Quiñones de Benavente:

Pues, ¿y los bellacones redomados

que dicen que en el mundo no hay doncellas?

Pues, si las perseguís ¿cómo ha de habellas?

Pregunto, lengüecitas de escorpiones,

en la casa en que hay gatos ¿hay ratones?

El sacramento prometía la vida eterna, pero no garantizaba nada en ésta. Y como muchos matrimonios eran acordados por los padres de los novios, sin pedir opinión a los interesados, con cierta frecuencia se producían chascos. Quiñones de Benavente lo puso en verso:

Los que quieren casarse, se parecen

al que compra melones, que la venta

es a carga cerrada, buena o mala.

Ya algunos llevan el melón con cala

y en otro entremés:

Era como linaje de ropero,

que aunque todo cristiano se lo prueba,

por nuevo el que lo compra se lo lleva.

En 1656 apunta Barrionuevo: «Buteri, el intérprete del rey, al mes de casado tiene pleito graciosísimo porque dice que no entendió en qué dotaba a la esposa ni que tenía tan mala condición y ella alega que no es para marido u hombre tan para poco…» La misma idea se expone en un entremés donde un casado pide el divorcio: «Primero, porque no puedo ver a esa mujer; segundo, por lo que ella sabe; tercero, por lo que yo me callo y la cuarta porque no me lleven los demonios».

Con la reacción contrarreformista, el divorcio desapareció y los casos de bigamia se multiplicaron, aunque este delito estaba penado con vergüenza pública y diez años de galeras. No obstante, los poderosos podían recurrir a la nulidad, forma de divorcio encubierto. Otros, menos pacientes, le perdían el respeto al sacramento. En el auto de fe celebrado en Granada en 1635, uno de los penitenciados era un fraile apóstata que se «había casado dos veces según la Iglesia y cuatro sin sacramentos».

El ideal de belleza femenino había evolucionado poco desde el período anterior. Contemplemos la Venus del espejo de Velázquez, el único, pero espléndido, desnudo que la pacata pintura española de la época se ha permitido (cuando en Europa rebosan las carnes de Rubens, Tizianos y Veroneses). Es una mujer menudita, de caderas capaces, la pierna corta y moldeada, el tobillo fino, el pie mínimo, nacarada piel presumiblemente suave al tacto y quizá un punto viscosilla tras el ardimiento amoroso y esos mórbidos hoyuelos que se le forman en el trasero y en el hombro. En cuanto al rostro, el defectuoso espejo no lo refleja con la deseable nitidez. Tiene la frente noble y despejada, pero el resto de sus rasgos parecen plebeyos. No se puede tener todo.

Lope de Vega, hombre perito en galanteos, nos describe a otra bella:

No tiene dieciséis años

fresca como una camuesa;

ayer la miré en los baños

con una pierna tan gruesa

y unos piecitos tamaños.

Los pechos son dos manzanas

y no hay rosas castellanas

como las mejillas bellas (…)

También es de Lope el dicho «los andares son la mayor gracia de las mujeres», alusión al rítmico contoneo de caderas, tan característico de la mujer meridional. En principio este movimiento es simple producto de la peculiar inclinación de la pelvis femenina que se mueve de arriba abajo cuando apoya el pie, pero puede ser acentuado voluntariamente y a ello se debe que en unos países sea más notorio que en otros.

A medio camino entre la prostitución libre y el amancebamiento estaban las amesadas, es decir las mancebas que se ajustaban por meses, fórmula ideal en aquellos tiempos de economía incierta.

La costumbre de agasajar espléndidamente a las mancebas como forma de pago indirecto acarreó nuevas formas de trato social. El hombre que cortejaba a una mujer, incluso cuando ella estaba reputada por decente, debía mostrársele espléndido, pues solamente a costa de regalos podía aspirar a sus favores. En este amoroso trueque, algunos galanes despechados reaccionaban airadamente sintiéndose estafados cuando lo obtenido no estaba en consonancia con lo invertido. Uno de éstos fue el conde de Villamediana que acometió en el Paseo del Prado a la marquesa del Valle para arrebatarle el collar que le había regalado en tiempos más felices.

