El musulmán, al igual que sus vecinos cristianos, esperaba y exigía que su esposa llegase virgen al matrimonio. Como éste solía ser arreglado por las respectivas familias, con el concurso de algún mediador, la primera experiencia sexual delos dos perfectos desconocidos no siempre resultaba placentera. Veamos cómo acaba una noche de bodas, según lo cuenta Ibn Hazn:
Cuando se quedaron solos, habiéndose él desnudado (…) la muchacha que era virgen lo miró y se asustó del tamaño de su miembro. Al punto salió corriendo hacia su madre y se negó a seguir junto a él. Todos los que la rodeaban porfiaron para que volviera; pero ella rehusaba y casi se iba a morir. Por esta causa el marido se divorció de ella.
De una esclava ya no se exigía que fuera virgen inexperta, puesto que lo normal era que el dueño la desflorara incluso antes de alcanzar la pubertad, que era el plazo que marcaba la ley: «Si la esclava no es núbil hay que esperar un mes después de la primera menstruación. Si lo es, hay que esperar a que tenga una vez sus menstruos y si está enferma se esperará tres meses lunares». Un buen caballo o una esclava doncella constituían un delicado presente; tres esclavas, un regalo principesco. Almanzor envió al juez Abu Marwan tres muchachas vírgenes, «tan bellas como vacas silvestres». En la misiva versificada que acompañaba al regalo el dador expresaba sus mejores deseos: «¡Que Alá te conceda potencia para cubrirlas!» Alá se mostró providente puesto que el venerable anciano, aunque no carcamal, estuvo robusto en la lid venérea y las desfloró a las tres aquella misma noche. Al día siguiente, con temblorosa pero satisfecha mano, escribió a Almanzor: «Hemos roto el sello y nos hemos teñido con la sangre que corría. Volví a ser joven a la sombra de lo mejor que puede ofrecer la vida…»
Nos queda la duda de si el provecto juez recurriría a alguna de las argucias de la farmacopea amorosa musulmana. En todos los zocos de perfumistas se vendían afrodisíacos. Ofreceremos gustosamente al escéptico lector la fórmula de alguno de ellos: mézclense almendra, avellana, piñones, sésamo, jenjibre, pimienta y peonia, májese en un mortero hasta que resulte una fina pasta que se ligará luego con vino dulce. El jarabe resultante se debe ingerir al menos una hora antes del proyectado coito. Debe ser muy energético.
Otra receta menos complicada: «Aquel que se sienta débil para hacer el amor debe beber, antes de irse al lecho, un vaso de miel espesa y comer veinte almendras y cien piñones, observando esta dieta tres días». Con harina cualquiera amasa.
Existe también una pomada «para estimular la erección», compuesta de euforbio, natrón, mostaza y almizcle ligados en pasta de azucena. Debe friccionarse suavemente por el pene y la espalda. Quizá resulte un poco complicado hacerse con todos sus ingredientes, en cuyo caso se puede recurrir a otra fórmula más simple que garantiza los mismos efectos: los sesos de cuarenta pájaros cazados en época de celo se secan, se trituran y se mezclan con esencia de jazmín. El polvo resultante es mano de santo. Según otra receta, «para preparar la vulva y estimular el apetito sexual» hay que juntar a partes iguales quince elementos, a saber: espliego, costo, calabacín, jenjibre, jancia, flor de nuez moscada, flor de granado, canela, almizcle, ámbar, incienso, sandáraca, uñas aromáticas, nuez moscada y ácoro falso. Se nos antoja en exceso prolijo y además no se garantizan sus efectos, porque el texto sugiere que «su resultado será maravilloso si Alá quiere». De más fácil obtención y más fiables frutos parece la noble trufa, esa maravilla subterránea, esa delicada joya. El tratado de Ibn Abdun advierte: «Que no se vendan trufas en torno a la mezquita mayor, por ser un fruto buscado por los libertinos». Y, finalmente, cabe citar la cantaridina, extracto resultante de machacar y reducir a polvo moscas cantáridas (mosca española). Es un afrodisíaco contundente, pero algo peligroso para el riñón; provoca dilatación de los vasos sanguíneos de la zona genitourinaria, lo que facilita una rápida erección, aunque no se sienta deseo sexual alguno. Sigue siendo muy usado por paganos africanos y por cristianos poco temerosos de Dios.
En los mismos anaqueles destinados a remedios amorosos encontramos los anticonceptivos. Entre los más primitivos estaban los pesarios de estiércol de elefante. Las personas escrupulosas quizá preferirían recurrir al poético expediente de colocar un ramo de petunia bajo el colchón del amoroso lecho. También se evitaba el embarazo si la mujer llevaba pendiente del cuello, en una bolsita, ciclamen, un colmillo de víbora y el corazón de una liebre.
