¿Cuáles son las señales del amor? «Insistencia en la mirada, que calle embebecido cuando habla el amado, que encuentre bien cuanto diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde hay espacio de sobra, que se acaricien los miembros visibles donde sea hacedero (…) el beber lo que quedó en el fondo dela copa del amado, escogiendo el lugar mismo donde él posó sus labios». Otros detalles no son menos entrañables: «Jamás vi a dos enamorados que no cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de ámbar y rociados con agua de rosas (…) se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de masticar luego de usada». También en Ibn Hazn encontramos el relato conmovedor de un primer amor y de una primera experiencia sexual:
Un hombre principal me contó que en su mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una vez —me dijo— tuvimos un día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se extiende al poniente de Córdoba. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a llover. En las cestas de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces mi tío mandó a la esclava que se cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que fue aquella posesión, ante los ojos de todos y sin que se dieran cuenta! ¿Qué te parece esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en plena fiesta? Luego me dijo: jamás olvidaré aquel día.
Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía nos conmueven. Cuando ya los protagonistas no son siquiera polvo enamorado, parece que todavía percibimos el olor de la tierra mojada, el acre ahogo de la lana que se va empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal ardiente de los voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión.
Hacia el siglo IX, en Córdoba y en otras grandes ciudades andaluzas, encontramos una refinada y hedonista sociedad urbana en la que la relajación de las costumbres era tal que por doquier se escuchaban agoreras advertencias de los rigoristas anunciando la ruina del califato. Uno de ellos escribe en una carta de pésame a un amigo cuya hija ha fallecido: «En los tiempos que corren el que casa a su hija con el sepulcro adquiere el mejor de los yernos».
Los frailes alcahuetes.
Aunque parezca sorprendente, la industria del placer estaba en manos de los monjes cristianos y radicaba en ciertos monasterios establecidos extramuros de la ciudad. Debido a la prohibición coránica (V-90), los musulmanes no pueden beber vino, pero esta prohibición no afectaba a los cristianos mozárabes que residían en territorio árabe. Por lo tanto, cuando un musulmán quería transgredir la norma —cosa que ocurría muy frecuentemente—, sólo tenía que acudir a las tabernas de los cristianos. Y con el tiempo, como el sexo va frecuentemente unido al alcohol, el negocio prosperó y los monasterios cristianos situados fuera de la jurisdicción de la ciudad ampliaron la gama de sus servicios.
De los textos se desprende que aquel clero cristiano, constituido por personas de mundo, interpretaba bastante liberalmente los votos del celibato. Es lo que nos sugieren las ordenanzas municipales de Sevilla, compiladas por Ibn Abdun cuando establece que «debe prohibirse a las musulmanas que entren en las abominables iglesias de los cristianos porque sus curas son libertinos, fornicadores y sodomitas. También debe prohibirse a las mujeres cristianas la entrada en las iglesias fuera de los días de oficios o fiestas porque allí comen, beben y fornican con los curas y no hay uno de ellos que no tenga dos o más de estas mujeres con quienes acostarse. Han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa. Convendría, pues, mandar a los clérigos que se casaran, como ocurre en Oriente, y que si quieren lo hagan (…) no debe tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un cura, mientras éste se niegue a casarse».
Hubo algunos califas cordobeses que, sucumbiendo a los sosegados hábitos del entorno, prefirieron hacer el amor a la guerra. Abd al-Rahman II, yendo al frente de una expedición guerrera contra los cristianos del Norte, sufrió una polución nocturna. Cuando despertó añoraba tanto a su favorita que delegó el mando del ejército en su hijo al-Hakan y se volvió a Córdoba con su amada. No es de extrañar que este apasionado estadista engendrase cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas. Total: ochenta y siete.
