CAPÍTULO SEGUNDO
La expiación

Un suave calor penetró en mi interior. Sentí cómo la sangre empezaba a circular por las arterias y borboteaba de manera extraña. La sensación se tornó en pensamiento, aunque mi «yo» estaba escindido en cien partes. Cada una de las partes poseía su propia conciencia de vida, y en vano intentaba la cabeza imponerse a los miembros, que, como vasallos infieles, no querían someterse a su dominio. A continuación, los pensamientos de las partes independientes comenzaron a girar como puntos luminosos, cada vez más rápido, de tal modo que formaron un círculo de fuego que se hacía más pequeño conforme aumentaba su velocidad, hasta constituir, por último, una bola ígnea homogénea. De la misma salían despedidos rayos ardientes que se movían como llamas coloreadas. «¡Son mis miembros, que empiezan a cobrar vida, ahora me despierto!», pensé con claridad, pero en ese preciso instante experimenté un dolor intenso y una serie de campanadas destrozaron mis oídos. «¡Huir, seguir adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!», grité. Quise sacar fuerzas de flaqueza, pero caí de nuevo preso de la debilidad. Por fin me fue posible abrir los ojos. Las campanadas continuaban. Creía que estaba todavía en el bosque, pero quedé asombrado al observar los objetos que me rodeaban y al tomar conciencia de mí mismo. Yacía en un jergón bien acolchado, situado en una habitación simple, y estaba vestido con el hábito de capuchino. Un par de sillas de mimbre, una mesa pequeña y la cama sencilla eran los únicos muebles que había en la habitación. Comprendí que mi estado de inconsciencia había durado un periodo de tiempo considerable y que, de una u otra manera, había ido a parar a un monasterio que admitía enfermos. Mi traje debió de romperse, así que me habían puesto provisionalmente un hábito. Me pareció que había escapado del peligro. Esta suposición me tranquilizó del todo y decidí aguardar al desarrollo de los acontecimientos, ya que presumía que alguien, más tarde o más temprano, vendría a visitar al enfermo. Me sentía extenuado, aunque sin dolores. Habían transcurrido sólo unos minutos después de haber recobrado por completo la conciencia cuando oí pasos lejanos que se acercaban por un pasillo. Se abrió la puerta de mi habitación y pude ver a dos hombres, de los cuales uno vestía un traje civil y el otro llevaba el hábito de la Orden de los Hermanos de la Caridad. Se acercaron a mí en silencio. El que iba vestido de civil me miró fijamente a los ojos y parecía maravillado.

—Acabo de volver en mí, señor —dije con voz fatigada—, gracias sean dadas al Cielo que me ha despertado a la vida. Pero ¿dónde me encuentro? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Sin responderme, el hombre vestido de civil se volvió hacia el monje y le dijo en italiano:

—Es realmente asombroso, la mirada ha cambiado, su lenguaje es claro, algo fatigado…, ha debido de entrar en una crisis especial.

—Me parece —replicó el clérigo—, me parece como si recobrase la salud de manera incuestionable.

—Eso depende —dijo su acompañante— de cómo evolucione su estado en los próximos días. ¿Entendéis alemán lo suficiente como para hablar con él?

—Lamentablemente no —respondió el monje.

—Yo hablo y comprendo el italiano —interrumpí—. Díganme cómo he llegado hasta aquí y dónde estoy.

El hombre vestido de civil, como ya había supuesto, un médico, pareció gratamente sorprendido.

—¡Ah! —exclamó—, eso está bien. Os encontráis, honorable señor, en un lugar en el que se hará todo lo posible por vuestra salud. Hace tres meses os trajeron aquí en un estado crítico. Estabais muy enfermo, pero gracias a nuestros cuidados parecéis hallaros en el buen camino para recobrar vuestra salud. Si hay suerte y lográis recuperaros por completo, podréis seguir con tranquilidad vuestro camino, pues, según he oído, os dirigíais a Roma.

—¿Llegué hasta aquí —pregunté— vestido de esta manera?

—Así es —respondió el médico—, pero dejad las preguntas, no os intranquilicéis, ya conoceréis todos los pormenores. Lo importante es que recobréis la salud.

Me tomó el pulso. El monje había traído mientras tanto una taza, que ahora me acercó.

—Bebed —dijo el médico— y decidme de qué bebida se trata.

—Se trata —respondí después de haber bebido— de un caldo de carne bastante fuerte. El médico rió satisfecho y, volviéndose hacia el monje, exclamó:

—¡Bien, muy bien!

Ambos abandonaron la habitación. Mi suposición era cierta, me hallaba en un hospital público. Me daban comidas consistentes y fuertes medicamentos, así que, transcurridos tres días, ya era capaz de levantarme. El clérigo abrió una de las ventanas. Un aire templado y espléndido, como no lo había respirado en mi vida, penetró en la estancia. El edificio daba a un jardín en el que proliferaban árboles exóticos floridos y de maravilloso verdor; una parra ascendía exuberante por el muro, pero, ante todo, la delicadeza del cielo azul oscuro me pareció digna de un mundo mágico y lejano.

—Pero ¿dónde estoy? —exclamé entusiasmado—. ¿Me han concedido los santos vivir en una tierra celestial?

El clérigo rió con satisfacción y dijo:

—¡Os halláis en Italia, hermano, en Italia!

