Por estos caminos se llegó al disparate de exigir el celibato clerical. Tan absurda medida resultó acertada desde el punto de vista político, pues desde entonces el emperador apoyó esta nueva religión cuyas célibes jerarquías no transmitirían a los hijos poder temporal alguno. Se suponía que el hombre que renunciaba al placer sexual poseía la fortaleza necesaria para asumir el liderazgo del grupo. Por otra parte, existía la peregrina creencia de que una persona podía prescindir de ciertos ardores juveniles al alcanzar su verdadera madurez. Como era de esperar, estas disparatadas doctrinas no fueron universalmente aceptadas. En el tercer concilio de Constantinopla (siglo VI), todavía se admitía que el sacerdote viviera con su mujer, aunque debía observar castidad y, caso de ser elevado al rango episcopal, la esposa debía ingresar en un convento. El celibato clerical sólo se impuso después del primer concilio de Letrán (1123).

El definitivo impulsor de los prejuicios sexuales de la Iglesia fue San Agustín, creador de la doctrina patrística del pecado que ha marcado la moral cristiana hasta hoy. Como no hay peor cuña que la hecha de la misma madera, este converso tardío había sido gran libertino en su juventud pero, después de haber consumido con fruición su parte de los placeres de la vida, abominó de su pasado y replegándose al más severo ascetismo fundó una casta comunidad de varones. Para San Agustín el amor es deleznable, infernal, un tumor insufrible, un cieno repulsivo, podredumbre, pus. Muy a su pesar admite, no obstante, que para tener hijos que perpetúen la especie humana es necesario que los maridos accedan carnalmente a sus esposas (copola cartiis, distinta de la copola fornicatoria encaminada solamente a la obtención de placer). Ahora bien, después de padecer esta contrariedad conducente a la procreación de la prole, los esposos cristianos deben guardar castidad. Sólo así se acercarán a Dios. La renuncia al placer se convierte en saludable ejercicio y desarrolla toda una mística del sacrificio.

En esta línea de rechazo de la concupiscencia, Clemente de Alejandría dictó las normas que debían regular este desagradable aspecto del matrimonio. Se prohibió trato carnal durante el día, en horas de oración, al regreso del mercado, en Cuaresma, en fiestas de guardar, en vísperas de fiestas, tres días antes de tomar la comunión, el día de la comunión… etc. Los días azules hábiles para la efusión amorosa, con ser pocos, tampoco se sustraían de la prohibición más importante: durante la cópula los esposos cristianos no debían apasionarse ni perder de vista que aquella operación no tenía más objeto que cumplir con el mandato bíblico de «creced y multiplicaos», última justificación de la institución matrimonial. La gozosa coyunda comienza a recibir esas negativas calificaciones de los venerables pastores eclesiásticos que, enmendadas y aumentadas, la acompañan hasta nuestros días: es animal (Guillermo de Auvernia), es pestilente (San Buenaventura), es suciedad, cosa vil (Tomás de Aquino), es propio de cerdos (Bernardo de Claraval). El cuerpo es cloaca, es vaso de podredumbre, es porquería y abominación, es un montón de estiércol nevado (en bella metáfora de San Juan de Ávila), es «algo que te provocará asco en cuanto pienses en ello». Para escapar de esta podredumbre cualquier sacrificio es poco: algunos ascetas se revuelcan en hormigueros (Macario), otros en espinos (Benedicto), otros en porquería (Antonio). Otros se van directos a la raíz del mal: San Simeón el Estilita apedreaba a las mujeres; por este camino se llegó a la simple negación de lo físico y a una reinterpretación funcional de las diversas partes del cuerpo donde parece residir el pecado. El jesuita Spiegel enseña que «las nalgas le han sido dadas al hombre para que, al poderse sentar cómodamente, pueda también dedicarse al estudio de las cosas divinas».

