En el año 711, los árabes invadieron la península y la convirtieron en provincia de un vasto imperio islámico cuya capital era Damasco. No parece que los indígenas sufriesen trauma alguno al pasar del poder visigodo al musulmán. En su inmensa mayoría se convirtieron al islam y se mezclaron con los invasores en enlaces mixtos. En esta masiva apostasía de la tibia cristiandad hispanorromana quizá influyera algo el hecho de que la nueva religión legitimaba el placer sexual y, en lugar de amargar la vida de los creyentes amenazándolos con las penas del infierno, enfatizaba las delicias que les estaban destinadas en un Cielo poblado de bellas y retozonas huríes. En esto hay que reconocer al islam una visión realista de la naturaleza humana de la que quizá carece el cristianismo. «Hombres y mujeres —escribe Ibn Hazn— son iguales en lo tocante a su inclinación por entrambos pecados de malediciencia y concupiscencia».
Pero junto a esa laudable tolerancia sexual, los conversos tuvieron que aceptar también los postulados antifeministas inherentes a la nueva religión. En el islam, la mujer es inferior al hombre y debe sometérsele, porque su función consiste en hacer agradable la vida del hombre, cuidar de su casa, engendrar sus hijos y procurarle placer; es el reposo del guerrero. El Corán, un libro sagrado que, según Ortega y Gasset, «apergamina las almas y reseca a un pueblo», establece claramente el papel social de la mujer:
Los hombres están por encima de las mujeres porque Alá ha favorecido a unos respecto a otras y porque ellos gastan parte de sus bienes en favor de las mujeres. Las mujeres piadosas son sumisas a las disposiciones de Alá. A aquellas de quienes temáis desobediencia, amonestadlas, confinadlas en sus habitaciones, golpeadlas. Pero si os obedecen, no busquéis pretexto para maltratarlas. Alá es altísimo, grandioso. (Sura, 4, 38).
Es posible que esta discriminación de la mujer haya contribuido al subdesarrollo de los países islámicos, a lo que quizá se pueda añadir esa neurótica exaltación de la virilidad, cifrada en el sexo y la guerra, que parece caracterizar la mentalidad árabe. Esto justifica la sorprendente abundancia de metáforas erotico-bélicas que caracterizan la poesía árabe tradicional: «Abracé a la amada como se abraza una espada; sus labios eran rojos como el sable ensangrentado», etc. A veces la metáfora se prolonga para ilustrar bellamente la cosificación de la hembra: «Las mujeres son como sillas de montar; la silla es tuya mientras la montas y no te apeas; pero si bajas, otro puede montar en el mismo sitio y hacer lo que tú hiciste». En honor a la verdad, hay que reconocer que otros textos, lejos de considerar a la mujer como objeto, la elevan a una escala intermedia entre el objeto y el ser vivo y le reconocen una cierta vida vegetativa. Esto es muy de agradecer. Por ejemplo, en Ibn Hazn: «Son las mujeres como plantas de olor que se agostan si no se las cuida, o como edificios que se desploman por falta de reparos».
Así como existen diversas razas de caballos que contribuyen con su belleza y trabajo, e incluso con su inteligencia animal, a hacer más agradable la vida del hombre, también existen diversas razas de mujeres cada cual con sus excelencias. Veamos: «Para mujer sensual, la beréber; para madre de bellos hijos, la persa; para el servicio doméstico, la griega». El ideal de belleza quizá no responda a criterios muy actuales: el árabe valora la desbordada hermosura. A menudo su poesía compara a la mujer con la vaca, sin asomo de burla, igual que lo hace Homero. En las lustrosas carnes de la mujer se refleja la desahogada posición económica de su dueño. Conocida es la fascinación árabe por la nalga opulenta. La esteatopigia, lejos de considerarse un defecto, era muy apreciada por los entendidos. Se conseguía cebando a la mujer a base de alimentos energéticos, golosinas y buñuelos de aceite, harina, almendra y miel. Al trasero poderoso debían acompañar, dentro de lo posible, una cintura estrecha, un cuello de gacela, dos pechos de jacinto, preferentemente voluminosos, unas mejillas sonrosadas, unos dientes de perlas, una frente como la luna llena y una larga cabellera como cascada de azabache que acertara a cubrir los encantos cuando la mujer se mostrara desnuda en el lecho. Al igual que la griega y que la romana, la árabe resultaba más excitante cuando estaba perfectamente depilada.
A las perfecciones estéticas enumeradas cabía añadir otra de carácter funcional: que fuera fértil y buena paridora. Aparte de objeto de placer, la mujer era una utilísima matriz, un instrumento para que el hombre perpetuase su linaje humilde o ilustre. Esto se pone de manifiesto en otro texto árabe: «No reprochéis a un hombre que su madre sea griega, sudanesa o persa, las madres son sólo el recipiente del semen. Es el padre el que hace al hijo». Por lo tanto no debe extrañarnos que muchos sultanes fueran rubios, de ojos azules; es que sus madres solían ser esclavas nórdicas, de las que existió un activo comercio en la Edad Media. Como había mucha demanda y el producto era muy cotizado, los corsarios dedicados a la trata se aventuraban en busca de mujeres rubias hasta las costas de Islandia. Por otra parte, el árabe auténtico no era precisamente moreno; tenía el cabello azafranado y la piel rubicunda y pecosa. Lo que ocurre es que cuando conquistó el norte de África y Mesopotamia, se mezcló con otros pueblos negroides, de tez oscura, más numerosos. Éstos son los que actualmente se hacen llamar árabes debido a que profesan la religión islámica y hablan el idioma de sus antiguos conquistadores.
