CAPITULO DIEZ
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El siglo del cuerno

En el siglo XVII, España se convierte en el Tíbet de Europa (la frase es de Ortega y Gasset), se aísla, se encierra en su maniqueísmo intolerante, hostil a lo extranjero, y abrumada por un destino imperial que la lleva a proclamarse fanáticamente más papista que el papa se embarca en la ruinosa empresa de sostener el catolicismo con el oro que obtiene de América. Finalmente se cierra a las ideas liberales que el Renacimiento siembra en Europa, su vida se ensombrece y la gravedad castellana impone sus severas normas al resto del país. (Pero también es cierto que los castellanos pechan más que los demás: de cada siete ducados que Hacienda recaudaba, seis procedían de Castilla).

Con la paulatina degradación de la vida social cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el desprecio al trabajo. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados y, como cualquier pretexto era válido para declarar día feriado, apenas llegaban a cien las jornadas laborales del año. En este clima de apatía, las costumbres se corrompieron. El viajero inglés Francis Willughby, que recorrió el país en 1673, anota: «En fornicación e impureza los españoles son la peor nación de Europa». El loco Amaro Rodríguez, bufón de la tolerante Sevilla, predicaba desde su púlpito: «Sólo digo, señoras, que aunque seáis putas, aunque tengáis seis maridos como la samaritana, si os arrepentís y os dejáis de putear, os podéis salvar (…) lo digo de parte de Dios; y tú, cornudo que te ríes, di: Me pesa de haber tenido más cuernos que el almacén del matadero».

La vida sexual de este siglo presentó —según Marañón— dos características: el contubernio con la religión y el sadismo. Quizá se tratara de una legítima reacción contra la represión que la Iglesia ejercía sobre los placeres. El dolor, tanto físico como psíquico, suscitaba enfermiza pasión. Los enamorados se regalaban pañuelos ensangrentados; el pueblo presenciaba entusiasmado las ejecuciones públicas; la devoción inspiraba los cilicios, las flagelaciones, los arrebatados versos de los místicos, la imaginería torturada de los pasos procesionales, las vírgenes traspasadas por puñales, Cristos sangrantes, el despellejamiento de San Bartolomé, la parrilla de asar a San Lorenzo, los pechos cortados de Santa Agueda, la cabeza palpitante del Bautista. Es también el siglo de la zarabanda, «baile y cantar tan lascivo en las palabras y tan feo en los meneos que basta para pegar fuego a personas muy honestas».

La obsesión del pecado presidía las relaciones entre hombres y mujeres; «nuestros sentidos están ayunos de lo que es la mujer —escribe Quevedo— y ahítos de lo que parece». Era una España que abominaba de la cultura, que detestaba el baño porque, como un eminente médico escribió, «se ha visto y experimentado los muchos daños que de los baños resultan», una España que desconfiaba de los libros, porque la ilustración

lleva a los hombres al brasero

y a las mujeres a la casa llana

una España donde la libertad causaba escándalo. En el Quijote (II, 55) se censura a Alemania porque allí «cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia».

Una España lastrada por el concilio de Trento, donde se excomulga al que sostenga que el matrimonio es preferible a la virginidad o al celibato y donde, por otra parte, la única relación sexual lícita que se reconoce es la del matrimonio sacramental, ya suprimidos los matrimonios de consenso contra los que la Iglesia había batallado desde siglos atrás. A partir de Trento menudearon los casos de herejes procesados por la Inquisición por sostener que el coito extramatrimonial no constituía pecado. Entre ellos Pedro José Echevarría, estudiante, que incurrió en la ligereza de comentar que «si Dios no perdonaba este pecado podía llenar el cielo de paja». Por si fuera poco, se le averiguó que en una víspera de San Lorenzo se negó a ayunar y añadió «que le besase el culo si quería San Lorenzo». No son maneras de tratar al santo, que bien quemado está ya sin necesidad de que lo insulten. Más grave nos parece el caso de Juan Bentura de la Barrera, presbítero sevillano que predicaba el amor libre y era

ateísta, helvense y otras heregías, enseñando que la simple fornicación no era pecado; que siempre que una mujer necesitase de varón podía llamar a cualquiera, porque era cosa natural que hasta los gatos y los perros tenían sus camnistiones. Y auiendo estuprado a una doncella le dixo que no era pecado, que lo sería si ella dixese al dueño de la casa, y que se la llevaría el diablo si lo confesaba.

