CAPITULO ONCE
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El siglo de Casanova

El siglo de la Ilustración heredó las miserias del anterior. España alcanzó ocho millones de habitantes, de los cuales un millón era mendigos y otro estaba integrado por frailes, monjas y clérigos, o por los hidalgos rentistas y sus cohortes de servidores y pajes, es decir por individuos dados a lo divino y económicamente improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban desdoro el trabajo. Las tierras estaban mal cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza, fértiles fincas se subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Al pesado lastre de tanto parásito habría que añadir la escasa productividad de un estamento laboral inclinado a la holgazanería. Dentro de la apatía general, la vida se hizo mediocre y provinciana; la sociedad, carcomida por la pereza y la envidia —esos entrañables vicios nacionales—, navegaba a la deriva, sin horizontes, encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia.

A pesar de todo, éste fue el siglo de la Ilustración, en el que el país experimentó un gran progreso. Ello fue debido, en gran parte, a que los reyes de la nueva dinastía borbónica, aunque generalmente torpes, estaban dotados de sentido común y se rodearon de eficaces ministros y secretarios.

En materia de costumbres, la hegemónica Francia dictaba las normas en Europa y muy especialmente en España, satélite político de la monarquía francesa, a la que estaba ligada por los pactos de Familia. Saludables costumbres francesas penetraron en el país como una bocanada de aire limpio y contribuyeron a despejar las miasmas pútridas de la cerrada y oscura España trentina. La mujer adquirió una nueva valoración, se cuestionaron sus melindres, sus rancios pudores, su ciega sumisión al varón, su inferioridad en la institución matrimonial y se le concedió el derecho de gozar de la vida.

Esta sorprendente renovación del pensamiento afectó tan sólo a las capas más altas de la sociedad e incluso dentro de ellas se produjeron inevitables reticencias. La nueva libertad de la mujer no dejaba de inspirar recelos incluso en los varones más liberales. «Las mujeres son seres frívolos por naturaleza —advertía Cabarrús—. Arruinarán nuestras actividades con su coquetería».

La moda francesa erotizó el traje femenino. La basquiña, «provocación y moda indecente», sustituyó al tontillo, aquella púdica prenda que ocultaba los tobillos de las damas. Pero en los escenarios de los teatros se añadió una tabla para impedir la obscena exhibición de las pantorrillas de las cómicas.

La Iglesia tampoco aceptó de buena gana las frívolas modas de allende el Pirineo. En el libro Estragos de la lujuria, el padre Arbiol arremetía contra «los pechos que torpemente se descubren para ruina espiritual de los hombres y las mejillas que tanto se lavan con el mismo diabólico fin, tendrán en el infierno los innumerables lavatorios de ponzoña de sapos y mordedura de víboras y serpientes que las arranquen y les coman aquella maldita carne que a tantos engañó».

El pueblo, entrañablemente inculto y carpetovetónico, se mantuvo impermeable a las frivolidades francesas de los petimetres (petit maitre), parapetado tras sus propias raciales esencias. Como reacción contra la moda extranjerizante surgió la autóctona de los manolos y manolas, ensalzadores de lo plebeyo, que incluso sería imitada por un sector de la refinada aristocracia, no siempre capacitada para discernir entre lo zafio y lo pintoresco o popular. Es el tiempo de las encopetadas damas que se hacen retratar por Goya ataviadas con los gigantescos lazos y el desgarro chulesco de la Caramba, la famosa «novia de Madrid».

El cortejo.

El inglés Townsend, de paso por Madrid, se sorprende de una extraña costumbre: «Muchos hombres visitan señoras de más alta categoría con la mayor familiaridad y sin tener la menor relación con sus maridos y aun sin conocerlos personalmente». El cortejo constituye uno de los más deliciosos ejemplos históricos del esnobismo nacional. Es la versión española del chevalier servant francés y del chischiveo italiano, el culto extático y desinteresado de un hombre educado hacia una dama de alcurnia. El cortejo podía ser incluso un clérigo (variedad de galanteador que parece haber sobrevivido, en ciertos ambientes, hasta nuestros confusos días). El cortejo era recibido a diario por la cortejada en sus propias habitaciones, o en el estrado o habitación de respeto y confianza. Allí pasaba la tarde charlando con ella, le traía noticias de la calle, la aconsejaba en temas de moda y maquillaje y la acompañaba a la calle, a misa o al teatro.

