El invento no quedó relegado a la Edad Media. En Alemania, en 1903, una tal Emile Scháfer patentó un modelo actualizado. Más recientemente, en Pennsylvania, algunas abnegadas madres protegían la virtud de sus hijas con un cinturón de castidad cuando éstas iban a asistir a un baile o a cualquier otra ocasión próxima de pecado. Y en Toledo existe hoy un artesano que los fabrica para el mercado sadomasoquista nórdico.

La simbología sexual informa los más mínimos actos del ceremonial caballeresco: la encontramos incluso en las estatuas yacentes que decoran los sepulcros. En éstas la mujer cruza sus manos, pudorosamente, sobre el bajo vientre; en cambio el hombre refuerza su virilidad posando sobre sus partes la espada desnuda. Otro símbolo sexual fue el cabello, que el hombre exhibía libremente, en tanto que la mujer, que lo llevaba largo y suelto mientras se conservaba virgen, se lo cortaba o recogía en cuanto la hacían dueña. Y los torneos, ya en las postrimerías de la Edad Media, se convirtieron en teatros eróticos en los que el hombre combatía por un fetiche que simbolizaba el himen de la amada: un pañuelo, una liga u otra prenda cualquiera que saldría del combate impregnada de su sudor y su sangre.

El ideal estético dominante era el que enunció el Arcipreste de Hita:

Busca mujer de talla, de cabeça pequeña; cabellos amarillos (…) ancheta de caderas: esta es talla de dueña; los labios de su boca, bermejos (…) (…) la su faz sea blanca, sin pelos, clara e lisa.

También se apreciaban el cuello largo (alto cuello de garça) y las orejas pequeñas.

Esto en cuanto a la clase noble, que es de la que nos han llegado más noticias. En lo que concierne al anónimo y aperreado pueblo, «la plebe no practica la caballería del amor —escribe Andreas Capellanus en 1184—, sino que como el caballo y el asno tienden naturalmente al acto carnal (…) les basta labrar los campos y la fatiga del pico y el azadón». Y los goliardos, poetas tunantes, cantaban incesantemente la pasión y el gozo carnal en un coro en el que no faltaban clérigos libertinos y tabernarios. Entre ellos nuestro Arcipreste de Hita, que dejó expresada la profunda filosofía de la humanidad:

Como dice Aristóteles, cosa es verdadera el mundo por dos cosas trabaja: la primera por haber mantenencia; la otra cosa era por haber juntamiento con hembra placentera.

Estos alegres clérigos constituían la excepción. Por supuesto, la Iglesia oficial seguía siendo tan sexófoba y misógina como en tiempos de San Agustín. El concilio de Toledo de 1324 condenó a la mujer como criatura «liviana, deshonesta y corrompida».

Al margen de los estamentos citados cabe mencionar el universitario, constituido en los estudios que florecieron a partir del siglo XIII. Los estudiantes se entregaban con más ahínco al placer que a los libros, a juzgar por las ordenanzas que Alfonso X el Sabio les dispuso: «Estudiar e aprender (…) e fazer vida honesta e buena ca los estudios para este fin fueron establecidos».

Ya se ve por dónde apunta el Rey Sabio. El estudiante era alborotador y mujeriego por naturaleza. En torno a las universidades florecían singularmente las mancebías. También en las fondas, posadas y albergues de los caminos, una tradición que continuaba desde Roma.

Putas y mancebas.

Los establecimientos de la mancebía, controlados por el cabildo municipal o por el señor de la villa, constituían un lucrativo negocio. Entre el sufrido puterío medieval brilla con luz propia una soldadera a la que el Rey Sabio dedicó una cantiga: María Pérez Balteira. Por sus juegos de doble sentido, la composición no tiene nada que envidiar al cuplé más ingenioso. Aparentemente, lo que la pícara Balteira aconseja es cómo construir una cabaña:

De buena medida la debes coger

ésta es la viga adecuada

si no yo no os la señalara.

