Otros, más delicados y profesionales, recurrían primero al argumento teológico —que siempre es de mucho efecto y lucimiento cuando se tiene delante a una pobre analfabeta— y demostraban a la cortejada que el revolcón que le estaban proponiendo no constituía pecado de lujuria a los ojos de Dios, aunque ciertamente lo pareciese. Así un tal Hernando Alonso, que «ha tenido muchas deshonestidades y tocamientos libidinosos con muchas de sus hijas de confesión, diziéndolas que lo susodicho no era pecado (…) que lo hazía para las aliviar de la ravias y sentimientos que tenían». Una de sus enamoradas declara que «estando hincada de rodillas a sus pies para confesarse, él llegó su rostro al de ella, dirigiéndole palabras de amores (…) metióle mano (…) y la conosció allí carnalmente».

En la suerte suprema unos solicitantes eran más hábiles que otros. De la confrontación de los distintos casos parece deducirse que cuando el clérigo era joven y atractivo las solicitadas se dejaban convencer más fácilmente. También se colige que estas intimidades resultaban ser gran consuelo y apaciguamiento espiritual para las hijas de confesión. El padre La Parra, acusado de haber solicitado a treinta y cuatro mujeres de su parroquia —a muchas de las cuales había poseído en el mismo confesionario—, declaró que, después de la gozosa refriega, ellas «quedaban valentonas y fortificadas para el servicio de Dios». Otros, finalmente, no se conformaban con las que la suerte les deparaba, sino que salían a buscarlas donde las hubiera. Entre éstos destacó el párroco de Gerona Juan Comes, procesado en 1666:

… sabiendo que una mujer tenía disgustos con su marido la envió llamar para que se confesara y la consolaría y luego que dicha mujer entró en la iglesia, se puso en el confesionario y arrodillándose y queriéndose persignar le dijo que no había para qué confesarse y dijo palabras de amores y que no se admirase, pues era hombre y ella mujer, y cogiéndola de las manos le dio un beso en la boca.

Otras solicitaciones son de índole homosexual, particularmente entre miembros de comunidades religiosas. El lesbianismo de las monjas no preocupó gran cosa a la autoridad competente, puesto que para que existiera pecado de sodomía era necesario el derramamiento de semen. Pero la homosexualidad masculina se consideraba pecado gravísimo. Fray Francisco Escofet, fraile barcelonés procesado en 1664,

solicitó para actos torpes y sodomíticos a cierto religioso en cierto convento desta ciudad y tuvo muchos y muy repetidos actos sodomíticos con él, metiendo su miembro en el vacuo prepóstero de dicho paciente y en él derramando su semen y que tuvo con otro religioso del mismo convento actos torpes, dándole besos y abrazándole y corrompiéndose sobre él.

El acusado fue condenado a ciento ochenta azotes y tres años de galeras. Más sonado fue el proceso del convento de la Merced en Valencia (1685-1687), donde el maestrescuela había corrompido a casi todos sus alumnos. El culpable fue condenado a un año de reclusión y dos de exilio.

Los flagelantes.

Cuando un solicitante sádico daba con una hija de confesión masoquista, lo que ocurría muy frecuentemente, el resultado era un flagelante, variedad sádica de los solicitantes. La Inquisición llamaba flagelante activo al que administraba la penitencia y pasivo al que la recibía. Algún caso se registraba de mixto activo-pasivo, cuando confesor y confesada se zurraban mutuamente; así, el franciscano Diego de Burgos, en 1606, y una viuda necesitada de consuelos. O el arcipreste de Málaga, Francisco Navarro, procesado en 1745, flagelante pasivo denunciado por su criada, a la que entrenó para estricta gobernanta diestra en disciplina inglesa. En sus encuentros íntimos ella había de tomar el mando y amenazando al tembloroso clérigo con el zurriago lo imprecaba: «¡Pícaro, vil, echa esos calzones abajo!» Obedecía él, compungido y contrito, y cuando sus blancas nalgas quedaban expuestas al castigo, exhortaba a la dulce enemiga con estas zalameras súplicas: «Tú eres mi Reyna y mi señora y así toma esos cordeles y castígame hasta que salte la sangre». Esto era solamente para abrir boca, porque la sesión incluía también una tanda de bofetadas con diez anillos en la mano. Y si los dengues e inhibiciones de la fámula no hubieran entorpecido la necesaria comunicación espiritual, el arrojo del arcipreste hubiera dado cancha a más sabrosos escarceos, porque «a continuación hizo a la criada sentarse en un servicio y quiso besarle el orificio, a lo que ella se negó».