Tan sólo cincuenta años atrás, esta situación habría sido impensable. Probablemente el calderoniano marido se habría considerado injuriado y hubiese corrido la sangre. Pero para un hombre de mundo del siglo XVIII, los anticuados celos eran propios de personas hurañas y maleducadas. Lo elegante era consentir, incluso propiciar, la íntima amistad de la esposa y una especie de enamorado oficial. Se daba por sentado, eso sí, que dicha amistad jamás transgrediría las honestas lindes del platonismo.

El cortejo se abrió camino con sorprendente facilidad entre las clases acomodadas. Quizá fuera a costa de las reticencias y secretas angustias de muchos maridos que querían pasar por modernos e ilustrados. A este propósito el malévolo pueblo componía coplillas urticantes:

Doi que el trato sea decente

y el obsequio regular;

pero el continuo pulsar

no hai cuerda que no rebiente.

En esto la musa popular parece beber de una fuente tan clásica como el romano Marcial, en uno de cuyos epigramas leemos:

¿Quién es ese joven de cabello rizado que no se separa ni un momento de tu mujer, que no deja de susurrarle palabras al oído y que incluso le echa el brazo por los hombros? ¿Se ocupa de los asuntos de tu esposa? En tal caso sólo puede ser un hombre severo y digno de confianza (…) ¿Dices que se ocupa de los asuntos de tu mujer? ¡Oh, necio, se ocupa de los que deberían ocuparte a ti!

Pero la fuerza de la moda quebrantaba reservas y limaba suspicacias. Que una dama careciera de cortejo era indicio de rusticidad y poco trato social. «Privarme de su atento obsequio —sostiene una— fuera exponerme a las reputaciones de mujer ordinaria, por cuanto esta práctica, en las que son de calidad existe ya como razón de estado».

No todos los maridos acataron la costumbre. En algunos salones, los cortejos tuvieron que destacar atalayadores que dieran la alarma cuando se aproximaba algún marido suspicaz.

En esta tesitura, los nuevos burgueses sintieron el corazón dolorosamente escindido. Algunos vieron en el cortejo de sus esposas un medio de promoción a la clase alta y refinada en la que anhelaban ingresar, así que hicieron de tripas corazón y se sumaron a la muchedumbre que fingía aceptar con naturalidad la sospechosa costumbre. Pero hubo otros, fieles a los valores tradicionales, que mantuvieron a sus esposas en casto y cerrado aislamiento, entregadas a las labores propias de su sexo, entre costureros y devocionarios. Para ellos el sexo era un medio para tener hijos. Y cuando reclamaban el débito conyugal eran recibidos por esposas honestamente enfundadas en camisones ojeteados, como testimonia Samaniego:

por cierta industriosísima abertura

que, sin que la camisa se levante,

daba paso bastante

(como agujero para frailes hecho)

a cualquier fuerte miembro de provecho.

A pesar de la teórica emancipación de la mujer en la Ilustración, la doble moral al uso permitía que el marido mantuviese una entretenida. José Godoy nos justifica esta duplicidad: «Hago parir a mi mujer cada año y la contento diariamente, menos en sus sobrepartos y meses: para estos intermedios tengo un recurso y sin él no puedo pasar». Muchos tenían el apaño en la misma casa, con la criada, lo que daba lugar a frecuentes embarazos indeseados que solían remediarse sobornando generosamente a la encinta y casándola con un mozo cuyas amplias tragaderas ensanchara la sustanciosa dote concedida a la moza. Como la honra de la mujer sólo se reparaba con el matrimonio, el que desgraciaba a una moza tenía que demostrar a la justicia que la demandante era de costumbres libres. En un juicio de faldas leemos que haciendo la ofendida «vida escandalosa con un gallego y con un vizcaíno, y haviendo tenido otro preñado con un hermano, no dudaba de su libertad, desvergüenza, poca cristiandad y religión».