Naturalmente, esta castidad neurotizante daba sus sazonados frutos. La moderna psicología establece que la abstinencia es causa de trastornos mentales; lo prueban casos relativamente recientes como el de San Alfonso María de Ligorio, pero los hay más antiguos que nos ofrecen detalles especialmente enjundiosos: San Hilarión, cuando se echaba a dormir, se veía rodeado de mujeres desnudas; a San Hipólito lo perseguía el diablo en forma de bella mujer; a Santa Margarita de Cortuna en forma de apuesto mancebo que «le cantaba las canciones más procaces». Como es obvio, esta Iglesia dirigida por reprimidos sexuales desarrolló una moralina obsesionada con los aspectos pecaminosos de la carne y se convirtió en caldo de cultivo de complejos, histeria, frigidez, miedo, hipocresía y frustraciones. La sexualidad reprimida y enfermiza de estos seres va almacenando en los terrados del subconsciente libidinosas consagraciones de monjas como novias de Cristo y templos del Señor, éxtasis orgásmicos, parafernalias sadomasoquistas de la Pasión, lanzas, llagas, espinas, cilicios, azotes, ayunos, mortificaciones y otras manifestaciones igualmente frustrantes.

Estas mentes enfermas, en cuyas manos estuvo la dirección moral de la sociedad, desarrollaron una casuística neurotizante y enfermiza: se empieza por distinguir entre partes deshonestas (inhonestae), que son los genitales, y las menos honestas (minus honestae), los muslos y el pecho. Se declaran situs ultra modum —es decir, posiciones indebidas y por consiguiente pecaminosas— todas las posturas del coito a excepción de la frontal (llamada hoy «del misionero») y se desarrolla una morbosa casuística que contempla casos como la introducción del pico de una gallina en la vagina y la copulación con cadáveres (coire cum femina mortua). También se extiende a considerar si constituye pecado negar el débito conyugal al esposo un tantico rijoso que lo solicita por cuarta vez en una noche o si es lícito negarlo una vez al marido que se conforma con cinco débitos mensuales.

¿Tienen alma las mujeres?

Veíamos al principio que fueron precisamente las mujeres romanas, presumiblemente noveleras y desocupadas, las primeras en abrazar el cristianismo y propagar con entusiasmo la nueva fe. En aquellos tiempos heroicos, la jerarquía eclesiástica trató a la mujer con mimo y respeto e incluso abogó por su emancipación; pero en cuanto la nueva religión se hubo instalado en el poder, la consideración de lo femenino experimentó un brusco giro y se orientó en la dirección opuesta. Lejos de agradecer a la mujer los servicios prestados, los doctores de la Iglesia triunfante arremetieron contra ella en una especie de cruzada antifeminista que condicionaría profundamente el papel de la mujer en el cristianismo posterior. Los sesudos padres de la Iglesia llegaron a la conclusión de que la mujer no está hecha, como el hombre, a semejanza de Dios y que, por lo tanto, debe ocupar un puesto subalterno, poco más que una esclava del varón. Incluso deliberaron —en el concilio de Macón, siglo VI— si la mujer tiene alma. Cuando el asunto se puso a votación, ganó la moción que le concedía alma, pero por muy escasa mayoría. La autoridad bíblica establecía claramente que la mujer está maldita («Parirás con dolor»), que el probo hombre no debe fiarse de ella («Vale más maldad de hombre que bondad de mujer / la mujer cubre de vergüenza y oprobio», Eclesiástico, 42,14), y que la subordinación femenina es recomendable («Y él dominará sobre ti»).

Los padres de la Iglesia amplían estos conceptos con inspiradas y muy ajustadas metáforas. La mujer es puerta del infierno, manifestadora del árbol prohibido, primera transgresora de la divina ley (Tertuliano); es naufragio en la tierra, fuente de maldad, cetro del infierno (Anastasio Niseno); es un ser débil e inconstante, psíquicamente inferior, un hombre malogrado (Santo Tomás de Aquino); el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres (Gerónimo Planes). Al final de la Edad Media, los dominicos alemanes Sprenger y Kramer, autores del célebre tratado Malleus maleficarum, pusieron la guinda en el pastel de la misoginia eclesiástica al preguntarse: «¿Qué otra cosa es la mujer sino enemigo de la amistad, castigo insoslayable, mal necesario, peligro doméstico, mal de la Naturaleza pintado con colores hermosos?»; y más adelante: «La mujer fue formada de una costilla torcida (…) y debido a este defecto es animal imperfecto, engaña siempre». Evidentemente, esta satanización de la mujer sólo puede explicarse si admitimos que la frustración sexual de estos clérigos se proyectaba sobre la mujer erigiéndola en chivo expiatorio. Quizá sea más correcto denominarla «cabra expiatoria», con permiso de la escuela de Freud.