Proliferaban las damas pedigüeñas a la caza de galanes dispuestos a arruinarse por quedar bien, las que «en cuanto ven a un conocido le piden limoncillos, barquillos, pastillas, golosinas… se lo envían a decir con las vendedoras y es descortesía no responder que tomen lo que gusten e invitarlas». Un uso, por cierto, muy en boga actualmente en países desarrollados, donde se supone que impera el amor libre, pero el galanteador sabe que debe agasajar a la dama e invitarla a cenar en un restaurante caro como requisito ineludible para que ella lo invite posteriormente a tomar una última copa en casa y le conceda sus favores. No fue ésta la única institución sorprendentemente moderna que el siglo alumbró. También se idearon las almonedas de carne femenina o concursos de misses. Cada barrio, a veces cada calle, proclamaba una maya o reina de mayo entre las solteras avecindadas en su jurisdicción. Vestida de gala y convenientemente maquillada, la elegida exhibía su palmito sobre una especie de trono adornado con flores donde era rodeada por otras muchachas a manera de corte de honor. Los galanes iban de barrio en barrio, ojeando la carne expuesta, hacían sus comentarios peritos como en feria de ganado, evaluando posibles encuentros futuros y dejaban propina generosa para irse creando fama de rumbosos.

«El estupro, el amancebamiento, el adulterio, pasan por galantería», escribe un observador. La mujer, ordinariamente recluida en casa, no tenía más pretexto para escapar de su encierro que multiplicar sus misas y devociones en iglesias y conventos. Las damas van al templo «porque el galán las vea», observa Ruiz de Alarcón. Consecuentemente, los libertinos frecuentaban los templos en busca de mujeres y ni siquiera la severidad contrarreformista conseguía que se respetaran los oficios divinos. Un viajero francés escribió: «No se avergüenzan de servirse de las iglesias para teatro de vergüenzas y lugar de citas para muchas cosas que el pudor impide nombrar». En El buscón, un rufián cuenta sus orgías sexuales en el sagrado recinto: «Pasárnoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas desnudándose por vestirnos».

También las procesiones se prestaban a la lujuria pues, al amparo de las tinieblas, de la apretada concurrencia y de los parajes apartados por donde solían discurrir, «lo que menos se trata o se piensa es de Dios y lo que más de ofenderle. Salen a ver dicha procesión —leemos en un informe— muchas mujeres enamoradas y compuestas y llevan meriendas (…) y las mujeres hacen señas a los cofrades (…) y hay mucho regocijo en un día tan triste y en cuanto anochece hay muchas deshonestidades». Eso en cuanto a lo general, pero más adelante se desciende a casos particulares: «Los cofrades habían concertado un Viernes Santo a dos rameras muy hermosas que salieran a la procesión en el egido de la Coronada y que saldrían con ellas a las huertas y se las llevaron a una acequia y allí se habían metido y habían tenido acceso carnal con ellas, pues en cuanto anochece hay muchas deshonestidades». En las romerías perduraban las antiguas liberales contradicciones. El padre Guevara propone que se llamen «ramerías» y Góngora advierte a un marido complaciente que concurre con su esposa:

No vayas, Gil, al Sotillo

que yo sé

quien novio al Sotillo fue

y volvió hecho novillo.

Otro lugar de encuentro entre hombres y mujeres era el teatro, prácticamente el único acontecimiento social de aquella encorsetada sociedad. Los españoles sentían pasión por él, en particular las mujeres que lo aprovechaban para lucirse, otear e intercambiar cotilleos sobre los cómicos. Hay que tener en cuenta que los actores constituían una casta de gente perdida, a la que se negaban la comunión y el entierro en sagrado, pero eran objeto de deseo y curiosidad general. Como hoy, los poderosos se ufanaban de mantener amoríos con actrices famosas, casi todas ellas casadas con maridos complacientes, también cómicos famosos, lo que añadía morbo al asunto. Esta costumbre resultó tan escandalosa que la autoridad hubo de promulgar una ley para que «los señores no puedan visitar comedianta ninguna arriba de dos veces». Pero no siempre se ganaban los favores de la cómica con dádivas y agasajos. En algunos casos se la raptaba y violaba casi impunemente. Veamos un caso:

