La situación llegó a tal extremo que en todas partes en que me dejaba ver por las calles de Roma, la gente del pueblo se paraba en silencio y con una actitud humilde y recogida solicitaba mi bendición. Puede ser que mis severos ejercicios de penitencia, que todavía practicaba, causaran sensación, pero lo que resultó más cierto es que mi extraña aparición se convirtió pronto en una leyenda para los romanos, de talante tan fantástico y vivo. Quizá, sin sospecharlo, me convertí en un héroe de algún cuento piadoso. Con frecuencia me sacaban de mis meditaciones ante una de las gradas del altar suspiros inquietos y oraciones apenas murmuradas, entonces notaba cómo los devotos se habían arrodillado a mi alrededor y parecían suplicar mi intercesión. Como antaño en el monasterio capuchino, también aquí pude oír a mis espaldas: «¡Il Santo!»… Y dolorosas punzadas atravesaban mi pecho. Quería abandonar Roma, pero, cuál no sería mi espanto, cuando el prior del monasterio en que me alojaba me comunicó que el Papa deseaba verme. Me asaltó la sombría sospecha de que quizá, de nuevo, el poder maligno intentaba apoderarse de mí y encadenarme con su fuerza hostil; no obstante hice acopio de valor y me presenté en el Vaticano a la hora acordada.
El Papa, un hombre muy instruido y aún en lo mejor de la edad, me recibió sentado en un sillón ricamente guarnecido. Dos niños bellísimos y vestidos de religiosos le servían agua helada y abanicaban la estancia con penachos de plumas para mantener el frescor, ya que el día era en exceso caluroso. Me acerqué a él humillado e hice la reverencia de rigor. Me miró fijamente, aunque la mirada poseía cierta benevolencia, y, en vez de la severa seriedad que creí percibir en su rostro desde la distancia, una dulce sonrisa iluminaba todos sus rasgos. Me preguntó de dónde venía y qué me había traído hasta Roma. En suma, se interesó por todo lo acostumbrado acerca de las circunstancias personales. Luego se levantó y dijo:
—Os he mandado llamar porque me han hablado mucho de vuestra extraordinaria devoción. ¿Por qué, hermano Medardo, realizas ejercicios de penitencia públicamente y en las iglesias más visitadas? ¿Crees aparecer así como un santo del Señor, pretendes ser adorado por el fanático populacho? Si es así, penetra en tu pecho y analiza los más profundos pensamientos que te hacen actuar de ese modo. ¡Si no eres puro ante el Señor y ante mí, su Representante en la Tierra, padecerás pronto, monje Medardo, un fin ignominioso!
El Papa pronunció estas palabras con voz fuerte y penetrante. Sus ojos brillaban como rayos. Por primera vez no me sentí culpable del pecado que se me atribuía, así que no sólo mantuve mi actitud, sino que también empecé a hablar con entusiasmo, siendo consciente de que mi penitencia surgía del más verdadero e íntimo arrepentimiento:
—A Vuestra Santidad, el Vicario de Cristo, se le ha otorgado la fuerza de penetrar en mi alma. Bien sabéis, por consiguiente, lo indeciblemente pesada que es la carga de mis pecados, pero también reconoceréis la sinceridad de mi arrepentimiento. Muy lejos de mis intenciones queda la indigna hipocresía, también toda pretensión vanidosa de engañar al pueblo con una actitud impía. ¡Permitid al monje penitente, Santo Padre, que os resuma su vida criminal, pero al mismo tiempo permitid también que os descubra la vida que ha iniciado con el más profundo arrepentimiento y contrición!
Comencé, pues, a hablar de este modo y, sin citar nombres, resumí a continuación toda mi vida. El Papa fue prestando una atención creciente. Se sentó en el sillón y apoyó la cabeza en la mano. Luego miró al suelo ensimismado, pero repentinamente alzó la mirada y se levantó. Con las manos enlazadas y adelantando el pie derecho, como si quisiera venir hacia mí, me miró fijamente con ojos ardientes. Cuando terminé, volvió a tomar asiento.
—Vuestra historia, monje Medardo —comenzó—, es la más extraña que he escuchado en mi vida. ¿Creéis realmente en la influencia visible y manifiesta de un poder maligno al que la Iglesia denomina «demonio»?
Quise responder, pero el Papa continuó:
—¿Creéis realmente que el vino que robasteis de la cámara de las reliquias y bebisteis del todo os impulsó a cometer las impiedades que habéis confesado?
—¡Como agua viciada con una fragancia venenosa fortaleció la simiente maligna que había en mi interior, de tal modo que pudo crecer! —repliqué.
El Papa calló unos instantes, luego continuó con actitud seria y concentrada:
—¿Qué ocurriría si la naturaleza siguiera también en el terreno espiritual las leyes que determinan el funcionamiento de un organismo físico, si una simiente sólo pudiese producir otra igual, si inclinación y voluntad —como la fuerza que, encerrada en el núcleo del árbol, hace reverdecer sus hojas— se heredase de padres a hijos, negando toda arbitrariedad?… Hay familias de asesinos, de ladrones… ¡Sería el pecado original, la maldición eterna e inmutable, impermeable a cualquier forma de expiación, de un género impío!
—Si el nacido de pecador está obligado a su vez a pecar, entonces no existe el pecado —interrumpí al Papa.
—¡Por el contrario! —replicó—. El Espíritu eterno ha creado un gigante que es capaz de dominar al animal ciego que rabia en nuestro interior y mantenerlo encadenado. Ese gigante se llama conciencia, y de su lucha con el animal surge la espontaneidad. La victoria del gigante constituye la virtud; la del animal, el pecado.
El Papa calló un instante; a continuación se iluminó su mirada y dijo con voz suave:
—¿Creéis, monje Medardo, que es conveniente que el Vicario de Cristo se pierda en sutilezas con vos acerca de la virtud y del pecado?
—Habéis honrado a vuestro humilde servidor, Padre Santo —respondí—, al hacerle partícipe de vuestra profunda visión del ser humano. Es conveniente que habléis de una lucha que hace mucho tiempo pudisteis finalizar victorioso y lleno de gloria.
—Posees una opinión muy buena de mí, hermano Medardo —dijo el Papa—, ¿o crees que es la tiara de laurel la que me proclama como héroe y vencedor del mundo?
—Es algo grande ser rey y gobernar a un pueblo. Estar en una situación tan elevada en la vida hace que todo se concentre alrededor y que todo vínculo aparezca como inconmensurable. Precisamente por la posición superior se desarrolla la peculiar fuerza de la contemplación, que se manifiesta en los príncipes de nacimiento como una elevada consagración.
—Quieres decir —interrumpió el Papa—, que incluso en aquellos príncipes en los que se constata una voluntad y una razón débiles reside una singular sagacidad, tenida convencionalmente por sabiduría, que es capaz de imponer a la masa. Pero ¿cómo se puede aplicar tu teoría a este caso?
—Yo quería —continué— hablar sobre la consagración del príncipe, cuyo reino es de este mundo y, luego, de la consagración sagrada y divina del Vicario de Cristo. De manera enigmática, el Espíritu del Señor ilumina a los cardenales reunidos en cónclave. Aislados, sumidos en profunda meditación en sus estancias individuales, el rayo celestial alumbra el ánimo anhelante de revelación, y un nombre resplandece como un himno pronunciado por labios entusiasmados que alaba al Poder eterno. La decisión del Señor, que elige a su digno Representante en la Tierra, será anunciada en lenguaje humano, y de este modo, Padre Santo, vuestra corona proclama el misterio de Dios, del Señor de los Mundos, y constituye el laurel que os designa como héroe y vencedor. Vuestro reino no es de este mundo, y, sin embargo, estáis destinado a regir sobre todos los reinos de la Tierra, reuniendo los miembros de la Iglesia invisible bajo la bandera del Señor. El reino mundano, que os ha sido dado, es sólo vuestro trono floreciente en esplendor celestial.
—Reconoces —me interrumpió el Papa—, reconoces, hermano Medardo, que tengo motivos para estar satisfecho con este modesto trono. Mi Roma resplandece celestial, eso podrás sentirlo, hermano Medardo, pues no has apartado completamente tu mirada de lo terrenal… Pero no lo creo… Eres un orador osado y me has hablado con sinceridad… ¡Creo que podremos comprendernos mejor! ¡Quédate aquí! En pocos días podrías llegar a ser prior y más tarde te podría elegir como mi confesor privado… Ahora vete y compórtate de un modo menos extravagante en las iglesias; a santo desde luego no llegarás, el calendario ya está lleno de ellos. Vete.
Las últimas palabras del Papa me dejaron asombrado, así como su actitud en general, que contrastaba con la imagen que me había forjado en mi interior del Pastor de la comunidad cristiana, al que se le había otorgado el poder de atar y desatar. Tuve la certeza de que había tomado todo lo que había dicho acerca de la divinidad de su posición por mera adulación astuta y vacía. Había partido de la idea de que yo quería perfilarme como un santo, y como quería cerrarme ese camino por motivos especiales decidió otorgarme, por causas también desconocidas, respeto e influencia de otro modo.
Decidí, sin pensar que antes de que el Papa me llamase había querido abandonar Roma, continuar mis ejercicios espirituales. Pero sólo en lo más profundo de mí mismo me sentía con ánimos para dedicarme plenamente a lo Celestial. Involuntariamente pensé durante la oración en mi vida pasada. La imagen de mis pecados había empalidecido, sólo la brillante carrera, primero como favorito de un príncipe, luego como confesor del Papa y más tarde quién sabe a qué altura, se mostraba luminosa ante los ojos de mi espíritu. Así sucedió que dejé de practicar los ejercicios espirituales, no porque el Papa lo prohibiera, sino de manera inconsciente, y me dediqué a vagar por las calles de Roma. Cuando un día atravesaba la plaza de España, vi a un grupo de gente alrededor de las cajas de un titiritero. Oí la divertida cháchara de polichinela y las explosiones de carcajadas del público. El primer acto había concluido, se preparaban para el segundo. La pequeña tapa saltó y apareció el joven David con su honda y un saco lleno de piedras. Con movimientos burlescos prometió que ahora vencería al descomunal Goliath y salvaría a Israel. Se escuchó un zumbido ahogado y un gruñido. El gigante Goliath surgió con una cabeza enorme y monstruosa. Quedé paralizado de asombro al reconocer a primera vista en la cabeza de Goliath al alocado Belcampo. Justo debajo de la cabeza había ensamblado por medio de un dispositivo un pequeño cuerpo con brazos y piernas. Sus propios hombros y brazos quedaban, sin embargo, ocultos por un cortinaje, que hacía a su vez de la capa, doblada con amplitud, de Goliath. El gigante, haciendo extrañas muecas y agitando de forma grotesca su cuerpo de pigmeo, lanzaba un discurso orgulloso, al que David sólo respondía de vez en cuando con una ligera risa disimulada. El pueblo reía a carcajadas, y yo mismo, gratamente sorprendido por la fabulosa aparición de Belcampo, me dejé llevar por la parodia y rompí en una carcajada de placer infantil que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Ay, cuántas veces había sido mi risa sólo el producto convulsivo y acalambrado de un tormento interior desgarrador. A la lucha con el gigante precedió una larga disputa, y David demostró sabia e inteligentemente por qué estaba destinado a matar al temible enemigo. Belcampo hizo que todos los músculos de su rostro se contrajeran y dieran la impresión de formar crepitantes regueros de pólvora, lanzando los bracitos del gigante en pos del más pequeño de los pequeños, David, que hábilmente supo escabullirse y apareció aquí y allá, incluso debajo de la capa de Goliath. Finalmente voló la piedra en busca de la cabeza del gigante, que cayó, y el espectáculo terminó con la bajada del telón. Todavía seguía riéndome a carcajadas, fascinado por el genio de Belcampo, cuando alguien tocó silenciosamente mi hombro. Un abate se encontraba ante mí.
—Me alegra —comenzó a decir— que no hayáis perdido, venerable señor, todo el placer por lo temporal. Apenas podía creer, sobre todo después de presenciar vuestros extraños ejercicios espirituales, que pudieseis reír sobre semejantes necedades.
Me pareció como si el abate hubiera dicho esto para que me avergonzase de mi buen humor, por lo que sin pensar le respondí las siguientes palabras, que poco después lamenté profundamente haber pronunciado:
—Creedme, señor abate, el que ha sido un buen nadador en las aguas agitadas de la vida, nunca carece de fuerza para emerger de una corriente oscura y levantar su cabeza con valor.
El abate me miró con ojos refulgentes.
—Eh —dijo—, qué bien habéis encontrado la imagen y qué a propósito la habéis citado. Ahora creo conoceros del todo y os admiro desde lo más profundo de mi alma.
—No sé, señor mío, cómo un monje penitente puede ser capaz de despertar vuestra admiración.
—¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Volvéis a retomar vuestro papel! ¿Sois el preferido del Papa?
—El Santo Padre y Vicario de Jesucristo se dignó mirarme. Le adoré sumiso como corresponde a su grandeza como custodio de una virtud pura y celestial, concedida por el Poder eterno.
—Pues bien, tú, digno vasallo ante el trono del tres veces coronado, harás con valor lo que es propio de tu oficio. Pero créeme, el actual Vicario de Cristo es una alhaja de virtud en comparación con Alejandro VI; aquí es posible que hayas errado tus cálculos. Pero continúa representando tu papel, ya que pronto acabará la obra que comenzó tan divertida y alegre.