En esta sociedad, la mujer de clase superior se sentía casi liberada, incluso sexualmente. La famosa Wallada, poetisa y mujer de mundo, disfrutó sucesivos amantes de uno y otro sexo. Wallada era admirable «por su presencia de espíritu, pureza de lenguaje, apasionado sentir y decir ingenioso y discreto», pero «no poseía la honestidad apropiada a su elevada alcurnia» y era dada «al desenfado y a la ostentación de placeres». Su poesía resultaba femenilmente delicada, pero cuando descendía a terrenos más prosaicos no tenía pelos en la lengua. Lo demuestran las invectivas que dirigió contra uno de sus amantes, el poeta Ibn Zaydun, al que apostrofa de «sodomita activo y pasivo, rufián, cornudo, ladrón y eunuco que se prenda de los paquetes de los pantalones».
A la caída del califato, la situación de la mujer empeoró y los fundamentalistas bereberes africanos, almohades y almorávides impusieron su estricta moral en al-Andalus. La nueva situación se refleja en las ordenanzas municipales sevillanas cuyas disposiciones nos dan una idea de las mil trapacerías que los amantes habían de urdir para burlar la vigilancia de los censores:
El cobrador del baño no debe sentarse en el vestíbulo cuando éste se abre para las mujeres, por ser ocasión de libertinaje y fornicación (…) la recaudación de las alhóndigas para comerciantes y forasteros no estará a cargo de una mujer, pues eso sería la fornicación misma (…) debe prohibirse que los que dicen la buenaventura vayan por las casas pues son ladrones y fornicadores (…) es fuerza suprimir los paseos en barca por el río de mujeres e individuos libertinos, tanto más cuanto que las mujeres van llenas de afeites (…) ningún abogado debe defender a una mujer, pues lo primero que haría sería procurar seducirla (…) prolongando el pleito para cortejarla por más tiempo (…) debe impedirse que los que dicen la buenaventura o cuentan cuentos se queden solos con las mujeres en las tiendas donde ejercen su oficio (…) también los adivinos (…) vigílese continuamente a estos individuos que son unos sinvergüenzas y las que acuden a ellos no son más que desvergonzadas (…) prohíbase a las mujeres que laven ropa en los huertos, porque se convierten en lupanares (…) que no se sienten en la orilla del río en verano cuando lo hacen los hombres (…) en los días de fiesta no irán hombres y mujeres por el mismo camino para pasar al río (…) ningún barbero deberá quedarse a solas con una mujer en su tienda de no ser en el zoco y en lugar donde pueda vérsele y esté expuesto a las miradas de todos (…) debe impedirse que en los almacenes de cal y en los lugares vacíos se vaya a estar a solas con mujeres (…) debe prohibirse que entren en el zoco las vendedoras, que son todas prostitutas.
La mujer escapaba del encierro doméstico con ciertos pretextos de índole religiosa y para visitar el cementerio y cuidar de las tumbas familiares una vez por semana. Era una espléndida ocasión para dejarse cortejar o para citarse con el amante. Por eso no debe sorprendernos que el legislador, consciente de que en el cementerio «se bebe vino y se cometen deshonestidades», promulgue estas ordenanzas:
No debe permitirse que en los cementerios se instale ningún vendedor, que lo que hacen es contemplar los rostros descubiertos de las mujeres enlutadas, ni se consentirá que los días de fiesta se estacionen los mozos en los caminos entre los sepulcros a acechar el paso de las mujeres (…) Se ha comprobado que algunos individuos permanecen entre las tumbas con intención de seducir a las mujeres. Para impedirlo se hará inspección dos veces al día.
En la nómina de los libertinos islámicos brillaba con luz propia este galán merodeador de cementerios al acecho de mujeres necesitadas de consuelo. Al celoso funcionario municipal no se le escapa nada: «Los cercados circulares que rodean algunas tumbas a veces se convierten en lupanares, sobre todo en verano cuando los caminos están desiertos a la hora de la siesta».
Amor udrí.
Aunque estaba presta a entregarse, me abstuve de ella, y no obedecí la tentación que me ofrecía Satanás (…) que no soy yo como las bestias abandonadas que toman los jardines como pasto.
