En Cádiz existió un templo dedicado a Astarté, la diosa fenicia del amor y de la fecundidad. Al igual que en Oriente, este culto implicaría cierta forma de prostitución sagrada, probablemente ejercida a la manera asiática, sobre lechos rituales profusamente decorados con escenas eróticas. Las devotas que acudían al templo ofrecían sus favores a los forasteros a cambio de un donativo que pasaba a engrosar el tesoro sacerdotal. Probablemente el sacerdote de Astarté desfloraría a las niñas con un cuchillo de oro, como se hacía en la metrópolis Fenicia.

Roma la civilizadora.

La conquista de la península por los romanos alteró la conducta sexual de la población sometida. Apresurémonos a decir que los hábitos sexuales de los romanos no eran tan disolutos como aparecen en el cine americano, o por lo menos no siempre lo fueron. Los primeros romanos, en la época republicana, cuando se produjo la conquista de España, eran un pueblo de severas costumbres más parecidas a las de la España autárquica de nuestra sufrida mocedad posguerrera que a la disoluta, orgiástica y jaranera Roma que nos transmite el tecnicolor.

Al igual que otros pueblos de la antigüedad, los primeros romanos sacralizaron los órganos sexuales, especialmente el falo, al que incluso consagraban alegres romerías primaverales, las phalephoria. Éste es el sentido de esos sorprendentes vestigios arqueológicos denominados hermas, unos pilares de piedra con un falo de notables proporciones en relieve. Son propiciadores de la fecundidad. Lo mismo cabe decir de los Príapos, dioses frigios de los jardines, o los Phalés, personificaciones del falo. Convertido en amuleto protector (apotropaion), el falo adoptó las más variadas funciones: lámparas, medallas, pebeteros, etc. A los sátiros o silenos, figuras silvestres relacionadas con la fecundidad de la Naturaleza, los representaban en posición itifálica, es decir, con el pene erecto. Esta familiaridad acabó perdiéndose cuando la sacralidad del falo dio paso a significados más mundanos, ya en la época imperial. Las fiestas del sexo eran las lupercalia (en torno al 15 de febrero, sorprendente coincidencia con nuestro Día de los Enamorados) y más adelante los ludi florales (sobre el 28 de abril). Se trataba de fiestas campestres, de contenido orgiástico, que han perdurado en el cristianismo, en los aquelarres medievales y en las mayas.

Los romanos casaban a sus hijas apenas habían alcanzado la pubertad, sin noviazgo previo, ordinariamente por acuerdo entre los padres de los contrayentes. «No sabemos hasta después de la boda —se queja Séneca— si la mujer que nos han endosado es mala, estúpida, deforme o maloliente». La esposa llegaba virgen, intacta, al tálamo nupcial, y aun santificada por el sacramento evitaba que el marido la viera desnuda. Tanto recato daba lugar a desagradables sorpresas como comprobamos en Horacio:

¡Qué piernas, qué brazos! Pero no tiene culo, es nariguda y tiene poco talle y el pie grande.

De una señora, excepto la cara, nada puedes ver.

A pesar de esta gazmoñería institucional, ciertas parejas avanzadas llegaron a dominar una depurada técnica amatoria por procedimientos puramente empíricos, como viene a corroborar Plauto:

Ahora, nuestros amores, costumbres, relaciones,

bromas, juegos, conversaciones, dulcibesar,

estrechos apretones de cuerpos enamorados,

blandos mordisquillos en labios tiernos,

achuchoncillos de las teticas tiesicas

de todos estos placeres para mí y a la vez para ti.

Pero las personas de orden copulaban a oscuras y de noche. Como es natural se detecta un cierto inconformismo de la parte del marido. Propercio, poeta del siglo I, advierte a su amada:

Si te obcecas y te acuestas vestida

probarás mis manos, que te rasgarán el vestido.

Más aún, si la ira me lleva más lejos

enseñarás a tu madre los brazos lastimados.