Estaban el marqués de Almazán y el conde de Monterrey juntos viendo una comedia. Antojóseles una comedianta muy bizarra, que representaba muy bien y con lindas galas. Asieron de ella sus criados, y así como estaba la metieron en un coche que picó llevándosela (…) Siguióla el marido y un alcalde de la corte (…) no se la devolvieron aunque los alcanzaron, hasta echarle a la olla las especias. Mandólos el rey prender. Todo se hará noche. Contentarán al marido, con que habrá de callar, y acomodarse al tiempo, como hacen todos, supuesto que se la devuelven buena y sana, sin faltarle pierna ni brazo, y contenta como una Pascua. Llámase la tal la Gálvez.

«Si dijeran que sacaban a azotar a un alcahuete —dice el cervantino licenciado Vidriera— entendería que sacaban a azotar un coche». Y Tirso de Molina: «Doncellas en coche son ciruelas en banasta». Aluden a la costumbre de utilizar los coches cerrados como lugar de encuentros amorosos. Eran coches espaciosos en los que los amantes no se veían obligados a realizar arriesgados ejercicios de contorsionista ni corrían riesgo de lastimarse con la palanca del cambio de marchas. Una pía carta, fechada en 1626, denuncia: «No podéis figuraros lo que rueda el pecado en ellos. Doncella sube por una ventana que con sólo pasar por el carruaje sale madre en vísperas por la otra, habiendo dejado caer la flor de su capullo, cámbialo por nueve meses de retortijones, algunos días de angustia y no pocas horas de alaridos, que a esto da lugar la risa de un instante». Las medidas represivas contra el vicio sirvieron de poco. Una ley de 1611 dispone que «ninguna mujer que públicamente fuera mala en su cuerpo y ganare por ello, pueda andar en coche, ni en carroza, ni en litera, ni en silla en esta corte, so pena de destierro»; y para redondear la disposición se establecía que los hombres sólo pudieran acompañar en coche a las mujeres propias, madres, abuelas, hijas o suegras y nueras. Pero no todo era lujuria y desenfreno en los coches. También se conocen casos muy edificantes de escarmientos de pecador. Una dama de Toledo a la que insistentemente requebraba el marqués de Palacios se avino por fin a reunirse con él y, cuando el esperanzado marqués entró en el coche donde creía que la dama iba a rendirle su virtud, encontró a un ceñudo sacerdote, el director espiritual de la bella, que le endosó un sermón sobre la castidad. Es ejemplar.

Los amores reales.

Era el palacio real un lugar muy propicio para galanteos y amores, a pesar del severo protocolo de los Austrias y de la rígida etiqueta que presidía sus estancias. La dama palaciega podía ser agasajada o «servida» por un señor principal bajo el mismo procedimiento de regalar joyas, enviarle alimentos caros o cortes de tela, y requebrarla y contemplarla en todo momento. El caballero admitido por una dama tenía su «lugar» junto a ella y podía permanecer cubierto incluso en presencia de la reina, con la disculpa de hallarse «embebecido» contemplando a su amada.

Carlos V fue un gran gozador de mujeres, pero su hijo y sucesor Felipe II resultó mucho más morigerado en el sexo. Su carácter puritano e intolerante, sus fanáticas convicciones religiosas («Prefiero perder mis reinos a gobernar sobre herejes»), no nos dibujan precisamente a un epicúreo. Aquel rey fue prudente incluso en el amor: «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo menos posible». Su padre cuidó de que no malgastara prematuramente sus juveniles energías. Al embarcarse para Italia, en mayo de 1543, dejó instrucciones de que el príncipe se mantuviera virgen hasta el matrimonio y que, cuando se casara, evitara toda clase de excesos y se abstuviera frecuentemente del sexo. A pesar de estas imposiciones paternas, a Felipe no le faltaron ocasiones de gustar las delicias del amor, puesto que se casó cuatro veces. A los dieciséis años contrajo matrimonio con María de Portugal, prima suya por partida doble (los dos eran nietos de Juana la Loca), de la que enviudó pronto. La chica era discretamente bella pero al parecer no vivieron un tórrido idilio: Juan de Zúñiga, el ayo del príncipe, continuaba durmiendo a su lado y tasaba las prestaciones sexuales que el joven demandaba de su esposa.