Y como ajustada se ha de meter

bien larga ha de ser

que quepa entre las piernas (…) de la escalera

ésta es la medida de España

no la de Lombardia o Alemania

pero si resulta más gorda, también sirve

que la que no vale para nada es la delgada.

La Balteira se hizo de una regular fortuna. En 1257 otorgó una donación al monasterio cisterciense de Sobrado y, a cambio de una renta vitalicia, se comprometió a servir a los monjes «como familiar e amiga». Se observa que a los buenos monjes no les repugnaba el pago en especie y que quedaron satisfechos de los servicios de la Balteira. El caso es que en 1347, el merino mayor de Galicia prohibió estos pagos «por mal e deshonestidad», porque era frecuente que las mujeres de los colonos pasaran tres o cuatro días en el monasterio «para hacer fueros, no sabían cuáles». María la Balteira, ya vieja, dio en gran rezadora, como tantas de su profesión, y cuando iba a confesar se quejaba al cura: «Soo vella, ay capellam» (¡Ay, padre, qué vieja soy!).

María la Balteira moriría sin conocer los tiempos malos de Alfonso XI, cuando se persiguió el oficio y se obligó a las putas a llevar tocas azafranadas para distinguirlas de las mujeres honestas. Inevitablemente, al poco tiempo, las honestas dieron en lucir tocas azafranadas y la autoridad hubo de modificar el artículo, y dispuso que las mujeres de vida alegre llevaran en adelante prendedero de oropel en la cabeza, otra prenda que prestamente haría furor entre las féminas. Eran tiempos en que el legislador, sin proponérselo, dictaba la moda femenina. Lo del prendedero se confirmaría en unas ordenanzas de los Reyes Católicos, en 1502.

Amor cortés y amor carnal.

Escena de trovador perteneciente a las Cantigas de Santa María
de Alfonso X, Biblioteca del Monasterio de El Escorial. (ORONOZ).

Para que no faltara suerte alguna de amor, incluso se conocía un amor platónico, el amor cortés, similar al amor udri de los musulmanes. Este amor, exaltado por la poesía trovadoresca, rendía culto a la mujer y convertía al hombre en vasallo de su enamorada. En su aspecto religioso llegó a erotizar incluso a la Virgen María, tan atractivamente representada por los tallistas góticos. Por aquí se anuncia la vena mística que daría, andando el tiempo, los ardorosos desmayos de San Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Ya existían todas las clases de amor que afligen al hombre de hoy, incluso el artero flechazo de Cupido que con el dardo del deseo hiende los broqueles de la religión y la virtud, esa locura dulce que arrebata a los amantes y los une a contrapelo de todas las conveniencias sociales. Es el caso del príncipe de Barcelona, Ramón Berenguer, quien, en 1054, de paso por Francia camino de los Santos Lugares, se hospedó en el castillo de Narbona y se enamoró de Almodis, la esposa de su anfitrión. La pareja guardó ausencias hasta que él regresó de Tierra Santa y nuevamente se hospedó en el castillo. Aquella misma noche escaparon juntos y a poco se casaron tras repudiar a sus respectivos cónyuges.

El amor pasional, aunque se exprese en lengua remota, conserva hoy la frescura de lo auténtico:

Toliós el manto de los ombros besó me la boca e por los oios, tan gran sabor de mí avía, sol fablar non me podía.

O la humana debilidad del gatillazo artero en esta composición del siglo XII:

Rosa fresca, rosa fresca tan garrida y con amor cuando vos tuve en mis brazos non vos supe servir, non…

En un principio, el matrimonio no constituyó sacramento. Era una institución civil, un contrato privado entre los contrayentes que tenía por objeto la perpetuación del linaje, si se trataba de nobles, o la simple mutua ayuda. La esposa era una propiedad del marido. Consecuentemente, si otro hombre accedía a ella, fuera por violación, fuera por adulterio, el delito perpetrado era, además, enajenación indebida.

