CAPITULO TRES
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Los godos

A la caída del Imperio romano, los godos, pueblos de origen germánico, se establecieron en las provincias ibéricas y fundaron un reino que duraría hasta la invasión árabe, dos siglos y medio después. Su moral sexual era más rigurosa que la delos romanos. Además, como se convirtieron al cristianismo, asumieron con entusiasmo neófito el rigor y la intolerancia sexual de la nueva religión. Naturalmente, la primera medida de su jerarquía eclesiástica consistió en suprimir todo vestigio de la tolerancia sexual romana. San Isidoro, obispo de Sevilla y primera autoridad científica de su tiempo, descalificó los aspectos lúdicos de la cultura pagana. Para él los juegos circenses eran «culto al demonio», el teatro se relacionaba etimológicamente con la prostitución y la festividad pagana de Año Nuevo no era más que un vergonzoso espectáculo en el que «se entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan de manera repugnante».

Los numerosos concilios produjeron una copiosa legislación reguladora de las relaciones sexuales de la grey cristiana. De su lectura deducimos que la feligresía andaba algo alborotadilla y mostraba poco entusiasmo por las nuevas normas que el clero proponía, algunas de ellas tan manifiestamente escandalosas como la de prohibir el comercio carnal con judíos o infieles. A pesar de la nueva valoración de la pureza, el adulterio continuaba siendo tan frecuente como en los depravados tiempos romanos y la bigamia y otras formas de concubinato estaban a la orden del día.

El problema de la castidad clerical debió manifestarse en los conventos con especial virulencia. Ya en el año 306, el concilio de Elvira dispuso que las monjas consagradas a Dios que quebrantaran el voto de castidad «no recibirían la comunión ni siquiera al final de su vida», lo que prácticamente las condenaba al fuego eterno. Dura medida. El mismo concilio prohibía a los sacerdotes «el uso del matrimonio con sus esposas». Otros concilios posteriores continuaron insistiendo en la castidad clerical. El de Zaragoza(año 380) establecía el límite de edad para la velación virginal a los cuarenta años. Poco más tarde, el primer concilio de Toledo decretaba «que la monja no tenga familiaridad con varón religioso ni asista a convites a no ser en presencia de ancianos o personas honradas». Todas estas leyes tuvieron poca fuerza real. Quizá enredaba en ello el diablo, probablemente molesto porque el concilio de Toledo del 447 había emitido su retrato oficial en términos poco favorecedores: tiene cuernos y patas de cabrón y apesta a azufre. También llegaron a la conclusión de que estaba dotado de un enorme falo. Ya comenzaban a sexualizarlo, lo que, andando el tiempo, acarrearía funestas consecuencias para la grey cristiana.

La regla atribuida a San Fructuoso (hacia el 608) parece indicar que las relaciones sexuales entre monjes y monjas eran comprometedoramente frecuentes. Incluso se daban muchos casos de frailes y monjas que desertaban de sus respectivas comunidades para contraer matrimonio. Si los religiosos incurrían fácilmente en las debilidades de la carne, los civiles y militares sin graduación no les iban a la zaga. Las leyes castigaban severamente el adulterio, la violación, la prostitución de la esposa por el marido, o de hijas o siervas por el amo, y el incesto hasta sexto grado o con la mujer del hermano. En el Fuero Juzgo (Liberjudiciorum) encontramos nada menos que doce leyes consagradas a la represión del rapto de vírgenes y viudas, lo que indica que su práctica era habitual. Consecuencia del abandono de la actitud tolerante del mundo antiguo fue que la sodomía se castigara con las máximas penas. Desde Chindasvinto se castraba al sodomita, pero si se trataba de un clérigo la pena se limitaba a degradación o destierro. Con el tiempo incluso este castigo se suavizaría.

El matrimonio continuaba celebrándose por contrato privado, al margen de la Iglesia, y podía disolverse fácilmente en caso de adulterio. Parece que los divorcios fueron frecuentes entre las clases pudientes: la hija de Fernán González tuvo tres maridos sucesivos. No obstante, estos casos excepcionales son poco significativos a la hora de enjuiciar el grado de libertad que disfrutó la mujer. La esposa estaba supeditada al marido, en situación de manifiesta inferioridad legal. A veces se le exigía fidelidad incluso después de enviudar. El argumento de Ervigio con su esposa Linvigotona formula los fundamentos jurídicos de la exigencia: «Es maldad execrable aspirar al tálamo regio después de muerto el rey y mancharlo con tan horrible profanación».

Los deberes del marido hacia su esposa eran mucho más llevaderos. No estaba obligado a serle fiel y hasta podía permitirse mantener alguna concubina. Era frecuente que visitara los prostíbulos, desaconsejados por la autoridad, pero tolerados.

No nos han llegado muchas noticias de las prostitutas visigodas, pero podemos imaginarlas tan duchas como las romanas en las artes de la seducción. «La mujer —dice un texto— se pone una máscara de pintura roja, usa peregrinos olores, atormenta con jugo sus ojos y cubre su cara con ajena blancura». En la botica prostibularia no faltarían las hierbas y sustancias que la farmacopea nórdica y mediterránea usaba para preparar sus estimulantes brebajes, especialmente ese culantro sobre el que San Isidoro advierte que «es semilla que en vino dulce inclina a los hombres a la liviandad».