Mi asombro aumentó hasta lo inconcebible. Intenté que el monje me revelase las circunstancias exactas en las que había llegado a aquella casa, pero me remitió al médico, quien por fin me contó que hacía tres meses un hombre extraño me había traído y había pedido que me acogiesen. Yo me encontraba ahora en un hospital regido por la Orden de los Hermanos de la Caridad. Conforme me iba fortaleciendo comprobé que el médico y el monje empezaban a entablar conmigo conversaciones, dándome la oportunidad de hablar durante largo tiempo. Mis extensos conocimientos en todas las facetas del saber me proporcionaban suficiente materia. El médico me propuso escribir algo que luego leyó en mi presencia, mostrándose satisfecho del resultado. Pero me parecía extraño que en vez de alabar mi trabajo, se limitase a decir: «¡Bien… parece que va bien… no me he equivocado!

¡Extraordinario! ¡Extraordinario!». Sólo podía pasear por el parque a determinadas horas. Allí contemplaba a veces a seres horriblemente desfigurados, de una palidez cadavérica, tan escuálidos que se les notaban todas las costillas, que eran acompañados y cuidados por hermanos caritativos. Una vez me salió al paso, cuando ya regresaba a la habitación, un hombre macilento y flaco, envuelto en una extraña capa de color ocre, que era sostenido por los brazos entre dos hermanos. Cada vez que avanzaba un paso, daba un salto cómico que acompañaba con un silbido penetrante. Quedé paralizado de asombro, pero el monje que me acompañaba me llevó hacia adelante, mientras decía:

—¡Vamos, vamos, querido hermano Medardo, esto no es para vos!

—¡Dios bendito! —exclamé—. ¿Cómo sabéis mi nombre?

La vehemencia con que pregunté pareció intranquilizar a mi acompañante.

—¿Eh? —dijo—. ¿Por qué no deberíamos conocer vuestro nombre? El hombre que os trajo lo pronunció expresamente y habéis sido inscrito así en el registro del hospital: Medardo, hermano del monasterio capuchino en B.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Pero fuera quien fuese el desconocido que me había traído hasta el hospital, debía de conocer mi secreto espantoso. No podía querer por consiguiente nada malo, ya que me había cuidado y ahora me hallaba en libertad.

Me encontraba asomado a la ventana, respirando profundamente el aire templado y maravilloso que, corriendo por mis venas e inundando mi corazón, despertaba una nueva vida en mí, cuando observé una figura pequeña y flaca, con un sombrerito puntiagudo en la cabeza y vestido con un miserable y descolorido gabán, que penetraba en la casa trotando y dando cortos saltitos. Cuando me divisó, agitó el sombrero en el aire y me lanzó besos con la mano. El hombrecillo tenía algo que me resultaba familiar, pero no podía reconocer claramente sus rasgos. Desapareció entre los árboles antes de que pudiese acordarme de quién era. No transcurrió mucho tiempo cuando alguien llamó a mi puerta. La misma figura que había visto en el parque entró en la habitación.

—¡Schönfeld! —grité sorprendido—. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

Era el peluquero loco de la ciudad comercial que me salvó de un grave peligro.

—¡Ay! ¡Ay! —suspiró, mientras su rostro se contraía en un gesto lloroso—. ¡Cómo he podido acabar aquí, honorable señor, cómo, si no empujado por la fuerza de los acontecimientos, arrojado por la perversa fatalidad que persigue a todo genio! Tuve que huir a causa de un crimen…

—¿A causa de un crimen?… —le interrumpí agitado.

—Sí, a causa de un crimen —continuó—. Llevado por la furia, maté a la patilla izquierda del joven consejero comercial en la ciudad y herí gravemente a la derecha.

—Os suplico —le interrumpí de nuevo— que dejéis las poses. Sed por una vez razonable y contadme algo coherente o abandonad la habitación.

—¡Eh, querido hermano Medardo! —empezó a hablar ahora con repentina seriedad—. Nada más recuperarte y ya me quieres echar, sin embargo bien que toleraste mi compañía y soportaste mi cercanía cuando yacías enfermo. Yo era tu compañero de habitación y dormía en esa cama.

—¿Qué queréis decir con eso? —pregunté desconcertado—. ¿Cómo conocéis el nombre de Medardo?

—Mirad, si os place —dijo sonriendo—, la punta derecha de vuestro hábito.

Así lo hice, y quedé paralizado de horror y sorpresa, pues encontré cosido el nombre de Medardo.

Observando el hábito con más detenimiento aprecié signos inequívocos de que era el mismo que había llevado en la huida del castillo del barón F. y había escondido en un tronco hueco. Schönfeld notó mi desasosiego y rió de manera enigmática. Me miró a los ojos llevándose el dedo índice a la nariz y poniéndose de puntillas. Yo permanecí mudo, entonces él comenzó a hablar en voz baja y con un tono pensativo:

—Vuestra Reverencia se extraña visiblemente por el bello traje que le ha sido impuesto, parece quedarle maravillosamente bien en todas partes, mucho mejor que aquel traje de color nogal con botones indignos y mal hilados que le confeccionó mi serio y razonable demonio. Sí, yo… yo, el desconocido y proscrito Pietro Belcampo, fui el que cubrió vuestra desnudez con este traje. ¡Hermano Medardo! Cuando os encontré, no os hallabais en un estado muy particular, ya que como gabán-spencer-frack inglés, llevabais simplemente vuestra propia piel, y qué decir de vuestro hábil peinado, ya que vos no dudasteis en inmiscuiros en mi arte y serviros del peine de diez púas que os creció en el puño para perdición de vuestro Caracalla.