La Iglesia no intervino en el contrato matrimonial hasta muy avanzado el siglo XII. Incluso en ciertos casos, el matrimonio continuó siendo un acto exclusivamente civil hasta el final de la Edad Media. Solamente a partir del concilio de Trento se impuso la obligación de que fuese público, ante sacerdote, y de que quedase registrado en la parroquia. Iglesia y Estado se consensuaron para imponer tal mudanza. De este modo controlaban mejor a sus feligreses y súbditos. El matrimonio medieval podía ser a yuras, a solas o a furto, es decir, en secreto entre los dos contrayentes, sin conocimiento de las familias respectivas. El concubinato estaba estrechamente relacionado con el matrimonio. También podía acordarse mediante contrato legal, como el que suscribieron en 1238 Jaime I de Aragón y la condesa Aurembiaix de Urgel, sobre los hijos que pudieran tener sin estar casados.

El título XIV, ley III de las Partidas, admite que «las personas ilustres pueden tener barragana, pero siempre que ésta no sea sierva ni tenga oficio vil». La concubina gozaba de un estatuto judicial y social como esposa de segunda categoría. La Iglesia toleraba estas situaciones y hacía la vista gorda, aunque a veces, cuando eran demasiado notorias, intentaba corregirlas. En 1338, el concilio de Palencia clamaba contra los que «imitando al caballo y al mulo, que carecen de entendimiento, no tienen reparo en mezclarse públicamente con concubinas en daño de sus almas».

Las leyes civiles que regulaban el matrimonio están contenidas en la cuarta Partida: la mujer podía casarse a los doce años, el hombre a los catorce. No obstante, el comprensivo legislador admitía que también pueden unirse antes de esa edad «si fuessen ya guisados para poderse ayuntar carnalmente. Ca la sabiduría, o el poder, que han para esto fazer, cumple la mengua de la hedad» (ley VI).

El matrimonio entrañaba la obligación del débito conyugal, incluso si era reclamado en días de abstinencia, cuando el ayuntamiento carnal constituía pecado. A efectos legales, la convivencia no era imprescindible. Bastaba que «se acostumbrassen a veer el uno al otro en sus casas, o si yoguiesse con ella como varón con muger» (ley III). Ahora bien, como la finalidad del matrimonio es tener hijos, «cuando se ayuntan marido e muger con la intención de haber fijos, no hay pecado; mas facerlo comiendo letuarios pecan mortalmente» (título II, ley IX).

La potencia del marido y la virginidad de la esposase demostraban exhibiendo ante testigos la sábana pregonera manchada de sangre tras la noche de bodas. A falta de este requisito se suponía que el matrimonio no era válido por defecto de alguna de las partes. Por este motivo el casamiento estaba contraindicado en la mujer que tiene «natura tan cerrada que non puede el varón yacer con ella» y en los impotentes, de los que el legislador distingue dos clases: «Los maleficiados, e fríos de natura, son dos maneras de omes que son embargados para non se poder casar (…).» El maleficiado o embrujado, víctima de algún hechizo, podía, si se casaba de nuevo, acceder carnalmente a la nueva esposa. En tal caso esta segunda boda se daba por válida, pero en el caso del que es frío de natura —es decir, del impotente físico— no había nada que hacer pues «también lo es con la una muger como con la otra».