El segundo matrimonio fue con su tía María Tudor, once años mayor que él, una mujer madura, fea, desagradable y beata que sufrió uno de esos embarazos histéricos que por aquel tiempo se achacaban a los íncubos. Nuevamente viudo, el rey pretendió a Isabel I de Inglaterra, pero la británica lo rechazó. Hubieran formado un matrimonio muy alegre. Entonces se casó con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que anteriormente había estado prometida, por razones de Estado, con su hijo Carlos. Este Carlos, nacido del primer matrimonio de Felipe, era un desequilibrado, típico fruto de la monstruosa consanguinidad de los Austrias. El muchacho se enamoró perdidamente de su madrastra y ésta fue una de las muchas causas que lo condujeron a la temprana muerte (aunque desde luego no fue ejecutado por su celoso padre, como pretende la leyenda negra). Finalmente, el desventurado Felipe II se casó con su sobrina Ana de Austria y comenzó su última experiencia conyugal amargado por el funesto agüero de un accidente ocurrido el día de la boda con los fuegos artificiales. Felipe II, aunque su catolicismo acrisolado lo llevó a sacrificar los intereses de España a los de la religión, incurrió también en flaquezas humanas por el lado del sexo. Primero tuvo amores con Isabel de Osorio, una dama de la corte; luego, ya casado con María Tudor, tuvo una hija con Madame d’Aler, belga; y finalmente, cuando estaba casado con Isabel de Valois, se relacionó sentimentalmente con Eufrasia de Guzmán, otra dama de la corte. Lo de sus amoríos con la linajuda Ana de Mendoza, princesa de Éboli —menudita, guapa, tuerta del ojo derecho, que tapaba con coquetuelo parche de seda— es seguramente un infundio sin la menor base histórica.

Con Felipe III la austeridad de la corte se disipó. Este rey era aficionado a fiestas y saraos y poco inclinado al traje negro, a los lutos y a las guerras. Tal tendencia festiva se acrecentó con Felipe IV, cuyo prolongado reinado se divide en dos etapas, como la vida del don Guido machadiano: en la primera, el rey se entregó apasionadamente a las aventuras amatorias, al teatro y a la caza; en la segunda, a los remordimientos de conciencia, al complejo de culpa y a obsesionarse con la idea de que la rápida decadencia de España era el castigo divino por la liviandad y flaqueza de su rey. Felipe IV envejeció de forma prematura y murió muy consolado espiritualmente y compartiendo casto lecho con la momia de San Isidro.

A este rey lo casaron a los quince años con una atractiva muchacha de diecisiete, pero nunca se resignó a una única mujer y amó a muchas. Tuvo unos treinta hijos bastardos y once legítimos, seis de ellos de Isabel de Borbón y cinco de Ana María de Austria. De su valido, el arrogante conde-duque de Olivares, se murmuraba que debía su privanza a ciertas labores celestinescas que le estaban encomendadas. «Hay, parece —escribe Quevedo— nuevas odaliscas en el serrallo. Olivares pela la bolsa en tanto que su amo pela la pava». En disculpa del monarca podría aducirse que las reinas estaban casi continuamente embarazadas y que, debido al absurdo protocolo palaciego, una excursión amatoria al lecho conyugal resultaba mucho más complicada que la ocasional aventura adulterina dentro del mismo palacio (donde el rey alojó, por ejemplo, a su manceba Eufrasia Reina, cómica de las alegres). Cuando el rey deseaba dormir con la reina, «se pone los zapatos a modo de pantuflas, su capa negra al hombro en vez de bata, su broquel pasado por el brazo, la botella pasada por el otro con un cordón. Esta botella no es para beber, sino para un destino enteramente opuesto que fácilmente se adivina (…) va enteramente solo a la alcoba de la reina».