—¡Dejad de decir insensateces! —le interrumpí—. ¡Dejad de decir insensateces, Schönfeld!

—Me llamo Pietro Belcampo —me interrumpió a su vez lleno de ira—. Sí, Pietro Belcampo, aquí, en Italia, y deberías saber que yo mismo represento la locura que por todas partes te persigue para socorrer a tu razón. Quieras reconocerlo o no, sólo en la locura encontrarás la salvación, pues tu razón es cosa bien miserable y ni siquiera puede bastarse a sí misma. Se tambalea de un lado a otro como un niño débil, teniendo que entrar siempre en compañía de la locura, que la ayuda y sabe encontrar el camino adecuado hacia el hogar, que es el manicomio. Aquí estamos los dos bien situados, hermanito Medardo.

Se estremeció todo mi cuerpo. Pensé en todas las figuras que había visto, en el hombre saltarín con la capa de color ocre, y no pude dudar por más tiempo que Schönfeld, con su demencia, me decía la verdad.

—Sí, mi hermanito Medardo —continuó Schönfeld en voz alta y gesticulando con vehemencia—. Sí, mi querido hermanito Medardo. La locura aparece en la tierra como la verdadera reina del espíritu. La razón es sólo una gobernadora negligente que nunca se ocupa de lo que ocurre más allá de las fronteras de su imperio, que sólo por aburrimiento deja que los soldados se ejerciten en el campo de Marte, incapaces después de disparar un tiro a derechas cuando el enemigo penetra desde el exterior. Pero la locura, la verdadera reina del pueblo, entra acompañada de timbales y trompetas: ¡Hurra! ¡Hurra! Detrás de ella aclamaciones, regocijo. Los vasallos se levantan de los asientos en los que han sido recluidos por la razón y ya no desean ni yacer, ni permanecer de pie, ni sentados, como quiete el pedante preceptor, quien examina con atención los números y dice: «Mirad, la locura ha girado, alterado, alocado a mis mejores estudiantes». Es sólo un juego de palabras, hermanito Medardo, un juego de palabras es un rizo de metal ardiente en la mano de la locura con el que retuerce pensamientos.

—Una vez más —interrumpí el discurso del necio Schönfeld—, una vez más os suplico que ceséis en vuestra insensata cháchara, si os es posible, y me digáis cómo he llegado hasta aquí y qué sabéis de mí y del traje que llevo.

Mientras decía estas palabras le había cogido con ambas manos y le había sentado en una silla. Pareció calmarse después de bajar los ojos y respirar con profundidad.

—Yo —comenzó entonces con voz baja y cansina— os he salvado la vida por segunda vez. Yo fui el que os ayudó en vuestra huida de la ciudad comercial, yo fui de nuevo el que os trajo hasta aquí.

—¡Pero por el amor de Dios, por todos los santos! ¿Dónde me encontrasteis? —grité mientras le soltaba. Pero en ese instante dio un salto y exclamó con ojos refulgentes:

—¡Eh, hermano Medardo! Si no te hubiera llevado cargado sobre mis hombros, pequeño y débil como soy, yacerías ahora con todos los miembros descoyuntados en la rueda.

Temblé y me hundí en la silla aniquilado. La puerta se abrió y entró a toda prisa el monje que me cuidaba.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Quién os ha permitido entrar en esta habitación? —de este modo quiso despedir a Belcampo, que empezó a llorar y dijo en tono suplicante:

—¡Ay, honorable señor, no he podido resistir por más tiempo el impulso de hablar con mi amigo, al que saqué de un peligro mortal!

Recobré el ánimo.

—Dime, querido hermano —me dirigí al clérigo—, ¿me ha traído realmente este hombre hasta aquí?

Quedó confundido.

—Ya sé dónde me encuentro —continué—. Me imagino que me hallaba en un estado espantoso, pero habréis notado que me he recuperado por completo, así que puedo conocer todo lo que hasta ahora se me ha silenciado intencionadamente porque se me tenía por muy excitable.

—Así es —respondió el clérigo—, este hombre fue el que os trajo a nuestro manicomio, hará aproximadamente tres meses o un poco más. Os encontró, según nos contó, en el bosque, situado a tres millas de aquí, que separa nuestra región de *** y os dio en un principio por muerto. Os reconoció como el monje capuchino Medardo del monasterio en B., con el que había tenido amistad, y que ahora se dirigía a Roma. Os encontró en un estado de completa apatía: andabais cuando alguien os llevaba, permanecíais de pie, si se os dejaba, y os echabais cuando se os decía. Hubo que alimentaros a la fuerza. Sólo lograbais emitir sonidos incomprensibles, y vuestra mirada carecía de fuerza y de brillo. Belcampo no os abandonó, sino que se convirtió en vuestro fiel enfermero. Transcurridas cuatro semanas caísteis en un estado de locura furiosa y fue necesario llevaros a una estancia retirada y adecuada al caso. Os comportabais como un animal salvaje, pero no quiero seguir describiendo una situación cuyo recuerdo os sería doloroso. Pasadas otras cuatro semanas entrasteis de nuevo y repentinamente en el estado apático, que derivó en una catalepsia, de la que despertasteis curado.

Schönfeld se había sentado durante el relato del monje y apoyaba la cabeza en la mano como si estuviera sumido en profundos pensamientos.