Solamente la muerte disolvía el vínculo matrimonial. El divorcio, admitido por el Fuero Juzgo de los godos, estaba prohibido en las Partidas. No obstante, en ciertos casos, el matrimonio podía ser anulado. Por ejemplo, si se demostraba la impotencia del marido: «Quando el ome ha tan fría natura que non puede yacer con muger» o cuando la mujer era tan cerrada que no había manera de consumar el acto carnal. También era causa de anulación que el desproporcionado tamaño del pene del marido pusiera en peligro la vida de la esposa. Delicado extremo que habían de decidir los jueces tasando y midiendo los respectivos miembros. Veamos:

Cerrada seyendo la muger (…) de manera que la ouiessen departir de su marido, si acaesciesse que después casase con otro que la conociese carnalmente, deuela de partir del segundo marido e tornarla al primero; porque semeja, que si con él ouiesse fincado todavía también la pudiera conoscer como el otro. Pero antes que los departan, deuen catar, si son semejantes, o eguales, en aquellos miembros que son menester para engendrar. E si entendieran que el marido primero non lo ha mucho mayor que el segundo estonce la deuen tornar al primero. Mas si entendieran que el primer marido auía tan grande miembro, o en tal manera parado, que por ninguna manera non la pudiera conoscer sin grande peligro della, maguer con el ouiesse fincado, por tal razón non la deuen departir del segundo marido (título VIII, ley III).

Adúlteros y castrados.

La mujer debía permanecer fiel al marido. En sólo dos casos se admitía su yacimiento con hombre sin cometer adulterio: por violencia o por yerro. Dice la ley: «Yaziendo alguno ome por fuerça, travando della rebatosamente» o si el esposo se ausenta para una necesidad, otro ocupa su lugar en la cama, se ayunta con la confiada esposa y ella se deja hacer pensando que se trata de una gentileza del marido. La reina María de Montpellier recurrió a una estratagema parecida para conseguir que su esquivo esposo, Pedro el Católico, se aviniera a satisfacerle el débito conyugal. Se hizo pasar por una dama de la corte que accedía a acostarse con el rey bajo la condición de que fuera a oscuras y en silencio. Nueve meses después nació Jaime I el Conquistador.

Tornando al tema de las violaciones, yerro común en la Edad Media, el moralista Pedro de Cuéllar (1325) las incluye entre los delitos contra la propiedad y razona que, aunque en caso de extrema necesidad uno puede usar los bienes ajenos, no es moralmente lícito usar de la mujer de otro, por muy necesitado de desahogo que se encuentre uno, ya que «quanto al negocio carnal no es cosa común que la muger deve ser una de uno».

El Fuero Real concedía al marido burlado la facultad de perdonar a los culpables o de ejecutarlos, pero no podía castigar a uno de ellos y perdonar al otro. En los Fueros de Castilla se recoge el caso de un caballero de Ciudad Rodrigo que sorprendió a su mujer en flagrante delito de adulterio y echando mano de su rival «castrol depixa et de coiones». Este marido fue condenado a muerte no por desgraciar al burlador, sino por perdonar a la mujer.

A propósito de castrados, mencionaremos el título VIII, ley IV de la cuarta Partida para escarmiento provechoso de los esforzados corredores de cien metros vallas:

Castrados son los que pierden por alguna ocasión que les auiene, aquellos miembros que son menester para engendrar: assí como si alguno saltase algún seto de palos, que travase en ellos, e ge los rompiesse; o ge los arrebatase algún oso, o puerco, o can; o ge los cortase algún orne, o ge los sacasse, o por otra manera qualquier que los perdiesse.

Las Partidas distinguen varias clases de hijos, dependiendo del estatus legal de la madre: naturales (habidos de barragana oficial, fiel); fornecidos (si proceden de parientes o de monjas); manzeres «si son de mugeres que están en la putería et danse a todos quantos a ellas vienen»; espurios (los de barragana que no es fiel a su amigo) y notos (los de cornudo consentido que los cría como propios). Eiximenis señala que los hijos ilegítimos o bordes son orgullosos, mendaces, lujuriosos y faltos de escrúpulos. Empero, no es inconveniente que en cada familia noble haya alguno, porque a él se le pueden encargar las venganzas y otros trabajos sucios.