El protocolo de la corte imponía otros usos absurdos, por ejemplo que nadie volviese a montar un caballo que hubiese cabalgado el rey. Al parecer esta ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que el destino de muchas de ellas, pasados los ardores del monarca, fuera el encierro en algún convento de clausura. Por este motivo, una dama rechazó las proposiciones reales con esta graciosa réplica: «Gracias, majestad, pero no tengo vocación de monja». No fue éste el único chasco del rey, ni el más sonado. Tal honor corresponde a la duquesa de Alburquerque (o a la de Veragua). Felipe IV se prendó de ella y organizó una partida de naipes en la que sus barandas entretendrían al duque mientras él visitaba a la duquesa. Pero el sagaz marido, «comprendiendo hacia qué parte andaba el rey, sin pedir luces, para no verse precisado a reconocerlo, llegóse con el bastón en alto, gritando: «¡Ah, ladrón! Tú vienes a robar mis carrozas». Y sin más explicaciones le sacudió lindamente. Olivares —que acompañaba al rey—, temiendo que las cosas acabaran peor, gritaba que allí estaba el rey, para que el duque contuviera su furia, pero el duque redoblaba sus golpes en las costillas del rey y del ministro, y a la vez decía que iba siendo el colmo de la insolencia emplear el nombre del rey y el de su favorito en tal ocasión (…) el rey pudo escapar, desesperado por haber sufrido una inesperada paliza, sin recibir de la dama pretendida el más ligero favor».

El gran amor del rey fue María Inés Calderón, la Calderona, famosa actriz de su tiempo. Era hermosa, bella y tenía una voz aterciopelada que conmovía las piedras. El rey la vio por vez primera cuando ella tenía diecisiete años, en el ápice de su belleza, y «ordenó que aquella misma tarde la hicieran subir al aposento en que él presenciaba el espectáculo». De ella nacería don Juan José de Austria, el único bastardo real que fue educado como príncipe. La Calderona acabó sus días como abadesa del monasterio del valle de Utande, en la Alcarria.

El hijo de la Calderona resultó un gran ambicioso, tan obsesionado con reinar que acarició la idea de casarse con su medio hermana la infanta María Teresa o con la otra infanta Margarita. Cometió la osadía de insinuárselo al rey utilizando una miniatura que retrataba a Felipe IV como Saturno en la boda de sus hijos Júpiter y Juno, caracterizados con los rostros de don Juan y la infanta. El rey se encolerizó tanto que se negó a recibir al bastardo.

También hubo reinas adúlteras en la historia de España, para secreto reconcomio de puntillosos genealogistas. Desde el punto de vista genético, estos deslices resultaron muy positivos, pues contribuyeron a robustecer con sangre nueva el viejo tronco real degenerado por tantos enlaces consanguíneos. La etiqueta de los Austrias era tan celosa de la persona de la reina que no estaba permitido ponerle la mano encima, ni siquiera para auxiliarla en caso de accidente. En una ocasión, una fábrica de medias de seda quiso regalar a la reina un lote de sus productos pero recibió esta airada respuesta del mayordomo real: «Habéis de saber que las reinas de España no tienen piernas».

Pero al conde de Villamediana sí le parecía que tenían piernas, y además se las imaginaba tan bien torneadas y suaves que concibió el loco propósito de enamorar a la reina. La leyenda sugiere que lo consiguió y lo atestigua con una anécdota a todas luces apócrifa. Estaba la reina en un balcón de palacio y el rey, sigiloso y juguetón, se le acercó por la espalda y le tapó los ojos. «Estaos quieto, conde», le regañó la reina entre risas de enamorada. Y el rey, amoscado, se puso serio y la interrogó: «¿Cómo conde? ¿Por qué me habéis llamado conde?» Pero ella, con femenina sutileza, supo salvar la comprometida situación: «Claro que conde, ¿acaso no sois conde de Barcelona?»

