CAPITULO SEIS
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El desenfreno otoñal

Después de la devastadora epidemia de Peste Negra de 1348 y de las guerras civiles y crisis diversas que asolaron Europa en el siglo siguiente, a la angustia de la muerte sucedió el frenesí de vivir. Ninguna época ha exaltado tanto el goce carnal. Un intelectual, el valenciano Joanot Martorell, no duda en clasificar el amor en tres clases: virtuoso, provechoso y vicioso. Es virtuoso el amor del caballero que combate por su dama; es provechoso el que agasaja a la dama pero «tan pronto como el provecho cesa el amor decae»; finalmente, el vicioso es aquél cuyo único objetivo es la satisfacción sexual. El lector está esperando quizá una moralina reprobatoria de este amor. Todo lo contrario: este amor «es pródigo en gracias y palabras que os dan vida por un año, pero si pasan más adelante pueden acabar en una cama bien encortinada, con sábanas perfumadas, donde podéis pasar toda una noche de invierno. Un amor como éste me parece a mí mucho mejor que los otros».

Los poetas tampoco se andan con remilgos. Citemos versos de Villasandino:

Señora, pues que non puedo

abrevar el mi carajo

en ese vuestro lavajo (…)

Señora, flor de madroño,

yo querría syn sospecho

tener mi carajo arrecho

bien metido en vuestro cono;

por ser señor de Logroño

non deseo otro provecho

sino joder coño estrecho

en estío o en otoño.

Las canciones y serranillas de este tiempo son de una desvergüenza y procacidad notables. Todo un estimulante catálogo de dueñas salidas, clérigos encalabrinados, lances de alcoba y monjiles pechos insomnes caldea los aires en las canciones del pueblo. Los gustos literarios de la nobleza guerrera dirigente no eran muy distintos. El amor cortés había evolucionado hasta hacerse sexual en las novelas de caballerías. El caballero combatía llanamente, por la posesión del himen de la dama, representado por distintos fetiches ensangrentados o manchados de sudor, como esos pañuelos o cintas que la dama otorga al amado para que le traigan suerte en la pelea. Incluso la antigua épica que enardecía a la generación anterior degeneró en obras erótico-bélicas como la del fragmento que copiamos:

Los coños veyendo crecer los rebaños

y viendo carajos de diversas partes

venir tan arrechos con sus estandartes,

holgaron de vello con gozos estraños;

los cuales, queriendo hartarse sin daños

de aquéllas tan nuevas y dulces estrenas,

acogen de grado los gordos de venas,

también a los otros que no son tamaños.

Este ambiente disoluto se refleja incluso en la moda. Las hermosas no desaprovechan ocasión de lucir la pechera. El alemán Münzer, de viaje por España, confiesa, entre encantado y escandalizado: «Las mujeres con excesiva bizarría van descotadas de tal modo que se les pueden ver los pezones, además todas se maquillan y perfuman». Y cuando no muestran la pechuga al natural, la llevan tan ceñida que el resultado es casi idéntico. Dígalo el poeta:

las teticas agudicas que el brial quieren hender.

Un pasaje de la crónica de Alonso de Palencia narra la sensación que produjo en la corte castellana el desenfado y la picardía de las damas portuguesas llegadas con el séquito de la reina doña Juana: «Lo deshonesto de su traje excitaba la audacia de los jóvenes y extremábanle sobremanera sus palabras aún más provocativas (…) ocupan sus horas en la licencia y el tiempo en cubrirse el cuerpo de aceites y perfumes y esto sin hacer de ello el menor recato; antes descubren el seno hasta más allá del ombligo y cuidan de pintarse con blanco afeite desde los dedos de los pies, los talones y canillas, hasta la parte más alta del muslo, interior y exteriormente, para que al caer de sus hacaneas, como con frecuencia ocurre, brille en todos sus miembros uniforme blancura».