Francisco de Goya, Procesión de flagelantes, Real Academia de San Fernando, Madrid.

Esta desviación no constituía novedad. Hasta es posible que la propia Iglesia la hubiese alentado, pues tradicionalmente había permitido e incluso alabado la flagelación como medio de allegar copiosos frutos de santidad y de acceder a la unión con Dios por el áspero camino de la mortificación. La purificación a través del sufrimiento y la mortificación depuradora del alma son conceptos familiares en el cristianismo. No obstante, durante la Edad Media la flagelación no pasó de ser una forma de autodisciplina. Recordemoslas cofradías de flagelantes en la época de la Peste Negra. Después pareció languidecer por un tiempo hasta que la Contrarreforma la hizo resurgir con renovados bríos. Los confesores sádicos se deleitaban administrando personalmente la penitencia a sus hijas de confesión a saya levantada, con la carne descubierta. Casi siempre se trataba de mujeres atractivas o jóvenes. Lo curioso es que estos flagelantes no eran denunciados por sus víctimas sino por otros colegas que escuchaban en confesión a las flageladas. A juzgar por la documentación inquisitorial que generó, esta epidemia de flagelantes tuvo larga vida; apareció en el siglo XVI, arreció en el siglo XVII y no dio señales de remitir hasta el XVIII.

Algunos flagelantes captaban a sus socias en la catequesis. Es el caso del confesor Miguel García Alonso, cura de Majalerayo, que enseñaba doctrina cristiana a un grupo de catequistas de edades comprendidas entre diez y dieciocho años, y cuando no se sabían el catecismo las castigaba con unos azotes en la parte mollar. Supo la Inquisición el asunto e interrogó a las chicas. Una de las mayorcitas declaró que después de azotarla la puso sobre la cama e hizo «con ella a su gusto lo que quiso».

Fernando de Cuenca, cura de Caravaca, procesado en 1772, se declaró culpable de flagelar a una hija espiritual suya, esposa de un pastor, a laque azotaba teniéndola desnuda de cintura para abajo sobre sus rodillas, pero antes de golpearla le manoseaba «las asentaderas (…) A ella le pareció que estaba en manos de un santo».

Repasando los casos que afloran en los procesos tiene uno la impresión de que algunas de las flageladas eran honestas y sinceramente bobas, pero muchas otras probablemente fingían serlo y entraban en un doble juego con su confesor. Él las engañaba, ellas se dejaban engañar, y cada parte fingía creer lo que la otra parte quería que creyese. Un caso revelador es el de un capuchino convicto y confeso de haber seducido a trece beatas a las que hacía creer que Jesucristo se le había aparecido y le había dicho:

Tengo observado que Fulanita tiene vencidas todas las pasiones menos la sensualidad, la cual la atormenta mucho por ser muy poderoso en ella el enemigo de la carne mediante su juventud, robustez y gracias naturales, que la excita en sumo grado al placer, por lo cual, en premio a su virtud(…) te encargo que le concedas en mi nombre la dispensa parcial que necesita y le basta para su tranquilidad diciéndole que puede satisfacerse su pasión con tal de que sea precisamente contigo y en secreto sin decirlo a nadie ni a ningún otro confesor.

El fraile fue comunicando a sus hijas de confesión la naturaleza del divino mensaje y con todas tuvo acceso carnal, excepto con cuatro de ellas, de las que tres eran viejas y la cuarta «fea en exceso». Duraba tres años el placentero trato y el robusto confesor a todas tenía satisfechas y edificadas, cuando quiso su mala fortuna que una de ellas enfermara gravemente y en el trance posible de morir temiera por la salvación de su alma si no confesaba su escrupulillo a otro sacerdote. Interrogada por la Inquisición declaró que «había disimulado y fingido creerlo porque así gozaba de sus placeres sin rubor». El fraile jodedor, viéndose descubierto, optó por la españolísima postura de sostenella y no enmendalla, y sostuvo ante el temible tribunal que sus revelaciones eran verdaderas. Los inquisidores, echando mano de la munición teológica, le rebatieron el aserto:

—Dios no puede dispensar un precepto negativo, el sexto de su decálogo, que obliga siempre y por siempre.