Otra anécdota. En una corrida de toros, el conde de Villamediana lucía sus habilidades con la garrocha frente al palco real. Un cortesano malintencionado comentó: «¡Qué bien pica el conde!» «Pica bien —respondió el monarca glacial—, pero pica muy alto». La guinda del pastel la puso el propio conde cuando exhibió una divisa en la que se veían unas cuantas monedas de real orladas por el lema «Son mis amores…» La gente se hacía lenguas: «Quiere decir que ama el dinero», «quiere decir que le gusta el numerario». Y un bufón, más inteligente o malicioso, lo descifró cabalmente al alcance de los regios oídos: «Lo que el conde quiere decir es son mis amores reales». Silencio expectante. El rey, incómodo, se limitó a musitar lúgubremente: «Pues yo se los haré cuartos».

A los pocos días, y esto es ya historia comprobada, un desconocido asesinó al conde de una tremenda estocada. El caso fue tan sonado que por los mentideros de Madrid circularon inmediatamente coplillas alusivas:

La verdad del caso ha sido

que el matador fue Bellido

y el impulso soberano.

¿Fue la reina Isabel de Borbón amante del conde? Lo más probable es que la dama ni siquiera advirtiera los galanteos del aristócrata. Por otra parte, parece que este conde hipersexual en realidad era homosexual. Aunque también cabe sospechar que el proceso por sodomía en el que enlodaron su memoria, ya muerto, fuera en realidad una argucia para desmentir los pretendidos amores reales. Vaya usted a saber.

Putas y putos.

A pesar de la mucha competencia desleal que las profesionales tapadas y las aficionadas les hacían, las putas siguieron floreciendo y las mancebías que mencionábamos en el capítulo precedente prosperaron. A principios de siglo sólo existían tres burdeles en Madrid; a mediados ya eran más de ochocientos, «abiertos toda la noche», y la ciudad albergaba unas treinta mil profesionales. Las mancebías eran tan populares que el viajero inglés Henry Cock escribe: «La putería pública tan común es en España que muchos recién llegados a una ciudad van a ella antes que a la iglesia».

Es natural que la autoridad eclesiástica, quizá celosa de tal preeminencia, o en misteriosa concordancia con los perros del hortelano hiciese lo posible por suprimirla. A veces recurrían a técnicas psicológicas. El arzobispo de Sevilla, don Pedro de Castro, hizo levantar a la puerta de la mancebía un altar presidido por un sangrante Crucificado. Se ordenó también que las profesionales del amor lucieran medios mantos negros para distinguirse de las decentes. Quizá resultara una medida innecesaria, puesto que ya procuraban ellas distinguirse por otras señales particulares, entre ellas el espeso maquillaje rojo y blanco de bermellón y albayalde. Un testigo algo melindroso apunta:

Se lo aplican tan mal que repugnan a quienes las ven. Por último son generalmente feas y gastadas y se adoban tanto para cubrir las viruelas de su rostro como para embellecerlo.

También se pintaban de rojo el sexo, que llevaban depilado, y usaban lencería de color con mucho encaje barato.

En 1620, el arzobispo de Sevilla dispuso la clausura definitiva de la mancebía. Lógicamente, tan drástica medida no sirvió de nada. Algunas voces se levantaron dentro de la grey clerical para abogar por una postura más tolerante, pero fueron prestamente acalladas. El franciscano fray Pedro Zarza declaró que las mancebías eran útiles a la república, «a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino». Tal opinión le valió figurar entre los bienaventurados que padecen persecución por la justicia, puesto que fue procesado por el Santo Oficio y lo desterraron de la corte.

En 1623 todos los burdeles del país fueron clausurados «por los muchos escándalos y desórdenes que hay en ellos y que se habían creído remediar con su fundación». Se dispuso también «que las mujeres perdidas se prendan y lleven a la casa de la galera, donde estén el tiempo que pareciere conveniente», pero la profesión se mudó a otros lugares y continuó funcionando clandestinamente. Veinte años más tarde se volvieron a dictar normas que limitasen la pública exhibición de putas e incluso intentaron encarcelar a las que las incumplían; sin embargo, su número excedía todas las previsiones dela autoridad y «la galera está de bote en bote que no caben ya ni de pie».