En otros casos, el cortejador intentaba doblegar la virtud de su reticente enamorada con argumentos filosóficamente más dudosos. A Cristóbal de San Martín lo procesaron porque sostenía que «no es pecado tener cuentas con mujer de medianoche abajo».

No obstante, por uno de esos típicos contrastes del Barroco, la relajación moral fue notable a todos los niveles. Dígalo Cervantes por boca de su licenciado Vidriera: «De las damas que llaman cortesanas, que todas o las más tienen más de corteses y no de sanas». Ni la más encumbrada y virginal doncella se recataba de mantener conversaciones escabrosas y hacer alarde de información sobre temas sexuales. Y, sin embargo, otro contraste, el obispo de Pamplona decretaba excomunión contra las vascas usuarias del gorro fálico: «… tocados con aquellas figuras altas a modo de lo que todo el mundo entiende, hábito indecente de mujeres honradas, como ellas lo son».

En este siglo comenzaron a imponerse usos sociales que han perdurado hasta nuestros días. La Iglesia había logrado ceñir los lomos de la sociedad con el rígido corsé del indisoluble matrimonio sacramental. Los más despabilados ingenios se contentaron con satirizarlo sin atreverse a más. Quevedo pedía que se fundara una orden para la redención de mal casados a imagen y semejanza de la que existía para redimir cautivos. Y Cervantes opinaba que «en las repúblicas bien ordenadas había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer y confirmarse de nuevo».

El nuevo matrimonio sacramental tenía como primordial objetivo la santificación de los contrayentes y la procreación de hijos con exclusión del pecaminoso placer. Ésta fue la justificación teológica del empleo de amplios camisones con ojal vertical a la altura del pubis (una aberración que, en algunos lugares, ha perdurado hasta el siglo XX). A través de esta desangelada gatera introducía su miembro el resignado esposo cuando demandaba la carnalidad del sacramento. Pero la carne pecadora se rebeló contra estas arbitrariedades y fue generando una doble moral en virtud de la cual la mujer, como depositaria del honor familiar, debía mantenerse escrupulosamente honesta, pero el varón quedaba eximido de tal obligación y la sociedad hacía la vista gorda si, además de la esposa legítima, mantenía una manceba e incluso una querida. Esta forma encubierta de poligamia era signo de relevancia social. Escribe Madame d’Aulnoy:

El único goce de los españoles consiste en mantener una afición. Los jóvenes aristócratas adinerados empiezan a los doce o catorce años a tener manceba y por atenderla no sólo descuidan los estudios, sino que se apoderan en la casa paterna de todo aquello que pueden atrapar.

Así se fue creando una forma de prostitución privada formada por mantenidas bellas y astutas que medraban a costa del amigo. Escribe Antonio de Brunel:

Son las mujeres las que destruyen la mayor parte delas casas. No hay hombre que no tenga su dama y que no trate con alguna cortesana (…) los despluman bellísimamente.

Y corrobora Bertaut:

Casi todos están amancebados y mantienen moza a pan y manteles.

El auge del matrimonio acarreó una proliferación de casamenteros. Este oficio no siempre quedaba bien deslindado del de la tradicional alcahueta al que lo asemejaban la común habilidad de vender por bueno un género defectuoso:

Hacéis a la fea hermosa sin serlo; a la casada, soltera; a la soltera, casada; a la que ha rodado como mula vieja de alquiler, doncella virtuosa y recogida; al jugador perdido, que es hombre virtuoso y guardoso; al borracho, hombre reglado; al viejo, mozo; al pobre, rico; al rico, pobre (…) sólo por ajustar vuestras conveniencias para cobrar la media anata y emborracharos el día de la boda.