Siguiendo la autoridad moral de la Iglesia, las leyes regulaban el sexo matrimonial orientado a la perpetuación de la especie, pero su práctica estaba sujeta a una serie de normas. Si la mujer era estéril, el marido debía abstenerse de la cópula; también debía abstenerse cuarenta días antes de Navidad, los ocho posteriores a Pentecostés, los domingos, miércoles y viernes, las fiestas religiosas, en Cuaresma, la octava de Pasión, los días de ayuno, cinco días antes de la comunión y uno después: en total, unos ocho meses al año. Además, el catecismo de Pedro de Cuéllar establecía que aunque yacer con la esposa sin intención de procrear fuera solamente pecado venial, la suma de varios pecados veniales hace uno mortal.

Tantas limitaciones al ejercicio conyugal favorecieron el concubinato y la frecuentación de prostíbulos, y alentaron el auge profesional de cobijeras y alcahuetas. En los documentos judiciales se citan muchas de ellas, como una tal Catalina Trialls, acusada en 1410 de procurar niñas vírgenes a un maníaco sexual.

La homosexualidad femenina se toleró en la Edad Media por razones doctrinales, puesto que su práctica no entraña derramamiento de semen. La masculina, en cambio, fue severamente reprimida.

Si dos omes yacen en pecado sodomítico deben morir los dos; el que lo face y el que lo consiente. Esa misma pena debe auer todo omeo muger que yace con bestia; pero ademas deben matar al animal para borrar el recuerdo del fecho (título XXI, ley II).

El otro gran delito de índole sexual era el aborto que, junto con el infanticidio, estuvo muy divulgado como medio de controlar el crecimiento dela familia. El Fuero Juzgo condenaba a muerte tanto al que preparaba hierbas abortivas como al que incitaba a usarlas. La mujer que abortaba era esclavizada o recibía doscientos azotes si ya se trataba de una sierva; el infanticidio se castigaba con la muerte y otras veces con la ceguera.

Reinas y concubinas.

Si Carlomagno, tan admirado en la Edad Media, se casó cuatro veces y mantuvo cinco concubinas oficiales, sus colegas hispánicos no le fueron a la zaga. Fernando III el Santo casó dos veces. Su segunda esposa fue la francesa Juana de Ponthieu, mujer hermosa y apasionada cuya predilección por su hijastro Enrique «ha dado lugar a malignas interpretaciones». Su hijo Alfonso X, casado por conveniencias con una niña de doce años, se entregó prontamente a la famosa doña Mayor de Guzmán y otras amantes. No menos agitada fue la vida amorosa de Alfonso XI, al que los moros apodaban «el baboso». Se casó dos veces y, a pesar de las severas amonestaciones del papa, tuvo cuatro amantes fijas. Nueve de sus dieciocho hijos nacieron de la hermosa Leonor de Guzmán, concubina, y sólo uno de la reina, el indispensable heredero del trono. A su muerte, la despechada reina hizo decapitar a Leonor de Guzmán, pero la estirpe de la concubina se tomaría cumplida venganza: uno de sus bastardos, Enrique de Trastámara, arrebataría el trono a Pedro el Cruel, el rey legítimo.

Pedro el Cruel, rey que «dormía poco e amó a muchas mugeres», había heredado las inclinaciones venéreas de su padre y su aparente indiferencia hacia la esposa oficial, Blanca de Borbón, a la que abandonó a los tres días de casado para huir al lado de la hermosa María de Padilla, «pequeña de cuerpo pero preciosa». Debió estar muy enamorado de ella, aunque también mantuvo romances ocasionales con las beldades que iba encontrando en su camino. Se sospecha que envenenó a la reina por una de ellas, Juana de Castro. Cuando se trataba de conseguir un objeto sexual, don Pedro no paraba en barras. En 1354, estando en Segovia, se sintió prendado de Juana la Fermosa y aunque se esforzó en rendir su virtud por todos los medios, la dama porfiaba en reservar su virginidad para el caballero que se casara con ella. En esta tesitura, el encalabrinado rey conminó a los arzobispos de Ávila y Salamanca para que anularan su matrimonio con la reina. Cuando lo consiguió, contrajo matrimonio con la hermosa y ambiciosa Juana y pasó la noche con ella, noche sin duda agitada y fecunda puesto que la dejó embarazada. A la mañana siguiente, el rey abandonó el palacio sin despedirse y ya no volvió a ocuparse de doña Juana.