¿Cabe mayor y más deliciosa coquetería? ¿Cabe más discreta prevención? Las damiselas lusas, con la primavera en la sangre, extremaban su celo femenil hasta el punto de llevar sus más íntimas regiones permanentemente maquilladas. Siempre andaban aparejadas para el amor.

A pesar de la favorable disposición femenina, la sodomía debió estar más extendida que nunca, si damos crédito a los documentos. Fray Íñigo de Mendoza lo versificó:

Pues lo del vicio carnal

digamos en hora mala:

no basta lo natural

que lo contra natural

traen en la boca por gala.

¡Oh rey! los que te extrañan

tu fama con tu carcoma;

pues que los aires te dañan,

quémalos como a Sodoma.

Dicen «traen en la boca por gala», es decir, que estaba de moda el trato entre hombres y no se recataban de ello. La misma peculiaridad llama la atención de un viajero alemán que encuentra que los habitantes de Olmedo «son peores que los propios paganos porque cuando alzan en Misa el Cuerpo de Dios ninguno dobla la rodilla, sino se quedan de pie como animales brutos, y hacen vida tan impura y sodomítica que me da pena contar sus pecados». Si el piadoso alemán hubiese estado un poco más viajado, quizá hubiese anotado que en otros lugares de Europa también estaba muy extendida la sodomía. En Francia había incluso mignons o efebos que acompañaban al rey y dormían en su cama. La reina también gozaba de sus mignonnes.

Algunos autores sugieren que el incremento de los homosexuales quizá obedezca al hecho de que lo morisco se puso de moda en Castilla. Es posible. Lo cierto es que prácticamente toda la población del reino musulmán de Granada era bisexual. Los Reyes Católicos atacaron el problema por su raíz y, a partir de 1497, restauraron la antigua pena de hoguera para los sodomitas en vista de que «las penas hasta ahora estatuidas no son suficientes para extirpar y del todo castigar tan abominable delito». A partir de entonces sería perseguido por la Inquisición en Aragón y por los tribunales ordinarios en Castilla.

Braguetas y verdugados.

Una sabia moda femenina impuso el uso del verdugado: «Ese traje maldito y deshonesto —zahiere fray Hernando de Talavera— que en la villa de Valladolid ovo comienzo». El verdugado era un armazón de aros que se cosía a distintas alturas del ruedo exterior del vestido para que acampanara la falda. Esta aristocrática moda, de apariencia extravagante pero utilísima para disimular preñeces comprometedoras, cayó en desuso en los severos tiempos de los Reyes Católicos, pero renacería, más pujante que nunca, en los siglos XVI y XVII y aún después, aunque ya con nombres distintos: guardainfante, miriñaque o crinolinas. También se extendió por otros países de la cristiandad. El pueblo y los intelectuales la hicieron blanco de sus chistes y chocarrerías. A ella alude malévolamente un endecasílabo de Quevedo preñado de doble sentido:

si eres campana ¿dónde está el badajo?

Si la moda femenina de exhibir las tetas resultaba descocada y atrevida, la masculina de las aparatosas braguetas que exaltaban impúdicamente el sexo no le iba a la zaga. Complemento del calzón ajustado era un armatoste denominado gorra de modestia, especie de protectora taurina taleguilla de embusteras proporciones dentro de la cual los atributos viriles quedaban protegidos por una funda de cuero, una caja metálica acolchada de esponja o una rejilla de acero forrada de badana.

La característica misoginia medieval seguía vigente; también la doble moral que prohibía a la mujer lo que se permitía e incluso alababa en el hombre. «Los hombres, por ser varones —justifica el Arcipreste de Talavera—, el vil abto luxurioso en ellos es algund tanto tolerado aunque lo cometan, empero non es así en las mujeres, que en la hora e punto que tal crimen cometen por todos e todas en estima de fembra mala es tenida, e por tal, en toda su vida reputada

En este cuadro puede observarse el uso del verdugado, un traje para algunos, «maldito y deshonesto». Pere García de Benabarre, Salomé con la cabeza del Bautista, Museo de Arte de Cataluña. (ORONOZ).