Jugar no te prohíben las tetas que aún te cuelgan

mientras el destino lo permite, saciemos de amor los ojos.

Debido a la escasez de mujeres, la alta sociedad romana practicaba una especie de poligamia sucesiva, un poco al estilo de Hollywood. Séneca se quejaba porque muchas mujeres cambiaban de marido cada año y de que «hoy día se considera la castidad prueba de fealdad». Marcial viene a decir lo mismo: «Me pregunto si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Las castas no dicen sí, pero tampoco dicen no». En los baños, donde antaño imperaba la rígida separación de sexos, se juntaban promiscuamente hombres desnudos y mujeres apenas vestidas con un sucinto taparrabos que apenas alcanzaba a cubrirles el cunnus. Si los hombres se emparejaban frecuentemente con sus esclavas, las mujeres no les iban a la zaga. Algunas damas de la alta sociedad senatorial llegaron a vivir en concubinato con libertos u hombres de condición inferior con los que la ley les impedía contraer matrimonio.

En general, el romano sólo conoció tres limitaciones al libre ejercicio de la sexualidad: el adulterio, el incesto y el escándalo público. Como toda sociedad machista, la romana observaba una doble moral: la mujer gozaba de escasa libertad, pero el hombre podía hacer lo que quisiera, desde mantener una querida (delicium) a frecuentar prostíbulos. Sólo se censuraba la incontinencia del obseso sexual (ancilla-riolus) que no piensa en otra cosa que en solazarse con sus esclavas.

Los romanos no ignoraban las doce posturas del amor egipcias y griegas, pero dado que algunas de ellas parecen más bien ejercicios acrobáticos, preferían atenerse a las cuatro fundamentales: la «del misionero», cara a cara; la posterior more bestiarum, llamada coitus a tergo o «a la pompeyana»; la del «caballo de Hermes», con la mujer a horcajadas sobre el hombre vuelto boca arriba, lo que asegura una profunda penetración, «hasta la séptima costilla» en expresión romana un tanto hiperbólica, y la de costado, especialmente apta para compensar erecciones insatisfactorias. En cualquiera de estas posiciones apreciaban como metas muy deseables el recreo previo y la simultaneidad del orgasmo. Para ello Ovidio aconseja: «Cuando encuentres los puntos que a la mujer le gusta que le toques, no te impida el pudor tocárselos». Y más adelante: «Créeme, el placer venéreo hay que provocarlo insensiblemente con lenta tardanza (…) el gusto deben obtenerlo simultáneamente macho y hembra. Abomino de los coitos que no desmadejan a los dos».

La maestría en la lid venérea corresponde —según Ovidio— a gente experimentada y algo madura: «Estas ventajas no las concedió la Naturaleza a la primera juventud: suelen llegar rápidamente después de los treinta y cinco (…) el que desee tocar una Venus madura, con que tenga paciencia se llevará dignas recompensas». Lo que no quiere decir que no existieran personas jóvenes expertas en el amor. «La muchacha rica —escribe Horacio— aprende pronto figuras de danza jonia y algunas artes de la lujuria».

Digamos unas palabras sobre estas artes de la lujuria, sin pretensión alguna de descubrir el Mare Nostrum. La felación (de fellatum que viene a su vez de fellare, chupar, mamar) fue singularmente practicada en Roma, como atestiguan su literatura y su arte. Tan divulgada estuvo que algunas mujeres la preferían a cualquier otra suerte amorosa. Unos versos de Marcial:

No hay entre el pueblo ni en toda Roma, quien pueda demostrar que se ha jodido a Taide, aunque muchos la desean y se lo piden. ¿Tan casta es Taide?, pregunto. ¡Qué va! la chupa.

