El guardainfante renació, más pujante que nunca, en los siglos XVI y XVII. Diego Velázquez, Mariana de Austria, Museo del Prado, Madrid.

La mujer decente tenía que llegar virgen e intacta al matrimonio. En la literatura no deja de mencionarse este requisito: «y así se fueron a la cama ambos a dos y allí folgaron con gran placer de si y hallóla acabada doncella». La ceremonia nupcial de la desfloración concitaba gran expectación: los novios se encerraban en la alcoba nupcial y había de consumar el matrimonio con la ruidosa muchedumbre de los invitados apostada en la sala contigua en espera de que se abriera la puerta y un púdico brazo sacara la sábana pregonera manchada de sangre para testimonio tanto de la virginidad de la novia como de la consumación del casorio. La aparición del sangrante trofeo era saludada con vítores, aplausos, y hasta trompetas y tamborada. Luego se redactaba documento notarial firmado por testigos. El cronista Diego de Valera nos cuenta los detalles de la boda de los Reyes Católicos: «El príncipe y la princesa consumaron matrimonio. Y estaban a la puerta de la cámara ciertos testigos puestos delante, los cuales sacaron la sábana que en tales casos suelen mostrar, además de haber visto la cámara donde se encerraron, la cual en sacándola tocaron todas las trompetas y atabales y ministriles altos, y la mostraron a todos los que en la sala estaban esperándola, que estaba llena de gente». La ley se mantenía a pesar de los esfuerzos que Enrique IV el Impotente hizo por derogarla.

La obsesión por la virginidad favorecía y alimentaba el negocio de las remendadoras de virgos. La himenorrafía o sutura de himen (practicada todavía hoy en la Costa del Sol en atención a la demanda del mercado árabe, aunque la denominen «zurcido japonés») era tradicionalmente ejercida por alcahuetas. Una de ellas, María de Velasco, afincada en Valladolid, se alaba de los «infinitos virgos que por su causa vierten su sangre muchas veces y otros la cobran», es decir, que los recomponía con aguja e hilo para vender luego a la putidoncella a algún incauto pudiente ilusionado por desflorar vírgenes. En estos menesteres se ve que también había categorías.

Otra remendadora de virgos, Isabel de Ayala, debió ser menos hábil en el oficio:

Una rezien casada que avía parido tres vezes, la noche de boda encomendándose a esta noble vieja le fue restituida su virginidad en tal manera que el novio, renegando de tan cerrado virgo y tan floxas tetas, tomó una candela y mirando las partes coñatiles, vido dadas crueles puntadas en los bezos del coño, las cuales cortando con gran dolor de la novia, luego fue por misterio de los dioses abierto un grandissimo piélago, de lo cual el triste novio quedó muy espantado.