CAPITULO OCHO
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El sexo imperial

Aquella España, en cuyos dominios no se ponía el sol, era más apariencia que otra cosa. El Estado poderoso, monolítico y virtuoso que presentaban los libros de Historia de nuestro sufrido bachillerato, aquel paladín victorioso del catolicismo contra los herejes y los turcos, era, en realidad, un endeble conglomerado de regiones que no tenían casi nada en común: ni costumbres, ni instituciones, ni lengua, ni intereses económicos. Su precaria unidad política se basaba en la fe. Religión y política se fundieron y confundieron hasta el punto de que en la correspondencia palatina circulaba la expresión «ambas majestades» alusiva a Dios y al rey.

Como la autoridad civil acató la moral oficial de la Iglesia, los pecados sexuales se agravaron. Pero, al propio tiempo, como es condición humana desear con más ahínco lo prohibido, la lujuria creció y fue practicada incluso dentro de las iglesias. Con todo, el país disfrutaba de mayor libertad sexual que sus enemigos protestantes. Aquí el rigor ascético se limitaba al dogma, ya que las flaquezas de la carne no atentaban contra la unidad nacional ni contra la religión.

La sociedad española era vitalista, estaba interesada por el placer y la ganancia, y solamente se angustiaba por la idea de la muerte. El viajero inglés H. Cock observó que «la mayor inclinación de los de esta tierra es que son muy deseosos de lujuria». Los que sabían leer, leían libros de caballerías de los que «las hojas saltaban todas y escogían los capítulos de bodas», como zahiere un moralista. Incluso el folclore se erotizó, como lo muestran los miles de adivinanzas y chascarrillos que nos ha legado la tradición. Decían: el buen marido tiene cuatro ces (casero, callado, cuerdo y continente); el buen amante cuatro eses (secreto, solo, solícito, sabio), el celoso tiene tres efes (fiero, flaco y fácil). El hombre debe huir de cuatro efes femeninas (francisca, fría, flaca y floja).

Los habitantes de la ciudad disfrutaban de mayor libertad sexual que los del medio rural. En cualquier caso, la Iglesia elevó el matrimonio a la categoría de sacramento y se aseguró su administración. Pero aun así no consiguió el control absoluto de la vida sexual de su grey, pues las relaciones prematrimoniales siguieron siendo toleradas socialmente en Cataluña y otros lugares. Los obispos intentaron desarraigar esta costumbre en 1570, pero medio siglo después todavía clamaban contra «los abusos de los novios al entrar en casa de las novias pues cometen muchos y grandes pecados». En vista de ello, la Iglesia fue endureciendo su postura y llegó a declarar herejes, con el nombre de fornicarios, a los que sostenían que el sexo extramatrimonial no constituía pecado.

La norma aceptada era que la mujer llegara virgen al matrimonio. La Iglesia podía coaccionar al que embarazaba o desfloraba a una mujer para que se casara con ella. No hace falta decir que el negocio de los remendadores de virgos —los zurcidores de honras tan bien como de paños desgarrados, al que ya aludíamos en otro capítulo— continuó su floreciente ascenso. A la clásica himenorrafía, o sutura de himen, se incorporan procedimientos menos dramáticos, pero igualmente efectivos: la fabricación de obstáculos provisionales por procedimientos químicos, gomas y emplastos que al ardoroso varón ofrecen discreta resistencia para que, en su candidez, se haga la ilusión de que está desflorando a una pudibunda doncella. Estos emplastos se fabricaban con polvo de cristal mineral, clara de huevo, tierra de Venecia y leche de hojas de espárrago, todo ello amasado y dispuesto en forma de pastilla cónica que, introducida en la vagina previamente lavada con leche, iba formando una especie de tegumento que a los pocos días adquiría la consistencia de un himen. Por supuesto, más directo y seguro era el zurcido. La vieja Celestina, protagonista de la famosa novela de Fernando de Rojas, se había especializado en remendar virgos: «Entiendo que pasan de cinco mil los virgos que ha hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad». Deshecho quiere decir que también ejercía el corretaje de supuestas doncellas para los putañeros que pagaban a tanto por virgo cobrado. Escrupulosa en su profesión de tercera, la Celestina llevaba un detallado censo del material disponible: «En naciendo la muchacha la hago escribir en un registro». La Celestina usaba dos técnicas quirúrgicas para el remiendo doncellil:

Unos hacía de vejiga y otros curaba de punto (cosiendo); tenía en un tabladillo en una cajuela pintada, unas agujas delgadas (…) e hilos de seda encerados, y colgados allá raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla, albarrana y capacaballo; hacía con esto maravillas: que cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.

Ya se ve que el inquieto diplomático galo andaba bien de la próstata pero le fallaba la vista. Si, de acuerdo con las creencias de la época, hubiera recurrido a la magia no le hubiera dado gato por liebre, porque los recelosos varones que pensaban en casarse tenían un procedimiento para averiguar si la elegida era virgen. En agua que hubiera permanecido tres noches al sereno echaban una liga o cordón que perteneciera a la amada. Si se iba al fondo era señal de que no era virgen; si flotaba, la chica estaba impoluta.