No se menciona la virginidad porque ese patrimonio ya se da por sobreentendido.

Los libertinos y galanes contaban sus conquistas por virgos cobrados. Y aquellos que no tenían prendas naturales o aptitudes para la conquista amorosa procuraban comprarlos. Los virgos llegaron a venderse por escritura notarial. Dice Pineyro:

Tales escrituras que hacen las madres sobre las honras de las hijas me afirman ser cosa corriente en Castilla, porque de otro modo fácilmente comprometen a un hombre; y como ellas prueben que gozaban de reputación de doncellas y estaban para casar, condenan en casamiento o a dotar en dos o tres mil escudos a cualquier picara que a veces son las bellacas más desvergonzadas, que con dos de sus rufianes por testigos prueban su buena reputación, y luego meten en prisión y echan por puertas al mejor.

Nos cuenta un testigo: «Yo tuve una pendencia con una mujer demasiadamente libre, la cual me achacó un hijo, y supe que al mismo tiempo que yo entraba en su casa, entraban diferentes caballeros de esta corte».

Estos casos desastrados nos enseñan que el galán de aquel dificultoso siglo tenía menos riesgo en tratar con casadas que con solteras que pudieran reclamar honra y virgo ante los tribunales. Por lo tanto, las casadas estuvieron muy solicitadas. Lo que inevitablemente nos lleva a tratar el tema de los cornudos.

Cornudos consentidos.

Si creemos a los escritores de la época, una crecida cantidad de casados eran traicionados por sus esposas. Dice Quevedo: «Como hay lencería y judería, haya cornudería, no sé si se hallará sitio capaz para todos». Seguramente se trata de una apreciación algo hiperbólica, achacable a la mala leche que ya iba caracterizando la vida nacional. No obstante, los casados eran proclives a incurrir en recelos y suspicacias a pesar de tener la ley de su parte si llegaba el caso de verse en el duro trance de lavar con sangre su honor. El marido engañado y el padre o el hermano de la adúltera podían disponer libremente de la vida de los amantes fuera personalmente o por mano de la justicia. Incluso la Iglesia toleraba y exculpaba esta bárbara costumbre. Los ajusticiamientos de adúlteros eran presenciados por muchedumbre de curiosos. En uno de ellos el marido llevó su sed de venganza hasta el punto de subir al cadalso y, empapando su sombrero en la sangre recién vertida de la esposa, lo sacudió sobre los espectadores mientras gritaba ¡Cuernos fuera! Una famosa ejecución, en Sevilla, terminó más felizmente para los condenados. En 1624, una tal María, casada con el sastre catalán Cosme Seguano, que le llevaba veintidós años, se fugó con un bizarro capitán de los Tercios. Capturados por la justicia, el sastre decidió que debían morir. Cuando el verdugo iba a ejecutarla, los frailes de San Francisco exhortaron al sastre para que la perdonara, pero él se mantenía en sus trece.

—¡No la perdono!

—¡Ha dicho, yo la perdono, ha dicho yo la perdono! —gritaron a coro los frailes. Y aunque el sastre insistía en su negativa, los frailes armaron tal tumulto que la condenada logró escapar entre el revuelo de la gente. Desde entonces la llamaron María «la Maldegollada». Dejó fama de mujer alegre, más realizada en los placeres mundanos que en el meritorio encierro matrimonial.