Entre el pueblo encontramos menos prejuicios sexuales. La extrema miseria existente en muchas regiones favorecía la promiscuidad y el incesto. Un informe sobre los campesinos de Asturias denuncia «la desnudez de ellos, sus hijos y mugeres llega a ser notoria deshonestidad (…) en sus lechos y abitaziones (…) devajo de una misma manta suelen dormir padre, hijos y hijas de que estoi informado resultan no pocas ofensivas contra Dios entre personas de tan estrecho vínculo y parentesco». También en Asturias se dan casos de «muchachas de diez años abajo que se andan por los montes con las cabrillas, donde no se quién se les llega, que alguna vez supliendo la malicia a la edad, vuelven con chibatillas en los vientres».

La prostitución y el bidé.

En el Madrid que promediaba el siglo, la oferta de amor mercenario se hospedaba en más de ochocientos prostíbulos. También había rabizas peripatéticas que trabajaban por libre. En 1704, la autoridad tomó medidas contra ellas y dispuso que «los alcaldes de Corte recojan y pongan en galeras las mujeres mundanas que existen en los paseos públicos causando nota y escándalo», pero la utópica estabulación del puterío fracasó una vez más. Fleuriot anota: «En cuanto anochece, mil o mil quinientas mujeres de vida alegre se apoderan de las calles y paseos de Madrid». Entre las peripatéticas había algunas encumbradas cortesanas que paseaban en carroza con lacayos de librea al pescante, si bien lo que más abundaba eran las humildísimas cantoneras que aliviaban al menesteroso por dos monedas de cobre.

En duro contraste con la miseria sexual de la calle, algunos burdeles elegantes deslumbraban a su distinguida y solvente clientela con un sofisticado artilugio procedente de Francia: el primer bidé, esa «pila bautismal del sexo» como acertadamente la denomina Ernesto Giménez Caballero en su Oda al bidé. El bidé, o «silla de limpieza», existía ya en Francia desde 1710. Los aficionados a lo novedoso lo consideraban el colmo del refinamiento. La elegante Madame de Prie recibía al marqués de Argenson sentada en uno de estos artefactos. A mediados de siglo, el bidé se divulgó en su versión mejorada, dotada ya de jeringa. Desde sus comienzos fue asociado a las íntimas abluciones sexuales, y por este motivo, a veces, se camuflaba como escritorio o costurero. En España el bidé se ha impuesto muy recientemente. Quizá algún veterano frecuentador de burdeles recuerde con nostalgia el bocinazo autoritario con que la madame convocaba a la palanganera cuando se desocupaba un aposento: ¡«Agua al seis!» (con el número de la puerta por la que acababa de salir el cliente). Y allá iba la diligente mucama, con su palangana de humeante agua, a proveer las abluciones higiénicas de la pupila recién desocupada. Pues bien, el higiénico bidé, ese símbolo de progreso que parecía nacido para prestigioso aderezo de los prostíbulos elegantes, se ha regenerado de tal manera que hoy es admitido incluso en los más cristianos y honorables hogares patrios. Y no se ha dado, que sepamos, ningún caso de persecución por parte de la autoridad competente, como la que se produjo en la puritana América cuando los primeros bidés, instalados en el hotel Ritz Carlton de Nueva York, fueron retirados de las habitaciones por orden judicial.

A nuevos tiempos corresponden nuevas modalidades de cornudo consentido, ahora más encubierto si cabe aunque el tema se trate con más libertad. En un artículo periodístico fechado en 1787 leemos:

Mandamos a nuestras esposas a la corte en seguimiento de algún pleito o pretensiones. La pretensión es que ellas mismas pidan dinero prestado a muchos sujetos engañándoles no lo sepan sus maridos, cuando son ellos mismos quienes las importunan y obligan a dar este vergonzoso y arriesgado paso (…) No apuramos el milagro de cómo nuestras mujeres gastan sin empeñarse tres o cuatro mil ducados al año no teniendo más que quinientos de renta y algunas veces menos.