Las alcahuetas solían corretear por todas las casas con achaque de muy distintas habilidades: buhoneras, parteras, depiladoras, recoveras, y «siempre andan cargadas de reliquias y piedras preciosas como el águila y el imán». El antiguo y venerable oficio no estaba tan desprestigiado como hoy. Lope de Vega lo ejerció para el duque de Sesa; el conde-duque de Olivares para Felipe IV. Y ciertos menesteres varoniles, como cochero y barbero, adquirieron fama por su buena disposición para cobijar apaños y ejercer tercerías.

Un famoso escándalo de la época fue el proceso de la alcahueta Margaritona, en 1656, cuando la acusada tenía casi noventa años de edad. Era entonces una «mujer mayor, tullida y gafe en una cama a quien llegaba el que le tentaba la carne y pedía a su gusto rubia o morena, negra o blanca, gorda o flaca, gallina o polla, y con una cédula que le dejaban de la casa a la hora que quería y pasaba su carrera dejándole conforme era la que se le pedía untadas las manos». Esta industriosa madame «tenía un libro de pliego entero, hecho de retratos con su abecedario —quiere decir por orden alfabético—, número, calle y casa de las mujeres que querían ser gozadas, donde iban los señores y los que no lo eran también, a escoger ojeando, la que más gusto les daba». La condenaron sin azotes, pues se tuvo por cierto que moriría si lo hacían. De otra alcahueta del tiempo, una tal Isabel de Urbina, sabemos que «tenía galas con que hacía damas de un día para otro a las fregonas de mejor parecer de Madrid».

A la tradicional restauración de virgos se sumaron, con los avances de la cirugía, más ambiciosos intentos, como el de cambio de sexo, ilustre precedente de los que ahora tan en boga están entre travestís y otra gente del ramo. Elena de Céspedes, una mujer de Alhama (Granada), nacida en 1546, se hizo operar en Madrid, y quedó convertida en varón. Entusiasmada con su viril instrumento, pero haciendo reprobable uso de él, violó a una joven a la que, posteriormente, ofreció reparador matrimonio. Después de algunas vicisitudes, de cuyo relato excusaremos al lector, fue a dar en manos de la Inquisición. Examinada atentamente se le descubrió que «desde hace ocho meses se le estaba pudriendo el sexo, el cual se le acabó cayendo quedándole el de mujer». Se ve que el injerto viril no había agarrado. A la desventurada Elena la condenaron a doscientos azotes y otras penitencias.

Cornudos.

Sorprende al historiador la gran cantidad de hijos ilegítimos, muchos de ellos expósitos, que afloran en los documentos. El bastardo llegó a ser casi una institución, comenzando por la propia casa real. Y es que el concubinato no había perdido vigencia a pesar de las imposiciones matrimoniales. Quizá fue más frecuente en Castilla que en las tierras mediterráneas, donde, en cambio, se practicaba más el adulterio. Comenzaba a configurarse el cornudo complaciente y el consentido, que tanto juego dieron luego en la poesía festiva de Quevedo. La ley los reprimía con singular severidad sacándolos a la vergüenza pública, en paseo infamante, con cuernos en la cabeza y collar del mismo material, «y se usa alguna vez irle açotando la mujer con una ristra de ajos…», según Covarrubias, porque siendo la hembra «vengativa y cruel si le diesen facultad de azotarle con la penca del verdugo, le abriera las espaldas, rabiosa de verse afrentada por su culpa; o porque los dientes de ajos tienen forma de cornezuelos».

La precocidad de los matrimonios en ciertas regiones dio lugar a una gran cantidad de fracasos, con su secuela de malmandados que, a falta de divorcio, se separaban y se volvían a casar, después de poner tierra por medio, incurriendo en el delito de bigamia.

A pesar de ello, la natalidad era muy baja debido ala intensa mortalidad infantil, a la larga lactancia y al coitus interruptus.

Como estamos ya en el Renacimiento, el tema del sexo se indaga desde inéditas perspectivas científicas, si bien la gran diversidad de opiniones, antes que disipar nuestras dudas, ahonda nuestra perplejidad. Por ejemplo, Juan de Aviñón, médico del arzobispo de Sevilla, recomienda la práctica frecuente del coito:

Los provechos que se siguen de dormir con la mujer son éstos: lo primero, cumple el mandamiento que manda Dios cuando dixo: creced y multiplicaos y poblad la tierra; lo segundo, conservamiento de la salud; y lo tercero, que alivia el cuerpo; y el quarto, que lo alegra; y el quinto tira melancolía y el cuydado; y el sexto, derrama los bajes que están allegados al corazón y al meollo; y el séptimo, tira el dolor de riñones y de los lomos; y el octavo, aprovecha a todas las dolencias flemáticas; la novena, pone apetito de comer; y la décima guarece las apostemaciones de los miembros emutorios; y la undécima, agudiza la vida de los ojos.