El cuadro más estimado de la colección pornográfica del emperador Tiberio representaba precisamente a Atalanta practicando una felación a Meleagro. La destreza en la estimulación oral era una dote muy apreciada por el romano. Sin ir más lejos, parece ser que el secreto encanto de Cleopatra, la faraona que fascinó a Marco Antonio ya César, consistió en sus excelsas cualidades como felatriz. Ese atractivo, y no el de la nariz excesiva, fue lo que encandiló a los dos prohombres romanos.

La felación estaba considerada un arte oriental. Aristófanes y Luciano de Samosata la denominan «fenicianizar», es decir, hacer el fenicio. Nuestras compatriotas, las puellae gaditanae, tan admiradas por los crápulas romanos, debieron ser felatrices singularmente hábiles. En cuanto al cunnilingus (del latín cunnum linguere, lamer el coño) y el anilingus (de anum linguere), no estaban tan aceptados, aunque también fueron practicados. Veamos unos versos de Marcial:

Devora por completo a las muchachas a media altura. Que los dioses te concedan, Filénide, tu propia mentalidad, tú que consideras viril lamer un coño.

Cuando los cristianos tomaron el relevo en la dirección de la sociedad, la felación comenzó a adquirir mala prensa, como casi todo lo referente al sexo. Algunos padres de la Iglesia se horrorizaron con Tertuliano al considerarla una forma de antropofagia. Esos prejuicios han perdurado hasta nuestros pecadores días. Recordemos que en muchos prostíbulos de los años cuarenta existían carteles que advertían: «En esta casa no se hace el francés». Los cristianos tampoco aprobaron la socorrida masturbación, ya desaconsejada por los estoicos con razones puramente médicas, pues suponían que desarrollaba prematuramente el organismo de los jóvenes. Los cristianos fueron más lejos declarándola pecaminosa. Es posible que hubieran leído a Marcial: «Créete que eso que echas a perder con los dedos, Póntico, es un hombre».

La masturbación femenina se ayudaba a veces de un olisbo, artefacto de uso cotidiano en la antigua Grecia (Aristófanes en Lisístrata los llama «consoladores de viudas»). En Roma fueron a veces considerados sagrada imagen de Hermes-Príapo, al que las jóvenes desposadas ofrendaban su virginidad. En la novela Satiricón se menciona el olisbo como instrumento de castigo, untado de pimienta e introducido por vía rectal.

Nada nuevo bajo el sol.

El ideal de belleza femenino del romano evolucionó con el tiempo. Primero gustaba la mujer delgada, de pechitos pequeños pero duros como membrillos. Las damas de la alta sociedad dejaron de amamantar a sus hijos para evitar que las tetas se les ablandaran y vendaban las de sus hijas púberes para que no se les desarrollaran más de la cuenta. A cierta edad, usaban sostenes (fascia pectoralis) que las mantenían erguidas. Más adelante, quizá por influencia de los sensuales pueblos orientales cuyas costumbres amorosas se introdujeron prontamente en Roma, el ideal de belleza evolucionó hacia la hembra monumental, exuberante, de cabello abundante, grandes y oscuros ojos, labios sensuales, pechos y nalgas opulentos y firmes. Se esculpieron entonces muchas copias o imitaciones de la Afrodita Calípige (la de las bellas nalgas).

La vida continuaba siendo, no obstante, menos atrevida que el arte. La única parte de su anatomía que la romana honesta mostraba sin recato eran los brazos, que deberían ser regordetes y níveos. El perito romano sabía deducir, a partir de los brazos, el calibre y contextura de los muslos. Las otras partes objeto de estimación solían permanecer ocultas, pero no por eso dejaron de ser debidamente inventariadas por los buenos tratadistas. Regresemos al maestro Ovidio:

Cuando, desnuda, quedó de pie ante mis ojos en todo su cuerpo no había tacha por ningún lado. ¡Qué hombros! ¡Qué brazos vi y toqué! La forma de las tetas, ¡qué apropiada para apretárselas! ¡Qué vientre tan liso bajo el pecho escultural! ¡Qué caderas tan hermosas! ¡Qué muslos más jóvenes! ¿Para qué contarlo todo? No vi nada que no fuese admirable. La apreté desnuda contra mi cuerpo sin dejar hueco. Lo demás ¿quién lo ignora? Fatigados, descansamos ambos. ¡Ojalá se me presenten muchos mediodías como ése!