No obstante lo abigarrado de la población, las personas decentes continuaban siendo inmensa mayoría y el institucional matrimonio seguía vigente con su consabida exigencia de virginidad en la novia y picara experiencia en el novio. Si juzgamos por el testimonio de los poetas, el negocio del remiendo de virgos seguía boyante:

que a las que virgo no han

les va a dar ciertas puntadas

agujas con que faz virgos

con hilos de muchos sirgos

para doncellas honradas.

Clérigos alegres y romerías.

A juzgar por la documentación acumulada, en ninguna otra época tentó el Maligno a los clérigos más que en este revuelto XVIII. Muchos curas de misa y olla convivían con amas jóvenes, bebían, holgazaneaban y se entregaban al vino y al juego; otros, no contentos con ama fija, solicitaban, además, a las feligresas. Muchos protocolos notariales hacen referencia a «tratos ylicitos» de clérigos con mozas. La redacción es a veces pintoresca. Una de ellas demanda acuerdo porque el párroco implicado «puede satisfacer con su persona los daños de su desfloro y desear no sepa de él ni su frajilidad». En el diario de Jovellanos encontramos esta anotación: «Pasando Iruz, tocamos en el convento del Soto: franciscanos; éstos, derramados por las cercanías; uno con una moza, orilla del río, con el abanico en la mano y el aire galante, y de gran confianza, grande censura de la gente de a pie». Abundando en lo mismo, un expediente inquisitorial se queja de los sacerdotes que «pasean públicamente con mujeres de dudosa fama» y de «barraganas mantenidas con el dinero de las limosnas».

Continuaban produciéndose, naturalmente, los consabidos apaños entre curas solicitadores e hijas de confesión consolables. Éstos fueron especialmente sonados en las colonias americanas. En las iglesias del Perú «se llegaba al acto sexual en los espaciosos confesionarios, como se denotaba por el ruido de los tacones». Fue famoso el caso de Dolores la Beata, ejecutada en Sevilla en 1781. Esta mujer, ciega, mal encarada, oscura de tez y picada de viruelas, seducía a sus confesores no se sabe con qué secretos encantos y les hacía creer que, por su gracia, Dios les concedía una milagrosa bajada de leche en sus viriles pechos.

La subespecie de los flagelantes también dio sus sazonados frutos. Miguel Palomares, cura de Valencia que visitaba feligresas a domicilio, declara que a una «la hacía poner con la cabeza pegada en tierra y las asentaderas levantadas y después le alzaba la ropa y se entretenía en tocarle el trasero y las partes verendas y luego sacando unas disciplinas de yerro la azotaba (…) otro día le rascó con un cilicio las asentaderas haciendo en ellas cruel carnicería (…)». Otra de sus hijas de confesión, Ramona Rico, declaró que «la tomó de los brazos, la puso encima de sus rodillas y le metió en sus partes verendas una cosa que le hizo mal». Hubo también en el proceso declaraciones favorables, como la de Gertrudis Tatay, según la cual «cuando iba a celebrar misa no la azotaba, porque sería imperfección mirarle las carnes».

En las romerías populares no hallamos ejemplos de mayor devoción. Un pleito de la Audiencia de Oviedo en 1786 denuncia que son «ocasión de arrimarse los hombres a las danzas de las mujeres (…) se acercan tanto unos y otros que se tropiezan y propasan a acciones inhonestas, incitativas de la lascibia y productivas de un público y pernicioso escándalo». La autoridad prohibió que ningún hombre se arrimara a las danzantes más de metro y medio so pena de cárcel. En otra romería, «la turba de devotos no repara en nombrar a la Purísima Madre de Dios con aquellas mismas expresiones rústicas e insolentes que ha inventado el amor profano y la licenciosidad del vulgo (…) hay feria abierta donde lo que más se comercia es el libertinaje y las palabras deshonestas (…) hay impuros movimientos y bailes desconcertados delante de las sagradas imágenes».