Es de la opinión contraria el bachiller Miguel Sabuco en su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, donde leemos: «La lujuria es el peor vicio porque el hombre pierde su húmido radical por dos partes, la una por delante y la otra por el líquido que derriba el cerebro por medio de la médula espinal». Otro médico, el doctor Juan Fragoso, se pregunta en su Cirugía universal (1566) si una mujer puede quedar embarazada de otra, y cita el caso siguiente:

Eran dos mujeres, una viuda y otra tenía marido. La viuda, estando muy caliente y furiosa, provocó a la casada que se echase sobre ella, la cual, poco antes, había tenido acceso carnal con su marido, y con muchas vueltas y tocamientos deshonestos, estando así juntas, recibió en sí la viuda, no sólo la simiente de la otra, mas también la que había recibido su marido con lo cual se hizo preñada.

La sífilis y el preservativo.

Perdidos en estas disertaciones bizantinas, los médicos parecen eludir más perentorias cuestiones. El gran problema de la época es la aparición de la sífilis, así denominada por el médico Girolamo Fracastoro, inventor de la cura con mercurio, en 1530, en recuerdo de un pastor mitológico, hijo de Níobe. Pero esta denominación tardó mucho en imponerse. La más general fue morbo gálico, que endilgaba a los franceses la exclusividad de su propagación, con evidente injusticia, puesto que no tuvieron más parte que los otros países de Europa.

Enfermedades venéreas las hubo antes y, probablemente, a alguna de ellas se refirió el Arcipreste de Hita en un oscuro verso de su clara obra (duermes con tu amiga, afógate postema), pero la terrible sífilis aparece en esta época directamente importada de América, junto con el tomate, la patata y el tabaco. Quizá fue introducida en Portugal en 1494 por los marinos de Colón que regresaban de Haití. Al año siguiente hizo su aparición en Italia y de allí se extendió rápidamente por Francia, Alemania y Suiza. Antes de que finalizara el siglo ya la sufrían en Escocia y Hungría; los marinos de Vasco de Gama la habían llevado a la India y de allí había pasado a China. La enfermedad hizo estragos indiscriminadamente: era un bacilo laico que no respetaba sagrado. Una de sus primeras víctimas fue el arzobispo de Creta.

Un siglo después, en 1619, los efectos de la sífilis sobre las prostitutas eran aterradores:

Muchas de ellas andan llenas de bubas y los hospitales atestados de llagados, porque las desventuradas suelen estar hechas una pura lepra.

Precisamente por entonces se inventó el preservativo, pero este útil artilugio antivenéreo no se divulgaría hasta el siglo XVIII, en Francia e Inglaterra, y el siglo XIX en los países latinos. Parece ser que el padre del invento fue el cirujano italiano Gabriel Falopio. Era, en su primera versión, «un pequeño forro de tela (…) embebido de una decocción de hierbas específicas». La adorable Madame de Sevigné anota sus ventajas e inconvenientes: «Gasa contra la infección, coraza contra el amor». El caballero avisado lo portaba siempre en una bolsita dentro del bolsillo del chaleco. A finales de siglo un tripero perfeccionó el invento fabricándolo con membrana de cordero.

El ideal de belleza femenino se mantuvo sin alteraciones: mujer menuda y redondeada, rubicunda y de finas cejas. No obstante, comenzaban a gustar los pechos algo más valentones y algunas «se los llenan de paños por hacer tetas». La depilación de las cejas era práctica habitual entre las elegantes, pero la del sexo estaba restringida a las putas. Una profesional prestigiosa, la Lozana Andaluza, observa:

Veréis más de diez putas y quien se quita las cejas y quien se pela lo suyo (…) nos rapamos los pendejos, que nuestros maridos lo quieren ansí, que no quieren que parezcamos a las romanas que jamás se lo rapan.

Quizá fuese una costumbre más higiénica que estética, por evitar la proliferación de pediculus pubis, es decir, de ladillas. Nos lo hace sospechar la poca costumbre de lavarse que tenían nuestros antepasados. Cristóbal de Villalón atestigua: «No hay hombre ni mujer en España que se lave dos veces desde que nace hasta que muere». Es que uno, si está sano, no tiene por qué lavarse, que eso es cosa de turcos. Dígalo Luis Lobera de Ávila (1530):

Esto del baño es bueno a los que lo tienen en uso, pero a los señores de España que nunca lo han usado no les será provechoso, mas de usarlo les podría venir daño, salvo aquellos que tengan enfermedades.

El tufo corporal se combatía con ungüentos de mejorana y tomillo o con polvos perfumados.

La moda masculina insistía en las corpudas braguetas de la época anterior, pero Carlos V la enriqueció con bordados e incrustaciones de piedras preciosas, a la moda alemana y flamenca. Además, el añadido de hombreras y el ceñimiento del talle conferían al hombre artificiosa apostura. Por el contrario, la moda femenina, acusada por los predicadores de incitar los más bajos instintos del hombre, se asexualizó: al severo verdugado de la época anterior, añadió, de medio cuerpo para arriba, un rígido corsé de alambre que disimulaba los pechos dentro de una estructura geométrica. Las normas de etiqueta exigían, además, que la mujer no mostrase jamás sus erotizantes pies. Cuando se sentaba debía ocultarlos bajo el pliegue inferior del verdugado. Estamos hablando de la gente pudiente, porque el pueblo llano jamás se pagó de tales aberraciones.