—Sí —comenzó—, ya sé que a veces soy un loco extravagante, pero el aire del manicomio, fatal para la gente razonable, me ha sentado bien. He comenzado a pensar acerca de mí mismo y ello no es mala señal. Si sólo existo a través de mi conciencia, todo depende de que esta conciencia quite la chaqueta de bufón a lo consciente y entonces yo mismo aparezco como un sólido «gentleman». ¡Oh, Dios! ¿No es acaso un peluquero genial por sí mismo un completo loco? La locura protege de toda demencia y os puedo asegurar, honorables señores, que yo también soy capaz de distinguir en norte noroeste entre la torre de una iglesia y un faro.

—Si realmente es así —dije—, demostradlo contando con tranquilidad cómo me encontrasteis y trajisteis hasta aquí.

—Eso es lo que quiero hacer —replicó Schönfeld—, a pesar de que aquí, el señor clérigo, muestra un rostro inquieto. Pero permíteme hermano Medardo que, al considerarte mi protegido, te pueda hablar de tú. El pintor forastero también desapareció de manera misteriosa, con toda su colección de cuadros, la mañana siguiente a la noche en que huiste. Aunque el suceso causó en un principio sensación, no tardó en diluirse en la memoria con motivo de nuevos acontecimientos. Sólo cuando se conoció el crimen perpetrado en el castillo del barón de E, cuando fueron cursadas por el juzgado de *** órdenes de arresto contra el monje Medardo del monasterio capuchino en B., sólo entonces se recordó que el pintor forastero había contado toda la historia en la taberna y te había reconocido como el hermano Medardo. El dueño del hotel en el que te habías hospedado confirmó la sospecha de que yo te había ayudado a huir. Alguien llamó la atención sobre mí y querían meterme en la cárcel. Me fue fácil tomar la decisión de escapar de la vida miserable que ya me oprimía desde hacía tiempo. Decidí ir a Italia, donde hay peluqueros y abates. Pude verte en la residencia del Soberano de ***. Se hablaba de tu matrimonio con Aurelia y de la ejecución del monje Medardo. También vi al monje. ¡Bien! Fuera quien fuese, te considero el verdadero Medardo. Me crucé en tu camino, pero no te diste cuenta y abandoné la capital para continuar mi viaje. Después de haber recorrido un largo trayecto, me dispuse a atravesar el bosque, que se presentaba ante mí oscuro y sombrío, aprovechando las primeras horas de la madrugada. Acababan de penetrar los primeros rayos de sol cuando pude escuchar un rumor en un arbusto espeso y vi cómo saltaba hacia mí un ser con cabellera crespa y barba, aunque vestido elegantemente. Su mirada era salvaje y turbia. En un instante desapareció de mi vista. Seguí adelante, pero quedé espantado al encontrar ante mí una figura humana desnuda que yacía en el suelo. Creí que se había cometido un crimen, y que el fugitivo era el asesino. Me incliné sobre la persona desnuda, te reconocí y comprobé que todavía respirabas débilmente. Justo a tu lado se encontraba el hábito monacal que ahora llevas puesto. Con esfuerzo pude vestirte y llevarte conmigo. Finalmente recobraste la conciencia, pero caíste en el estado que te acaba de describir el honorable señor aquí presente. Sacarte de allí costó bastante esfuerzo. Llegada la noche sólo había alcanzado una venta situada en medio del bosque. Te dejé como si estuvieras ebrio en una pradera y entré en la venta para proveerme de comida y bebida. En el interior del establecimiento estaban sentados dragones de ***, que, según dijo la ventera, perseguían a un monje hasta la frontera, que acababa de escapar de un modo incomprensible cuando por causa de un grave crimen iban a ajusticiarlo en ***. Para mí resultaba un enigma cómo habías llegado desde la capital hasta el bosque, pero la convicción de que tú eras precisamente el Medardo que buscaban me hizo tomar todas las medidas de precaución para salvarte del peligro en el que también me habías colocado a mí. Dando rodeos logré atravesar la frontera y llegué finalmente contigo a esta casa, donde nos aceptaron a ambos, ya que declaré que no quería separarme de ti. Aquí estabas seguro, porque jamás entregarían a un enfermo a la justicia de un país extranjero. Cuando vivía contigo en esta habitación y te cuidaba no se puede decir que tuvieras los cinco sentidos en su sitio. Tampoco los movimientos de tus miembros destacaban por su disciplina. Noverre y Vestris[19] te habrían despreciado profundamente, pues tu cabeza colgaba sobre el pecho y, si alguien intentaba ponerte derecho, te revolvías como una bola deforme. También tu talento oratorio causaba una triste impresión. Sólo emitías condenados monosílabos, y durante horas interminables te limitabas a repetir: «¡Hu, hu!» y «me… me…», por lo que pude deducir que tu voluntad y tu capacidad de razonar no estaban precisamente en armonía, llegando por un momento a creer que ambas te eran infieles y vagabundeaban a su antojo. Por último tuviste un episodio graciosísimo, ya que te dio por pegar saltos tremendos, durante los cuales berreabas de entusiasmo y te rasgabas el hábito para liberarte de ese impedimento tan antinatural. Tu apetito…

—¡Deteneos, Schönfeld! —interrumpí al horrible burlón—. ¡Deteneos! Ya me han informado acerca del terrible estado en que quedé sumido. ¡Gracias sean dadas a la misericordia infinita del Señor! ¡Gracias sean dadas a la mediación de los santos por haber recobrado la salud!