¡Hasta la vista, venerabilísimo señor!
Con risas sarcásticas y estridentes, se alejó el abate de allí. Yo permanecí paralizado. Si unía su última referencia al Papa con mis propias observaciones, me resultó de gran claridad que el Pontífice no podía ser en absoluto el vencedor coronado tras dura lucha con el animal por el que yo le había tomado. También tuve que convencerme, aunque me resultó horrible, de que para una buena parte del público iniciado mi penitencia constituía un simple afán hipócrita para escalar posiciones. Herido hasta en lo más profundo de mi alma, regresé a mi monasterio y recé con fervor en la solitaria iglesia. Entonces se me cayó la venda de los ojos, y reconocí la tentación del poder tenebroso que había intentado de nuevo envolverme en sus redes. Al mismo tiempo pude reconocer mi debilidad pecadora y el castigo divino. Sólo una rápida huida podría salvarme, así que decidí partir al día siguiente por la mañana temprano. Era prácticamente de noche cuando sonó insistentemente la campanilla de la puerta del monasterio. A los pocos minutos entró en mi celda el hermano que estaba de portero, y me informó de que había un hombre vestido de manera extraña que deseaba hablar conmigo a toda costa. Fui al locutorio y vi a Belcampo, que saltó hacía mí con su acostumbrada actitud extravagante. Me tomó de ambos brazos y me llevó con celeridad hasta una de las esquinas.
—Medardo —dijo en voz baja y con prisa—, Medardo, puedes arreglártelas como quieras para perderte, la locura está detrás de ti, en las alas del céfiro, o del viento del sur, o del sudsudoeste, o donde quiera que sea. Te cogerá; saca, ahora que todavía tienes tiempo, un extremo de tu hábito del abismo y escapa. Oh, Medardo, reconoce lo que supone la amistad, reconócelo. ¡Reconoce de lo que es capaz el amor, cree en David y en Jonathán, querido capuchino!
—Os he admirado en el papel de Goliath —interrumpí el discurso del charlatán—, pero decidme con rapidez de qué se trata. ¿Qué es lo que os ha traído hasta mí?
—¿Qué es lo que me ha traído hasta vos? —preguntó Belcampo—. ¿Qué es lo que…? El amor loco hacia un capuchino al que una vez salvé la cabeza, un capuchino que lanzaba a su alrededor ducados ensangrentados, que frecuentaba la compañía de terribles renegados, que, después de haber cometido unos cuantos crímenes de nada, quería casarse como un burgués, o, mejor dicho, como un noble, con la mujer más bella del mundo.
—¡Detente —grité—, detente, loco furioso! Con gran esfuerzo he logrado expiar todo lo que me atribuyes con descaro tan impío.
—Oh, señor —continuó Belcampo—, ¿está todavía tan sensible el lugar en que fuisteis herido por el poder hostil? Eh, así que todavía no habéis sanado del todo. Bien, me comportaré dulcemente y con tranquilidad, como un niño piadoso, quiero controlarme, no quiero saltar más, ni espiritual ni corporalmente, sólo deciros, querido capuchino, que os amo tiernamente por causa de vuestra sublime demencia y que es del todo necesario que el principio demente viva largamente y florezca en la Tierra, tanto como sea posible. Os salvaré de todo peligro mortal en el que os metáis. Encerrado en la caja de mis marionetas, pude espiar una conversación que te afecta. El Papa quiere elevarte a prior de este monasterio capuchino y nombrarte su confesor. Huye de Roma lo más rápido que puedas, pues hay puñales que apuntan hacia ti. Conozco al bravo que te quiere expedir al Reino Celestial. Te has atravesado en el camino de un dominico, el actual confesor del Papa, y de sus partidarios. Mañana no puedes seguir aquí.
Esta información complementaba perfectamente las palabras del desconocido abate. Quedé tan afectado que apenas noté cómo el burlesco Belcampo me abrazaba una y otra vez. Finalmente se despidió con sus usuales muecas extrañas y respingos.
Serían las doce de la noche pasadas cuando pude oír cómo abrían la puerta externa del monasterio y un coche rodaba sobre el empedrado del patio. Poco después se oyó ruido en el corredor, y alguien llamó a la puerta de mi celda. Abrí y pude ver al padre celador, al que seguía un hombre embozado con una antorcha.
—Hermano Medardo —dijo el celador—, un moribundo requiere vuestro auxilio espiritual y que le impartáis los Santos Óleos. Haced lo que es vuestra obligación y seguid a este hombre, que os llevará a donde se os necesita.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. La idea de que me querían llevar a la muerte se hizo fuerte en mi interior, pero no me podía negar, así que seguí al embozado, que abrió la portezuela del coche y me conminó a subir. En el coche encontré a dos hombres que me hicieron sitio y me senté entre ambos. Pregunté a dónde me llevaban, quién solicitaba de mí consuelo y los Santos Óleos. ¡No hubo respuesta! El coche, en cuyo interior reinaba el silencio, atravesó varias calles. Creí percibir por sonidos exteriores que ya nos encontrábamos fuera de Roma, pero luego distinguí que pasábamos por una de las puertas de la ciudad y sobre suelo empedrado. Finalmente el coche se detuvo. Rápidamente ataron mis manos y me pusieron una capucha.
—No os pasará nada malo —dijo una voz ruda—, sólo tendréis que callar acerca de todo lo que vais a ver y oír, si no lo hacéis moriréis al instante.
Me sacaron del coche, sonaron cerrojos y una puerta se abrió quejumbrosa al girar sobre bisagras mal ensambladas. Me guiaron a través de largos corredores, y finalmente bajamos unas escaleras que parecían no acabarse nunca. El eco de los pasos me convenció de que nos encontrábamos en estancias abovedadas, cuyo destino traicionaba el penetrante olor a muerte. Por fin nos detuvimos. Me desataron las manos y me retiraron la capucha. Me encontraba efectivamente en una amplia estancia abovedada, iluminada débilmente por una lámpara colgada. A mi lado se encontraba un hombre que ocultaba su rostro con un embozo negro, probablemente sería el mismo que me había llevado hasta allí, y a mi alrededor estaban sentados monjes dominicos en bancos bajos. Me acordé de la pesadilla que una vez me atormentó en el calabozo y tuve por cierta una muerte cruel. Sin embargo mantuve la calma y recé con fervor en silencio, aunque no para salvarme, sino para obtener un fin misericordioso. Transcurridos unos minutos de silencio sombrío y lleno de presentimientos, entró un monje y se dirigió a mí, hablando con voz ronca:
—Medardo, hemos juzgado a un miembro de vuestra Orden. La sentencia tiene que ser ejecutada. De vos, un hombre santo, espera él absolución y consuelo en la muerte. Id y haced lo que constituye vuestro deber.
El enmascarado que estaba junto a mí me tomó del brazo y me llevó por un estrecho pasillo hasta una estancia pequeña. Allí yacía en un rincón, sobre un lecho de paja, un hombre pálido, consumido, esquelético y sólo vestido con algunos harapos. El embozado dejó la lámpara que había traído sobre una mesa de piedra en el centro de la habitación y se alejó. Me acerqué al prisionero, que se volvió con esfuerzo hacia mí. Quedé paralizado al reconocer los rasgos venerables del piadoso Cirilo. Una sonrisa celestial surcó su rostro.
—Así que los horribles servidores del infierno que aquí habitan no me habían engañado —empezó a decir con voz extenuada—. A través de ellos supe que tú, mi querido hermano Medardo, te encontrabas en Roma. Como sentía un fuerte anhelo de verte, ya que había cometido una gran injusticia contra ti, me prometieron que te traerían hasta mí en la hora de mi muerte. La hora ha llegado y han cumplido su palabra.
Me arrodillé al lado del piadoso y venerable anciano. Le conminé ante todo a que me contara cómo había sido posible que le encarcelaran y condenaran a muerte.
—Mi querido hermano Medardo —dijo Cirilo—, sólo después de confesar arrepentido todo el mal que por error te causé y después de que me hayas reconciliado con Dios, sólo entonces podré hablarte de mi miseria y de mi caída. Ya sabes que tanto yo como el monasterio te tuvimos por un pecador impío. Te creíamos el autor de los más espantosos ultrajes, por lo que te expulsamos de la comunidad. Pero sólo fue un instante funesto, en el que el diablo apretó el nudo en torno a tu cuello y te alejó de los lugares sagrados para sumirte en la vida pecaminosa del mundo. Tomando tu nombre, tu traje y tu figura, un farsante diabólico cometió aquellos crímenes por los que estuviste a punto de morir ignominiosamente como un asesino. El Poder eterno ha revelado de manera maravillosa que tú pecaste, es cierto, con ligereza al intentar romper tu voto, pero que eres inocente de aquellas funestas impiedades. Regresa a nuestro monasterio. Leonardo y los hermanos recibirán al que creían perdido para siempre con alegría y amor. Oh, Medardo…
El anciano perdió la consciencia, víctima de su debilidad. Resistí la tensión que sus palabras —que parecían anunciar un acontecimiento extraordinario— habían despertado en mí, y sólo pensando en él, en la salvación de su alma, intenté, sin otra ayuda que un ligero masaje en la cabeza y en el pecho, modo usual en nuestro monasterio de reanimar a agonizantes, de hacer que la vida volviera a él. ¡Cirilo se recuperó pronto y se confesó, él, el más piadoso, conmigo, el pecador impío! Pero me parecía como si al absolver al anciano, cuyo mayor delito eran las dudas que aquí y allá le habían surgido, se hubiera encendido en mi interior por obra del Poder eterno un espíritu celestial, y como si yo fuera un mero instrumento, el órgano corporeizado del que se servía ese Poder para hablar humanamente aquí en la Tierra con el hombre que todavía no se había separado de su alma. Cirilo elevó su mirada contemplativa al Cielo y dijo:
—¡Oh, hermano Medardo, cómo me han consolado tus palabras! ¡Alegre afronto la muerte que me prepara el infame! Caigo víctima de la más cruel falsedad y del pecado más impío que rodea al trono del tres veces coronado.
Escuché pasos tenues, que se aproximaban cada vez más, la llave rechinó en la cerradura de la puerta. Cirilo se incorporó con violencia, tomó mi mano y me dijo al oído:
—Regresa a nuestro monasterio. Leonardo está informado de todo, él sabe del modo en que muero. ¡Conjúrale a que calle sobre mi muerte! Qué pronto me habría alcanzado si no la muerte a mí, a un anciano acabado. ¡Adiós, hermano mío! ¡Reza por la salvación de mi alma! Estaré con vosotros cuando celebréis mi funeral en el monasterio. ¡Prométeme que callarás sobre todo lo que has visto y oído aquí, pues si no provocarás tu perdición e implicarás a nuestro monasterio en mil asuntos odiosos!
Así lo hice. Hombres embozados penetraron en la habitación, levantaron al anciano del lecho y lo arrastraron por el corredor, ya que estaba tan consumido que era incapaz de andar, hasta la estancia abovedada en que yo había estado con anterioridad. A una señal de los embozados seguí también al condenado.
Los dominicos habían formado un círculo, en cuyo centro situaron al anciano, que tuvo que arrodillarse sobre un montoncillo de tierra que habían esparcido. Le habían dado un crucifijo para que lo sostuviera en las manos. Yo también me encontraba en medio del círculo, como era mi deber, y rezaba en voz alta. Un dominico me asió por el brazo y me echó a un lado. En ese instante vi cómo brillaba una espada en la mano de uno de los embozados y cómo la cabeza ensangrentada de Cirilo rodaba a mis pies. Perdí el conocimiento. Cuando, más tarde, me recobré, me encontraba en una pequeña habitación similar a una celda. Un dominico entró y me dijo con cierto sarcasmo:
—Os habéis llevado un buen susto, hermano, y en realidad deberíais haberos alegrado con justicia, ya que habéis visto con vuestros propios ojos un bello martirio. Así deberíamos llamarlo cuando un hermano de vuestro monasterio recibe la muerte merecida, pues ¿no sois todos, sin excepción, santos?
—¡No somos santos —exclamé—, pero en nuestro monasterio no fue asesinado jamás un inocente! ¡Dejadme ir, he cumplido mi deber con alegría! ¡El Espíritu del fallecido estará a mi lado si caigo en las manos de infames asesinos!
—No dudo en absoluto —dijo el dominico— que el bendito hermano Cirilo permanecerá a vuestro lado en un caso similar, pero ¿no pretenderéis, querido hermano, confundir su ejecución con un asesinato? Cirilo había pecado gravemente contra el Vicario de Cristo, y éste mismo fue el que ordenó su muerte. Pero el anciano os debe de haber confesado todo, e inútil es, por tanto, hablar más del asunto. Tomad mejor algo para fortaleceros y refrescaros, pues ofrecéis un aspecto pálido y perturbado.
Dicho esto, el dominico me acercó una copa de cristal que contenía un vino espumoso, aromático y de color granate. No puedo decir con certeza la sospecha que me asaltó cuando me llevé la copa a los labios, pero es seguro que percibí el olor del mismo vino que me escanció Eufemia en aquella noche fatídica. Inconscientemente, sin pensar con claridad, lo derramé en la manga izquierda de mi hábito, mientras, como si me hubiera deslumbrado la luz, mantenía la mano izquierda ante mis ojos.