La posición coital recomendada por confesores y teólogos era la «del misionero», pero también se practicaban con fruición y aprovechamiento tanto el antiguo y acreditado posterior como la deleitosa y penetrante postura de la mujer sobre el hombre. A ésta la denominaban, con pía expresión, meter la iglesia sobre el campanario. Si la mujer era tan retozona y cachonda como la Lozana Andaluza, llegado el momento del mayor ardimiento, prorrumpía en sabrosos parlamentos: «Aprieta y cava, y ahoya, y todo a un tiempo. ¡A las crines, corredor! ¡Agora por mi vida, que se va el recuero (orgasmo)! ¡Ay amor, que soy vuestra, muerta y viva!»

Las quijadas reales.

Muy representativo de la época es el rey Carlos V, que simultaneó sus mujeres legítimas con una serie de amores transeúntes en los que concibió famosos bartardos reales, entre ellos don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto. Una de estas amantes, la bella Madame d’Etampes, mujer «de mucha gracia y distinción que da gusto al emperador, que está triste y melancólico» lo fue también de Francisco I de Francia, el enemigo de Carlos. Es posible que la dama fuese espía de su país.

Carlos V no era guapo. En su rostro se reflejaba la degeneración genética de los Austrias (que luego se transmitiría a los Borbones): un acusado prognatismo que la barba apenas lograba disimular. El embajador veneciano escribía: «Cerrando la boca no puede juntar los dientes de abajo con los de arriba y al hablar no se le entiende bien». El desencuentro mandibular de la familia se remonta al siglo XIII, con Alfonso VIII. Luego se transmitió a los otros reyes de Castilla y descendió por la dinastía bastarda de los Trastámara hasta Enrique IV, el de «las quijadas luengas y tendidas a la parte de ayuso». La dinastía cambió con los Austrias, pero el prognatismo de la casta se mantuvo: los Austrias lo heredaron de los Trastámara a través de doña Leonor, hija de Enrique II, casada con Eduardo I de Portugal, abuelo de Maximiliano de Austria. Carlos V suscribió el defecto por duplicado, ya que, además, era nieto de Isabel la Católica y biznieto de Juan II.

El indiscreto protocolo requería que el matrimonio del monarca se consumase ante testigos. Cuando Carlos V se casó con su prima, la bellísima y discreta Isabel de Portugal, los notarios reales exhibieron la consabida sábana pregonera, manchada de sangre, ante los testigos que esperaban a la puerta de la cámara real. La obsesión por la virginidad presidía no sólo las bodas sino también los compromisos. La esposa de Felipe II, Isabel de Valois, fue recibida en Toledo con arcos triunfales cuyo motivo principal eran alegorías de su himen intacto.

Los partos de las reinas no resultaban menos indiscretos. Un grupo de notables tenía que asistir a ellos para atestiguar la legitimidad del vástago real. Isabel de Portugal exigió que la sala de su paritorio quedase en una discreta penumbra, más que por velar su pudor, por defender su entereza, para que los curiosos no pudiesen constatar si el dolor alteraba la impasible serenidad de su rostro. La partera que la atendía le aconsejó que se dejase llevar y gritase, pues esto favorecería el parto; a lo que la reina replicó en portugués: «No gritaré aunque me muera». Y sin gritar dio a luz a Felipe II.

¿Qué remedios arbitraba el industrioso español del Renacimiento para remontar los desmayos de su virilidad? Aunque las vigorosas recetas de los abuelos seguían en vigor, la cocina erótica se renovó por la afamada escuela médica de Salerno.

Para tener mayor placer venéreo, cocer bien testículos de cabrito, desmenuzarlos como para albóndigas de carne, añadir yemas de huevo y mejorana y cocinarlos con manzanas rellenas. Usando este preparado se llega a contentar a la mujer hasta veinte veces o más en la noche nupcial.

No sabe uno qué admirar más, si la reciedumbre de la receta o el desaforado apetito con que ciertas mujeres llegan al matrimonio. Al margen de la racional coquinaria erótica, seguía vigente la vía mágica, de origen medieval. Una de sus peregrinas propuestas consiste en vigorizar sexualmente al hombre untándole el dedo gordo del pie izquierdo con pomada de ceniza de estelión y aceite de corazoncillo y algalia. Otro unte efectivo era el de manteca de macho cabrío, enriquecida con ámbar gris y algalia. Variadas fórmulas para seducir al amado: con la yerba énula campana, cosechada en la mágica noche de San Juan; dándole a comer corazón de golondrina mezclado con sangre del enamorado o con alguno de los diversos talismanes regidos por la constelación de Venus; si lo que se pretende es asegurar la fidelidad de la mujer, dénsele a comer cenizas de bálano y pelo de lobo; y para que la mujer fría codicie varón se le dan a comer testículos de ganso y vientre de liebre.