—¡Eh, honorable señor! —terció Schönfeld—. ¿Qué os ha quedado de ella? Quiero decir, qué os ha quedado de la función intelectual, denominada conciencia, y que no es otra cosa que la maldita actividad de un condenado cobrador —funcionario de impuestos—, ayudante de controlador, que ha abierto su infame mostrador en la oficinucha de arriba y a toda la mercancía que quiere salir le dice: «Eh… Eh… está prohibido exportar… todo queda en tierra, en tierra». Así las joyas más hermosas se siembran como si fuesen indignos granos de trigo y de ellas crecen como mucho remolachas forrajeras. De exprimir un peso de mil quintales de estas remolachas se saca sólo un cuarto de onza de azúcar maloliente… Eh… Eh… y, sin embargo, la exportación debería fundar un tráfico comercial con la espléndida ciudad de Dios, allá arriba, donde todo es glorioso y soberbio. ¡Dios de los Cielos! ¡Señor! ¡Habría arrojado a lo más profundo del río todos mis puder à la Maréchal o à la Pompadour o à la reine de Golconde[20], comprados a precios tan caros, si hubiese podido recibir, siquiera a través de comercio de tránsito, un poquito de polvo solar procedente de un lugar tan elevado para empolvar las pelucas de profesores altamente capacitados y compañeros de corporación, pero antes que ninguna la mía! ¿Qué digo? Si mi Demonio os hubiese colgado encima, a vos, al más honorable y venerable de los monjes, un abrigo de verano en vez de aquel frac color pulga con el que los ricos y petulantes habitantes de la ciudad de Dios van al servicio, os hubiera ido en verdad, en lo que respecta a dignidad y decoro, de otra manera. Pero así os tomó el mundo por un vulgar glebae adscriptus y el demonio por su cousin germain.

Schönfeld se había levantado y caminaba, o mejor brincaba, de una esquina a otra de la habitación, gesticulando y haciendo muecas. Estaba en vena, como de costumbre, alimentando la locura con la locura. Le tomé de las manos y le dije:

—¿Quieres ocupar aquí mi lugar? ¿No te es posible abandonar las bufonadas por un minuto y adoptar una actitud de seriedad razonable?

Sonrió de manera enigmática.

—Pero ¿realmente es tan necio todo lo que digo cuando el espíritu me posee? —preguntó.

—Ahí radica precisamente la desgracia —respondí—, en que tus sandeces albergan a menudo un sentido profundo, pero todo lo quemas y lo desgastas hasta tal punto que un pensamiento articulado con precisión se torna ridículo y deslucido como un traje andrajoso y lleno de manchas. Eres como los borrachos que no pueden andar rectos sobre una cuerda: saltas continuamente acá y acullá. ¡Tu dirección está torcida!

—¿Qué es «dirección»? —me interrumpió Schönfeld, todavía riendo y con un gesto agridulce—. ¿Qué es «dirección», venerable capuchino? Toda dirección presupone una meta que, a su vez, constituye una referencia a través de la cual tomamos nuestra dirección. ¿Estáis seguro de vuestra meta, querido monje? ¿No teméis haber tomado hasta ahora demasiado poco cerebro de gato y, en vez de ello, haber libado en las posadas en exceso de lo espiritoso, por lo que ahora, como el vigilante con vértigo apostado en una torre, divisáis dos metas, sin saber cuál de ellas es la correcta? Además, capuchino, perdonad mi condición, ya que llevo en mí lo burlesco como una agradable mezcla de pimienta española y coliflor. Sin ello un artista peluquero no es más que una figura lamentable, un pobre necio que lleva un privilegio en el bolsillo sin utilizarlo para su alegría y placer.

El clérigo nos había observado con atención, ora a mí ora al gesticulante Schönfeld. No había entendido ni una palabra, ya que hablábamos en alemán. En ese momento, sin embargo, interrumpió nuestra conversación:

—Disculpen, señores míos, si mi deber me obliga a dar por terminada una entrevista que no puede haceros bien a ninguno de los dos. Vos, hermano mío, estáis todavía muy débil para seguir hablando de cosas que probablemente despierten recuerdos dolorosos de vuestra vida pasada. Ya iréis conociéndolo todo poco a poco por vuestro amigo, pues, aunque abandonéis nuestro hospital completamente recuperado, os seguirá acompañando. Además tenéis vos —se dirigió a Schönfeld— una manera de hablar que resulta adecuada para describir con visos de realidad todos los acontecimientos que contáis. En Alemania os deben de tomar por loco. Incluso aquí os tendrían por un buen bufón. Podríais hacer sin duda carrera en el teatro cómico.

Schönfeld miró fijamente al clérigo con ojos desmesuradamente abiertos, luego se levantó sobre las puntas de los pies, enlazó las manos detrás de la cabeza y exclamó en italiano:

—¡Voz del espíritu!… ¡Voz del destino! ¡Me has hablado por boca de este venerable señor!… Belcampo…, no puedes ignorar tu verdadera vocación. ¡Está decidido!

Dicho esto, saltó hacia la puerta y salió. A la mañana siguiente entró en mi habitación preparado para irse de viaje.

—Querido hermano Medardo —me dijo—, estás completamente sano y por consiguiente ya no necesitas mi compañía. Me marcho a donde me quiera llevar mi vocación… ¡Adiós!… Pero antes, y por última vez, permíteme ejercitar contigo mi arte, que ahora me resulta una actividad despreciable.

