la cintura para resaltar pechos y caderas causando graves deformaciones del hígado. Este aparato favoreció la esteatopigia, más propia de bosquimanos y hotentotes que de civilizados europeos.
La dama encorsetada podía lucir la abierta flor del generoso escote con sus mórbidos pechos batidos por los marfileños aletazos del abanico que«se abría y cerraba como una vagina metonímica». Además se toleraba socialmente que amamantaran en público.
En las antípodas del corsé, el juego erótico lo daba el zapato breve y la torneada pantorrilla que pícaramente se exhibe. Los entendidos dotados de buen ojo clínico alardeaban de su capacidad de descifrar las íntimas cualidades de la mujer a partir de un somero examen de sus tobillos. Para esta breve ciencia, los tobillos femeninos se dividen en gordezuelos y afinados. Los primeros denotan que la poseedora es criatura pasiva y ovina, más inclinada al bostezo que al pasional mordisco. Por el contrario, la mujer de afinado tobillo se muestra activa en la suerte del amor y será compañera reidora y estimulante, retozona y emprendedora. Es el tobillo que los libertinos van buscando por los talleres de modistas, los obradores de cigarreras y otros lugares de concurrencia femenina (los cuales, como todavía no existían nociones claras de lo que es la higiene íntima, se detectaban por un cierto tufillo a abadejo que flotaba en el aire de sus proximidades, proveniente de una sustancia denominada tristanolamina que las vulvas femeninas en su estado natural exhalan. Es exaltadora de la libido. Séanos excusada esta parva disgresión erudita y regresemos a lo recio del tema).
La moral pública parece resquebrajarse un tanto en la segunda mitad del siglo. Los que se lo podían permitir mantenían sus entretenidas oficiales sin que nadie se escandalizara. Incluso damas de la alta sociedad, como la condesa de Campo Alange, exhibían sus sucesivos amantes sin ningún recato. Desde los púlpitos se clamaba contra la relajación moral de la clase acomodada. Los predicadores arremetían contra los teatros cuyos palcos constituían «un ambiente de inmoralidades cuando no de salvajadas». También tronaban contra los pasatiempos de las clases populares, los bailes de candil, las eras y las romerías promiscuas. La crisis moral se acentuó hasta el punto de que incluso el obispo Cipriano Valera se quejaba de los «excesos y deshonestidades cometidas por las muchedumbres en los templos».
Se produjo algún que otro escándalo de curas visitadores de monjas en un convento de la corte donde «entrando por las habitaciones del vicario, a los tejados se subían y a los claustros y celdas se bajaban». Poca cosa si se compara con lo que ocurría en un convento peruano en 1815:
Que ya pasa por cosa corriente y llana que las mujeres, a pretexto de antojo, entren en el convento sin las precauciones debidas, después de no justificar las preñadas su verdadera preñez y legítimo antojo (…) entran acompañadas del mismo religioso interesado en el ingreso de ellas, el cual o va dirigiéndolas solo o escoge un compañero de amaño ¿y dónde las conducen? Inevitablemente a la torre, lugar muy aparente para cuanto se quiera (…) dan fondo en la celda del padre que las garantice en todos sus pasos, donde están prevenidos pajaritos, licores, perfumes, y todo lo conducente a hacer placentero lo que las mujeres llaman sociedad. El prelado (…) sabe que entraron pero ignora si salieron. ¿Cuántas se habrán aprovechado de su garante semanas enteras?
Los solicitantes parecen especialmente numerosos en el primer tercio del siglo. Casos como el del vicario de Alba, Francisco Gasol, que catequizó a una feligresa melindrosa que parecía resistirse a las intimidades que le proponía «si fuera tan grande pecado como dice la gente, ya podía Dios cerrar las puertas del cielo»; o fray Ignacio Prueca, prior de los agustinos de Palamós, seductor de muchas mujeres, que vencía los escrúpulos ñoños con silogismos de lógica como éste: «¿Qué, tenéis temor de enseñar el culo? Ya lo conozco, otros he visto».
Las leyes sexuales se suavizaron. En 1805 todavía el marido traicionado tenía derecho a matar a su esposa y al cómplice, aunque no a uno de ellos solamente, pero quince años más tarde el primer código penal rebajó el castigo de los adúlteros a una reclusión de hasta diez años fijada por el ofendido. A mediados de siglo, el adulterio del marido se tipificó como delito siempre que se perpetrase en el sagrado recinto del hogar. En este clima aperturista nació el proyecto de Ley de Divorcio de 1851 que pretendía paliar los abundantes casos de bigamia que venían produciéndose. Bígama involuntaria fue la heroína nacional Agustina de Aragón. Su primer marido desapareció en combate y seis años después apareció cuando ya ella había vuelto a casarse. La heroína resolvió el dilema salomónicamente, separándose del segundo para casarse con un tercero. Los tres eran militares, donde se manifiesta cuánto atraía a la valerosa aragonesa la vida castrense.
Los burdeles.
El siglo XIX, heredando un impulso de la época ilustrada, se convirtió en el gran siglo de los burdeles. En las grandes ciudades pululaban cortesanas de toda laya y condición. En Londres, una de cada quince mujeres ejercía el antiguo oficio y algunas de las casas de lenocinio se especializaban en flagelación, el acreditado y tradicional vicio inglés. Un gran conocedor del tema, hombre viajado y experimentado, señalaba las características esenciales de las putas según nacionalidades: las españolas eran cariñosas, generosas y espontáneas; las francesas, fascinantes y buenas conversadoras pero interesadas, superficiales y desvergonzadas; por el contrario, las inglesas le resultaban vulgares, degradadas y brutales.
Las grandes cortesanas triunfaban internacionalmente y emparentaban con la aristocracia e incluso con la realeza. Por ejemplo, Lola Montes, de la que el rey Luis I de Baviera quedó prendado para siempre después de que le provocara «diez orgasmos en veinticuatro horas» y ello sin recurrir a los afrodisíacos con que la nueva farmacopea asistía los apetitos decumbentes, principalmente el fosfato de cinc, la yohimbina y la tradicional cantaridina.
Nuevas formas de seducción triunfaron sobre los escenarios, entre ellas el strip-tease, cuya primera representación se remonta a 1847, cuando una chica apellidada Odell se desnudó al compás de la música en el Teatro Americano de Nueva York.