—¡Que os siente bien! —exclamó el dominico mientras me empujaba rápidamente hacia la puerta.
Me arrojaron en el coche, que, para mi sorpresa, se encontraba vacío, y salimos de allí. La espantosa noche, la tensión espiritual y el profundo dolor que sentía por el infeliz Cirilo me sumieron en un estado de aturdimiento tal que no me resistí cuando me sacaron del coche y me dejaron en el suelo de un modo no muy sutil. Amaneció y me encontré tumbado ante la puerta del monasterio capuchino, cuya campanilla toqué al incorporarme. El portero se asustó al ver mi aspecto pálido y descompuesto, por lo que debió de informar posteriormente al prior, que entró en mi celda inmediatamente después de la primera misa con actitud preocupada. A sus preguntas sólo contesté en general que la muerte de la persona a la que tenía que absolver había sido demasiado cruel y que me había afectado profundamente, pero no pude seguir hablando debido a un dolor intenso que sentí en el brazo izquierdo, que terminó por hacerme gritar. Llegó el médico del monasterio que, al rasgar la manga del hábito firmemente pegada a la carne, dejó al descubierto un brazo completamente corroído y desgarrado como por una sustancia cáustica.
—Tenía que beber vino y lo derramé en la manga —gemí a punto de perder la conciencia por el terrible tormento.
—En la bebida había un veneno corrosivo —exclamó el médico, que se apresuró a aplicar remedios para, al menos, reducir el dolor.
La habilidad del médico y el cuidado exquisito que me procuró el prior lograron salvar el brazo, que en un principio se pensó amputar. La carne, sin embargo, quedó corroída hasta el hueso, por lo que la fuerza que hacía que se moviera el brazo quedó definitivamente rota por la hostil cicuta.
—Ahora veo demasiado bien —dijo el prior— qué es lo que se escondía tras ese encuentro que estuvo a punto de costaros el brazo. El piadoso hermano Cirilo desapareció de nuestro monasterio y de Roma de manera inexplicable, y vos también, querido hermano Medardo, desapareceréis del mismo modo, si no abandonáis Roma lo más pronto posible. Mientras permanecisteis enfermo, hubo intentos sospechosos de obtener información acerca de vos; sólo la vigilancia, unidad y fidelidad de los hermanos impidió que la muerte os persiguiera hasta vuestra misma celda. Así como desde el primer momento me parecisteis un hombre absolutamente extraordinario, envuelto por vínculos fatídicos, del mismo modo os habéis convertido, desde que residís en Roma, si bien es cierto contra vuestra voluntad, en un personaje demasiado extraño como para que a determinadas personas no les fuese deseable apartaros radicalmente del camino. ¡Regresad a vuestra patria, a vuestro monasterio! ¡Que la paz sea con vos!
Comprendí que mientras permaneciera en Roma mi vida correría continuo peligro, pero al recuerdo torturante de todas las impiedades cometidas, que la penitencia no había sido capaz de suprimir, se unía ahora el dolor corporal del brazo marchito. No me importaba, por consiguiente, llevar una existencia atormentada y doliente que podría dejar pasar como una carga pesada, si alguien me diera una muerte rápida. Me fui acostumbrando al pensamiento de morir de muerte violenta, e, incluso, me parecía un martirio glorioso, ganado gracias a mi severa penitencia. Me veía salir por la puerta del monasterio e imaginaba que una figura siniestra me atravesaba con un cuchillo. El pueblo se reunía en torno al cadáver ensangrentado: «¡Medardo, el piadoso y penitente Medardo ha sido asesinado!», se oía gritar por las calles, y la gente se reunía lanzando lamentos por el ausente. Las mujeres se postraban y secaban con sus pañuelos las heridas de las que manaba abundante sangre. Una de ellas se fijaba en la cruz de mi cuello y gritaba: «¡Es un mártir, un santo, mirad el signo del Señor que lleva en el cuello!». Estas palabras hicieron que todos se arrodillaran. ¡Feliz el que pueda tocar el cuerpo del santo, el que pueda simplemente rozar su hábito! Rápidamente traen un féretro, el cuerpo, orlado de flores, es colocado en su interior y llevado en triunfo por jóvenes, entre cánticos y oraciones, hasta San Pedro. Así trabajaba mi fantasía y pintaba un cuadro que representaba con vivos colores mi propia glorificación en la tierra. Sin pensar ni sospechar que el espíritu maligno del orgullo intentaba tentarme de nuevo, decidí permanecer en Roma después de mi completa recuperación, continuar mi acostumbrada forma de vida, y así, o morir como un héroe o, escapando de mis enemigos gracias al Papa, alcanzar una alta dignidad en la Iglesia.
Mi fuerte constitución y mi naturaleza vitalista me ayudaron a soportar los dolores atroces, superando finalmente los efectos nocivos de la sustancia infernal, que desde el exterior intentaba alcanzar y destruir mi interior. El médico me prometió un pronto restablecimiento. En realidad, sólo experimenté caídas febriles en los instantes de delirio que suelen preceder al sueño, y que provocaban bruscos cambios en los que se alternaban escalofríos y accesos de calor. Precisamente en esos momentos era cuando, pletórico ante la imagen de mi martirio, me veía a mí mismo, lo que ocurría con frecuencia, siendo asesinado por una puñalada en el pecho. Pero esta visión se transformó y en vez de verme, como era usual, tendido en la plaza de España y rodeado por la masa que proclamaba mi santidad, yacía ahora solo en una alameda del jardín del monasterio en B. En vez de sangre manaba de la herida abierta un líquido repugnante y sin color definido. Una voz dijo: «¿Ha sido esta sangre derramada por un mártir? ¡Pretendo aclarar y dar color al agua impura, y luego será coronado por el fuego, que ha vencido a la luz!». Fui yo mismo el que pronunció estas palabras, pero cuando me sentí escindido de mi «yo» muerto, me di cuenta de que yo era el pensamiento sin sustancia de mi «yo». Pronto me reconocí también a mí mismo como el tono rojizo que flota en el éter. Me obligué a elevarme hasta la cúspide luminosa de la montaña. Quería introducirme en el castillo natal por la puerta de nubes doradas, pero rayos, convertidos de inmediato en serpientes ígneas, atravesaban la cúpula del cielo. Caí como niebla húmeda y opaca. «Yo, yo soy —decía el pensamiento— el que colorea vuestras flores, vuestra sangre.
¡Flores y sangre son el adorno de boda que os preparo!». A medida que caía, podía ver el cuerpo con la herida abierta en el pecho, de la que brotaba a borbotones aquella agua impura. Mi aliento debía transformar el agua en sangre, pero no ocurrió nada. El cadáver se incorporó y me miró fijamente con ojos espantosos, aullando a continuación como el viento del norte en un abismo profundo: «¡Ciego y necio pensamiento, no hay lucha entre la luz y el fuego, pero la luz es el bautismo de fuego a través del tono rojo que intentaste envenenar!». El cuerpo cayó de nuevo. Todas las flores de los campos inclinaron sus cabezas marchitas, hombres, parecidos a pálidos espectros, se arrojaron al suelo y un lamento desconsolado provocado por mil voces se elevó en el aire: «¡Oh, Señor, Señor! ¿Es tan inmensa la carga de nuestros pecados que otorgas poder al enemigo para mortificar víctimas expiatorias de nuestra sangre?». ¡La queja se hizo más y más fuerte, como la ola rugiente de un mar! El pensamiento quería pulverizarse en el tono violento de un lamento sin consuelo; entonces fui arrancado del sueño como por una corriente eléctrica.
La campana de la torre del monasterio dio las doce, una luz cegadora atravesaba la ventana de la iglesia y llegaba hasta mi celda. «Los muertos se levantan de las tumbas y celebran el servicio divino». Así habló mi alma, y comencé a rezar. Pero al poco tiempo escuché un ligero golpeteo. Creí que era uno de los monjes que quería entrar, pero con profundo horror comprobé que se trataba de aquella cruel risa ahogada de mi fantasmal doble que, hostigándome con su sarcasmo, gritó: «Hermanito… hermanito… Ya estoy otra vez contigo… la herida sangra… la herida sangra… rojo… rojo… ¡Ven conmigo, hermanito Medardo! ¡Ven conmigo!». Quise saltar del lecho, pero el espanto había arrojado su manto de hielo sobre mí. Cada movimiento que intentaba hacer se convertía en un espasmo interno que despedazaba mis músculos. Sólo una fervorosa oración permanecía en mi pensamiento: ser salvado de los poderes oscuros que querían abalanzarse sobre mí desde las puertas abiertas del infierno. Ocurrió que pude oír en voz alta la oración, que sólo había sido pronunciada en mi mente, y comprobé cómo se hacía señora de los golpes, de las risas y del siniestro parloteo del terrible doble, que terminaron por perderse en un zumbido, como cuando el viento del sur despierta a un enjambre de insectos hostiles que aplican sus venenosas trompas a las semillas en germinación. El zumbido se tornó en un lamento humano, y mi alma preguntó: «¿No es ése el sueño profético que quiere curar la herida sangrante y consolarte?». En ese instante se abrió paso a través de la niebla sombría y opaca la luz purpúrea del crepúsculo, pero en su interior surgía una figura: era Cristo. De cada una de sus heridas brotaba, como una perla, una gota de sangre. ¡El rojo fue devuelto a la tierra y el lamento humano se convirtió en un himno de júbilo, pues el rojo representaba la Gracia del Señor! Pero la sangre de Medardo manaba todavía incolora de la herida, y él rezó con fervor: «¿Debo ser yo, yo solo, el que en toda la tierra permanezca abandonado sin esperanza al eterno tormento de la condenación?». Entonces algo se movió en un arbusto. Una flor, coloreada de ardor celestial, extendió sus pétalos y contempló a Medardo con una sonrisa suave y angélica. Un aroma le envolvió, y este aroma era el maravilloso resplandor del éter puro de la primavera. «No ha vencido el fuego, no hay lucha entre la luz y el fuego. El fuego es la palabra que ilumina a los pecadores». Era como si la rosa hubiera pronunciado estas palabras, pero la rosa era la dulce imagen de una mujer. Salió a mi encuentro con un vestido blanco y rosas prendidas en el pelo. «¡Aurelia!», grité despertando del sueño. Un maravilloso aroma de rosas invadía la celda, pero la confusión de mis sentidos excitados me hicieron creer que todavía veía la figura de Aurelia y que me contemplaba con seriedad… figura que, con los primeros rayos de la mañana que penetraban en mi celda, pareció desvanecerse.
Ahora reconocía claramente la tentación del demonio y mi debilidad pecadora. Bajé deprisa y recé con fervor ante el altar de Santa Rosalía. Ninguna flagelación, ninguna penitencia en el sentido del monasterio, pero cuando el sol de mediodía lanzaba sus rayos oblicuos, ya me encontraba a varias horas de Roma. No sólo la advertencia de Cirilo, sino un anhelo irreprimible de volver a mi patria fue el que también me impulsó a emprender el mismo sendero que había dejado atrás para venir a Roma. Sin quererlo había tomado, al pretender huir de mi condición eclesiástica, el camino más directo para alcanzar el objetivo que había determinado el prior Leonardo.
Evité la Corte del príncipe, y no porque temiese ser reconocido y caer de nuevo en las manos del tribunal de lo criminal. Cómo podría pisar aquel lugar, donde intenté apropiarme de manera absurda e impía de una felicidad terrenal a la que, como un hombre consagrado a Dios, había renunciado, sin despertar en mí un recuerdo doloroso. Cómo podía regresar precisamente allí, donde, apartado del eterno y puro espíritu del amor, tomé la consumación del instinto terrenal por el momento más luminoso de la vida, en el que lo sensual y lo trascendental arden en una misma llama; allí fue donde la plenitud de la vida, alimentada por su propia riqueza exuberante, apareció ante mí como el principio que se debe oponer con fuerza a todo afán por lo celestial, que, en aquel tiempo, sólo consideraba como una represión antinatural. ¡Pero todavía más! Sentía profundamente la incapacidad, a pesar del fortalecimiento que tendría que suponer un cambio irreprochable conseguido a través de una dura y continua penitencia, de salir victorioso por una vez de la lucha en la que, cuando menos me lo esperaba, me involucraba el poder oscuro y espantoso, cuya influencia en mi existencia tantas veces había constatado con terror. ¡Ver de nuevo a Aurelia! ¡Quizá verla resplandeciendo de belleza y encanto! ¿Podría soportarlo sin que se apoderase de mí el espíritu del mal, que todavía hacía hervir la sangre de mis arterias con las llamas del infierno?
¡Cuántas veces se me apareció la figura de Aurelia, pero con qué frecuencia también se despertaron en mí al creer verla sentimientos cuya pecaminosidad reconocí y destruí con toda la fuerza de mi voluntad! Sólo en la conciencia de todo aquello que despertaba la atención hacia mí y en el sentimiento de debilidad que me impedía luchar, creí reconocer la veracidad de mi penitencia. Consolador era el convencimiento de que, al menos, me había abandonado el espíritu infernal del orgullo, la idea temeraria de habérmelas cara a cara con los poderes oscuros.