Las categorías profesionales que se reflejan en la legislación eran las siguientes: manceba, la que vive maritalmente con un hombre; cortesana, la asalariada de cierta categoría que visita a domicilio; ramera y buscona, las que hacen la calle y aceptan cualquier cliente, popularmente conocidas por tusonas si son más caras —como el toisón— o cantoneras, si son tan baratas, que se dan en cualquier cantón a falta de mejor aposento. Luego, entre las de ínfima condición social, se dan las golfas y rabizas; entre las de alta las mujeres del amor, y las de alto standing, para ejecutivos solventes, conocidas por marcas godeñas o damas de achaque cuando pretenden pasar por decentes. Quizá convendría añadir a la lista la dama pedigüeña que tanto inspiraba a Quevedo.

Las mujeres insatisfechas podían utilizar consoladores (cuya existencia se atestigua en papeles de la Inquisición) o recurrir a la prostitución masculina que existió a niveles mucho más discretos que la femenina. A la celestina Margaritona «también acudían de lo más dentro de Madrid otras mujeres, al parecer honradas, con la misma necesidad que los hombres, sin que nadie saliese desconsolado de su puerta». Otras preferían reclutarlos personalmente. En los Avisos de Barrionuevo correspondientes a 1657 leemos: «Detuvieron a un hombre por maltratar a una mujer y declaró ante el juez: señores, soy casado y con seis hijos. Salí anteayer desesperado de casa, por no tener con qué poderles sustentar y paseando por la calle de esta mujer me llamó desde una ventana y diciéndome que le había parecido bien me ofreció un doblón de a cuatro si condescendía con ella y la despicaba, siendo esto por decirla yo que era pobre. Era un escudo de oro el precio de cada ofensa a Dios. Gané tres, desmayando al cuarto de flaqueza y hambre —(¡no vayan a pensar que aguanto tan poco!; el comentario es del autor, perdón)—. Ella me quiso quitar el doblón y no pudo, y a las voces llegó este alguacil que está presente». La dama no tuvo más remedio que corroborar lo que el hombre declaraba, y la encarcelaron «para quitarle el rijo con algunos días de pan y agua» y a él lo liberaron sin cargos.

Reflexionando sobre esta aleccionadora historia reparamos en que aquel hombre que, aún famélico como estaba, conseguía enhebrar tres cumplimientos seguidos debió pertenecer a la selecta minoría de los que, en la Grecia clásica, se consideraban vigorosos y jóvenes. A ellos aludía el verbo kátatriakontoutisai (o sea, clavar tres veces el venablo). Nuestra enhorabuena.

Casos como el anterior eran excepcionales. En aquella España de agudos contrastes abundaban más los que necesitaban algún estimulante para cumplir el débito conyugal con decorosa asiduidad. En tales casos se echaba mano de los clásicos afrodisíacos, especialmente de la mosca Cantharis vesicales, coleóptero muy apreciado por la acción congestiva de la cantaridina que contiene. Dice Quevedo:

cantáridas pidió el novio

porque el apetito aguzan.

Otros necesitados de más fácil conformidad continuaban acudiendo a remedios de magia simpática y a conjuros, filtros y maleficios, en los que brujas y celestinas eran maestras. Algunos impotentes se consideraban «ligados» o hechizados, y pretendían curar su mal, que suponían pasajero, introduciendo sus partes por el agujero de una azada. Es remedio de magia simpática quizá poco efectivo, pero desde luego inocuo. Existieron también maleficios para provocar la impotencia o para asegurarse la fidelidad de un hombre. Algunos de ellos utilizaban ingredientes tan dudosos como cabellos o sangre menstrual. En general la Inquisición trató con benevolencia a los inculpados en estas supercherías. Un conjuro para «desenojar a un galán»:

Furioso viene a mí

tan fuerte como un toro

tan fuerte como un horno

tan sujeto estés a mí

como los pelos de mi coño.