Remedios naturales y sobrenaturales no faltaban, pero aun así se daban casos de impotencia. Un breve de Sixto V fechado en 1587 declaraba la impotencia impedimento público y permitía la disolución del matrimonio si se probaba que el marido era eunuco. Convertida en la causa más común de anulación del sacramento, la Iglesia, metida a reglamentar el sexo de su rebaño, produjo una casuística canónica que aspiraba a contemplar todos los casos posibles. Una probanza y examen del presunto impotente, en 1590, sigue a la acusación de la esposa porque su marido «la desfloró con los dedos y no de otra manera porque él no era para más». Los tribunales de impotencia echan mano de estos códigos y están facultados para juzgar, en probanza ante testigos, el estado de funcionamiento del miembro presunto impotente, es decir, su capacidad de erección, tensión elástica, movimiento natural y eyaculación. En algún caso el notario levanta acta de las comprobaciones efectuadas ante testigos:

No existiendo falta en la compostura y formación delos miembros genitales del sujeto —el cual era bien peloso—, crece su miembro puesto en agua caliente y fregándole manos de mujer, en tanto que se acorta en agua fría (…) es de presumir que se halla dotado de la necesaria potencia.

No se llegó tan lejos como en Francia, donde uno de estos tribunales declaró impotente a un hombre a título póstumo, sobre examen de su cadáver, en 1604.

La casuística apuraba todas las posibilidades imaginables. ¿Es lícito ayudar al impotente por cualquier procedimiento de contacto e incentivo? —se pregunta el padre Sánchez en un libro sobre el sacramento del matrimonio—, ¿es lícito practicar la penetración en otro lugar que el vaso idóneo? Otras preguntas eran de orden menos práctico, pero igualmente fundamentales para el cabal desarrollo de la civilización cristiana occidental: «La Virgen María, ¿recibió simiente durante su relación con el Espíritu Santo?»

Alumbrados y beatas complacientes.

En el clima reformista y severo que impulsó el concilio de Trento, la Iglesia intentó reprimir la lujuria de clérigos ardientes. Desde el pontificado de León XIII se establecieron tarifas de delitos clericales y se impusieron multas a cuya satisfacción se condicionaba la absolución. Una fornicación simple salía por treinta y seis torneses y nueve ducados, pero si era contra natura, con animal, la multa se triplicaba. No parece que sirviera de mucho. En 1563, las cortes quisieron prohibir que hubiera frailes en los conventos de monjas, así como la aplicación de penitencias físicas a las monjas por parte de sus capellanes.

Los eclesiásticos seguían manteniendo barraganas, aunque con mayor disimulo, como notan las sinodales de Oviedo al señalar la existencia de«clérigos que estando notados o informados con algunas criadas de que se sirven, las casan y se buelben a servir de ellas juntamente con sus maridos con gran daño de sus conciencias y escándalo de sus vecinos». Otros buscaban justificaciones doctrinales a su irrefrenable apetito venéreo y daban por ello con sus huesos en las mazmorras de la Inquisición. Puesto que la religión perseguía al sexo, el sexo se mutaba en religión, en un rizar el rizo típicamente barroco que armonizaba los contrarios.

A lo largo del siglo detectamos extrañas sectas que florecen en diferentes lugares. El primer alumbrado, un franciscano de Ocaña, en tiempo de Cisneros, creía haber sido escogido por Dios para engendrar profetas de sus hijas espirituales. En Toledo, los dexados (dejados) seguidores de Isabel de la Cruz intentaban alcanzar el éxtasis místico mediante dejación, es decir renegando del concepto de pecado, admitiendo el coito como un hecho natural y el orgasmo como suprema unión con la divinidad. Otro famoso brote de alumbrados, el de Llerena, implicó a ocho clérigos que habían catequizado a treinta y cuatro devotas, casi todas ellas histéricas, con las que copulaban en nombre de Dios.

La intromisión eclesiástica en la vida sexual de los españoles llegó al extremo de que hasta un 33% de los procesos contra herejes estaba relacionado con las cuestiones venéreas. Desde la perspectiva eclesiástica, el sexo extramatrimonial constituía pecado y aquel que pretendiera lo contrario —argumento muy común para rendir la virtud de una mujer— incurría en herejía. En un proceso incoado en 1570 contra Diego Hernández, labrador:

Dijo que se lo haría a una mujer tantas veces, y diciéndole que no lo dijera, que era pecado, dijo: no haga yo otros pecados que por meter y hartar de hacérmelo con quien me lo diere no iré al infierno.

Por sostener tan herética opinión lo condenaron de levi y lo sacaron en auto de fe, soga al cuello y vela en la mano, le administraron cien azotes y le impusieron una multa de doce ducados. Después de todo no escapó mal. A otro procesado, un tal Alonso de Peñalosa, lo acusó un clérigo vinagres al que quiso vender una esclava joven:

Dijo que la comprase que era hermosa y le serviría también de amiga, y diciéndole que era pecado, dijo: mira que pese a Dios, llevadla a vuestra casa y estaréis harto de joder y quito de pecado.