Pronto me encontré en las montañas, y una mañana surgió un castillo al disiparse la niebla del valle que tenía ante mí. Lo reconocí enseguida: me encontraba en la propiedad del barón F. El parque estaba en una situación de abandono completo, los senderos irreconocibles, cubiertos de maleza. En el bello césped que antaño crecía ante el castillo, pacía ahora ganado. Las ventanas del edificio estaban rotas, la entrada derruida. No había ni un alma humana. Permanecí en silencio y paralizado, en cruel soledad. Un ligero gemido surgió de un bosquecillo que todavía conservaba bastante bien su forma de antaño, y reparé en un anciano que estaba sentado allí. No parecía haberme visto, aunque me encontraba lo suficientemente cerca.
Cuando me aproximé un poco más, pude oír estas palabras:
—¡Muertos, todos los que amé están muertos! ¡Ay, Aurelia! ¡Aurelia, también tú, la última! ¡Muerta, muerta para este mundo!
Reconocí al viejo Reinaldo. Quedé estático, como si hubiese echado raíces.
—¿Aurelia, muerta? No, no, te equivocas, anciano. A ella la protegió el Poder eterno del cuchillo con que intentó asesinarla el impío asesino.
Así hablé, pero el anciano se incorporó, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, y gritó:
—¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí? ¡Leopoldo! ¡Leopoldo! Un niño saltó a su lado. Cuando me vio, se inclinó y saludó:
—¡Laudeatur Jesucristo!
—In omnia saecula saeculorum —le respondí. Entonces el anciano se alzó y gritó con más fuerza:
—¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí?
Ahora pude comprobar que el anciano estaba ciego.
—Un venerable señor —dijo el niño—, un religioso de la orden de los capuchinos está aquí.
Pareció como si al anciano le poseyera un espanto profundo.
—¡Llévame de aquí, niño, llévame de aquí! —gritó—. ¡Llévame adentro y cierra la puerta! ¡Que Pedro vigile! ¡Vámonos de aquí!
El anciano hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban para poder huir de mí como de un animal salvaje. El niño me miraba admirado y aterrorizado, pero el anciano, en vez de dejarse guiar por él, lo arrastró y en un instante habían desaparecido tras la puerta que, como pude escuchar, fue cerrada a cal y canto. Huí rápidamente del escenario de mi mayor impiedad, que había cobrado vida más que nunca con la escena presenciada. Poco después me encontraba en lo más profundo de la espesura. Cansado, me senté sobre musgo, al pie de un árbol. No muy lejos había un montículo de tierra sobre el que habían puesto una cruz. Cuando desperté del sueño propiciado por la fatiga del camino, un viejo campesino se encontraba sentado a mi lado. Tan pronto como vio que me había espabilado, se quitó el sombrero con respeto y con un tono de honrada benevolencia, dijo:
—Vaya, habéis debido de caminar largo tiempo lejos de esta comarca, venerable señor, y parecéis muy cansado, pues en otro caso no hubierais dormido tan profundamente en un lugar tan siniestro como éste, ¿o es que a lo mejor no sabéis nada de lo ocurrido aquí?
Le aseguré que, como forastero y como peregrino de regreso de Roma, no estaba informado de nada de lo allí acaecido.
—Afecta muy especialmente —dijo el campesino— a vos y a vuestros hermanos de Orden. Tengo que reconocer que cuando os vi dormir tan tranquilo, me senté a vuestro lado para apartar cualquier peligro que pudiese surgir. Todo apunta a que hace varios años fue asesinado un capuchino en este lugar. Se sabe con certeza que, en aquel tiempo, pasó un capuchino por nuestro pueblo. Después de pernoctar, se fue a las montañas. El mismo día descendía mi vecino por el profundo sendero del valle, situado precisamente bajo el «abismo del diablo», cuando escuchó un grito penetrante y lejano, que resonó de una manera extraña. Pretendió haber visto incluso —lo que me parece imposible— a una figura humana despeñarse por el precipicio. Hasta aquí son hechos ciertos y en el pueblo creímos todos, sin saber por qué, que el capuchino podría haberse caído, así que varios de nosotros nos dirigimos hacia allí y, lo mejor que pudimos y sin poner nuestra vida en peligro, intentamos encontrar al menos el cadáver del infeliz. No pudimos, sin embargo, encontrar nada y nos reímos a carcajadas de nuestro vecino cuando, regresando una vez del sendero del valle en una noche de luna llena con un susto mortal, dijo creer haber visto a un hombre desnudo que intentaba salir del abismo del diablo. Fue pura imaginación, pero más tarde se supo que el capuchino, sólo Dios sabe por qué, fue asesinado por un hombre noble y el cadáver arrojado al «abismo del diablo». Precisamente aquí, en este sitio, debió de tener lugar el crimen, estoy convencido, pues mirad, venerable señor, hace tiempo estaba sentado aquí y contemplaba pensativo el árbol hueco que está junto a nosotros, cuando veo que cuelga un trozo de tela marrón oscuro de la hendidura. Salto, voy hacia allí y saco un hábito de capuchino nuevo. Una de las mangas presentaba restos de sangre y en uno de los extremos se podía leer el nombre de Medardo. Pensé, pobre como soy, hacer una buena obra al vender el hábito y, con el dinero conseguido, pedir que leyeran unas misas por el pobre hombre asesinado, que no pudo prepararse para la muerte ni pensar en sus cuentas pendientes. Entonces ocurrió que llevé el hábito a la ciudad, pero ningún ropavejero quiso comprarlo; además, no había ningún monasterio capuchino en las cercanías. Finalmente llegó un hombre, por su aspecto y traje un cazador o un guarda forestal, que precisamente necesitaba un hábito capuchino, pagando mi hallazgo con generosidad. Pedí a nuestro párroco que leyera una buena misa y coloqué aquí una cruz, ya que era imposible situar una en el «abismo del diablo», como recuerdo de la ignominiosa muerte del capuchino. Pero el bendito señor debió de pasarse de la raya, pues vaga por aquí y no encuentra sosiego, por lo que deduzco que la misa del párroco no fue de mucha ayuda. Por esta causa os pido, venerable señor, que si regresáis sano y salvo de vuestro viaje, digáis una misa por la salvación del alma de vuestro hermano de orden Medardo. ¡Me lo tenéis que prometer!
—¡Os encontráis en un error, buen amigo! —dije—. El capuchino Medardo, que atravesó vuestro pueblo cuando iba a Roma en un viaje que duró varios años, no ha sido asesinado. No necesita todavía una misa de difuntos, vive y puede trabajar por su salvación eterna. ¡Yo mismo soy ese Medardo!
Con estas palabras tomé el reverso de mi capucha y le mostré el nombre de Medardo, bordado en uno de los extremos. Apenas había visto el campesino el nombre, palideció y me miró fijamente lleno de espanto. A continuación dio un salto repentino y salió corriendo hacia el bosque mientras daba fuertes gritos. Estaba claro que me había tomado por el espectro errante del asesinado Medardo, y hubiese sido en vano intentar demostrarle que se encontraba en un error. Lo apartado del lugar, el silencio que me rodeaba, sólo interrumpido por el murmullo de un arroyo cercano, eran indicados para despertar todo tipo de imágenes siniestras. Pensé en mi horrible doble y, contagiado por el miedo del campesino, sentí cómo me temblaba el alma, pues me parecía como si el fantasma fuese a surgir en cualquier momento de un matorral próximo. Seguí adelante mientras me daba ánimos, y sólo cuando me abandonó la idea delirante del espectro de mi «yo», pensé que ahora sabía cómo el monje demente había conseguido el hábito capuchino que me dejó en su huida, y que yo tomé sin dudar por el mío. El guarda forestal, en cuya casa se hospedó y al que solicitó un hábito, se lo había comprado al campesino en la ciudad. La manera extraña en que se produjo el suceso en el «abismo del diablo» pesó sobre mi alma, pues bien me daba cuenta de que todas las circunstancias tuvieron que coincidir para dar lugar a la funesta confusión con Victorino. Me pareció muy importante la extraña visión que experimentó el temeroso vecino, y esperaba confiado una aclaración más exacta, sin sospechar dónde y cómo la obtendría.
Por fin, tras largas y casi ininterrumpidas caminatas que duraron semanas, me encontré próximo a mi tierra. ¡Cómo me palpitó el corazón cuando divisé ante mí las torres del convento cisterciense! Llegué al pueblo, a la plaza situada ante la iglesia del convento. En la lejanía resonaba un himno, cantado por voces masculinas. Pude distinguir una cruz, detrás de la cual marchaban monjes de dos en dos, avanzando como en procesión. Ay, reconocí a mis hermanos de Orden y al anciano Leonardo, que encabezaba la comitiva ayudado por un joven hermano para mí desconocido. Pasaron cantando de largo, sin reparar en mi presencia, y atravesaron las puertas abiertas del convento. Acto seguido pasaron de la misma manera los dominicos y franciscanos procedentes de B… También entraron en el convento carruajes cerrados que traían a las monjas clarisas, asimismo de B… Lo que veía me hacía suponer que iba a tener lugar una ceremonia especial. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par. Entré y comprobé cómo todo había sido cuidadosamente dispuesto y limpiado. El altar mayor y los altares laterales habían sido adornados con arreglos florales. Un ayudante hablaba de las rosas florecidas recientemente, que debían ser traídas al día siguiente lo más temprano posible, ya que la abadesa había ordenado expresamente que el altar mayor tenía que ser orlado de rosas. Decidido a ir enseguida en búsqueda de mis hermanos, entré en el convento y, después de haberme fortalecido con una oración, pregunté por el prior Leonardo. La portera me condujo hasta una sala. Leonardo estaba sentado en un sillón, rodeado por los hermanos. Llorando y profundamente compungido, sin poder articular una palabra, me arrojé a sus pies.
—¡Medardo! —gritó.
Un murmullo ahogado recorrió la hilera de monjes:
—¡Medardo, el hermano Medardo esta aquí de nuevo!
Me levantaron del suelo. Los hermanos me estrechaban en sus brazos.
—¡Gracias al Cielo que has sido salvado de las astucias y tentaciones del mundo! ¡Pero cuenta… cuenta, hermano! —gritaban los monjes.
El prior se levantó y me hizo una señal para que le siguiese a la habitación contigua, que le servía como residencia cuando visitaba el convento.
—Medardo —comenzó a decir—, has roto tu voto de manera sacrílega. Al huir vergonzosamente en vez de cumplir tus cometidos, has estafado de modo indigno al monasterio. ¡Debería emparedarte, si procediese según las severas normas del monasterio!
—¡Júzgame, padre venerable! —repliqué—. ¡Júzgame como quiere la ley! ¡Ay, con alegría arrojaré la carga de una vida miserable y llena de tormentos! ¡Sé de sobra que la severa penitencia a la que me sometí no podía ofrecerme ningún consuelo en la tierra!
—¡Anímate! —intervino Leonardo—. El prior ha hablado contigo, ahora hablará el padre y el amigo. Has escapado a la muerte que te amenazaba en Roma de manera milagrosa. Sólo Cirilo cayó víctima…
—¿Lo sabéis, pues? —pregunté asombrado.
—Todo —respondió el prior—. Sé que acompañaste al pobre en sus últimos momentos de vida, y que pensaron en asesinarte con el vino envenenado que te ofrecieron como refresco. Probablemente encontraste una oportunidad, a pesar de estar vigilado por los ojos de Argos de los monjes, de deshacerte del vino, pues si hubieras bebido una sola gota habrías fallecido en unos diez minutos.
—Oh, mirad —exclamé, y mostré al prior, subiéndome la manga del hábito, mi brazo carcomido hasta el hueso.
Le expliqué cómo, sospechando el mal que me amenazaba, derramé el vino en la manga. Leonardo retiró la mirada ante el desagradable aspecto de mi brazo momificado y habló para sus adentros con voz apagada:
—Expiaste tu pecado, pues fuiste impío en todo momento. Pero Cirilo, ¡pobre anciano!
Le dije al prior que el motivo exacto de la ejecución secreta de Cirilo seguía siendo para mí un misterio.