Por influencia oriental y griega se introdujo la costumbre de depilar el cuerpo de la amante, especialmente su sexo. La Lisístrata de Aristófanes recomienda que «tengamos el delta bien depilado». Las prostitutas solían recurrir a un esclavo especializado, el alipilarius, diestro en aplicar cataplasmas de resina y pez. Un cruel epigrama de nuestro compatriota Marcial alude a este uso:

¿Por qué te depilas, Ligea, tu viejo coño?

Semejantes exquisiteces están bien en las muchachas, (…)

Si tienes vergüenza, Ligea, deja

de arrancar la barba a un león muerto.

También depilaba sus partes el bardaje o sodomita paciente. El general Galba, gobernador militar de Hispania, se entusiasmó tanto cuando supo la muerte de Nerón que, tras besar apasionadamente al mensajero, un tal Icelo, le rogó que se depilase enseguida y se encerró con él en su alcoba.

En la época imperial, las costumbres sexuales se relajaron por influencia del mundo helenístico y oriental y la población se entregó al sexo con alegre frivolidad. Fue en esta época cuando se acuñó el siguiente proverbio: «Baño, vino y amor acaban con uno pero son la verdadera vida». Esta nueva actitud se manifestaba en todas las esferas de la vida, pero sobre todo en el arte. El teatro se volvió especialmente chocarrero y pornográfico e incurrió en un consciente voyeurismo que afectaría también al circo, donde hacían las delicias del público los apareamientos entre animales e incluso de toro con mujer, remedando leyendas mitológicas.

Si creemos a Horacio, en esta época las urgencias sexuales eran rápidamente satisfechas: «Cuando se te empalme la polla, si tienes a tu alcance una esclava o un esclavillo sobre quien descargar al punto, ¿acaso prefieres aguantarte la erección? Yo no, a mí me gusta el amor asequible y fácil». En este ambiente podemos suponer que el adulterio fue bastante común. Según Propercio, «secar el mar o alcanzar las estrellas es más fácil que impedir que nuestras mujeres pequen (…) la fidelidad femenina sólo existe en el lejano Oriente». Séneca lo corrobora: «El que no tiene fama por sus aventuras amorosas o no paga renta anual a una casada, no está bien visto por las mujeres y es despreciado». Los libertinos aprovechaban los banquetes para urdir sus redes en busca de fresca carne femenina. «Los ojos ávidos —escribe Plinio el Viejo— tasan atractivos femeninos, aprovechando la embriaguez de los maridos».

¿Cuál era la reacción del marido engañado? En principio lo compadecían y nadie se mofaba de él. Al fin y al cabo, como la mujer se consideraba una especie de menor de edad no del todo responsable de sus actos, a cualquier casado le podía acontecer la desgracia de ser traicionado por su esposa. No obstante, se daban casos de maridos engañados que mataban a la esposa y al amante. El aragonés Marcial advierte los peligros de rondar a la mujer de otro:

Te jodes, joven Hilo, a la esposa de un tribuno militar y sólo temes un castigo ligero. ¡Ay de ti, mientras juegas, te van a castrar! Claro que me dirás: «Eso no está permitido». ¿Pues qué? ¿Es que está permitido lo que tú haces, Hilo?