Todos estos remedios concitarán dudas en el descreído lector, lo sé. Es evidente que se producirían algunos embarazos no deseados, para los cuales habría que recurrir a los abortivos. Un método consistía en «golpear suavemente tres veces al hombre con el que se va a cohabitar con una rama de granado» o fumigarse las partes verendas con estiércol de caballo. Si a pesar de ello no se remediaba la embarazosa situación, el último remedio era confiarse a un cirujano experto o a una partera.
Un tratado del siglo XV (El jardín perfumado de al-Nefzawi) describe once posiciones para el coito, probablemente derivadas de las veinticinco del Kamasutra hindú. No obstante, como algunas requieren destrezas de contorsionista, lo más probable es que la pareja prudente se limitara a practicar las cuatro o cinco más asequibles: pecho contra pecho; tendidos; por el dorso; la mujer a horcajadas sobre el hombre; levantando una pierna; de lado, y en pie, con la mujer alzada. Estos árabes, madurados por la filosofía amorosa del sensual Oriente, reconocen que el placer completo es el compartido y que lo importante no es la posición coital, sino sus resultados. Es lo que se deduce, al menos, de las sabias recomendaciones que da Ibn al-Jatib para prevenir las distonías neurovegetativas que suelen aquejar alas esposas: «Causas de amor y dicha son que el varón satisfaga la necesidad de la hembra antes que la suya pues lo corriente es que a la mujer le quede el fracaso y la desilusión (…) y conduce a muchos males en las que necesitan satisfacción». Para ello el varón ha de tener en cuenta que «los placeres no dependen de la profundidad de la vulva, sino de su oquedad y superficie». Antes de llegar al momento decisivo se supone que precede la fase aproximativa: el marido debe aludir al acto sexual antes de empezar. Por eso dice el libro sagrado: «Vuestras mujeres son vuestra campiña. Id a vuestra campiña como queráis pero haceros preceder» (2,223). La expresión «haceros preceder» se ha interpretado como licencia para gozar a la mujer de cualquier forma excepto sodomizándola. Un comentarista lo expone en términos más precisos: «Quiere decir de pie, sentados, de lado, por delante y por detrás». El proceso entraña «juegos, succiones, unión, olfación, trenzado de dedos y manos, besos por todo el cuerpo y en forma descendente, también en mejillas, ojos, cabello y pechos y el dejar caer los cabellos, luego el encabalgamiento y el contacto de unos miembros con otros y finalmente la toma de posesión del sitio…». Ibn al-Jatib completa el cuadro con una esclarecedora descripción técnica:
Si acaece la entrega, se consolida la situación de penetración completa para dar lugar a la eyaculación y derramamiento, luego viene la calma y la laxitud antes de la separación, después la alegría, el reconocimiento de los ojos por la consideración de lo bueno y la desaparición de la abstinencia. Facilitan el coito la mejor calidad de los alimentos, la vida muelle, la satisfacción, los perfumes, la buena vida, los baños equilibrados y los vestidos suaves. Los efectos del coito son: reduce la plétora, da vitalidad al espíritu, restablece el pensamiento alterado y sosiega la pasión oculta.
Por el contrario, la privación del coito «produce vértigo, oscuridad de la visión, dolor de uréteres y tumores en los testículos». Otros tratados médicos del siglo XIV explican el modo de «hacer las vulvas placenteras estrechándolas y preparándolas para la unión y la manera de agrandar los penes con el mismo objeto».
En su obligada brevedad, estos tratados omiten toda referencia a los instrumentos auxiliares del amor; por ejemplo, el ingenioso anillo cosquilleador que se fabricaba desecando un párpado de cabra en torno a un palo tan grueso como el pene del usuario. En el momento de la erección, se insertaba en la base del pene de manera que las largas y sedosas pestañas caprinas produjeran en el clítoris un agradable cosquilleo durante la cópula. Es un invento mongol del siglo XIII que gozó de aceptación en el mundo islámico. Resulta bastante similar al guesquel, escobilla de cerda mular atada detrás del glande, con el que los indígenas patagones deleitan a sus mujeres.
En contraste con estos refinamientos observamos que el cunnilingus brilla por su ausencia. A los árabes les repugna esta venerable práctica que, por otra parte, sólo produce placer a la mujer. No obstante, fue muy usada por los eunucos o entre mujeres confinadas en harenes.
Otras reglas de aplicación más o menos unánime prohibían el coitus interruptus y el coito con mujer menstruante «aunque no se eyacule y sólo se penetre hasta el anillo de la circuncisión». En este caso estaba permitido que la mujer masturbara al hombre, pero los comentaristas no se ponían de acuerdo sobre si era correcto que el hombre se aliviara manualmente.