La prostitución.

En este ambiente de corrupción moral y social, la prostitución se manifiesta como un necesario aliviadero para descargar las tensiones sexuales acumuladas en los jóvenes solteros y en los malcasados con cupo sexual tasado por los confesores de sus esposas. En cada ciudad de cierta importancia el provisor ayuntamiento toleraba un barrio chino oficial, la mancebía —berreadero en jerga canalla—, cuyo funcionamiento estaba regulado por estatuto. La Pragmática de 1570 dispuso que las mancebías fueran lugares acotados, vigilados por alguaciles, que no existieran en ellas tabernas y que no se permitiese la entrada a gente armada, todo ello para excusar reyertas y escándalos. Como ya hemos señalado, al frente de la mancebía había un encargado, el padre, que a cambio de ciertos privilegios respondía ante la autoridad del cumplimiento de las normas. No otro es el oficio «honrado para la república» del que habla Cervantes en El rufián dichoso.

Antes de ser admitida, cada nueva pupila debía acreditar ante el juez ser mayor de doce años, haber perdido la virginidad y ser huérfana o hija de padres desconocidos. El juez estaba obligado a intentar disuadirla de abrazar el antiguo oficio. Ya licenciada, la pupila se obligaba a aceptar cualquier cliente que la solicitara y a satisfacer un pequeño impuesto al municipio, y un alquiler, por el lecho y la habitación, al dueño de la botica o casa de lenocinio. Frecuentemente, el dueño del local era una cofradía, un convento, un gremio o un alto señor de la ciudad. En Medina Sidonia el burdel era propiedad del duque, que lo tenía arrendado a un antiguo criado suyo.

La mancebía permanecía cerrada en las nueve fiestas de Nuestra Señora, primeros días de Pascuas, el Corpus, el día de la Trinidad, domingos y fiestas locales; también se cerraba, ocasionalmente, en desagravio celestial, como cuando un loco penetró en una iglesia y arrebató el Santísimo de las manos del sacerdote: durante ocho días los reyes guardaron luto y teatros y mancebías permanecieron cerrados.

El día de Santa María Magdalena, patrona de las putas, las pupilas de la mancebía asistían a misa solemne, con sermón reprobador en el que se las exhortaba a abandonar la mala vida e ingresar en un convento de arrepentidas.

Sobre qué santa sea la más cualificada patrona de las putas tenemos que reconocer que no existe opinión unánime. Quizá sea prudente admitir que existieron distintas patronas, dependiendo de las nacionalidades. En el París medieval era Santa María Egipciaca, a cuya imagen encendían velas las mozas de mesón para que les acreciese el negocio. Al pie de una vidriera que representaba a la patrona en trance de cruzar el río, leíase esta piadosa inscripción aclaratoria: «De como la Santa ofreció su cuerpo al barquero para pagarse el pasaje». En España tenemos noticia de al menos dos patronas del fornicio: Santa Nefija, «que daba a todos de cabalgar en limosna», y Santa Librada, que algunos disimulan en abogada de los buenos partos. En Sigüenza —hablo de tiempos heroicos y recios, antes de que se impusieran los ejercicios premamá—, las preñadas acudían al rosario y después de las letanías recitaban una piadosa jaculatoria que dice:

Santa Librada,

Santa Librada

que la salida

sea tan dulce

como la entrada.

Las putas asistían a las misas obligatorias de buen talante, puesto que son gente de natural religioso y devoto. De hecho, muchas de ellas salían de penitentes en las procesiones, con hábito y escapulario, hasta que Felipe II lo prohibió con achaque de que ahuyentaban de estas devociones a las mujeres honestas. En Salamanca, debido a la gran cantidad de estudiantes de aquella universidad, se obligaba a las putas a pasar la Cuaresma al otro lado del Tormes.

La mancebía más importante de España era la de Sevilla, ciudad muy necesitada de alivios sexuales extraordinarios, debido a la elevada población masculina transeúnte que atraía por su condición de único puerto para América. Dábase el triste caso de que muchas veces era precisamente en las fiestas religiosas cuando se producía mayor afluencia de clientes. Por este motivo, los burdeles sevillanos admitían un refuerzo de putas forasteras por Semana Santa, Corpus y día de la Asunción, cuando —según denuncia un moralista— «los labradores que huelgan sus cuerpos hacen trabajar a sus tristes almas».

El problema volvía a plantearse allá donde se produjeran grandes concentraciones de hombres; por ejemplo, en la flota que partió para la conquista de Túnez. Aunque el mando había prohibido tajantemente que embarcaran putas, «no bastó este rigor, que si las sacaban de un navío las recogían en otro y así se hallaron en Túnez más de cuatro mil mujeres enamoradas que habían pasado, que no hay rigor que venza y pueda más que la malicia».

Al margen de las mancebías, existía una prostitución más o menos encubierta de mujeres casadas con cornudos complacientes. La figura del cornudo complaciente había existido siempre, pero fue en esta época cuando la ley los persiguió con más rigor por considerar que deshonraban el sacramental matrimonio. La pragmática de 1566 establecía:

… a los maridos que por precio consintieren que sus mugeres sean malas de su cuerpo (…) les sea puesta la misma pena que a los rufianes: por la primera vez, vergüenza pública y diez años de galeras y por la segunda cien azotes y galera perpetua.