Sacó navaja, tijeras y peine. Mientras hacía miles de muecas y contaba un sinfín de insensateces, puso orden en mi cabello y en mi barba. El hombre me resultaba siniestro, a pesar de la fidelidad que me había mostrado. Me alegré de que se separase de mí. El médico me había ayudado a restablecerme con medicamentos fortalecedores. El color de mi rostro era más fresco y con ayuda de largos paseos fui recuperando todas mis fuerzas. Estaba convencido de poder soportar un viaje a pie y abandoné aquella casa, bienhechora para los enfermos mentales, pero cruel e inquietante para los sanos. Me habían sugerido que emprendiese una peregrinación a Roma, así que decidí realmente hacerla y tomé el camino que llevaba allí. Aunque mi espíritu estaba sano, era consciente de que estaba afectado de un estado apático que arrojaba un velo sombrío sobre toda imagen que surgía en mi interior, de tal manera que todo aparecía sin color, gris. Sin recordar claramente el pasado, me absorbía del todo la preocupación por el presente. Contemplé la región desde la lejanía para buscar un lugar en el que pudiese ofrecer mis servicios confortativos, y así poder pedir a cambio comida y alojamiento. Quedé contento cuando gente piadosa llenó mi botella de agua y mi bolsa de limosnas: en contraprestación les recité automáticamente un par de oraciones. Había degenerado en un estúpido y vulgar monje mendicante. Finalmente llegué al gran monasterio capuchino, situado a pocas horas de Roma, y que yacía aislado, sólo rodeado de edificios dedicados a la explotación agrícola. Allí tenían que admitir a los hermanos de la Orden y pensé lavarme y arreglarme con toda tranquilidad. Les dije que después de que hubiesen clausurado el monasterio en el que antes me encontraba, en Alemania, había emprendido una peregrinación, y que deseaba ser admitido en cualquier otro monasterio de la Orden. Me hospedaron cómodamente, con la amabilidad propia de los monjes italianos. El prior declaró que, si no me lo impedía el cumplimiento de un voto que me obligase a seguir peregrinando, podía quedarme como forastero en el monasterio tanto tiempo como quisiera. Era la hora de vísperas y los monjes se dirigían al coro. Entré en la iglesia. La espléndida y osada construcción de la nave me llenó de admiración, pero mi espíritu, inclinado hacia lo terrenal, fue incapaz de elevarse como antaño, cuando siendo apenas un niño contemplé la iglesia del Sagrado Tilo. Después de despachar mi oración ante el altar mayor, anduve por las naves laterales contemplando los cuadros de los altares, los cuales, como es costumbre, representaban los martirios de los santos a que estaban consagrados. Finalmente penetré en una capilla lateral, cuyo altar quedaba mágicamente iluminado por los rayos de sol que penetraban por las polícromas vidrieras. Quise contemplar la pintura de cerca y subí unos peldaños. ¡Ay, era Santa Rosalía, el fatídico cuadro que colgaba sobre el altar de mi monasterio! ¡Ante mí se encontraba Aurelia! Toda mi existencia, mis múltiples impiedades, mis fechorías, el asesinato de Hermógenes, de Aurelia, todo, todo quedó comprimido en un pensamiento espantoso, que atravesó mi cerebro como una barra de hierro ardiente y puntiaguda. ¡Mi pecho, arterias y fibras se desgarraban como consecuencia de la tortura más cruel, provocando un dolor salvaje! ¡Ninguna muerte benévola! Me arrojé al suelo. Destrocé mi hábito con desesperación demencial, aullé y emití alaridos de desconsuelo que resonaron por toda la iglesia: «¡Estoy condenado! ¡Estoy maldito! ¡No hay gracia posible, ningún consuelo, en ningún lugar! ¡Al infierno! ¡Al infierno! ¡Que la eterna condenación caiga sobre mí, impío pecador!».

Alguien me levantó. Los monjes se hallaban en la capilla. Ante mí estaba el prior, un anciano venerable. Me miró con una seriedad benigna indescriptible, tomó mis manos y pareció como si un santo, lleno de compasión celestial, sostuviese en el aire al condenado sobre las llamas en las que quería arrojarse.

—¡Estás enfermo, hermano mío! —dijo el prior—, te llevaremos al monasterio, allí podrás descansar.

Besé sus manos, su hábito, no podía hablar, sólo angustiosos suspiros traicionaban el estado horrible y desgarrado en que se encontraba mi alma. Me llevaron hasta el refectorio. El prior despidió a los demás con una seña y me quedé a solas con él.

—Hermano mío —comenzó a decir—, parece como si en tu conciencia pesara un grave pecado, pues sólo el más profundo arrepentimiento y desconsuelo sobre un acto espantoso puede llevar a semejante actitud. Pero grande es la misericordia divina, fuerte la intercesión de los santos. Ten confianza. Confiésate conmigo y la penitencia se convertirá en el consuelo de la Iglesia.

Por un instante me pareció como si el prior fuese aquel anciano peregrino del Sagrado Tilo, el único ser en toda la tierra al que podría revelar mi existencia llena de pecados e impiedad. Todavía era incapaz de pronunciar una palabra, me arrojé al suelo ante el anciano.

—Voy a la capilla del monasterio —dijo con tono solemne, y se alejó.