Quizá el lector sospeche que este hombre no estaba en sus cabales. Es posible: don Pedro arrastraba taras genéticas resultantes de repetidos matrimonios entre primos. Tengamos en cuenta que los peligros de la consanguinidad han sido desconocidos prácticamente hasta nuestros días; esto explica que tres sucesivas dinastías españolas (Trastámara, Austrias y Borbones) hayan padecido muchos males derivados de ella.

Frailes granujas.

Durante la Edad Media fue bastante corriente no sólo que los clérigos mantuviesen mancebas, sino que las exhibiesen públicamente como si de legítimas esposas se tratara.

La costumbre tuvo su origen en los matrimonios espirituales, con teórica exclusión del sexo, que la Iglesia toleró en los primeros siglos medievales. A su amparo, muchos clérigos se echaron novia con el pretexto de tener agapeta o subintroducta, es decir, ama. La institución era tan ambigua que inmediatamente se detectaron abusos. Ya el concilio de Elvira estableció que el pactum virginitatis debía ser público y prohibió la convivencia de ascetas y vírgenes bajo un mismo techo. Es más, estableció que cuando la virgen o monja se casaba, como era esposa de Cristo, cometía adulterio e incurría en excomunión. San Bonifacio, en el siglo VIII, clamaba contra los clérigos que «de noche mantienen a cuatro, cinco o más concubinas en su cama». También Fruela intentó prohibir el matrimonio de los clérigos, pero los afectados se le sublevaron.

La corrupción del clero alcanzó su punto álgido en el siglo X. El mal llegó a infectar las más altas jerarquías con la Santa Sede en manos de Marozia, aristócrata romana amante del papa Sergio III (904-911). Un hijo de Marozia seguiría la carrera del padre y llegaría a papa con el nombre de Juan XI (931-936). Si el Vaticano alcanzaba estos extremos, no debe extrañarnos que por toda la cristiandad existieran abades y clérigos amancebados y monasterios «que son casi lupanares» donde las monjas eran «pregnantes y adúlteras». En 1281, la priora del monasterio de Santa María de Zamora solicitó ayuda del cardenal porque las monjas jóvenes de su comunidad recibían visitas de dominicos que pasaban la noche en sus celdas «holgando con ellas muy desolutamente». Como eran correligionarios y había confianza, lo hacían en el propio convento, pero también las hubo que atendían a domicilio, como parece sugerir cierta ley de las Partidas que establece penas para «los que sacan monjas de conventos para yacer con ellas (…) si es clérigo débenlo deponer; si lego, excomulgar»; y la monja debía reintegrarse al convento de forma que estuviera mejor guardada que antes.