—Quizá —contestó el prior— habrías compartido su mismo destino, si, como Cirilo hizo, te hubieras presentado como plenipotenciario de nuestro monasterio. Ya sabes que nuestro privilegio impide que el cardenal *** obtenga determinados ingresos, que él, sin embargo, acapara para sí de forma ilegal. Éste fue el motivo por el que el cardenal trabó repentina amistad con el confesor del Papa, que hasta ahora había sido su enemigo, ganando así un peligroso contrincante en la orden de los dominicos, a los que quiso oponer a Cirilo. El astuto monje encontró con rapidez una táctica para deshacerse de Cirilo. Le condujo personalmente hasta el Papa y supo presentar al capuchino recién llegado a la ciudad de tal manera que el Papa le recibió como una aparición original, entrando a formar parte del grupo de eclesiásticos de los que se rodeaba. Cirilo pudo comprobar entonces cómo el Vicario de Cristo buscaba y encontraba su imperio en este mundo y en sus placeres; cómo se servía para sus maquinaciones de un elemento hipócrita, que, a pesar del espíritu fuerte que habitaba en su interior, sabía elegir los medios más reprochables, confundiendo el Cielo y el Infierno. El monje piadoso, era de esperar, se enfadó ante este comportamiento y se sintió llamado a conmover al Papa a través de sermones fogosos, pronunciados según le dictaba su espíritu, para así desviar al Pontífice de sus cuitas terrenales. El Papa, como suele suceder en las personalidades afeminadas, quedó afectado por las palabras del piadoso anciano, y, precisamente gracias a este estado enervado, el dominico logró preparar poco a poco y con habilidad el golpe, que debería acertar de pleno al pobre Cirilo. Éste informó al Papa de que se trataba de una conspiración infame con la que pretendían declararle indigno de portar la triple corona en la Iglesia. Cirilo tenía la misión de impulsarle a emprender cualquier penitencia pública que serviría de señal entre los cardenales para una rebelión. Pero ahora el Papa encontró fácilmente en los sermones enfáticos de nuestro hermano una intención secreta, por lo que odió profundamente al anciano y le soportó en su cercanía exclusivamente para evitar dar un paso llamativo. Cuando Cirilo encontró de nuevo la oportunidad de hablar con el Papa sin testigos, le dijo directamente que aquel que no renuncia del todo a los placeres de este mundo, que no lleva una vida realmente santa, es un indigno representante del Señor y una carga funesta y perjudicial para la Iglesia, de la que hay que liberarse. Poco después, con posterioridad al momento en que vieron salir a Cirilo de las estancias privadas del Papa, se encontró envenenada el agua helada que el Pontífice acostumbraba a beber. Cirilo era inocente, no cabe duda, ya conociste al anciano piadoso. En todo caso, el Papa estaba convencido de su culpabilidad, y la orden de que los dominicos lo ejecutaran en secreto fue la consecuencia necesaria.
»Tu aparición en Roma fue bastante llamativa. La manera en que te expresaste ante el Papa, especialmente la narración de tu vida, hizo que encontrara en ti un cierto parentesco espiritual. Creyó poder elevarse contigo a una plataforma superior desde la que poder sutilizar inmoralmente acerca de la virtud y de la religión, fortaleciendo así su posición para, como bien puedo decir, pecar con entusiasmo y consciente del pecado. Tus ejercicios de penitencia eran para él un afán hipócrita y astuto para medrar y alcanzar metas superiores. Te admiraba y gozaba con los discursos espléndidos, exaltadores de su figura, que pronunciaste. Ocurrió que tú, antes de que el dominico pudiera darse cuenta, te elevaste y te volviste más peligroso para la banda de lo que Cirilo podría llegar a ser. Ya ves, Medardo, que estoy informado correctamente de tus inicios en Roma; que sé cada palabra que hablaste con el Papa. No hay nada misterioso en ello, pues puedo decirte que el monasterio posee un amigo en la cercanía de Su Santidad que me informó de todo con detalle. Incluso cuando creías encontrarte a solas con el Papa, él estaba lo suficientemente cerca como para captar cada palabra. Cuando comenzaste en el monasterio capuchino, cuyo prior es un pariente cercano mío, tus severos ejercicios de penitencia, tuve tu arrepentimiento por verdadero. Seguramente fue así, pero el espíritu maligno de un orgullo pecaminoso se apoderó nuevamente de ti en Roma, el mismo orgullo del que fuiste víctima aquí, cuando te encontrabas entre nosotros. ¿Por qué te acusaste frente al Papa de delitos que nunca cometiste? ¿Acaso has estado alguna vez en el castillo del barón de E?
—¡Ay, venerable padre —exclamé aniquilado por el dolor—, ése fue el escenario de mi más impío crimen! ¡Pero también constituye la pena más dura del Poder eterno e insondable ante el que jamás podré aparecer puro en la tierra, debido al pecado que cometí poseído de ceguera demencial! ¿También para vos, venerable padre, soy un hipócrita pecador?
—Ahora —respondió el prior—, estoy casi convencido de que después de tu penitencia ya no eres capaz de mentir, pero todavía existe un enigma, para mí inexplicable. Después de tu huida de la Corte —el Cielo no quiso aceptar el crimen que querías cometer y salvó a la piadosa Aurelia—, después de tu huida, repito, y después de que el monje, que también Cirilo confundió contigo, se hubiera liberado como por milagro, se conoció que no tú, sino el conde Victorino, disfrazado de monje capuchino, era el que había estado en el castillo. Cartas, que se encontraron en el legado de Eufemia, habían probado esto mismo mucho antes, pero se creyó que la misma Eufemia estaba equivocada, ya que Reinaldo aseguró que te había reconocido con la suficiente seguridad como para no confundirte, a pesar de tu fiel parecido, con el conde Victorino. La ceguera de Eufemia resulta incomprensible. Entonces surgió de repente el servidor del conde que contó como éste, que desde hacía meses había permanecido solo en las montañas y se había dejado crecer la barba, se le había aparecido por sorpresa en el bosque, en las proximidades del «abismo del diablo», vestido de capuchino. Aunque no supo de dónde había sacado el conde el disfraz, no le resultó especialmente llamativo, pues conocía las intenciones del conde de aparecer en el castillo con el hábito y permanecer allí un año para llevar a cabo determinadas empresas. Desde luego había sospechado de dónde había sacado el conde el hábito de capuchino, pues el día anterior le había contado que había visto a un capuchino en el pueblo y que tenía la esperanza de que, cuando éste atravesara el bosque, conseguiría el hábito de una u otra manera. Al capuchino no lo había visto, pero sí había escuchado un grito. Poco después se extendió por el pueblo el rumor de que habían asesinado a un capuchino en el bosque. Había conocido demasiado bien a su señor, había hablado demasiado con él durante la huida del castillo como para que tuviera lugar una confusión. Esta declaración del sirviente debilitaba la opinión de Reinaldo, pero la completa desaparición de Victorino seguía siendo incomprensible. La Soberana planteó la hipótesis de que el presunto señor de Krczynski, procedente de Kwiecziczewo, era realmente el conde Victorino, apoyándose en la extraña y llamativa similitud con Francesco, de cuya culpabilidad nadie dudaba, así como en la impresión que le causaba su presencia. Muchos se acercaron a él y creyeron descubrir en aquel aventurero, que tomaron de manera ridícula por un monje disfrazado, un comportamiento aristocrático.
»El relato del guarda forestal acerca del monje demente que habitaba en el bosque y que fue posteriormente albergado en su casa encontró ahora su explicación en conexión con el crimen de Victorino, siempre y cuando se tuvieran algunas de las premisas por verdaderas. Un hermano del monasterio en el que Medardo había estado había reconocido expresamente al monje loco como Medardo, por tanto debía serlo. Victorino lo había despeñado por el precipicio. Por alguna casualidad, que no tendría que ser tan inaudita, pudo salvarse.
Recobrado el conocimiento, pero gravemente herido en la cabeza, logró arrastrarse y salir de la sima. El dolor de las heridas, el hambre y la sed le volvieron loco, furioso. En ese estado vagó por las montañas cubierto de harapos, quizá alimentado aquí o allá por un campesino misericordioso, hasta que llegó a la zona donde se encuentra la casa del guarda forestal. Dos aspectos permanecen, sin embargo, sin aclaración; primero, cómo pudo Medardo recorrer semejante distancia por las montañas sin ser antes detenido y, segundo, cómo, incluso en momentos de tranquilidad de conciencia avalados por médicos, confesaba crímenes que no había cometido. Aquellos que defienden la probabilidad de que los acontecimientos se desarrollaron así, se dieron cuenta que no se sabe nada del destino de Medardo a partir del momento en que se salvó del «abismo del diablo». Es posible que su demencia se iniciara en las cercanías de la vivienda del guarda forestal, cuando se encontraba en su peregrinaje a Roma. Pero en lo que respecta a la autoimputación de crímenes, podemos deducir que nunca llegó a sanar del todo, más bien permaneció demente, aunque aparentemente conservara la razón. Que él haya cometido realmente los delitos de que se acusa, constituye una idea fija grabada en su mente. Cuando le preguntaron al juez de lo criminal, cuya sagacidad aclaró bastantes puntos oscuros, su opinión al respecto, contestó: «El presunto señor de Krczynski no era polaco, tampoco conde, desde luego el conde Victorino en ningún caso, tampoco se puede decir que era inocente. El monje permaneció, a todos los efectos, demente e irresponsable por sus acciones, por lo que el tribunal de lo criminal sólo pudo decantarse por su encierro como medida de seguridad». El Soberano no quiso saber nada de esta decisión, y fue sólo él el que, profundamente conmovido por los ominosos acontecimientos en el castillo del barón, cambió el encierro prescrito por el tribunal por la pena de muerte, que debería cumplirse con la espada. Pero como todo en esta vida miserable y pasajera, en la que los acontecimientos o sucesos, aunque en un primer instante hayan aparecido como horribles, pierden rápidamente en color y brillo, del mismo modo ocurrió que lo que en la capital, y especialmente en la Corte, había causado espanto y repugnancia, no tardó en ser degradado a mero objeto de habladurías. La hipótesis de que el prometido de Aurelia, dado a la fuga, había sido el conde Victorino, hizo que se refrescara la historia de la italiana. Hasta los que no habían sido informados en un principio por aquellos que ahora no creían poder callar más fueron iluminados y cualquiera que hubiera visto a Medardo encontró natural que sus rasgos fueran tan parecidos a los del conde Victorino, pues ambos eran hijos de un mismo padre. El médico de cámara estaba convencido de que las cosas eran así, por lo que le dijo al Soberano: «Podemos estar contentos, honorable señor, de que los dos siniestros compañeros se hayan ido, y darnos por satisfechos con la persecución infructuosa que hemos emprendido». Esta opinión fue compartida por el Soberano de todo corazón, pues se daba buena cuenta de que el doble Medardo le había llevado de desacierto en desacierto. «El asunto permanecerá secreto —dijo el Soberano—. No vamos a tirar más del velo que un azar extraño, pero beneficioso, ha echado sobre todo lo acaecido». Sólo Aurelia…
—Aurelia —interrumpí al prior con excitación—, por el amor de Dios, venerable padre, decidme, ¿qué ocurrió con Aurelia?
—¡Eh, hermano Medardo! —dijo el prior mostrando una dulce sonrisa—. ¿Todavía no se ha apagado el peligroso fuego en tu corazón? ¿Todavía arde la llama ante la más mínima alusión? Así que todavía no te has liberado del impulso pecador al que te abandonaste. ¿Y debo confiar en la veracidad de tu penitencia? ¿Debo convencerme de que el espíritu de la mentira te ha abandonado del todo? Sabe, Medardo, que sólo reconoceré tu arrepentimiento como verdadero cuando cometas realmente la impiedad de la que te acusas. Pues sólo en ese caso podría creer que aquellos crímenes destrozaron de tal manera tu alma, que, sin acordarte de mis lecciones, de todo aquello que te he dicho acerca de la penitencia interior y exterior, te serviste de medios engañosos para la expiación de los pecados, como el náufrago de la tabla insegura e incierta; medios que hicieron que no sólo te pareciera un Papa reprochable un fatuo impostor, sino también cualquier hombre piadoso y verdadero. Dime, Medardo, ¿eran del todo inmaculados tu recogimiento y tu exaltación ante el Poder eterno, cuando tenías que pensar en Aurelia?
Cerré los ojos, aniquilado en mi interior.
—Eres sincero, Medardo —continuó el prior—, tu silencio lo dice todo. Supe con el más pleno de los convencimientos que tú fuiste el que jugaste el papel de noble polaco en la capital y quería contraer matrimonio con la baronesa Aurelia. Había seguido el camino que habías emprendido con bastante exactitud. Un hombre extraño —se llamaba a sí mismo el artista peluquero Belcampo—, que viste por última vez en Roma, me dio noticias al respecto. Yo estaba convencido de que habías asesinado de manera infame a Hermógenes y a Eufemia, pero para mí resultaba también monstruoso que intentaras implicar a Aurelia en aquellos vínculos diabólicos. Te podría haber delatado, pero muy lejos de querer constituirme en instancia vengadora, decidí abandonarte al Poder eterno del Cielo. Has sobrevivido de un modo milagroso, eso me convenció de que todavía no se había decidido el fin de tu destino terrenal. ¡Escucha las circunstancias extraordinarias por las que tuve que creer más tarde que fue precisamente el conde Victorino, disfrazado de capuchino, el que apareció en el castillo del barón de E!
»No hace mucho tiempo que el hermano Sebastián, el portero, fue despertado por unos gemidos y lamentos muy similares a los de un agonizante. Ya había amanecido, se levantó, abrió la puerta del monasterio y encontró a un hombre que estaba acostado en la entrada, prácticamente rígido por el frío. Con esfuerzo logró pronunciar algunas palabras, en concreto que era Medardo, el monje huido de nuestro monasterio. Sebastián me informó con gran susto de lo acaecido. Bajé con los hermanos y llevamos al hombre inconsciente al refectorio. A pesar de lo desfigurado de su rostro, creímos reconocer tus rasgos, y algunos opinaron que sólo el traje era el que hacía aparecer tan extraño al conocido Medardo. Tenía barba y tonsura. Llevaba un traje mundano, que estaba bastante roto y estropeado, pero en el que todavía se podía advertir su elegancia primigenia. Gastaba medias de seda, uno de los zapatos estaba todavía adornado con una hebilla de oro, un chaleco de satén…
—Una casaca marrón castaño de paño fino —intervine—, ropa interior bordada con elegancia, un anillo sencillo de oro en el dedo.
