CAPITULO CINCO
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El sexo en la Reconquista

El hombre moderno posee una imagen inexacta de la Edad Media. La sociedad medieval, a pesar de sus intensas creencias religiosas, estaba mucho más desinhibida que la nuestra en lo que atañe al sexo. La represión sexual y su cohorte dengue y gazmoña son típicos productos de la moral burguesa que, por consiguiente, no se remontan más allá del siglo XIX. No obstante, como la Edad Media abarca casi un milenio, cabe encontrar en ella las más variadas y hasta contradictorias costumbres amorosas.

La vida era corta y trabajosa, por tanto había que aprovecharla. La mujer envejecía a los treinta años; el hombre a los cincuenta. La Iglesia era como una madre providente y juiciosa: imponía severas normas sociales y duras penitencias, sí, pero también sabía acoger con benevolencia las flaquezas de sus hijuelos, particularmente cuando se trataba de pecadillos de la carne. En aquel mundo asolado por periódicas hambrunas, por devastadoras pestes y por mortíferas guerras, en aquel mundo inhóspito, todavía privado de los beneficios del fútbol, de la lotería y de la televisión, ¿qué otro consuelo quedaba al resignado creyente aparte del sexo y de su tibia o ardiente esperanza en la recompensa celestial prometida para después del valle de lágrimas? Es muy natural que el sexo ocupara un lugar relevante entre los desahogos del hombre medieval. (Lo que nos trae a la memoria el más reciente caso de una pobre gitana que, en el trance de sufrir la extirpación de su matriz, suplicaba al cirujano: «¡Por lo que más quiera, señor doctor, no me vaya a cortar la vena del gusto que es el único consuelo que tenemos los pobres!»)

De hecho, en la primera mitad del milenio que abarca la Edad Media, la promiscuidad sexual estuvo bastante extendida. El humilde siervo la practicaba en las romerías que sustituyeron a las antiguas hierogamias y ritos primaverales de las religiones precristianas, pero la clase noble no iba a la zaga en lo referente a la libertad de costumbres. En los castillos de Alfonso VII encontramos que hombres y mujeres se bañaban juntos y desnudos en la sala de tablas. Muchas ceremonias estaban teñidas de profundo erotismo: el beso en la boca, por ejemplo, formaba parte del ceremonial caballeresco.

El sexo impregnaba las más cotidianas actividades. Con machacona reiteración, las autoridades eclesiásticas renovaban las disposiciones de los antiguos concilios contra la lujuria. Así lo da a entender también una tabla de penitencias del siglo X: por un beso demasiado ardoroso, veinte días de penitencia; el doble si se trata de un reincidente; por eyacular dentro de la iglesia, quince días; por actos homosexuales, si es un obispo, veinte años; si es presbítero, quince; si diácono, doce; si adolescente laico, sólo cuarenta días; por copular con un cadáver, cuatro días; con animal la pena es variable según sea más o menos «tierno»; la mujer que yace con burro, quince años; el marido que sodomiza a la mujer, tres años; si se allega a ella embarazada o menstruante, veinte días.

El derecho de pernada y otros abusos.

Dos leyendas de la entrañable y morbosa Edad Media inventada por los románticos nos deleitan singularmente: la del tributo de las cien doncellas y la del derecho de pernada. Según la primera, los califas de Córdoba eran tan poderosos que la débil e incipiente Castilla tenía que satisfacer anualmente un ignominioso tributo de cien doncellas para los harenes del rijoso moro. Fue el providencial rey Ramiro I, primer objetor fiscal de nuestra historia, el que tuvo el coraje de rebelarse y, con ayuda del apóstol Santiago matamoros, derrotó al ejército de Abd al-Rahman II en la batalla de Clavijo. Todo ello es falso y no tiene la menor base histórica. Se trata de una leyenda piadosa y patriotera inventada en el siglo XII por cierto clérigo mentirosillo, un tal Pedro Marcio.

Igualmente fabuloso es el pretendido derecho de pernada en virtud del cual el señor feudal podía desflorar a la novia cuando uno de sus siervos se casaba. La consuetudinaria pernada tiene un origen completamente distinto. Ciertos pueblos primitivos albergan la creencia de que el hombre transmite su alma y su fuerza natural en el semen que fecunda a la hembra. Para evitar esta pérdida del alma se recurre a un fecundador sagrado, que suele ser el propio dios convenientemente representado por su sacerdote, por el rey o por el jefe natural. De tan extraña creencia quedó un vestigio ceremonial en la Edad Media, en ciertos lugares, consistente en que el día de la boda el señor o su representante extendía honestamente una pierna sobre el lecho de los recién casados. Ésta es una clase de pernada, pero la denominación alude también a otra, a un privilegio feudal aún más inocente: el señor tiene derecho a un cuarto trasero de cada animal que su vasallo sacrifique. En 1273, el fuero de Gosol menciona el impuesto con estas palabras: «Que nos den como ha sido costumbre hasta ahora una pata». Finalmente, pernada fue también el derecho señorial a percibir un impuesto del súbdito que contraía matrimonio, pero éste es más propio de los países septentrionales.

La creencia en el derecho de pernada es muy antigua. En algunos lugares, a finales de la Edad Media, el sencillo pueblo estaba persuadido dela existencia por derecho de tal abuso señorial, aunque no se ejerciera. En 1462, los sublevados payeses de remensa exigieron la supresión de esta servidumbre y sus señores les contestaron:

Que no saben ni crehen que tal servitut sia en lo present Principat, ni sia may per algún senyor exhigida. Si axi es veritat com en lo dit Capítol es contengut, renuncien, cessen, e anullen los dits senyors tal servitut, com sie cose molt iniusta y desoneta.

Lo mismo ratificó Fernando el Católico en 1486. Otra cosa distinta era que un señor feudal se encaprichara de una moza y abusara de ella, no por derecho sino por la mera fuerza. Cuenta el cronista Mosén Diego de Valera que el arzobispo de Santiago Rodrigo de Luna, «estando una novia en el tálamo para celebrar sus bodas con su marido, él la mandó tomar y la tuvo consigo toda una noche».

El cinturón de castidad.

Otra romántica imagen sexual de la Edad Media es el cinturón de castidad, un púdico arnés fortificado con industria de cerrajería, con el que se supone que el marido guardaba, como en caja fuerte, la fidelidad de su esposa cuando se veía impelido a una larga marcha, por ejemplo para participar en las Cruzadas. Es cierto que tales cinturones se usaron en Europa al final de la Edad Media. El invento había llegado de Oriente, como la Peste Negra, y arraigó primero en Florencia donde lo llamaron bellifortis. Su uso se divulgó en el siglo XV por Francia y Alemania. El humanista Eneas Silvio, que luego sería Papa Pío II, escribió:

Esos italianos celosos hacen muy mal en poner cerrojos a sus esposas, ya que es condición de la mujer desear mayormente aquello que le es prohibido, y es más consciente cuando puede actuar con entera libertad.

Algunos maridos celosos impusieron el uso cotidiano de esta incómoda prenda a sus sufridas esposas. En 1889, en una iglesia austríaca se encontró el esqueleto de una mujer que había sido sepultada, con su cinturón de castidad. Sería para defender su póstuma virtud de las asechanzas de los necrófilos.