Los casos de maridos que se tomaban la venganza por su mano son más numerosos. El puntilloso honor de estos ceñudos otelos mesetarios se empañaba a la más leve sospecha, pero a la hora de la ejecución se mostraban discretos y previsores cristianos, pues procuraban que la condenada muriera en gracia de Dios. Por este motivo algunos maridos acompañaban a su mujer a comulgar antes de asesinarla o aguardaban ocasión en que estuviera recién comulgada. Así obró en 1637 el notario Miguel Pérez de las Navas, «habiendo guardado ocasión y día en que su mujer había confesado y comulgado, le dio garrote en su casa (…) por muy leves sospechas de que era adúltera». Otro caso citado por Pellicer: «Marcos Escamilla, aposentador de palacio, por celos de un enano del rey, dio muerte a su mujer (se cree que sin culpa).» Los celosos urdían toda clase de ardides para confirmar sus sospechas. Uno de ellos en Madrid, en 1645,

fingiendo ausentarse y que no volvería hasta la noche (…) a las dos horas volvió, estando en la cama la mujer y el amigo (…) el hombre se había metido debajo de la cama y el marido diole allí dos o tres estocadas de muerte, saliendo el pobre herido a la ventana pidiendo confesión, siendo tan desdichado que no hubo clérigo que lo pudiese absolver y cayó muerto al bajar la escalera. La mujer se puso a salvo cuando vio al marido con la espada en la mano, y medio vestida se marchó a un convento.

Otro suceso similar, ocurrido por las mismas fechas, no es menos tremendo: regresa a casa intempestivamente el marido suspicaz, sorprende a los adúlteros in fraganti y, con resabio corniveleto, echa la llave de la alcoba de los culpables y marcha a dar parte a la justicia. El galán intenta escapar por la ventana con tan mala fortuna que se despeña sobre el tejado de la casa colindante. (Seguramente iba flojo de rodillas, como suele acaecer después de repetidos lances venéreos). «Lo llevaron a la cárcel herido como estaba, en una silla. Puede ser que el marido con ruegos, la perdone: que trabajo es el suyo que muchos lo padecen», acaba el discreto jesuita autor del comentario. Arriba apuntamos que cuando el adúltero era el marido, la esposa solía resignarse. Hay una notable y tremenda excepción que confirma esta regla: en 1658 una hembra de rompe y rasga, esposa abnegada del cochero del marqués de Tabara, castró a su marido antes de matarlo.

Dentro de la especie de cornudos, el subgrupo más concurrido era el del consentido. De ello se queja Quevedo: «Señor, no hay hombre bajo que no se meta a cornudo». A un viajero portugués le sorprendió que «los maridos castellanos no hagan caso de sus cuernos ni traten de averiguar los que a honra les toca. Los tales maridos lo saben bien y disimulan, porque son las fincas que más les rinden y las dotes de que viven». Este tipo de prostitución se ejercía en el propio domicilio del cornudo. Sus clientes se llamaban «primos», porque las visitas masculinas en ausencia del marido se justificaban con achaque de algún parentesco lejano. Un chiste del tiempo presentaba a uno de estos cornudos que sale en defensa de su mujer golpeada con estas razones: «Oiga, no me la dé más en la cara, que es echarme a perder toda la tienda». También se citaba el caso de la adúltera consentida que despedía al marido con estas palabras:

—Vete a divertir, que han de venir aquí unos caballeros a holgarme, y como eres muy triste, afrontárasme.

O el caso del alguacil cornudo que, cuando se recogía por la noche, bajaba la calle cantando para anunciar su llegada y dar lugar a que su mujer se asomara a la ventana si estaba acompañada, señal convenida de que debía dar otro paseo antes de regresar al hogar. En 1566, Felipe II había emitido una pragmática contra «los maridos que por precio consintieren que sus mujeres sean malas de su cuerpo». La tendencia se acentuó en el siglo siguiente. En las grandes ciudades era frecuente que la justicia condenara a los cornudos notorios al paseo infamante por las calles principales. Para esta ceremonia, la cabeza del cornudo se adornaba con cuernos y ristras de ajos; la esposa iba detrás azotándole la espalda y el verdugo cerraba procesión azotándola a ella.

La obsesión por el virgo.

Los poetas hacían chistes sobre la escasez de vírgenes. Quevedo:

Solían usarse doncellas,

cuéntanlo así mis abuelos.

Debiéronse de gastar,

por ser muy pocas, muy presto.

Tirso de Molina:

Pues lo mismo digo yo

de nuestras finezas bellas:

todos dicen que hay doncellas;

pero ninguno las vio.