Los intentos de reformar al clero, particularmente desde que el papa Gregorio VII impuso de manera definitiva el celibato, fracasaron estrepitosamente. El concilio de Compostela (1056) dispuso que los sacerdotes y clérigos casados dejasen a sus mujeres e hicieran penitencia; el de Palencia (1129) ordenó que las mancebas de los eclesiásticos fuesen repudiadas públicamente; el de Valladolid (1228) que «denuncien por excomulgadas a todas las barraganas públicas de los dichos clérigos y beneficiados y si se moriren que las entierren en la sepultura de las bestias»; y el de Toledo (1324) señalaba que «se ha introducido la detestable costumbre de que vayan a comer a casa de Prelados y Grandes las mujeres livianas, conocidas vulgarmente con el nombre de soldaderas y otras que con su mala conversación y dichos deshonestos corrompen muchas veces las buenas costumbres». El viajero Juan de Abbeville (1228) observó que el clérigo español era más mujeriego que sus colegas europeos. Las cortes del siglo XIV adoptaron una serie de medidas para reprimir el amancebamiento delos clérigos. Por una parte se les obligó a satisfacer un impuesto; por otra se reprimió el lujo de sus mancebas acostumbradas a exhibicionismos tales como lucirse «con grandes quantías de adobos de oro y plata». Además, la ley las obligó a vestir paños viados de Ypres y un prendedor de lienzo bermejo que las distinguieran de «las dueñas honradas y casadas». Esta orden fue desobedecida, puesto que unos años después las cortes de Soria recuerdan que «las mancebas de los clérigos» debían llevar el prendedor «pública e continuamente». Como estas radicales medidas se mostraban inoperantes, en ocasiones se acudía a la negociación. Un privilegio de Enrique II concedía a los clérigos y prestes de Sevilla el mantenimiento de sus apaños siempre que fuera sin mengua de la castidad:

Que las dichas concubinas en adelante hicieren vida honesta, que les puedan en sus casas de ellas aparejar los manjares y enviarlos a los dichos clérigos a sus casas, y en el tiempo de enfermedad servirlos en cosas lícitas y honestas de día, salvo si el mal fuere muy grave. Y otro sí, que los clérigos y prestes puedan ayudar piadosamente a las dichas mujeres, e hijos ya nacidos, en sus menesteres.

Quedaban ya lejanos los tiempos en que los eclesiásticos tenían que ser impolutos (es decir, sin poluciones) y, caso de sufrir algún involuntario derrame nocturno, debían lavarse «y lanzar gemidos» antes de entrar en la iglesia.

Uno de los intentos de la jerarquía eclesiástica por erradicar las mancebas de los clérigos queda reflejado en la deliciosa Cantiga de los clérigos de Talavera, del Arcipreste de Hita:

Cartas eran venidas, dizen desta manera:

que casado nin clérigo de toda Talavera

que non toviese manceba casada nin soltera

y aquél que la tuviese descomulgado era.

Con aquestas razones que la carta dezía

quedó muy quebrantada toda la clerecía.

Gran revuelo de sotanas ante tamaño atropello y asamblea clerical para elevar la protesta al rey:

de más que sabe el rey que todos somos carnales

y se apiadará de todos nuestros males.

Oigamos las indignadas razones de uno de los afectados que acaba de regalar un vestido a su barragana y además la tenía recién lavada, lo que no era cosa de todos los días:

¿Que yo deje a Orabuena, la que cobré antaño?

En dejar yo a ella recibiera gran daño:

dile luego de mano doce varas de paño

y aun ¡por mi corona! anoche fue al baño.

Otro afectado, más irascible que el anterior, no se recata de proferir terribles amenazas contra el arzobispo:

Porque suelen decir que el can con gran angosto

con rabia de la muerte al amo muerde el rostro.

Si cojo al arzobispo yo en un paso angosto

tal tunda le daré que no llegue a agosto.

Remedios y hechicerías.

La farmacopea erótica ofrecía un amplio catálogo de remedios de origen tanto mineral como vegetal o animal. Destacaban la camiruca, el margul y el alburquiz, piedras citadas en el lapidario de Alfonso X. El mismo efecto se atribuía a la mandrágora, a la saponina (que se extrae de los tegumentos del sapo), al atíncar o bórax y a una dudosa receta cuyos componentes eran «carne de lagarto, corazón de ave y heces de enamorado». Las personas de alcurnia y posibles podían aspirar a poseer algún fragmento del cuerno del fabuloso unicornio, cuyas virtudes genéticas y vigorizadoras de virilidades detumescentes se tenían por casi milagrosas. Durante toda la Edad Media existió un activo comercio de colmillos de narval que desaprensivos mercaderes matuteaban por cuerno de unicornio. (Hoy el rinoceronte africano se encuentra amenazado de extinción debido a la caza masiva de que es objeto para surtir los mercados de Oriente, donde su cuerno frontal es muy estimado como afrodisíaco).