—Es cierto —dijo Leonardo asombrado—, pero ¿cómo puedes saber?…
—¡Ay, era el traje que llevaba en aquel funesto día de mi boda!
El doble apareció ante mis ojos. No, no era el diablo quimérico y horrible de la demencia que corrió detrás de mí, que se subía sobre mis hombros como una bestia que pretendía destrozar mi alma.
Era el monje loco y huido el que me perseguía, el que finalmente, cuando me desvanecí, robó mis ropas y me lanzó el hábito que llevaba puesto. ¡Era él quien yacía a las puertas del monasterio, haciéndose pasar de manera espeluznante por mí, por mí! Pedí al prior que continuara su relato, ya que la verdad que había llevado conmigo del modo más enigmático empezaba a mostrar su verdadero rostro.
—No transcurrió mucho tiempo —siguió contando el prior—, hasta que empezaron a manifestarse en el hombre signos inequívocos y claros de una demencia incurable y, a pesar, como dije, de sus rasgos, que se parecían asombrosamente a los tuyos, a pesar de que no cesaba de gritar: «Yo soy Medardo, el monje huido, y quiero hacer penitencia con vosotros», pronto nos convencimos todos de que la obsesión del extraño por asumir tu identidad constituía una idea fija. Le pusimos un hábito de capuchino, le llevamos a la iglesia, tuvo que realizar los acostumbrados ejercicios espirituales, y al observar cómo se esforzaba en hacerlo todo, nos dimos cuenta de que jamás podría haber estado en un monasterio. Pero la idea se encendió en mi mente, ¿y si fuese el monje escapado de la capital, y si fuese Victorino? La historia que el demente le había contado al guarda forestal me era conocida; mientras tanto encontré que todas las circunstancias, el hallazgo y la bebida del elixir del diablo, la visión en el calabozo, en resumen su residencia en el monasterio, podría ser el producto del espíritu enfermo creado por tu individualidad, que ejerce un efecto psíquico extraño. Asombroso resultaba también que el monje, en momentos de furia, siempre gritaba que era conde y un señor de alcurnia. Decidí internar a aquel pobre hombre en el manicomio de San Getreu[21], pues tenía la esperanza de que si una recuperación fuese posible, sólo el director de ese establecimiento, un médico genial que penetra toda anormalidad del organismo humano, podría conseguirlo. El restablecimiento del extraño descubriría al menos algo del enigmático juego de los poderes desconocidos. Lamentablemente no sucedió así. En la tercera noche me despertó la campanilla que, como tú sabes, siempre me avisa cuando alguien necesita ayuda en la enfermería. Entré y me dijeron que el desconocido reclamaba perentoriamente mi presencia. Parecía como si le hubiese abandonado la locura por completo, es probable que quisiera confesarse, pues estaba tan débil que seguramente no sobreviviría aquella noche.
«Disculpad —empezó a decir, cuando me dirigí a él con palabras piadosas—, disculpad, venerable señor, si he intentado confundiros. No soy el monje Medardo, que huyó de vuestro monasterio. Ante vos está el conde Victorino… Príncipe debería ser llamado, pues desciendo de casa principesca y os aconsejo que reparéis en ello si no queréis que mi ira os alcance». Repliqué que aunque fuese príncipe, aquí, entre nuestros muros y en su situación, eso no tenía importancia, que mejor sería que se apartase de lo temporal y esperase con humillación lo que el Poder eterno quisiera disponer sobre él. Me miró fijamente, parecía como si se le fueran los sentidos y le dieron algunas gotas para fortalecerle. Se recuperó algo y dijo: «Me parece que voy a morir pronto y quisiera aligerar antes mi corazón. Tenéis poder sobre mí, porque por más que queráis ocultarlo sé que sois San Antonio, y también sabéis mejor que nadie el mal que vuestro elixir ha causado. Yo tenía algo importante en la mente cuando decidí hacerme pasar por clérigo con una gran barba y un hábito marrón. Pero cuando estaba meditando ocurrió como si mis más secretos pensamientos surgieran de mi interior y formaran un ser corporal que, por horrible que parezca, era mi “yo”. Este segundo “yo” tenía una fuerza colosal y me arrojó al abismo cuando la princesa, blanca como la nieve, se elevaba entre aguas espumosas y borboteantes sobre las rocas negras del precipicio.
La princesa me tomó en sus brazos y lavó mis heridas, que ya no me causaron más dolor. Me había convertido, es cierto, en monje, pero el “yo” de mis pensamientos era más fuerte, y me impulsó a matar a la princesa que me había salvado y a la que amaba, así como también a su hermano. Me arrojaron en el calabozo, pero vos mismo sabéis, San Antonio, de qué manera me secuestrasteis por los aires, después de haber bebido del condenado brebaje. El rey verde de los bosques me trató mal, a pesar de que conocía mi condición principesca. El “yo” de mis pensamientos apareció en su casa y me reprochó cosas muy malas, queriendo permanecer en mi compañía para siempre, pues lo habíamos hecho todo juntos. Así ocurrió, pero poco más tarde, cuando huíamos de allí porque nos querían cortar la cabeza, nos separamos. Como el risible “yo”, mientras tanto, pretendía alimentarse de mis pensamientos para siempre, le arrojé al suelo, le golpeé con furia y le quité su casaca. Hasta aquí resultaba la declaración del infeliz más o menos comprensible, luego se perdió en la más insensata y estúpida palabrería fruto de su demencia. Una hora más tarde, cuando las campanas anunciaban la primera misa de la mañana, se incorporó lanzando un grito y volvió a caer muerto, al menos así nos pareció. Ordené que le llevaran a la cámara mortuoria. Queríamos enterrarlo en nuestro jardín, en un lugar sagrado, pero puedes imaginarte nuestra sorpresa y horror cuando el cuerpo, que queríamos introducir en un ataúd, había desaparecido sin dejar huella. Todos nuestros afanes para descubrir lo sucedido fueron en vano, y tuve que renunciar a conocer algo más exacto y comprensible acerca de los acontecimientos enigmáticos en que estuviste implicado con el conde. Mientras, me dediqué a poner en relación todas las circunstancias conocidas sobre los sucesos en el castillo con los datos confusos, hijos de la locura, que me había proporcionado el extraño, y llegué a la conclusión de que el fallecido era realmente el conde Victorino. El había matado, tal y como declaró su sirviente, a un capuchino peregrino en las montañas, y le había quitado el hábito para dar un golpe en el castillo del barón. Todo terminó, probablemente sin que lo hubiera planeado así, con la muerte de Eufemia y de Hermógenes. Quizá ya estaba loco, como afirmó Reinaldo, o se volvió loco durante la huida, atormentado por los remordimientos de conciencia. El traje que llevaba y el asesinato del monje contribuyeron a crear una idea fija, según la cual se tenía realmente por un monje y estaba convencido de tener un “yo” escindido en dos seres hostiles. Sólo el período entre la huida del castillo y su llegada a la casa del guarda forestal permanece oscura, aunque también resulta inexplicable de dónde sacó la historia de su estancia en el monasterio y la manera en que se salvó del calabozo. No se pueden albergar dudas de que incidieran factores externos, pero es muy extraño que esta historia se acomode de un modo tan exacto a tu destino, aunque éste permanezca todavía con lagunas. Sólo el día de llegada del monje a la vivienda del guarda forestal, tal y como éste señaló, no coincide con la indicación que Reinaldo hizo del día en que Victorino huyó del castillo. Según la afirmación del guarda, el demente Victorino tuvo que dejarse ver inmediatamente en el bosque, después de que hubiese llegado al castillo del barón».
—Deteneos —interrumpí al prior—, deteneos, venerable padre. Toda esperanza de alcanzar todavía bienaventuranza y gracia en la infinita bondad del Señor, a pesar de la carga de mis pecados, debe desaparecer de mi alma. Quiero morir en una desesperación sin consuelo, maldiciendo mi vida, maldiciéndome a mí mismo, si no os revelo fielmente, con profundo arrepentimiento y contrición, como lo haría en sagrada confesión, todo lo que aconteció conmigo desde que abandoné el monasterio.
El prior se quedó asombrado cuando le conté mi vida con todo detalle.
—Debo creerte —dijo el prior, cuando terminé—, debo creerte, hermano Medardo, pues descubrí todos los signos del verdadero arrepentimiento mientras hablabas. Quién podrá desvelar el misterio engendrado por el parentesco espiritual de dos hermanos, hijos de un padre criminal, y ellos mismos sumidos en el crimen. Es seguro que Victorino logró salvarse milagrosamente del abismo al que le empujaste, que él era el monje demente que acogió el guarda forestal, que te persiguió como un doble y que murió aquí, en el monasterio. Sirvió al poder oscuro, que se inmiscuyó en tu vida sólo por jugar. No era tu igual, sino un ser subordinado que fue puesto en tu camino para que quedara oculta a tu vista la meta luminosa que, a lo mejor, podrías haber alcanzado. ¡Ay, hermano Medardo, todavía vaga el demonio frenético por la tierra y ofrece a los seres humanos su elixir! Quién no ha encontrado deliciosa una u otra de sus infernales bebidas; pero es voluntad celestial que el Hombre sea consciente del efecto pernicioso de la imprudencia transitoria, y que de esta conciencia clara reúna las fuerzas necesarias para contrarrestarla. Aquí se nos revela el Poder del Señor que condiciona el principio moral del bien a través del mal, del mismo modo que la vida de la naturaleza está condicionada por el veneno. Puedo hablarte así, Medardo, ya que sé que no me malinterpretarás. Ve ahora con tus hermanos.
En aquel instante me invadió un anhelo de amor superior, como si todos los nervios se contrajeran en un repentino dolor electrizante.
—¡Aurelia! ¡Ay, Aurelia! —exclamé en voz alta.
El prior se levantó y habló con un tono de gran seriedad:
—Probablemente habrás notado los preparativos para una gran celebración en el convento. Aurelia será consagrada mañana y recibirá el nombre conventual de Rosalía.
Quedé, ante el prior, paralizado y sin habla.
—¡Ve con los hermanos! —gritó casi con furia, y sin conciencia de lo que hacía bajé al refectorio donde los hermanos estaban reunidos.
Me asediaron de nuevo con preguntas, pero era incapaz de decir una sola palabra acerca de mi vida. Todas las imágenes del pasado se oscurecían, y sólo la figura luminosa de Aurelia salía, esplendorosa, a mi encuentro. Abandoné a los hermanos con el pretexto de un ejercicio espiritual, y me dirigí a la capilla situada en el extremo más distante del jardín del convento. Allí quería rezar, pero el ruido más pequeño, el ligero rumor de la alameda, me sacaba de mis meditaciones piadosas. «Es ella… viene… volveré a verla», así hablaba en mi interior, y mi corazón temblaba de miedo y placer. Me pareció oír una conversación en voz baja. Me incorporé, salí de la capilla y pude ver, no muy lejos de mí, a dos monjas que paseaban lentamente y, en medio, a una novicia. Ay, seguramente era Aurelia. Me acometió un temblor convulso, no podía respirar, quise avanzar, pero no pude dar un paso, finalmente caí al suelo. Las monjas, y con ellas la novicia, desaparecieron detrás de unos arbustos. ¡Qué día! ¡Qué noche! Sólo Aurelia, siempre Aurelia, ningún otro pensamiento, ninguna otra imagen tenía cabida en mi interior.
Tan pronto como el sol despidió los primeros rayos matutinos, las campanas del convento empezaron a anunciar la ceremonia en que Aurelia tomaría el velo. Poco después se reunieron los hermanos en una gran sala. Entró la abadesa, acompañada de dos hermanas. Un sentimiento indescriptible se apoderó de mí al volver a verla. Había amado a mi padre con toda el alma y, a pesar de que él rompió violentamente con sus impiedades una unión que le tenía que otorgar la mayor felicidad terrenal, la inclinación, que había destruido su felicidad había sido transmitida al hijo. Ella quiso educar a este hijo en la virtud y en la piedad, pero, igual al padre, acumuló ultraje sobre ultraje, destruyendo así cualquier esperanza de la devota madrina, que quería encontrar en la virtud del hijo consuelo por la perdición del padre pecador. Con la cabeza hundida, la mirada dirigida al suelo, escuché el corto discurso en el que la abadesa, una vez más, anunciaba al clero reunido la entrada de Aurelia en el convento y la exhortaba a rezar con fervor en el instante decisivo de aceptar los votos. De este modo el Enemigo mortal no tendría poder alguno y no podría iniciar ningún juego para confundir los sentidos y atormentar a la piadosa muchacha.
—Difíciles —dijo la abadesa—, muy difíciles fueron las pruebas que tuvo que superar la novicia. El Enemigo quiso seducirla para el mal, y aplicó toda la astucia del infierno para trastornarla. Su pretensión era que pecara sin que sospechase ninguna perfidia y, luego, despertando del sueño, que desesperase de vergüenza y desconsuelo. Pero el Poder eterno protegió a la niña celestial, y si el Enemigo intentase hoy, una vez más, aproximarse a ella con el objetivo de perderla, más gloriosa será su victoria sobre él. Rezad, rezad, hermanos, no para que la novia de Cristo no vacile, pues su decisión de darse al Cielo es firme e inalterable, sino para que ningún accidente terrenal interrumpa la ceremonia. ¡Una inquietud, que no puedo desterrar, se ha apoderado de mi ánimo!