En cuanto a las técnicas del amor parece que con la mayor tolerancia sexual se introdujeron suertes antes desconocidas. En los manuales de confesores empieza a figurar la cinepimastia o masturbación entre los senos (también celebrada hoy como «paja cubana»). Con cierta frecuencia se mencionan olisbos y consoladores, que en Francia eran ya objetos bastante comunes. En 1783 el albacea testamentario de una alcahueta fabricante de estos artefactos, Marguerite Gourdan, halló entre los papeles de la fallecida una abultada cartera de pedidos en la que figuraban muchos conventos de monjas. Quizá por este motivo al consolador se le llamará en Francia, delicadamente, bijoux de religieuse. Estos interesantes instrumentos solían ser de madera barnizada, como demuestra el inspirado poema anónimo que reza:

Por tiesa te deleita la madera

y por escurridiza la pintura;

poca es la leña para tanta hoguera;

si a un palo le regalas tal dulzura

y con él hoy tu sexo así se huelga,

¿qué haré yo con la carne que me cuelga?

En este siglo tan racional también encontramos personas atribuladas por los males del amor.

El marqués Scoti solicita de una bruja, en 1744, «que me dé fuerza en el miembro viril, para poder coavitar con mujeres». Y Casanova, generosamente, divulga el secreto de su líbido insaciable: basta con desayunar cincuenta ostras diarias. (Incluso entonces debió ser caro remedio).

El sexo en palacio.

La dinastía Austria se extinguió con Carlos II el Hechizado. En ese rostro cuya repulsión no lograron mitigar los pintores cortesanos, parecen concentrarse todas las lacras humanas. Este hijo, que un Felipe IV avejentado y enfermo engendró en su sobrina, es el triste resultado de la acumulación de una serie de taras genéticas arrastradas por una familia que durante muchas generaciones se ha entrelazado en matrimonios colaterales. El rey, canijo, fieramente prognático, narizotas, ojos saltones, carnes lechosas, se pasó la vida entre médicos ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes dormían en su alcoba para espantar al diablo. Y eso que se protegía del mal de ojo llevando constantemente al cuello una bolsita que contenía, entre otros productos, cáscaras de huevo, uñas de pies y cabellos.

Cuando cumplió catorce años, lo casaron con María Luisa de Orleans. Por cuestiones de política internacional, el rey de Francia estaba interesado en conocer si aquel engendro sería capaz de engendrar hijos. Confidencialmente se sabía que tenía un solo testículo, «dentro de una bolsa negra», y se sospechaba que el diablo le había quitado «la salud y los riñones» y le corrompía el semen para impedir la generación. Un comunicado confidencial del embajador de Francia informa: «He logrado examinar los calzoncillos del Rey (…) los han estudiado dos cirujanos de esta embajada. Uno de ellos cree que puede producir la generación. El otro, en cambio, piensa que no». Así que los sesudos galenos dejaron al Rey Sol a dos velas. No obstante, el tiempo se encargaría de dar la razón al segundo cirujano: Carlos II no tuvo hijos con la dulce y desventurada María Luisa ni con su segunda mujer, la intrigante Mariana de Neoburgo, una robusta alemana simuladora de embarazos.

Felipe V fue, por el contrario, muy inclinado a placeres, así venéreos como gastronómicos. En este sentido parecía muy normal, pero no estuvo exento de ciertas excentricidades: pasaba meses sin lavarse ni cambiarse de ropa, de manera que el tufo que despedía atormentaba las glándulas olfativas de sus colaboradores. Se casó dos veces y se dejó manejar por ambas esposas a las que, sin embargo, en sus raros intervalos de lucidez, algunas veces golpeaba. Este rey tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por el soprano Farinelli, un castrado italiano al que nombró su ministro. Farinelli mantuvo su puesto en el siguiente reinado, con Fernando VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo agradaban los capones en la mesa».

Tampoco parece afortunada la vida conyugal de Luis I, que murió de viruelas a los ocho meses de reinado. Su mujer, Luisa Isabel de Orleans, era una francesita desinhibida y graciosa que ventoseaba y eructaba en público. El embajador francés, obligado por su cargo a ejercer como detective de conductas conyugales, comunicó sus sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey, ya que la reina ha aprendido en París todo lo necesario». Diversos indicios nos permiten sospechar el carácter tórrido de la dama. Salía al jardín ligera de ropa, jugaba a extraños juegos con sus damas, puestas todas en sus cueros, y en una ocasión preguntó a una camarera de la corte: «Si decidiese hacerme puta, ¿serías mi alcahueta?»