Estaba resuelto. Fui detrás de él. Se sentó en la silla del confesionario e hice en un instante todo lo que el espíritu me impulsaba irresistiblemente a hacer: ¡Confesé todo! ¡Todo! La penitencia que me impuso el prior fue estremecedora. Expulsado de la iglesia, proscrito como un leproso de las reuniones de los hermanos, yacía en la cripta, en el osario del monasterio, sustentando apenas mi vida con hierbas insípidas hervidas en agua, haciendo penitencia, azotándome y martirizándome con instrumentos de tortura inventados por la crueldad más refinada. Sólo alzaba la voz para autoinculparme, para suplicar en oración de arrepentimiento la salvación del infierno, cuyas llamas ya sentía arder en mí. Cuando la sangre manaba de mil heridas, cuando el dolor ardía como cien picaduras venenosas de escorpión, entonces finalmente sucumbía la naturaleza hasta que el sueño, protegiéndola como si fuese un niño inconsciente, la rodeaba con sus brazos. Pero en ese instante surgían imágenes oníricas hostiles que me preparaban nuevos tormentos mortales. Toda mi vida se manifestaba de manera horrible. Veía cómo Eufemia se acercaba a mí con una belleza exuberante, pero yo gritaba: «¿Qué quieres de mí, impía? No, el infierno no se apoderará de mí». A continuación se abría el vestido y los escalofríos de la perdición invadían mi alma. Su cuerpo aparecía consumido, como un esqueleto del que surgían incontables serpientes que extendían hacia mí sus cabezas y lenguas de color rojo fuego. «¡Apártate de mí!… Tus serpientes me muerden en el pecho herido… quieren cebarse con la sangre de mi corazón… pero entonces moriré, moriré… la muerte me liberará de tu venganza», grité. A continuación aulló la aparición: «¡Mis serpientes pueden alimentarse de la sangre de tu corazón… pero no lo sentirás, pues no es ése tu tormento. Lo que te atormenta está en tu interior y no te mata, ya que vives de ello. Tu tormento lo constituye el pensamiento impío, que es eterno!». La figura ensangrentada de Hermógenes se alzó y Eufemia huyó de ella. Pasó a mi lado y señaló la herida del cuello en forma de cruz. Quise rezar, pero comenzó un murmullo que confundía mis sentidos. Seres que antaño había visto se presentaban ahora ante mí como figuras grotescas. Cabezas, de cuyas orejas brotaban patas de saltamontes, se arrastraban a mi alrededor sonriéndome con malicia; aves extrañas y cuervos con rostros humanos surcaban ruidosamente el cielo. Reconocí al director de orquesta de B. con su hermana, que giraba en un vals delirante, y a su hermano que tocaba en su propio pecho, convertido en violín. Belcampo, con un rostro horrible de lagarto, sentado sobre un asqueroso gusano alado, se dirigió hacia mí. Quería peinar mi barba con un peine de hierro ardiente, pero no lo consiguió. El caos se tornó cada vez más delirante, más extraño; las figuras, más atrevidas. Se podía encontrar desde la más pequeña hormiga con pies humanos danzantes, hasta la alargada osamenta de caballo con ojos brillantes, cuya piel se había convertido en una gualdrapa, y que montaba un jinete con luminosa cabeza de búho. ¡Su arnés era un vaso sin fondo; su yelmo, un embudo torcido! La diversión infernal llegó a su punto culminante. Podía oír cómo me reía, pero la risa desgarraba mi pecho, y los dolores se tornaban más ardientes, las heridas sangraban con mayor profusión. ¡Una figura femenina resplandeció, dispersándose la chusma! ¡Se acercó a mí! ¡Era Aurelia! «¡Vivo y soy toda tuya!», dijo. Entonces la impiedad se apoderó de mí. Loco de deseo salvaje, la estreché entre mis brazos. Recobré la fuerza, pero algo ardió en mi pecho, cerdas bastas desgarraron mis ojos, y Satanás rió con un tono estridente: «¡Ahora eres del todo mío!». Desperté lanzando un grito de espanto, y de las heridas incisas, provocadas al azotarme en mi desesperación sin consuelo, manaba la sangre en abundancia. Aunque la impiedad fuese fruto del sueño, cualquier pensamiento pecaminoso exigía doble penitencia.

Finalmente transcurrió el tiempo de severa expiación que había determinado el prior. Abandoné el osario para realizar en el monasterio otros ejercicios prescritos, aunque en una celda aislada y alejada del resto de los monjes. Luego, disminuyendo el grado de la penitencia, me fue permitida la entrada en la iglesia y en el coro de los hermanos. Pero no me satisfacía el tipo de mortificación que ahora consistía exclusivamente en la flagelación diaria. Rechacé resuelto cualquier mejora en la comida que me ofrecían, días enteros permanecí tumbado en el frío suelo de mármol ante la imagen de Santa Rosalía y me martirizaba de la manera más cruel en mi celda solitaria, pues sólo a través de tormentos externos creía poder silenciar el espantoso tormento interior que me laceraba. Era en vano; una y otra vez regresaban aquellas figuras engendradas por mi mente y estaba entregado al mismo Satanás, que me torturaba con escarnio y me tentaba para cometer pecados. La severa penitencia, así como la manera inaudita en que la ejecutaba, llamó la atención de los monjes. Me observaban con un temor reverente e incluso llegué a escuchar cómo murmuraban entre ellos: «¡Es un santo!». Estas palabras me parecieron horribles, pues me recordaban vivamente aquel instante espantoso en la iglesia del monasterio capuchino en B., en el que, poseído por una locura temeraria, grité al pintor que me miraba fijamente: «¡Soy San Antonio!».

El último periodo dedicado a la penitencia prescrita por el prior había concluido sin dejar por ello de torturarme, a pesar de que mi naturaleza parecía sucumbir por el continuo castigo. Mis ojos aparecían apagados, mi magullado cuerpo semejaba un esqueleto ensangrentado y llegué a un estado en el que, tras permanecer durante horas en el suelo, no lograba levantarme sin la ayuda de los demás. El prior dijo que me llevaran a su locutorio.