Aceptado su deficiente desarrollo psíquico y sus congénitas malas inclinaciones, la mujer se nos revela como una criatura sospechosa, una deficiente mental inclinada a la lujuria, a la que hay que vigilar y atar corto. Ibn Hazn aconseja:
Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. El espíritu de las mujeres está vacío de toda idea que no sea la de la unión sexual(…) de ninguna otra cosa se preocupan, ni para otra cosa han sido creadas.
Otra flor del mismo tratadista:
Nunca he visto, en ninguna parte, a una mujer que al darse cuenta de que un hombre la mira o escucha no haga meneos superfluos, que antes le eran ajenos, o diga palabras de más, que antes no juzgaba precisas.
El Corán abunda en la misma idea cuando recomienda «que las mujeres no meneen sus pies de manera que se vean sus adornos ocultos» (XXIV, 11).
Mano firme es, evidentemente, lo que pide este ser veleidoso de dura cerviz. A pesar de ello, el islam tasa generosamente sus parvos merecimientos y se muestra compasivo con ellas. Establece un texto legal:
Cuando zurremos a la mujer conviene hacerlo de manera que no se le cause lesión permanente. Antes hay que amonestarla, aunque de antemano se sepa que no servirá de nada.
Naturalmente, algunos perspicaces ingenios protestaron contra el envilecimiento institucional de la mujer, pero ¿qué son estas denuncias sino breve gota de agua en el inmenso arenal del fanatismo machista? Señala Averroes:
Las mujeres parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y amamantar a los hijos y ese estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no se ve entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales; su vida transcurre como la de las plantas, al cuidado de los maridos.
Esta mujer postergada se rebeló echando mano de las escasas armas que tenía a su alcance, superó al marido con ingenio y astucia y se convirtió en una criatura despótica e intrigante que a menudo cifraba su desquite en herir al marido allá donde más le podía doler; es decir, se las arreglaba para eludir la vigilancia carcelaria de que era objeto y cometía adulterio. Para hacer frente a esta pavorosa eventualidad, el dueño y señor recurría a veces a un drástico remedio: extirparle el clítoris para privarla de toda posibilidad de experimentar placer sexual. De esta manera, la mujer quedaba reducida a lo que funcionalmente era: un orificio destinado a procurar el placer del varón. Otras veces la bárbara cirugía se justificaba con fines estéticos, en mujeres afectadas de hipertrofia. Un cirujano cordobés del siglo X escribe: «Algunas tienen un clítoris tan grande que al ponerse erecto semeja un pene viril y hasta logran copular con él» (lo que alude a la homosexualidad femenina tan frecuente en los harenes, aunque el islam la prohíbe).
La extirpación del clítoris se sigue practicando actualmente en algunos países islámicos cuando la mujer cumple nueve años. En la civilizada, cristiana y pacata Europa del siglo XIX también se recurrió a ella, en ocasiones excepcionales, para curar a las muchachas masturbadoras.
Al igual que sus vecinos, los cristianos medievales, el musulmán divide el mundo femenino en mujeres decentes y mujeres de placer. La mujer decente es jurídicamente libre y se eleva a la categoría de esposa, pero permanece enclaustrada en el gineceo del harem, la parte femenina de la casa, adonde los amigos del dueño no tienen acceso. Este encierro es garantía de honor del linaje, de que los hijos que conciba habrán sido engendrados por el marido y no por otro. Por el contrario, las esclavas y mujeres de placer eran relativamente libres y podían moverse en el mundo exterior sin vigilancia.
Al-Andalus.
La España musulmana fue diferente. Aquí la mujer gozó de una libertad y una consideración social excepcionales. En este sentido, su situación fue mucho más halagüeña que en los países árabes actuales, lo que se debió por una parte a la influencia del mayoritario componente hispanorromano que era base de la población hispanomusulmana y, por otra, a las pervivencias matriarcales de los pueblos bereberes, muy recientemente islamizados, que constituían el grueso de los invasores.
Las musulmanas españolas eran tan libres como nuestras compatriotas actuales: callejeaban, se paraban a hablar con sus conocidos e incluso se citaban con ellos; escuchaban los piropos de los viandantes (¡y los contestaban!) y hasta se reunían en lugares públicos de la ciudad. En este propicio ambiente, los ciudadanos sucumbían fácilmente a «esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma (…) esa dolencia deliciosa, ese mal apetecible», es decir, el amor. El collar de la paloma, tratado sobre el amor compuesto por el cordobés Ibn Hazn hacia 1022, contiene muy bellas páginas. Se trata de un amor puramente platónico, el que emana de la unidad electiva de dos almas eternas que se reconocen en la tierra y se unen. Dice, por ejemplo: «La unión amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Yo que he gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa». Pero ¡ay!, la sed del amor no se sacia fácilmente: «He llegado en la posesión de la persona amada a los últimos límites, tras los cuales ya no es posible que el hombre consiga más, y siempre me ha sabido a poco (…) Por amor los tacaños se hacen generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos se tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se lavan, los viejos se las dan de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos se tornan disolutos».