Resultaba claro que la abadesa se había referido a mí, exclusivamente a mí, al nombrar al demonio de la tentación, ya que habría conectado mi llegada con la toma del velo de Aurelia. Probablemente temiera que emprendiese alguna acción desesperada. El sentimiento de la verdad de mi arrepentimiento, de mi penitencia, el convencimiento de que mi ser se había transformado, hicieron que me incorporase. La abadesa no se dignó mirarme. Profundamente afectado por este comportamiento, empezó a surgir en mí un odio amargo y burlón como ya lo había experimentado en la capital, concretamente en presencia de la Soberana. En vez de arrojarme a sus pies, como pretendía antes de que hubiese pronunciado sus últimas palabras, quise ahora aparecer ante ella, temerario y audaz, para decir: «¿Fuiste siempre una mujer tan sobreterrenal, que nunca tuviste acceso a los placeres de este mundo?… Cuando viste a mi padre, ¿te guardaste de tal manera que el pensamiento del pecado no encontró espacio en tu mente?… Eh, di, si cuando ya te adornaban la mitra y el báculo, la imagen de mi padre no despertó en ti, en los momentos de soledad, una anhelo de placer terrenal… ¿Qué sentiste, orgullosa, cuando estrechaste en tus brazos al hijo del amante y exclamaste llena de dolor el nombre del ausente, un pecador impío? ¿Has luchado alguna vez con el poder oscuro como yo? ¿Puedes alegrarte de una victoria verdadera cuando no ha sido precedida de dura lucha?
¿Te sientes tan fuerte que desprecias al que sucumbió ante el Enemigo más poderoso y que, sin embargo, logró después alzarse con profundo arrepentimiento y dura penitencia?». La repentina transformación de mis pensamientos, el súbito cambio del penitente en un hombre que entra de nuevo en la vida con firmeza, orgulloso por la batalla superada, debió de manifestarse visiblemente, ya que el hermano que estaba junto a mí, dijo:
—¿Qué te pasa Medardo? ¿Por qué arrojas miradas tan furiosas a esa mujer santa?
—Sí —contesté a media voz—, puede que sea una mujer santa, pues siempre se situó a tal altura que lo profano nunca pudo alcanzarla. Pero a mí me parece, antes que una monja cristiana, una sacerdotisa pagana que se apresta a ejecutar un sacrificio humano con un cuchillo bien afilado.
Yo mismo no sé cómo pude decir estas palabras, que, además, no correspondían al orden lógico de mis pensamientos, pero con ellas surgieron imágenes variadas y confusas que terminaron por confeccionar una sola y horrible: Aurelia desaparecería para siempre del mundo. ¿Debería ella renunciar, como yo, al mundo por un voto, que ahora sólo me parecía el producto de la demencia religiosa? Como hacía tiempo, cuando estaba vendido a Satanás y me imaginaba que contemplaba, sumido en el pecado y la impiedad, el instante más luminoso y esplendoroso de la vida, así pensaba ahora que ambos, Aurelia y yo, nos uniríamos en esta vida, aunque sólo fuese un momento fugaz del mayor placer terrenal, para luego morir juntos, consagrados al poder subterráneo. ¡Sí, el pensamiento del asesinato cruzó mi alma como un horrible monstruo, como el mismo Satanás! ¡Ay, ciego de mí, que no me percaté de que en el momento en el que interpretaba las palabras de la abadesa como referidas a mi persona, estaba ya probablemente sometido a la prueba más dura, ya que Satanás, con poder sobre mí, quería tentarme para cometer el más espantoso crimen! El hermano con el que había hablado me miró horrorizado:
—¡Por el amor de Dios! ¡Virgen Santísima! ¿Qué estáis diciendo? —reaccionó.
Miré a la abadesa, que estaba a punto de abandonar la sala. Su mirada recayó en mí; pálida como la muerte me miró fijamente, luego vaciló y las monjas tuvieron que sostenerla. Me pareció como si hubiese susurrado: «¡Oh, Cielo Santo, mi sospecha!». Poco después el prior Leonardo fue requerido. Las campanas del convento tañían una vez más, y al mismo tiempo resonaban los acordes del órgano y los cánticos sagrados de las hermanas reunidas en el coro. Leonardo entró de nuevo en la sala. Ahora se dirigían los hermanos de las diferentes órdenes en solemne procesión hacia la iglesia, que estaba casi tan repleta de público como el día de San Bernardo. En uno de los lados del altar mayor, orlado para la ocasión con aromáticas rosas, se habían situado asientos elevados para el clero, que así quedaba justo en frente de la tribuna, donde la orquesta del obispo, que oficiaba la misa personalmente, interpretaba las distintas piezas musicales. Leonardo me llamó a su lado y advertí que me vigilaba temeroso. El más mínimo movimiento concitaba su atención y me solicitaba continuamente rezar de mi breviario. Las monjas clarisas se reunieron en un lugar cerrado, detrás de una verja no muy alta, justo ante el altar mayor. Llegó el momento decisivo. Del interior del convento, a través de una puerta en la verja situada detrás del altar, salieron monjas cistercienses que acompañaban a Aurelia. Un rumor corrió entre la gente cuando apareció. El órgano calló, y el sencillo himno de las monjas resonó en maravillosos acordes que penetraban en lo más profundo del corazón. Todavía no me había atrevido a mirar. Invadido por un miedo espantoso, padecí una convulsión nerviosa y el breviario cayó al suelo. Me agaché para recogerlo, pero un mareo repentino me hubiera hecho caer del elevado asiento, si Leonardo no me hubiera agarrado y sostenido.
—¿Qué te sucede, Medardo? —dijo Leonardo en voz baja—. Tienes una extraña intranquilidad, resiste al Maligno que te amenaza.
Intenté sobreponerme con todas mis fuerzas. Miré y pude contemplar a Aurelia arrodillada ante el altar mayor. ¡Oh, Dios del Cielo, irradiaba más belleza y encanto que nunca! ¡Como una novia! ¡Ay, vestida igual que en aquel día fatídico en que iba a ser mía! Llevaba el pelo trenzado con mirtos floridos y rosas. El recogimiento y la solemnidad del momento habían teñido sus mejillas de rojo, y en su mirada, dirigida a lo alto, se observaba una expresión de placer celestial. Qué representaban aquellos momentos, cuando vi por primera vez a Aurelia en la Corte del Soberano, en comparación con este reencuentro. El amor, el deseo salvaje ardían ahora en mi interior con más frenesí que antaño. «¡Oh, Dios!
¡Por todos los Santos, no dejes que me vuelva loco! ¡No dejes que me vuelva loco! ¡Sálvame, sálvame de este tormento infernal! ¡No permitas que caiga en la demencia, pues en ese caso cometeré un crimen horrible y mi alma se condenará por toda la eternidad!».
Así rezaba en mi interior, ya que sentía cómo poco a poco el espíritu maligno se iba haciendo dueño de mí. Me parecía como si Aurelia tomara parte en la impiedad que quería cometer, como si el voto que pensaba hacer fuese, en su pensamiento, el juramento solemne ante el altar del Señor de que sería mía. No la novia de Cristo, sino del monje que rompió su voto. En ella veía a una mujer perdida. «Abrazarla con todo el fervor de un deseo furioso y luego darle muerte». Este pensamiento me invadió con una fuerza irresistible. El espíritu maligno, más y más salvaje, me impelía a obrar. Quería gritar: «¡Deteneos, necios! ¡No a la virgen purificada de todo instinto terrenal, sino a la novia del monje es a la que queréis elevar a novia celestial!». Abalanzarme sobre las monjas, apartarlas a un lado. Registré el hábito, buscaba el cuchillo, pero la ceremonia había avanzado tanto que Aurelia estaba a punto de prometer sus votos. Al oír su voz, fue como si el suave resplandor de la luna surgiese entre nubes negras impulsadas por una salvaje tormenta. La luz se hizo en mí, y reconocí al espíritu maligno contra el que luché con toda mi energía. Cada palabra de Aurelia me otorgaba nuevas fuerzas, saliendo victorioso del combate. Todo pensamiento impío había huido, todo deseo terrenal había desaparecido. Aurelia era la piadosa novia celestial, cuya oración pudo salvarme de la perdición eterna. Su voto fue mi consuelo, mi esperanza. La alegría y luminosidad del Cielo invadieron mi ser. Leonardo, cuya presencia advertí de nuevo, pareció percibir esa transformación anímica, pues con voz suave dijo:
—¡Hijo mío, has resistido al Enemigo! ¡Era la última y difícil prueba que el Poder eterno te había impuesto!
El voto fue prometido. Mientras sonaba un canto alterno, entonado por las hermanas clarisas, invistieron a Aurelia. Le retiraron las rosas y los mirtos del peinado, pero cuando se aprestaban a cortarle los rizos que caían sobre sus hombros se originó un escándalo en la iglesia. Vi cómo la gente se apretaba y algunos eran arrojados al suelo. El tumulto se aproximaba cada vez más. Con gesto iracundo, con mirada horrible y salvaje, se abría paso entre la gente un hombre medio desnudo —los harapos de un hábito capuchino le colgaban sobre el cuerpo—. Todo lo que había a su alrededor lo echaba abajo a puñetazos. Reconocí a mi espantoso doble, pero en el mismo instante en que, sospechando lo peor, quise interponerme, el monstruo demente ya había saltado la verja que rodeaba el altar mayor. Las monjas se dispersaron gritando. La abadesa tomó a Aurelia firmemente entre sus brazos.
—¡Ja, ja, ja! —gritó el demente furibundo y con voz chillona—. ¿Queréis quitarme a la princesa? ¡Ja, ja, ja! ¡La princesa es mi novia, mi novia!
Entonces arrebató a Aurelia de los brazos de la abadesa y le clavó un cuchillo, que había mantenido en alto, en el pecho y hasta la empuñadura. La sangre brotó hacia arriba como una fuente.
—¡Viva! ¡Viva! ¡Ya tengo a mi novia! ¡Ya he ganado a mi princesa! —gritaba el loco furioso, que saltó detrás del altar y salió por la puerta de la verja que daba a los corredores del convento.
Las monjas gritaban llenas de terror.
—¡Asesinato! ¡Asesinato ante el altar del Señor! —gritaba también la multitud, abalanzándose sobre el lugar del crimen.
—¡Ocupad todas las salidas del convento, que el asesino no pueda escapar! —gritó Leonardo con voz potente.
El pueblo salió precipitadamente para impedirlo, y aquél de los monjes que era lo suficientemente recio tomó uno de los báculos procesionales, que se encontraban en las esquinas, e inició la persecución del monstruo por los corredores del convento. Todo ocurrió en un instante. Poco después me arrodillaba al lado de Aurelia. Las monjas habían vendado la herida con paños blancos, tan bien como pudieron, y permanecían al lado de la abadesa, que había perdido el conocimiento. Una voz fuerte se oyó junto a mí:
—Sancta Rosalía, ora pro nobis.
Y todos los que habían permanecido en la iglesia comenzaron a gritar:
—¡Milagro, un milagro, es una mártir!
—Sancta Rosalía, ora pro nobis.
Miré hacia arriba. El anciano pintor se encontraba a mi lado, pero serio y dulce, como se me apareció en el calabozo. Ni el dolor terrenal por la muerte de Aurelia, ni el espanto por la aparición del pintor podían ya encontrar acogida en mi interior, pues en mi alma empezaban ya a hacerse evidentes los vínculos enigmáticos que había propiciado el poder oscuro.
—¡Milagro! ¡Milagro! —gritaba el pueblo sin cesar—. ¿Veis al anciano con la capa violeta? Ha descendido de uno de los cuadros del altar mayor, lo he visto.
—¡Yo también, yo también! —exclamaron varias voces, y todos se arrodillaron.
La confusión del tumulto empezó a disminuir y dio paso a profundos suspiros, lloros y el ininterrumpido murmullo de las oraciones. La abadesa recobró el conocimiento. Con un tono doloroso que rompía el corazón, dijo:
—¡Aurelia! ¡Mi niña! ¡Mi hija piadosa! ¡Es la voluntad de Dios!
Habían traído una camilla acolchada y cubierta. Cuando depositaron en su interior a Aurelia, ésta suspiró profundamente y abrió los ojos. El pintor estaba detrás de ella y colocaba su mano en la frente de la novicia. Parecía un santo poderoso. Todos, incluida la abadesa, parecían invadidos de una extraña y respetuosa veneración. Me arrodillé al lado de la camilla. La mirada de Aurelia recayó en mí, entonces no pude reprimir un lamento ante el martirio doloroso de la santa. No era capaz de pronunciar una palabra, así que lo único que pudo salir de mi garganta fue un grito ahogado. Aurelia me habló con dulzura y en voz baja:
—¿Por qué te lamentas y te apiadas de la que ha recibido la dignidad del Poder eterno de separarse de este mundo, precisamente en el instante en que reconocía la banalidad de todo lo terrenal, cuando llenaba su pecho el anhelo por el reino de la eterna alegría y bienaventuranza?
Me había levantado y aproximado todo lo posible a la camilla.
—¡Aurelia! —dije—. ¡Santa mujer! Sólo por un momento haz descender tu mirada de las altas regiones, si no tendré que perecer con una duda que corroerá mi alma y mi espíritu.