—Sí que puede —contraatacó el fraile garañón, defendiéndose como gato panza arriba—, así lo hizo con el quinto mandamiento cuando envió un ángel a Abraham con encargo de que matase a su hijo Isaac y con el séptimo cuando aconsejó a los israelitas que robaran a los egipcios.

Aquí nos imaginamos a los leptosomáticos y siniestros inquisidores intercambiando miradas suspicaces. «Hemos pinchado en hueso», reflexionaría el presidente del tribunal.

—Bien, eso es cierto, pero en estos casos intervienen misterios favorables a la religión —arguye el más teólogo de la mesa.

—También en el mío —contraataca el acusado—, pues se trataba de tranquilizar las conciencias de unas almas por lo demás perfectas y conducirlas a la necesaria unión con Dios.

Sonrisa suficiente en el inquisidor de la izquierda, un sujeto bajito y rechoncho que acaba de aromatizar a sus vecinos con un eructo de codillo y parece incorporarse a la diatriba con ingenio vivo:

—Pero, padre —replica suavemente con una escorada media sonrisa—: resulta bien raro que tan grande virtud hubiera en trece jóvenes bien parecidas y no en las otras tres viejas y en la fea restante.

Y el acusado, aunque se sabe contra las cuerdas, en lugar de tirar la toalla eleva los ojos al cielo y responde pausadamente citando las Escrituras:

—El Espíritu Santo inspira donde quiere.

Sólo por la inteligente defensa que hizo de su causa hubiese merecido sobradamente una absolución o leve penitencia, pero los perros del hortelano del tribunal —perdón, he querido decir los perros del Señor (dominicanes, dominicos)— lo condenaron a prisión conventual, donde murió a los tres años.

Y las monjas, ¿cómo se las arreglaban?

Las religiosas, debido a su condición femenina, no gozaban de tantas oportunidades como los clérigos dentro de la extremadamente machista organización eclesiástica. Los conventos de clausura eran grandes cofres donde se custodiaba el himen de una muchedumbre de mujeres desprovistas de la menor vocación religiosa a las que se encerraba solamente para preservar el honor de sus vetustas familias. Su único contacto con el mundo era el del oratorio de tupida reja que comunicaba con la iglesia del convento. Desde ese observatorio veían discurrir la vida, y allí se prendaban de los libertinos que frecuentaban las iglesias con intención de enamorarlas. Estos galanes de monjas hacían correos de sus deseos y afanes a unas alcahuetas especializadas, las llamadas andaderas.

Como hoy, las cocinas conventuales producían empalagosas yemas y otras exquisiteces reposteras. Era bastante usual que muchos galanes famélicos requebrasen a sus monjas más que por satisfacer lujurias, de lo que poca ocasión había, por consolar sus estómagos desamparados. Quevedo fustiga estos amores interesados: «Condenamos a los galanes de monjas que coman en galeras los bizcochos que antes comían en los locutorios y rejas con las monjas». Pero el amor de monja también podía llevar a la ruina a un cortejador incauto. Había monjas taimadas que participaban de los usos sociales de la mujer libre de la época y, por lo tanto, exigían que su enamorado correspondiese a sus dulces con más sustanciosos regalos probadores tanto de su solvente generosidad como de la firmeza y sinceridad de sus sentimientos. Éste es el origen del sabio refrán: «Bizcocho de monja, pernil de tocino», es decir, que el regalo que la monja te hace acaba saliéndote caro. La monja avezada sabía compensar los dispendios de su galán con la exhibición de sus intimidades a modo de adelanto, mientras llegaba la ocasión de otra forma de remuneración carnal más contundente. Es habilidad digna de admiración si consideramos el estorbo de las faldas prolijas y de las largas y cerradas tocas, a pesar de las cuales:

con achaque que alguna pulga pica

descubriréis el pecho

que todos son descuidos de provecho.

A veces era el capellán de la comunidad el que, interpretando generosamente sus funciones, satisfacía los apetitos corporales de las monjitas cuyo auxilio espiritual tenía encomendado. En 1628 hubo uno que «hacía a las penitentes preguntas y proposiciones de carácter notoriamente erótico», lo que provocó un fenómeno de histerismo colectivo que afectó a veintiséis mojas de las treinta que componían la comunidad. La Inquisición zanjó el caso atribuyéndolo a posesión diabólica y se contentó con recluir al capellán por un tiempo.