No son los versos de un perturbado. Se trata de un celebrado poema de Ahmed ibn Farach, poeta de Jaén, en el que contemplamos la más acabada enunciación del amor udrí, un amor desprovisto de sexo, un amor contemplativo, puramente platónico, que se goza en una morbosa perpetuación del deseo (García Gómez) evitadora del fracaso de la realización. Lo llamaron «udrí» por aludir a una mítica tribu de Arabia, los Banu Udra, que exaltaban la castidad quizá influidos por el monacato cristiano.
Las primeras manifestaciones de este amor se detectan en el siglo X y proceden de Oriente. El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado.
Diferente del amor udrí es el amor caballeresco santificador del amor sexual. El hombre es atraído por la mujer porque, en la perfección de la unión, se acerca a Dios. Es una especie de mística del erotismo. El hombre tiene una visión total de la perfección divina en su propio reflejo de la mujer. Por consiguiente eleva a la mujer a símbolo perfecto de su comunicación con Dios y máxima perfección terrena, lo que, en Dante, dará la donna angelicata.
Los musulmanes españoles, aunque facultados para tener hasta cuatro esposas, en realidad raramente se casaban con más de una, si exceptuamos a sultanes y potentados para los que la posesión de muchas mujeres era cuestión de prestigio. Los ciudadanos pudientes solían adquirir esclavas de placer, de las que existía activo comercio. Ya hemos visto que eran muy apreciadas las cristianas del norte, especialmente si eran rubias. Pero el comprador incauto podía ser víctima de un conocido timo consistente en vender a una musulmana libre haciéndola pasar por cristiana. Luego la moza se presentaba a la justicia y demostraba que era libre, con lo que el comprador quedaba burlado y perdía su inversión. En ciertas épocas estas esclavas concubinas formaron una categoría similar a las geishas japonesas. Se les exigió que, además de dominar las artes del amor —que llegaban al islam desde la India por intermedio de los persas— fuesen instruidas, buenas recitadoras y calígrafas, narradoras de cuentos y refranes y expertas músicas. La famosa Rumayqiya era excelente poeta en árabe clásico y «tañía el laúd a maravilla».
Prostitutas y eunucos.
En una escala inferior estaban las humildísimas e inevitables putas de la casa llana. En las grandes ciudades se albergaban en prostíbulos (dar al-jarach — la casa del impuesto) donde entregaban una parte de sus ganancias al fisco, pero también en alhóndigas, fondas y ventas del camino. Como en los tiempos de Roma, la autoridad competente se empeñaba en que vistieran de manera especial para distinguirlas de las mujeres honestas, pero inevitablemente éstas imitaban el atuendo de las perdidas con gran escándalo de las personas de orden. El tratado de Ibn Abdun, cuando los almorávides restablecieron, aunque por poco tiempo, el rigor islámico, establece que «debe prohibirse a las mujeres de la casa llana que se descubran la cabeza fuera de la alhóndiga, así como que las mujeres decentes usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las bailarinas se les prohíba que destapen el rostro».
Los eunucos constituían una clase distinta. Generalmente eran prisioneros de guerra cristianos. La delicada operación de castrar era realizada por médicos especializados en Pechina y otros lugares. Al Muqaddasi describe la operación:
Se les cortaba el pene de un tajo, sobre un madero, después se les hendían las bolsas y se les sacaban los testículos (…) pero a veces el testículo más pequeño escapaba hacia el vientre y no se extirpaba, por lo que éstos tenían después apetito sexual, les salía barba y eyaculaban (…) Para que cicatrizara la herida se les ponía durante unos días un tubo de plomo por el que evacuaban la orina.
Existían dos clases de eunucos: los que habían sido castrados antes de la pubertad y no podían disimular su aspecto femenino (nalgas voluminosas, voz atiplada, ausencia de caracteres sexuales secundarios), y los que habiendo sido castrados después de la pubertad conservaban cierta apariencia viril. Los eunucos constituían el servicio doméstico de las casas nobles y se especializaban en felación y cunnilingus. El caso es que los que habían perdido los testículos pero conservaban el pene podían alcanzar, teóricamente, una erección suficiente para el coito, pero estos casos eran raros en al-Andalus. Algunos de ellos, emancipados y ricos, se empeñaban patéticamente en guardar las apariencias de su virilidad y mantenían un harén.