¡Aurelia! ¿Desprecias al impío que entró en tu vida como si fuese el mismo Enemigo? Ay, una dura penitencia ha sufrido, pero sabe muy bien que toda la expiación del mundo no reducirá la gravedad de sus pecados. ¡Aurelia! ¿Quieres morir reconciliada?
Aurelia sonrió y cerró los ojos como si hubiese sido rozada por alas de serafines.
—¡Oh, Redentor del mundo, Santísima Virgen María, así permanezco aquí, sin consuelo y dado a la desesperación! ¡Oh, salvación! ¡Salvación de la perdición infernal! —recé con fervor.
Aurelia abrió los ojos y dijo:
—Medardo, ¡te entregaste al poder maligno! ¿Pero permanecí yo pura de pecado cuando creí alcanzar la felicidad terrenal con mi amor criminal? Por una decisión del Eterno hemos sido destinados a expiar los graves delitos de nuestra estirpe impía, y así nos unió el vínculo del amor que sólo reina sobre las estrellas, pero que no tiene nada en común con el placer terrenal. Al astuto Enemigo, sin embargo, le fue posible descubrir el profundo significado de nuestro amor, incluso logró tentarnos de un modo horrible para que sólo comprendiésemos lo Celestial a través de lo mundano. ¡Ay! ¿No fui yo la que te descubrió su amor en el confesionario? Pero en vez de encender en tu interior la llama del amor eterno, hice arder el instinto infernal del placer, que tú, al sentirte consumido, intentaste apagar con el crimen. ¡Ten valor, Medardo! El necio demente, al que el Enemigo ha tentado para creer que eres tú y que tiene que terminar de ejecutar lo que tu comenzaste, era el instrumento del Cielo, a través del cual se cumplió su voluntad. ¡Ten valor, Medardo! Pronto, pronto…
Aurelia, que había pronunciado las últimas palabras con los ojos cerrados y un esfuerzo considerable, perdió el conocimiento, pero la muerte no pudo todavía apropiarse de ella.
—¿Se ha confesado con vos, venerable señor? ¿Se ha confesado? —preguntaban las monjas con curiosidad.
—En absoluto —respondí—, no yo, sino ella es la que ha llenado mi alma de consuelo celestial.
—¡Bien para ti, Medardo, pues pronto llegará a su fin tu periodo de prueba! Fue el pintor el que dijo estas palabras. Me acerqué a él y le contesté:
—Entonces no me abandones, ser extraordinario.
Quise continuar hablando, pero, por una razón ignota, mis sentidos quedaron embotados. Me sumí en un estado entre el sueño y la vigilia, del que me despertaron voces altas y gritos. Ya no vi al pintor. Civiles y soldados habían penetrado en la iglesia. Reclamaban que se les permitiera registrar todo el convento para encontrar al asesino de Aurelia que, según todos los indicios, todavía se hallaba en el interior del edificio. La abadesa, temiendo con justicia que se produjeran desórdenes, negó el permiso, aunque a pesar de su reputación no pudo apaciguar los ánimos encendidos. Se le reprochó que por evitar un mal menor pudiera encubrir al asesino, ya que éste era monje. El pueblo, cada vez más desenfrenado, parecía que se aprestaba a asaltar el convento. En ese momento Leonardo subió al púlpito y se dirigió a la multitud reunida con algunas palabras fuertes para recordar que los lugares sagrados no podían ser profanados. También informó de que el asesino no era un monje, sino un demente que había sido admitido en el monasterio como enfermo. Aparentemente muerto, fue llevado, vestido con el hábito de la Orden, a la cámara mortuoria, pero que había despertado del estado tan parecido a la muerte en que se hallaba y había desaparecido. Si estuviera todavía en el convento, las medidas tomadas serían suficientes para evitar una evasión. El pueblo se tranquilizó y sólo reclamó que no trasladaran a Aurelia al convento por los corredores, sino por el patio, en solemne procesión. Así ocurrió. Las atemorizadas monjas portaron la camilla, que habían orlado de rosas. También Aurelia estaba, como antes, adornada con rosas y mirtos. Inmediatamente después de la camilla, sobre la que cuatro monjas sostenían el baldaquino, caminaba la abadesa, sostenida por dos monjas; el resto seguía con las clarisas. A continuación iban los hermanos de las distintas órdenes, a los que se unía al final el pueblo llano. De esta manera fue avanzando la procesión por la iglesia. La hermana organista debió de situarse en el coro, pues tan pronto como la comitiva se encontraba justo en medio de la iglesia, empezaron a sonar tonos fúnebres y profundos que procedían de allí. En ese preciso momento Aurelia se incorporó lentamente y elevó las manos al Cielo en fervorosa oración. De nuevo cayó el pueblo de rodillas y exclamó: Sancta Rosalía, ora pro nobis. Así se cumplió lo que anuncié la primera vez que vi a Aurelia, fingiendo con ceguera satánica e impía.
Las monjas depositaron la camilla en la sala inferior del convento y, cuando las hermanas y los hermanos, formando un círculo, rezaban a su alrededor, Aurelia cayó con un profundo suspiro en los brazos de la abadesa, que se encontraba arrodillada a su lado. ¡Estaba muerta!
El pueblo permanecía a las puertas del convento, y cuando las campanas anunciaron el óbito de aquella piadosa joven, empezaron a extenderse los gemidos y lamentos hasta formar un auténtico griterío. Muchos hicieron el voto de permanecer en el pueblo hasta las exequias de Aurelia y sólo después regresar a sus lugares de procedencia. Durante el tiempo que permanecieran allí, decidieron ayunar. El rumor del crimen y del martirio de la novia celestial se extendió rápidamente, y así ocurrió que las exequias, celebradas cuatro días después, se parecieron a la ceremonia solemne de glorificación de una santa. Ya el día antes se encontraba la pradera ante el convento, como en el día de San Bernardo, cubierta de gente que, descansando, esperaban la mañana. Pero en vez del regocijo, sólo se escuchaban suspiros piadosos y un murmullo apagado. El relato del crimen cometido ante el altar mayor corría de boca en boca y, si de pronto se oía una voz elevada, era para maldecir al asesino que había desaparecido sin dejar rastro.
Esos cuatro días, que pasé casi todo el tiempo solo en la capilla del jardín, ejercieron un efecto mucho más decisivo para la salvación de mi alma que la larga y severa penitencia en el monasterio capuchino de Roma. Las últimas palabras de Aurelia me habían revelado el enigma de mis pecados, y también reconocí que, a pesar de estar dotado de toda la fuerza de la virtud y de la devoción, no fui capaz por mi cobardía de resistir a Satanás, empeñado en proteger a la estirpe criminal. Todavía no había brotado la semilla del mal depositada en mi interior, cuando vi a la hija del director de orquesta y el orgullo impío empezó a despertar, pero entonces me puso Satanás el elixir en las manos, que hizo fermentar mi sangre como un maldito veneno. No atendí los consejos y advertencias del pintor desconocido, tampoco los del prior y los de la abadesa. La aparición de Aurelia en el confesionario me convirtió definitivamente en un criminal. Engendrado por el veneno, surgió el pecado como una enfermedad orgánica. ¿Cómo podía quien se había entregado a Satanás reconocer el vínculo que el Poder del Cielo había establecido entre Aurelia y yo como símbolo del amor eterno? Satanás me unió con malicia a un demente, en cuyo ser penetré. Del mismo modo podía él influir espiritualmente en mí. Su muerte aparente, probablemente un artificio del demonio, tenía que suscribírmela a mí. El crimen me familiarizó con el pensamiento de la muerte que siguió al engaño del diablo. Así, el hermano engendrado por el pecado representaba el principio animado por el demonio, que me hizo cometer los ultrajes más impíos y me llevó de un lado a otro sufriendo los tormentos más crueles. Hasta el momento en que Aurelia prometió su voto, siguiendo la decisión del Poder eterno, mi alma no estaba pura de pecado. Hasta ese momento el Enemigo tenía poder sobre mí. Pero la maravillosa tranquilidad interior, como si fuese una serenidad irradiada de lo alto, que me invadió cuando Aurelia pronunció sus últimas palabras, me convenció de que la muerte de Aurelia suponía el perdón de los pecados. Cuando en el solemne réquiem el coro entonó las palabras Confutatis maledictis flammis acribus addictis me sentí elevado, pero cuando llegó el Voca me cum benedictis me pareció ver a Aurelia con una claridad luminosa y celestial. Me miró desde las alturas y, luego, rodeada su cabeza por un anillo de estrellas resplandecientes, se elevó hasta el Ser superior para pedir la salvación eterna de mi alma. ¡Oro supplex et acclinis cor contritum quasi cinis! Me arrojé al suelo, pero qué poco se parecía mi sentimiento, mi súplica humillada a la apasionada contrición y a los crueles y salvajes ejercicios de penitencia en el monasterio capuchino. Sólo ahora poseía mi espíritu la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso. Con esta claridad de conciencia fracasaría todo nuevo intento del demonio de someterme a prueba. No la muerte de Aurelia, sino la forma horrible en que se produjo fue lo que me estremeció en los primeros instantes. Pero pronto reconocí que el favor del Poder eterno había reservado para ella lo mejor: ¡El martirio de la inmaculada novia de Cristo! ¿Había desaparecido entonces para mí? ¡No! Sólo ahora, cuando había abandonado este mundo lleno de penas, era para mí el puro rayo del amor eterno que vivía en mi pecho.
¡Sí! La muerte de Aurelia fue la consagración del amor que, como ella misma dijo, sólo reina por encima de las estrellas y no posee nada en común con el amor terrenal. Estos pensamientos me elevaron sobre mi «yo» temporal, y así aquellos días en el convento cisterciense fueron los más benditos de mi vida.
Después de la inhumación, que tuvo lugar al día siguiente, Leonardo quiso regresar con los hermanos a la ciudad. La abadesa dijo que me llevasen hasta ella cuando estábamos a punto de partir. La encontré sola en la habitación, muy impresionada y llorando continuamente.
—¡Lo sé todo, todo, Medardo, hijo mío! Sí, vuelvo a llamarte de esta manera porque has superado todas las pruebas que a ti, infeliz y digno de misericordia, se te han impuesto. Ay, Medardo, sólo ella, sólo ella, que será nuestra intercesora ante el Trono de Dios, está libre de pecado ¿No me encontraba al borde del abismo cuando, poseída por el placer terrenal, quise entregarme al asesino? ¡Y, sin embargo, hijo Medardo, he derramado lágrimas criminales en la celda solitaria recordando a tu padre! ¡Vete, hijo mío! La duda de que quizá la culpa que me imputaba a mí misma había creado en ti a un pecador impío ha desaparecido de mi alma.
Leonardo, que seguramente le había revelado a la abadesa todo aquello de mi vida que todavía desconocía, me demostró con su comportamiento que también él me había perdonado. Decidió que había que dejar a la discreción del Altísimo la forma en que tenía que aparecer ante su justicia. El orden del monasterio permanecía invariable, y me integré en la vida monacal como antaño. Leonardo me dijo un día:
—Quisiera, hermano Medardo, imponerte todavía un ejercicio de penitencia. Pregunté con humildad de qué se trataba.
—Escribirás con exactitud la historia de tu vida —respondió el prior—. No silenciarás ninguno de los extraños acontecimientos que te han acaecido, ni siquiera los más banales, sobre todo no omitirás los que te ocurrieron en tu periodo de vida mundana. La fantasía te llevará de nuevo a los escenarios multicolores que has abandonado para siempre, experimentarás otra vez todo lo cruel, placentero, doloroso, burlesco, incluso es posible que contemples en ese momento a Aurelia de otro modo, no como la monja Rosalía que sufrió el martirio. Pero si el espíritu del mal te ha abandonado definitivamente, si te has apartado de todo lo mundano, flotarás como un principio superior sobre todo lo ocurrido, y las impresiones no dejarán ninguna huella.
Hice lo que el prior me ordenó. ¡Ay, pero ocurrió tal y como él dijo! Dolor y deleite, horror y placer, espanto y encanto brotaron violentamente en mi interior, mientras escribía mi vida. ¡A ti, que alguna vez leerás estas páginas, te hablo del amor de un tiempo luminoso en el que la imagen de Aurelia aparecía ante mí llena de vida! Hay algo superior al placer terrenal, que la mayoría de las veces sólo procura la perdición a los seres humanos frívolos y necios. El amor espiritual es el verdadero tiempo luminoso, cuando la amada, apartada del pensamiento del deseo impío, enciende en tu pecho, como si fuese un rayo celestial, todo lo superior, todo lo que desciende pleno de bendición del reino del amor. Este pensamiento me confortó cuando, con el recuerdo en los momentos espléndidos que el mundo me otorgó, brotaban lágrimas ardientes de mis ojos y todas las heridas hacía tiempo cicatrizadas volvían a sangrar.
Sé que el Enemigo probablemente tendrá todavía poder para atormentar al monje en la hora de su muerte, pero aguardo resuelto, incluso con un anhelo ferviente, el instante en que se acerque mi fin, pues será el instante en que se cumpla todo lo que Aurelia —¡ah, la misma Santa Rosalía!— me prometió en su muerte. ¡Por favor, ruega por mí, Santísima Virgen, para que en mi hora oscura el poder del infierno, al que estuve tanto tiempo expuesto, no me someta y me arroje al lodazal de vicios de la perdición eterna!