Algunas monjas, atormentadas por los insomnios del azahar en las tórridas siestas de primavera, no se conformaban con galán tras la reja. Las hubo que mantuvieron trato carnal con el diablo, al que recibían en sus celdas. A sor Juana de la Cruz, del monasterio de la Encarnación de Mula (Murcia), le cupo en suerte ser poseída por un íncubo algo sádico que no contento con propinarle unas palizas de órdago, en una ocasión se le presentó en figura de etíope generosamente dotado e intentó violarla en presencia de la comunidad. En otros casos no queda claro quién es el nocturno violador: sor Ana de Ávila, recogida para orar en su celda una noche de Jueves Santo, se quedó traspuesta un momento y despertó sobresaltada al «sentir sobre ella un peso como de un hombre y aunque quiso apartarse de él no pudo y tuvo parte carnal con ella como si fuera hombre. Y que sentía que estaba queriendo y no sabía a quién». Sor María Josefa de Jesús fue poseída brutalmente por un diablo galán que, ya desfogado, recuperó sus buenos modales y tuvo la gentileza de regalarle su retrato. Era bastante agraciado. A la beata de Aguilar (Córdoba) se la estuvo beneficiando, por espacio de treinta años, un diablo transformista que unas veces se le aparecía vestido de moro y otras en figura de Jesucristo. No se sabe en cuál de las dos caracterizaciones la dejó embarazada. Esta monja alcanzó tal fama de santa que a Felipe II lo bautizaron envuelto en una toquilla que ella había bendecido.

Otras monjas no se contentaban con ser estupradas por el príncipe de las tinieblas sino que, tomando al pie de la letra la palabrería mística de sus ordenaciones, consumaban el matrimonio con el Esposo, es decir, con el propio Jesucristo. Ana de la Trinidad, monja en el convento de Beas de Segura, estuvo concediendo el débito conyugal a su divino esposo cada tres noches, por espacio de diez años. Investigado el asunto, se averiguó que el que la gozaba no era Jesucristo, sino un íncubo suplantador, el cual, viéndose descubierto, se dejó de tapujos y seguía visitándola ya en su espantable figura verdadera y sin delicadeza alguna, dejando atufada la celda de olor a azufre después de cada carnal alivio. Un buen día dejó de importunar a la monja, fuera porque se cansara de ella u obligado por la fuerza de los exorcismos.

Los alumbrados.

En el panorama del sexo ensotanado brilla con luz propia el caso de los alumbrados, que confunden lo místico con lo erótico y, entre éxtasis y arrobos santificadores, dan salida a los apetitillos de la carne y otras heterogéneas emociones. El fundamento doctrinal de los alumbrados se contiene en las teorías quietistas del padre Molinos, según las cuales las almas pueden unirse a su Creador sin necesidad de prácticas externas:

… santos varones escogidos por Dios para engendrar profetas en castas mujeres entregadas a la oración (…) tocando los pechos y metiendo las manos por las partes pudendas a las hijas de confesión, les prometen por esto corona y merecimiento.

A esta serie, que se inicia en 1511 con la beata de Piedrahíta y alcanza el siglo XVIII, pertenecieron los dejados de Toledo y los de Llerena, que practicaban la oración «con movimientos del sentido gruesos y sensibles» a los que llamaban «derretirse en amor de Dios». Entre los más destacados representantes de la tendencia se cuenta el presbítero Cristóbal Chamizo, de treinta y cuatro años, moreno y robusto, que alcanzó el virgo de veintitrés doncellas e hizo treinta y ocho preñadas entre sus feligresas. También la beata de Villar del Águila, persuadida de ser la encarnación de Cristo, motivo por el cual sus sucesivos padres espirituales se acostaban con ella en un disculpable anhelo de mística identificación con lo divino. Se dan otros partidarios del puro amor «puesto que Cristo pagó por todos», pero la autoridad eclesiástica no siempre lo entendió así y muchos dieron con sus huesos en los tribunales del Santo Oficio. Que tampoco estaba precisamente en condiciones de tirar la primera piedra. Valga un ejemplo: en 1597, Alonso Ximénez, inquisidor de Córdoba, fue acusado de

vivir en concubinato con una dama (…) a la que había instalado en la judería con su madre y hermanos, quien a la caída de la noche iba a casa del inquisidor para retirarse por la mañana (…) el inquisidor llegaba al tribunal con largos cabellos rubios sobre el hábito, visiblemente agotado de sus noches de amor. Y en ausencia de María, hacía venir a su casa a otras mujeres, para tocar música y cantar (…) entonaba coplas licenciosas, recitaba poemas ligeros de Góngora, tañía la guitarra, cantaba seguidillas en compañía de rufianes y bailaba en público.