Los otros pecados.

Los que daban o recibían prepostéricamente debieron ser legión si damos crédito a Martin Hume: «Sólo Sodoma y Gomorra se podían comparar a la corte de Felipe IV». Algo de verdad debe haber en tan categórica afirmación. El trato más benigno que la justicia dispensaba a los homosexuales podría deberse quizá a la gran cantidad de mariones (invertidos) pertenecientes a la clase privilegiada o a su servicio. Estas prácticas eran notorias entre cómicos favoritos del rey, como Juan Rana, entre los frailes de los conventos y entre aristócratas prestigiosos. La autoridad creyó prudente contemporizar y reservó la pena de hoguera (todavía confirmada por Felipe II en 1598) para ejemplares escarmientos "sobre gente baja y desvalida. En 1644 sabemos de un ganapán quemado porque su mujer lo acusó «de que cometía el pecado nefando con ella».

En 1636, la policía practicó una redada contra sodomitas en la que detuvieron a don Sebastián de Mendizábal «que tenía casa de ello». Observamos que los pertenecientes a las clases privilegiadas lograron fugarse. Una normativa preventiva, destinada a atajar el mal antes de que apareciese, prohibía a los hombres el uso de guedejas. Quevedo se quejaba de la cantidad de afeminados que pululaban por la corte: «Algunos parecen arrepentidos de haber nacido hombres y otros pretenden enseñar a la naturaleza cómo sepa hacer de un hombre una mujer. Al fin hacen dudoso el sexo». Muchos procesados se salvaban alegando enajenación mental transitoria; otros, como los esclavos moros, por ignorancia exenta de malicia, ya que «este pecado es entre ellos algo natural».

La misma mitigación de penas advertimos en el también frecuente pecado de zoofilia. En 1659 la pena era hoguera. Barrionuevo relata un caso:

Un hortelano casado con mujer moza y de muy buena cara, echando basura con una borriquilla que tenía desde el campo a la huerta, se enamoró de su bestia y se aprovechó de ella a mediodía. Fue visto y huyó. Prendiéronlo en los toros de Guadalajara (…) viernes quemaron en Alcalá al enamorado de su burra y el mismo día vino aviso de que quedaba preso en las montañas otro que se echaba con una lechona. Como si no hubiera mujeres tres al cuarto.

Otro caso: en 1666, Jaume Ramón en Tarrega, de veinticinco años, «trabajando con un par de mulas, una prieta y otra roja, sin calzón ni ropilla, teniendo la camisa echada al hombro, comenzó a menear sus partes verendas (…) y se echó encima de la dicha mula (…) haciendo movimientos como si conociese a una mujer». Después de la notable precisión del color de las mulas nos quedamos sin saber cuál de ellas enardeció al sencillo labriego. En este tiempo la zoofilia recibe penas de prisión, raramente de hoguera, y a finales de siglo se disculpa achacándola a aberración mental. Igual calificación merece la necrofilia, de la que conocemos un caso pavoroso ocurrido en 1625 en Mota del Cuervo (Cuenca): el sacerdote Juan Montoya, enloquecido por la muerte de su amante, desentierra su cadáver a los pocos días de sepultado y se abraza a él llorando.

Otra nota que llamaba la atención en la España barroca era la gran abundancia de eunucos. En 1600, el papa Clemente VIII había tolerado la castración «por honor de Dios», es decir, como medio para obtener cantores de tórax poderoso y laringe infantil para el bel canto en las iglesias y quizá para otros usos no tan sacros. Estos eunucos eran castrados, de niños, por cirujanos especializados, uno de los cuales trabajaba en la calle Leganitos de Madrid en tiempos de Felipe II. En 1650, las autoridades eclesiásticas denunciaron la gran cantidad de castrados «que hay en estos miserables tiempos, con daño del Sacramento matrimonial». No obstante, los papas continuaron favoreciendo el mercado de eunucos cantores hasta que León XIII lo prohibió en 1903.