Los varones prudentes preferían mantenerse alejados de mujeres ajenas y procuraban buscar amores transeúntes y mercenarios, libres de sobresaltos. Oigamos a Horacio:

Cuando una se pone debajo de mí, costado derecho contra costado izquierdo, es Ilia o Egeria. Le doy el nombre que me da la gana, y no temo que mientras me la jodo el marido regrese corriendo del campo, eche abajo la puerta con gran estrépito y, pálida de muerte, salte de la cama la mujer, la cómplice se llame desgraciada y tema por sus piernas, la tía cogida in fraganti por su dote y yo por mí. Hay que escapar con la túnica abierta, descalzo, para no perder los dineros, el culo o el buen nombre. Es una desgracia que te cojan in fraganti: aunque Fabio actúe de juez nadie me quitará la razón.

Para conjurar los peligros de ser sorprendidas por el marido, las romanas infieles recurrían frecuentemente a la magia. Estaban convencidas de que si sacaban los ojos a una corneja (confingere oculos), el marido nunca descubriría que le estaban poniendo los cuernos. No existía entonces la Sociedad Protectora de Animales.

Cuando no existía vínculo matrimonial, no había lugar a reclamación. En este caso, el amante traicionado se conformaba con dirigir inflamados versos a la amada. Leamos a Ovidio:

Únicamente no perpetras tu delito delante de mis ojos, si dudas en respetar tu buen nombre, respétame a mí. Se me va la cabeza y muero cada vez que confiesas que me has sido infiel y fluye por mis miembros una gota helada. Entonces te amo, entonces te odio, pero en vano, porque necesito amarte.

La literatura nos ha legado también las quejas de la mujer ardiente y sexualmente insatisfecha. Leamos en Horacio:

Cuando le viene el gusto rompe los muelles de la cama y el techo o cuando censura mi desgana con palabras crueles: «Con Inarquia te cansas menos que conmigo. A Inarquia le echas tres en una noche, conmigo siempre andas remiso para un polvo. Muera de mal modo Lesbia que, cuando yo buscaba un toro, te recomendó a ti, un calzonazos, teniendo como tenía a mano a Amintos de Cos, en cuyo carajo hay un nervio más firme que el árbol nuevo que arraiga en el collado».

La potencia sexual da pie a baladronadas poéticas memorables. Así en Catulo:

Invítame a tu casa después de mediodía que nadie eche el cerrojo a tu puerta y no se te ocurra ausentarte. Quédate en casa y prepárame nueve polvos consecutivos (Nouem continuas fututiones).

O en Ovidio:

Ninguna muchacha se ha sentido defraudada por mi actuación. Muchas veces consumí las horas de la noche en el placer y por la mañana mi robusto cuerpo seguía rindiendo.

El atleta sexual ovidiano aspira a morir heroicamente en el ejercicio del amor:

Que languidezca en el movimiento de Venus y que muera desarmado en medio de un polvo, y que la gente al derramar lágrimas en mi funeral comente: Tu muerte ha sido coherente con tu vida.

En contraste con tan bienaventurada abundancia, el gatillazo traidor, también en Ovidio:

Ella desde luego abrazó mi cuello con sus brazos de marfil, más blancos que la nieve sitonia, y me estampó besos que pugnaban con ansiosa lengua, y puso sus muslos debajo de los míos y me susurró halagos y me llamó «mi dueño» y demás palabras que suelen gustar. Sin embargo, mi verga, como afectada por la fría cicuta, fláccida, destruyó mis planes. Quedé echado como un tronco inerte, fachada de hombre y peso inútil (…) ¿Qué vejez me aguarda, si es que me aguarda alguna, cuando la propia juventud falta a sus obligaciones?(…) Ah, pues hace poco empalmé en cumplimiento de mi deber a la rubia Clidé, dos veces, a la blanca Pitó tres veces, y a Libade tres veces. Recuerdo que Corina me exigió en la brevedad de una noche nueve numeritos y yo se los hice. ¡Qué posturas no imaginé y preparé! Sin embargo, mi miembro quedó colgando como muerto, más vergonzosamente fláccido que la rosa marchita y ahora he aquí que cobra vigor intempestivamente y vale, ahora pide guerra y un polvo.