Emprender el catálogo de las putas sería cosa de nunca acabar. Cedamos la pluma a una de las más documentadas autoridades en la materia, nuestro admirado paisano, el presbítero Francisco Delicado, ingenioso autor de La lozana andaluza:

Quizá en Roma no podríades encontrar con hombre que mejor sepa el modo de cuántas putas hay, con manta o sin manta. Mirá, hay putas graciosas más que hermosas, y putas que son putas antes que muchachas. Hay putas apasionadas, putas estregadas, afeitadas, putas esclarecidas, putas reputadas, reprobadas. Hay putas mozárabes de Zocodover, putas carcaveras. Hayputas de cabo de ronda, putas ursinas, putas güelfas, gibelinas, putas injuinas, putas de Rápalo, rapainas. Hay putas de simiente, putas de botón griñimón, noturnas, diurnas, putas de cintura y de marca mayor. Hay putas orilladas, bigarradas, putas combatidas, vencidas y no acabadas, putas devotas y reprochadas de Oriente a Poniente y Setentrión; putas convertidas, repentidas, putas viejas, lavanderas porfiadas, que siempre han quince años como Elena; putas meridianas, occidentales, putas máscaras enmascaradas, putas trincadas, putas calladas, putas antes de su madre y después de su tía, putas subientes e descendientes, putas con virgo, putas sin virgo, putas el día de domingo, putas que guardan el sábado hasta que han jabonado, putas feriales, putas a la candela, putas reformadas, putas jaqueadas, travestidas, formadas, estrionas de Tesalia. Putas abispadas, putas terceronas, aseadas, apurdas, gloriosas, putas buenas y putas malas y malas putas. Putas enteresales, putas secretas y públicas, putas jubiladas, putas casadas, reputadas, putas beatas, y beatas putas, putas mozas, putas viejas y viejas putas de trintín y botín. Putas alcagüetas, y alcagüetas putas, putas modernas, machuchas, inmortales y otras que se retraen a buen vivir en burdeles secretos y publiques honestos que tornan de principio a su menester.

En lo referente a procedencias, la relación de Delicado no parece menos exhaustiva. La ofrecemos como primicia a los estudiosos de teoría política, pues aquí se observa más claramente que en otros lugares cómo, ya en el siglo XVI, se iba configurando el Estado de las autonomías, si bien se detectan algunas faltas que más que a malintencionada omisión deben responder a disculpable olvido:

Hay españolas, castellanas, vizcaínas, montañesas, galicianas, asturianas, toledanas, andaluzas, granadinas, portuguesas, navarras, catalanas y valencianas, aragonesas, mayorquinas, sardas, corsas, sicilianas, napolitanas, brucesas, pullesas, calabresas, romanescas, aquilanas, senesas, florentinas, pisanas, luguesas, boloñesas, venecianas, milanesas, lombardas, ferraresas, modonesas, brecianas…

La lista ocupa otra media página, pero la hemos abreviado por no parecer prolijos; incluye francesas, inglesas, flamencas, alemanas, eslavas, húngaras, polacas, checas y griegas. Echamos en falta una mención laudatoria de las valencianas, cuya habilidad profesional era celebrada en su época: «Rufián cordobés y puta valenciana», como ponderaban los entendidos.

En Europa el género abundaba. Por el contrario, en las jóvenes colonias americanas se padecía gran escasez y si no se quejaban más era porque para una urgencia siempre tenían a mano las complacientes indias. No obstante, el gobernador de Puerto Rico solicitaba de vez en cuando el envío urgente de una expedición de putas «por el peligro que corren las casadas, solteras y viudas» entre tanta población masculina.

La puta empezaba a ejercer muy joven, con trece o catorce años, pero su vida profesional languidecía hacia los treinta. Entonces tenía que pasar de olla a cobertera, es decir, de puta a celestina, y en este nuevo oficio, más requerido de habilidades que el primero, no siempre le era posible alcanzar a vivir una desahogada vejez.

Los estipendios de una prostituta dependían de su categoría y hermosura. Oscilaban entre la respetable cantidad de cinco ducados diarios —ingresos de una tusona de alto standing— y los precarios sesenta cuartos de la que era fea y defectuosa o menos joven. La vejez de la prostituta era casi siempre triste y desastrada: «El mal fin que tienen todas, ocupando las camas de los hospitales o las puertas de las iglesias, tullidas o llagadas, sin poderse menear».

Los homosexuales y la mar.

Las otras variedades del amor no dejaron de practicarse a pesar de las terribles penas con que eran reprimidas. Al doctor Marañón le parecía que en España hubo menos homosexuales que en otros países europeos. El que practicaba el sexo per angostam viam era condenado a la hoguera. Huyendo de la quema, muchos homosexuales nobles se metían a marinos, atraídos por la mayor permisividad que imperaba en los barcos, donde las tripulaciones pasaban meses enteros sin contacto alguno con mujeres. En el obligado confinamiento de las largas travesías transoceánicas, los marinos se desfogaban con animales hembras y con jóvenes grumetes de aspecto femenino.