Cantores y pederastas.
Al igual que otros pueblos antiguos, los árabes se entregaron con cierta asiduidad a las prácticas homosexuales a pesar de la prohibición coránica y del rigor con que las leyes las castigaron en ciertas épocas. Levi Provençal alude incluso a la congénita homosexualidad de los árabes. Las ordenanzas municipales de Sevilla son terminantes en este punto:
Los putos deberán ser expulsados de la ciudad y castigados dondequiera que se les sorprenda. No se les permitirá que circulen entre los musulmanes ni que anden por las fiestas, porque son fornicadores malditos de Dios y de todo el mundo.
Estas ordenanzas estuvieron en vigor en tiempos de los severos almorávides, pero la tónica general del musulmán fue muy distinta. Cuando las costumbres se relajaron, en los reinos de taifas, la sodomía se practicó casi con entera libertad y gozó de cierta aceptación social. De hecho existían cantantes y músicos afeminados (hawi, mujannath) cuyos servicios, no sólo artísticos, eran requeridos en fiestas y banquetes. A uno de ellos alude el poeta Malik (siglo XIII): «¡Oh, tú que has hecho fortuna con tu ano!» En contraste, el poeta Ibn Quzman se jacta de ser homosexual en otro poema: «Si entre los hombres hay quien tiene una de las dos cualidades, sodomita o adúltero, yo reúno las dos».
Para el árabe la pareja homosexual ideal era el mozo imberbe al que ya comienza a apuntarle el bozo. En alguna época la moda femenina se virilizó hasta el punto de que las mujeres se disfrazaban de muchacho para atraer a sus enamorados. Tal ambigüedad sexual deja rastro en la poesía: «La rosa se ha abierto en su mejilla, pero está guardada por el escorpión de su patilla». No es sorprendente que una de las enfermedades reiteradamente citadas en los tratados de medicina sea la linfogranulomatosis venérea en su forma ano-rectal, típica de los pederastas. En cuanto a la homosexualidad femenina, su práctica fue bastante común en el cerrado mundo del harén, aunque estaba prohibida y se castigaba severamente:
Alá ha dispuesto una norma para las mujeres: a la virgen que peque con otra virgen, un azote y destierro de un año; pero a las que pequen sin ser vírgenes cien azotes y lapidación.
Castigo grave si se tiene en cuenta que la lapidación se solía reservar a los adúlteros.
Las leyes religiosas prohibían también la fornicación con animales, si bien se toleraba cuando lo requería la salud del fornicador. Los árabes creían, y en ciertas zonas lo siguen creyendo, que las enfermedades venéreas se remedian por este conducto. Acudamos a los textos:
Está permitido fornicar con animales hembras cuando se es víctima de la gonorrea, de fuerte inflamación del pene y de otras afecciones que no vayan acompañadas de úlceras o llagas. La experiencia ha demostrado que por obra de esta fornicación el hombre se libra del virus causante de estas enfermedades, sin que el animal pueda contraerlas, pues el virus es inmediatamente aniquilado por el gran calor que reside en la vulva del animal y por las cualidades acres y ácidas de las secreciones mucosas (…) pero esta fornicación debe cesar so pena de contravenir la ley del islam, en cuanto hayáis recobrado la salud.
Por el mismo motivo estaba muy indicado el coito con mujeres negras, debido a la mayor temperatura de su vagina.
Las relaciones sexuales con animales debieron ser muy frecuentes en la España musulmana, particularmente en el medio agrícola. Veamos lo que nos cuenta un médico de tiempos de Abd al-Rahman III:
Pregunté al campesino ¿Qué te sucede? Replicó ¡Oh visir tengo un tumor en la uretra que me oprime y me impide orinar desde hace muchos días. Estoy a punto de morir! Le ordenó ¡Enséñamelo! El paciente le mostró el pene tumefacto. El médico dijo al hombre que acompañaba al enfermo: ¡Búscame una piedra plana! Fue por ella y la entregó al visir. Éste siguió: «Cógela con la mano y pon el pene encima de la piedra». Quien me lo contaba añadió, una vez que estuvo el pene sobre la piedra, el visir le descargó un puñetazo. El paciente se desmayó y al cabo de un momento comenzó a fluir el pus con rapidez, después orinó: la orina siguió al pus. El hombre abrió los ojos. El médico le dijo: ¡Vete! Estás curado de tu enfermedad. Eres un hombre corrompido pues has cohabitado con el animal por su ano y casualmente has encontrado un grano de cebada de su pienso que se te ha incrustado en el agujero de la uretra y ha causado el tumor. Ya ha salido con el pus. El hombre exclamó: «¡Así lo hice!»