¿Cuál es la reacción de la muchacha defraudada? Para que su orgullo femenino no sufra:

Sin tardanza saltó de la cama cubierta con la rozagante túnica y para que sus criados no sospecharan que iba intacta encubrió tal bochorno lavándose con agua.

Para prevenir estos contratiempos, los romanos usaban una variada gama de afrodisíacos. El más efectivo era el polvo resultante de moler la mosca cantárida, todavía muy usado en el Norte de África. Tiene el inconveniente de que una sobredosis puede acarrear la muerte, como le ocurrió a Lucrecio, el celebrado autor de De rerum natura. Otros afrodisíacos fueron herencia directa de la farmacopea griega, entre ellos el orchis morio o cojón de perro citado por Teofrasto; se hacía con leche de cabra y facultaba para repetir hasta dos docenas de fornicios en una sola sesión. Mucho parece.

Durante las fiestas saturnales, los amigos se felicitaban con unas tortas muy especiales, cibus quos cunnos saccharatos apellet, es decir, «alimento que mueve hacia los dulces coños». Esto parece ya más natural y civilizado. También practicaron los romanos métodos anticonceptivos de dudosa eficacia. Uno de ellos consistía en que la mujer escupiera por tres veces dentro de la boca de un sapo; de este modo se suponía que quedaba libre de concebir en un año. Otro, citado por Plinio el Viejo, consistía en refregar por las partes de la mujer, antes del coito, una piel de ciervo que contuviera dos lombrices.

Lupanarium y fornices.

Lupanarium, fornices, dicterion… de muy diversas maneras se denominaban los prostíbulos romanos. Estos respetables establecimientos servían, en palabras del severo Catón el Viejo, para «que los jóvenes dominados por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres», una visión sorprendentemente moderna. (Porque, a la postre, los europeos actuales seguimos siendo romanos, gracias a Dios).

En Roma existieron muchas clases de prostitutas. Las había ambulantes (questus) o estacionarias (scrotatio). Estaban las meretrices, fichadas por la policía, y las prostibulae (sentadas a la puerta) que ejercían la profesión por libre. De éstas, las delicatae eran de alto standing y las lupae o ambulatarae, que merodeaban por la calle en busca de clientes, eran de más baja calidad; también se llamaron diabolariae, porque percibían dos sestercios por prestación. Las busturiae ejercían en los cementerios y se pluriempleaban como plañideras en los funerales pudientes. Finalmente, las humildísimas putae (de puteus, pozo) eran soldaderas merodeadoras de cuarteles y otras concentraciones de varones; también se las llama nonariae, porque les estaba prohibido ejercer antes de la hora nona (sobre las cuatro de la tarde).

A veces, se obligó a las putas a vestir un determinado atuendo que las distinguiera de las mujeres decentes; pero, con el tiempo, estas últimas acababan adoptando ese atuendo y confundiéndose con las putas, lo que sumía en la más profunda consternación a la autoridad competente y a los maridos suspicaces.

Los prostíbulos constituían uno de los más saneados negocios de las ciudades romanas, no desdeñado incluso por los prohombres más intachables. Para comodidad del cliente, los burdeles solían concentrarse en ciertos barrios modestos y en lugares de mucho tránsito de forasteros. Se anunciaban con un falo de piedra a la puerta y, de noche, con una lámpara igualmente fálica. Por si estas señales fueran pocas, algunos exhibían carteles con evocadoras denominaciones. Así el llamado Senatulum mulierum (el pequeño senado de las mujeres), regentado por un griego que atendía por Heliogábalo. Al frente de cada establecimiento existía un rufián (leno) o una madame (lena) que cobraba al cliente por adelantado. La disposición interior del burdel era sorprendentemente funcional: un vestíbulo provisto de asientos para los clientes que esperaban, a menudo decorado con sugerentes frescos que retrataban estimulantes escenas amorosas, y una serie de compartimentos o celdas (cellae) que daban a un pasillo. Horacio las llamaba «pestilentes». En la puerta de cada una solía haber un cartelito con el nombre de la pupila por un lado y la palabra occupata en el reverso.