Por supuesto, la zoofilia también estaba condenada por las jurisdicciones civil e inquisitorial, puesto que el semen es sagrado y sólo puede emplearse en engendrar hijos. Al principio la pena por este delito era la hoguera, pero luego los jueces se mostraron más benévolos. En 1583, un tal Joan Mario, de Zaragoza, sorprendido en encendido idilio con una consentidora mula, fue condenado solamente a cuatro años de galeras. La abuela de Calixto, el héroe de La Celestina, se arreglaba con un mono, por eso le reprocha Sempronio: «Lo de tu abuela con el ximio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo». Se ve que el servicial mono pagó con sus partes verendas las perentorias calenturas del ama.

Pecaminosa América.

Es dudoso que los conquistadores fueran a América impulsados por el noble ideal de ganar almas para la verdadera fe y tierras para el rey de España. Nos parece más humano que se embarcaran en la aventura atraídos por halagüeñas promesas de ganancias y placer. El que escuchara los relatos de los exploradores no lo pensaría dos veces. Escribe Colón: «Hay muy lindos cuerpos de mujeres (…) van desnudos todos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron. Verdad es que las mujeres traen una cosa de algodón solamente tan grande que le cobija su natura y no más y son ellas de muy buen acatamiento, ni muy negras, salvo menos que las canarias»; o Pedro Hernández: «Las indias de costumbre no son escasas de sus personas y tienen por gran afrenta negarlo a nadie que se lo pida y dicen que para qué se lo dieron sino para aquello»; en el relato de Orellana: «las indias son lujuriosísimas»; Gonzalo Fernández de Oviedo: «Son tan estrechas mujeres que con pena de los varones consuman sus apetitos y las que no han parido están casi que parecen vírgenes», ingieren abortivos «para no preñarse para que no pariendo no se les aflojen las tetas, de las cuales mucho se precian y las tienen muy buenas»; o el de López de Gomara, «si el novio es cacique, todos los caciques convidados prueban la novia antes que él; si mercader, los mercaderes y si labrador, el señor o algún sacerdote. Cuando todos la han catado antes de la boda, la novia queda por muy esforzada (…) pero al regusto de las bodas disponen de sus personas como quieren o porque son los maridos sodomíticos».

Escribe Colón: "Hay muy lindos cuerpos de mujeres (…) van desnudos todos (…) como sus madres los parieron, dibujo de la Biblioteca Nacional, Madrid. (ORONOZ).

Si éstos son los textos de autores serios y presumiblemente veraces, hay que imaginarse cómo serían los hiperbólicos embustes que circularon en España sobre la permisividad de las indias y las posibilidades de medro en aquellas tierras empedradas de metales preciosos. O, por decirlo en palabras de Francisco Roldán, natural de Torredonjimeno (Jaén), uno de los que acompañaron a Colón: «Es más grato acariciar cuerpos de indias que no manceras de arado ni empuñaduras de espadas, que para eso están los que se quedaron en Castilla y en Flandes». Las indígenas, que hasta entonces habían vivido en un estado de relativa inocencia, se sintieron muy halagadas y divertidas por el ímpetu con que aquellos rijosos garañones de piel blanca llegaban de Europa a cebarse en sus morenos cuerpos alardeando de grandes hambres atrasadas. Ellas se les entregaban de buena gana, pero a pesar de ello, como la avaricia rompe el saco, desde el comienzo se suscitaron problemas. La colonia que dejó Colón en su primera expedición desapareció totalmente, probablemente por reyertas sobre el usufructo de las indias, pues, aunque había para todos, algunos intentaron acaparar a las más atractivas para su uso personal y como los otros no aceptaron tamaña arbitrariedad, fatalmente salieron a relucir las navajas.

La intensa actividad genésica de los españoles produjo millones de mulatos, lo que explica el mestizaje que hoy observamos en aquellas tierras. Paraguay fue conocido como «el paraíso de Mahoma» por los lucidos harenes que disfrutaban sus colonos.

En lo tocante al pecado nefando, los conquistadores se mostraron menos transigentes. «Hemos sabido —informa Hernán Cortés— que todos sonde cierto sodomitas y usan del abominable pecado». Las prácticas sodomíticas estaban muy arraigadas en las antiguas culturas americanas, así como la felación, la poligamia y todas las demás licencias corporales que constituían pecado en la puritana Europa judeocristiana. La autoridad arremetió contra los homosexuales con mayor rigor si cabe que en España. En las crónicas abundan espeluznantes descripciones. Los mochicas fueron exterminados «gracias a los exemplares escarmientos de los cristianísimos capitanes Pacheco y Olmos»; Vasco Núñez de Balboa «aperreó a cincuenta putos que halló y luego quemólos». Aperrear consiste en azuzar al perro dogo alemán, una fiera entrenada para la guerra.