Un alegre funcionario incomprendido por la superioridad.

En 1631 se divulgó un caso de necrofilia que hizo las delicias de los mentideros de la corte. En el madrileño convento de San Plácido, fray Francisco García Calderón, alumbrado, había mantenido relaciones íntimas durante mucho tiempo con una hija de confesión; pero, dado que la felicidad de este mundo es efímera como el rocío mañanero que prestamente se disipa en cuanto sale el sol, la moza murió y fray Francisco, viudo inconsolable, la hizo sepultar con muchos honores:

… el cadáver adornado con seda y adornos, y dejó en el sepulcro lugar para su propio entierro y traía la llave del ataúd colgada del cuello. De cuando en cuando lo visitaba y abría la sepultura, le ponía epitafios latinos en los que la llamaba la amada de Dios, epíteto que también le daba en sus sermones, exponía su cuerpo a la veneración, repartía sus vestiduras por reliquias (…) obtuvo un breve del nuncio para que se hiciese información de la santa vida y costumbres de aquella mujer y por último la expuso al culto público y hacía leer un librito que compuso de su vida.

Fray Francisco enseñaba que «las más repugnantes deshonestidades no son pecado cuando se hacen en caridad y amor de Dios y antes disponen a mayor perfección», y califica el trato obsceno como «unión, unidad, suavidad».

En la misma línea progresista y liberadora se muestran las beatas solicitadoras de sus confesores. La ciega Dolores, fea y picada de viruela, pero sin duda dotada de ocultos atractivos, ejecutada en Sevilla en 1781, proyectaba su «lujuria desenfrenada volcada especialmente hacia cuantos curas y frailes se ponían a su alcance». Uno de los últimos casos sonados, el de Isabel María Herranz, la beata de Villar del Águila (Cuenca), se produjo en 1801. Esta mujer se presentaba como la transustanciación de Dios, era «Cristo con sayas», y solicitaba a sus devotos que la abrazaran y acariciaran como medio para acceder a Cristo. Sus numerosas seguidoras organizaban en su honor procesiones y cultos en los que se entregaban a danzas frenéticas y exhalaban bramidos en una especie de delirio colectivo. Para alcanzar «la unión íntima con Dios» la beata y sus acolitas realizaban una serie de actos con sus «cómplices venéreos» (así los denomina la documentación del proceso). Como casi todos ellos resultaron ser sacerdotes, algún malévolo juez lo interpretó como solicitatio ad turpia: «Besarle el rostro, meter la lengua en la boca del Señor y besarla en la punta del pecho desnudo teniendo los ojos cerrados». Una criada declaró que cuando su ama se metía en la cama con determinado fraile, «la alcoba se llenaba de resplandores y los ángeles rodeaban el lecho. Cuando estaba con el padre Alcantud, sólo había resplandores y si se trataba del padre Rubielos ni lo uno ni lo otro». Se ve que el trasiego espiritual funcionaba mejor con unos que con otros. Declara uno de los inculpados que «en las noches siguientes tuvo con ella hasta unos siete u ocho actos incoados e incompletos bajo la misma creencia que le aseguraba la beata que aquello era la voluntad del señor». El tribunal condenó a la beata y fue quemada en efigie.

A estas alturas consideramos cumplidamente respondida la retórica pregunta que proponía el dicho popular citado al principio: «Tanta gente de bonete, ¿dónde mete». Ya se ha visto que donde todo el mundo, con las humanas variaciones que cada caso comporta. Es lo que viene a sugerir esta cancioncilla que compuso el presbítero arjonero Vicente Parras a finales del siglo pasado:

El cura de Arjonilla

tiene una sobrinilla.

El abad de Lopera

la Bartola y su nuera.

El mosén de Porcuna

sólo tiene a la mula.

¿Y el arcipreste de Arjona?

Las mocitas de la zona.