También había prostitutas en tabernas, baños y posadas, particularmente en las ventas de los caminos, donde era costumbre que el posadero preguntara al cliente que alquilaba una habitación: «¿Con o sin?», significando con muchacha o sin ella. Los felices lectores del Quijote saben que esta costumbre seguía vigente en la severa España del siglo XVII.

Finalmente estaban las chicas que visitaban a domicilio, imprescindibles en los banquetes y francachelas de la época imperial. Entre estas profesionales adquirieron justa fama nuestras compatriotas, las gaditanas (puellae gaditana), especie de sazonada combinación de profesionales del amor y artistas de varietés. Estas muchachas actuaban en troupes bajo la dirección de un contratista o rufián. Naturalmente, los intelectuales y personas de orden las desdeñaban: Marcial, aragonés, invita a cenar a un amigo y le advierte: «El dueño de la casa no te leerá ningún manoseado manuscrito ni bailarinas de la licenciosa Cádiz exhibirán ante tus ojos sus atractivas caderas en posturas tan libres como excitantes». Y Juvenal: «Quizá esperes que alguna gaditana salga a provocarte con sus lascivas canciones (…), pero mi humilde casa no tolera ni se paga de semejantes frivolidades». Juvenal nos parece más sincero que Marcial, sobre todo si examinamos este otro texto de Marcial sobre la gaditana: «Su cuerpo, ondulado muellemente, se presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que haría desvanecerse a Hipólito, el casto». En cuanto a las letras de sus canciones eran tan procaces «que no osarían repetirlas ni las desnudas meretrices». (Juvenal). Es pena que no sepamos más de estas hábiles muchachas expertas en placeres. De la nebulosa de su anonimato sólo nos ha llegado el nombre de una de ellas, griego, evocador y musical: Telethusa. Pronunciado en voz alta parece que resuena a rumorosos crótalos en ágiles y delgados tobillos morenos.

Pederastas y mancebos.

Finalmente el amor homosexual. Casi todos los romanos fueron bisexuales, quizá más por tradición que por inclinación. El mundo antiguo, influido por la filosofía griega, idealizó la amistad pederástica hasta considerarla la relación humana ideal. La recomiendan cálidamente Sócrates, Platón (El banquete) y Aristóteles. El amor que exaltan los textos griegos es homosexual, ya que la relevancia social de la mujer era prácticamente nula. De hecho, la primera imagen literaria del amor heterosexual no llegaría hasta Virgilio, cuando describe los atormentados sentimientos de la enamorada Dido.

El amor socrático o amor dorio consistía en la amistad entre un hombre adulto y un efebo imberbe, una especie de matrimonio provisional en el que el adulto ejercía la tutoría del joven. Incluso un pueblo tan viril y guerrero como el espartano admitió la pederastía como método de transmisión de la virtud guerrera.

Esta concepción de la sexualidad explica que para muchos romanos la relación entre hombres fuese perfectamente normal. En realidad venía a ser un remedo de la heterosexual, en el que el efebo aceptaba el papel femenino, pasivo. Por este motivo se dejaba crecer el cabello y hacía todo lo posible por parecerse a una mujer. Cuando comenzaba a despuntarle la barba, interrumpía su relación de pareja considerando que tal cambio fisiológico marcaba su madurez viril a partir de la cual no sería decoroso continuar desempeñando funciones femeninas. Por eso un priapeo del siglo I d. C. exhorta a un muchacho: «Dame lo que en vano desearás dar cuando una barba odiosa cubra tus pobladas mejillas», y, tras deslizarse por alambicados vericuetos poéticos, termina un tanto abruptamente: «Mucho más sencillo es decir en latín: Deja que te dé por culo. ¿Qué le vamos a hacer? Mi inspiración es así de basta».