Los compuestos para remedios de amor parecen más pintorescos que peligrosos. Para enamorar a un hombre se le daba a comer pan amasado sobre el pubis de la mujer. Idénticos resultados se obtenían dándoles a comer un pez que hubiese muerto dentro de su vagina. Para conservar el amor de una mujer y asegurarse de su fidelidad se le daba a beber una pócima en cuya receta entraban testículos de lobo y la ceniza resultante de quemar pelos tomados de distintas partes del cuerpo. Para alcanzar y retener a una mujer frígida el hombre debía untarse el pene con sebo de macho cabrío antes de copular con ella. Para provocar la impotencia de un hombre, la mujer desnuda y untada de miel se revolcaba en un montón de trigo; luego recogía los granos adheridos a su piel y confeccionaba con ellos una torta que daba a comer al varón que quería desgraciar.

Para evitar que la mujer se quedara embarazada se friccionaba el pene con vinagre antes del coito. Es de suponer que, dada la precariedad manifiesta de este método anticonceptivo, las preñeces indeseadas serían frecuentes. Aunque, por otra parte, nunca se sabe. En muchos países africanos usan hoy como contraceptivo lavativas vaginales de una conocida bebida americana de cola y al parecer resulta eficaz, lo que ha alertado al departamento de promoción de la empresa, siempre atento a ampliar mercados investigando los nuevos usos de su brebaje.

Las Siete Partidas tienen en cuenta las hechicerías sexuales. Cuando una pareja no podía consumar el coito por hallarse hechizada, se le concedía un plazo de tres años «que uiuan en uno y tomar la jura dellos que se trabajaran quanto pudieren para ayuntarse carnalmente». Si, a pesar de esta buena disposición de las partes, se agotaba el plazo sin que la unión se hubiese consumado, el caso debía someterse a examen médico por parte de «omes buenos e buenas mugeres, si es verdad que ha entre ellos tal embargo». Otras hechicerías contenidas en grimorios pretendían provocar el amor de una mujer, hacerla danzar desnuda u otros caprichos semejantes. Estos libros de magia debieron estar muy solicitados. Alfonso X nos da noticia de un deán de Cales que seduciendo por magia y por grimorio «jode cuanto quiere joder». Así cualquiera.

A pesar de todos estos remedios, se daban muchos casos de mujeres insatisfechas. Algunas recurrían a diversos artefactos de autoestimulación. Una cantiga del poeta Fernando Esquió menciona un lote de cuatro consoladores que ha enviado a una abadesa amiga suya para servicio de su comunidad. En un documento de 1351 se habla de una mujer fallecida «por ocasión de un rauano (rábano) que le auian puesto por el conyo» (Archivo General de Navarra, sección de Comptos, 66 folio 296 vuelto). La crucífera y picantilla raíz parece haber despertado súbitas pasiones femeninas en muy distintas épocas. Un soneto anónimo del siglo XVI comienza:

Tú rábano piadoso, en este día

risopija serás en mi trabajo

serás lugarteniente de un carajo

mi marido serás, legumbre mía.

Quizá la íntima razón del desvalimiento amoroso de algunas mujeres fue olfativa más que estética. La cristiandad nacional se lavaba poco; lo uno por falta de medios y recursos, lo otro por no parecerse a los infieles mahometanos cuyas rituales abluciones eran precepto en su odiada religión. Lo cierto es que el olor descompuesto del sexo femenino era perfectamente perceptible en torno a la mujer. El marqués de Villena recomienda, en sus consejos al trinchante, que no se acerque demasiado a las mujeres pues sus cuerpos hieden y su olor puede desvirtuar el aroma de las viandas que prepara.