Era costumbre que, inmediatamente después de la boda, la novia cortase el cabello al mancebo de placer del novio, simbolizando que tomaba su relevo en el lecho del marido. Pero, como los encallecidos hábitos no siempre resultan fáciles de desarraigar, algunos recién casados no terminaban de adaptarse a tan fundamental mudanza. Marcial escribe a uno que se va a casar:

Habitúate al abrazo de una mujer, Víctor, habitúate

y que tu picha aprenda el oficio que desconoce.

Ya se teje el velo de la novia, ya la preparan,

ya mandará la nueva desposada rapar a tus esclavos.

Ella no consentirá a su marido deseoso que le dé por culo más que la primera vez,

mientras teme las heridas del nuevo dardo.

La madre y la nodriza te prohibirán seguir haciéndolo,

dirán: Ella es tu esposa, no tu esclavo.

¡Ay, cuántas calenturas, cuántas fatigas te quedan por pasar

como el coño sea cosa extraña para ti!

Más vale que te pongas en manos, recluta, de una alcahueta de la Suburra:

ella te hará un hombre. Una virgen no enseña nada.

Al parecer era frecuente que los que se habían habituado a mantener relaciones sexuales con esclavillos siguieran haciéndolo incluso después del matrimonio, lo que provocaba gran indignación de sus celosas consortes. Una de esas situaciones es la que describe Marcial en cierto poema. La esposa, comprensiva, ofrece complacer al marido por vía anal, pero el ingrato rechaza su generosa oferta:

Al cogerme con el esclavo, esposa mía, me censuras con severas

palabras y me recuerdas que tú también tienes culo.

En este punto se embarca en múltiples citas mitológicas para probar que también los dioses prefirieron el amor sodomita. Luego termina, cínicamente: «Hazte a la idea, esposa mía, que para mí tienes dos coños».

Naturalmente, el esclavo no siempre actuaba como sujeto pasivo, como demuestra un epigrama de Marcial:

Puesto que a tu esclavo le duele la picha, y a ti, Nevolo,

el culo, no soy adivino, pero sé lo que haces.

La relación entre dos homosexuales plenamente adultos se toleraba, pero se consideraba algo viciosa, particularmente si el sujeto era bardaje, sodomita pasivo o fututus in culum, que dará fodidencul (contracción de fodido en culo). A falta de mujer uno podía convertirse en sodomita activo sin menoscabo de su virilidad. Incluso podía sodomizar a otro hombre para castigarlo. Algunos priapeos colocados en forma de aviso en huertos y jardines intentaban disuadir a los posibles viandantes tentados de hurtar fruta con la amenaza de una experiencia de este tipo:

Cuando te acuerdes de la dulzura de los higos y te entren deseos de alargar la mano aquí vuelve la vista a mí, ladrón, y calcula el peso de la picha que has de cagar.

Los excesos de la decadente época imperial provocaron la reacción de la moral estoica y abrieron camino a una estimación de la mujer no como simple paridora de hijos, o como objeto de placer, sino como compañera y amiga del marido. Esta nueva valoración engendraba un cierto menosprecio del sexo. «No se puede tratar a la propia esposa como si fuera una amante», escribió Séneca. Una ocurrencia que fue muy celebrada por San Jerónimo y otros padres cristianos. A finales del siglo II, una llamarada de fervor ascético abrasó los cimientos del Imperio. Incluso en las distantes provincias a donde no había llegado el libertinaje de la Roma imperial —caso probable de España— triunfó la reacción puritana del cristianismo. Desde entonces el trato venéreo quedó sometido a rígidas restricciones. Un dios severo, forjado en los desiertos de Judea por un pueblo de pastores, escudriñaba con ceñuda mirada las confiadas alcobas del decadente Imperio. Sobre las ruinas de Roma, los nuevos rectores de la moralidad pública proclamaban que el estado perfecto del individuo es la contención célibe, el autodominio y la represión de los sentidos.