—¿Sientes, hermano —preguntó—, cómo tu interior se alivia gracias a la severa penitencia? ¿Ha llegado hasta ti el consuelo celestial?

—No, venerable señor —repliqué desesperado y con voz ahogada.

—Al imponerte —continuó el prior elevando el tono de voz—, al imponerte, hermano, la penitencia más severa, ya que me habías confesado toda una serie de hechos horribles, cumplí los preceptos de la Iglesia que determinan que el malhechor, al que el brazo de la justicia no ha alcanzado y que confiesa arrepentido sus crímenes a un servidor del Señor, debe manifestar también con actos externos la sinceridad de su arrepentimiento. Así debe dirigir su espíritu exclusivamente a lo celestial y castigar la carne, para que el martirio terrenal compense el placer demoníaco experimentado en el momento de cometer los actos delictivos. Pero creo, y conmigo coinciden famosos doctores de la Iglesia, que los horribles tormentos que se infiere el penitente no reducen ni siquiera un gramo del peso de sus pecados, ya que concentra en el sufrimiento físico toda su confianza y se cree así digno de la Gracia del Eterno. No hay razón humana que pueda averiguar cómo el Eterno mide nuestros actos. Perdido está aquel que, aunque puro de impiedad, pretende con insolencia poder acceder al Cielo a través de una mera actividad piadosa externa. El penitente que, después de realizar los ejercicios de expiación, cree haber suprimido su impiedad, demuestra que su arrepentimiento interno no es verdadero. Tú, querido hermano Medardo, no sientes todavía ningún consuelo. Eso demuestra la veracidad de tu contrición. Abstente a partir de ahora, así lo deseo, de toda disciplina de la carne, toma mejores comidas y no rehuyas más la compañía de tus hermanos. Ten en cuenta que conozco tu misteriosa vida, con todas sus extrañas implicaciones, mucho mejor que tú mismo. Una fatalidad, a la que no pudiste escapar, otorgó a Satanás poder sobre ti y, mientras pecabas, te convertías en su instrumento. Pero no te figures por esto que apareces como menos pecador ante el Señor, pues te había sido dada la fuerza de doblegar a Satanás en vigorosa lucha. ¿En qué corazón humano no irrumpe el mal y opone resistencia al bien? Pero sin esa lucha no habría virtud, pues ésta no es otra cosa que la victoria del principio del bien sobre el mal, así como, a la inversa, se produce el surgimiento del pecado. Has de saber, en primer lugar, que te acusas de un crimen que sólo ejecutaste con la voluntad. Aurelia vive; poseído de una demencia salvaje te heriste a ti mismo. Era la sangre de tu herida la que bañó tu mano… Aurelia vive… lo sé.

Caí de rodillas, alcé las manos en actitud orante, profundos suspiros escaparon de mi pecho y las lágrimas brotaron de mis ojos.

—Debes saber además —continuó el prior— que aquel anciano pintor extranjero del que me hablaste en confesión visita con frecuencia nuestro monasterio. Quizá lo visitará de nuevo en breve. Me ha dado un libro en custodia que contiene diversos dibujos y, sobre todo, una historia, a la que añade varias líneas cada vez que viene a traernos consuelo. No me ha prohibido poner el libro en otras manos, por lo mismo, y por considerarlo un deber sagrado, deseo confiártelo a ti. Pronto conocerás las circunstancias que determinaron tu propio y extraño destino, que te colocaba, ya en un mundo elevado, pleno de maravillosas visiones, ya en la más vulgar realidad. Se dice que lo maravilloso ha desaparecido de la Tierra. Yo no lo creo así. Siguen produciéndose maravillas, pues aunque nosotros mismos no queremos designar con este nombre lo más maravilloso que diariamente nos rodea, probablemente porque hemos insertado toda una serie de apariciones en el esquema de un eterno retomo de carácter cíclico, no es menos cierto que, a menudo, un fenómeno atraviesa este círculo y echa a perder toda nuestra astucia. Incapaces de comprender cómo se ha podido producir, y dada nuestra obstinación embrutecedora, no creemos en lo que hemos visto. Testarudos, negamos al ojo interno la aparición, precisamente porque era demasiado diáfana como para reflejarse en la superficie externa y ruda del ojo. Considero a aquel extraño pintor como una de las apariciones extraordinarias que se burlan de toda regla establecida. Incluso llego a dudar si su aparición corpórea coincide con la que nosotros percibimos. Se sabe con certeza que nadie ha podido observar en él las acostumbradas funciones vitales. Tampoco le vi escribir o dibujar, pues en el libro sólo parecía leer. Aunque, después de cada una de sus visitas, siempre había más páginas escritas que la vez anterior. También resulta extraño que todo lo que contenía el libro sólo me parecía ser confusión y esbozos indistintos de un pintor fantástico, tornándose comprensible en el momento en que tú, querido hermano Medardo, me revelaste tu vida en confesión. No puedo descubrirte más de lo que creo y sospecho acerca del pintor. Tú mismo podrás averiguarlo, o quizá el secreto se desvele ante ti por sí mismo. Vete, fortifícate y si te sientes, como creo, en pocos días edificado de espíritu, recibirás de mis manos el extraño libro del pintor forastero.

Seguí la voluntad del prior: comí con los hermanos, interrumpí las mortificaciones y me limité a rezar con fervor ante los altares de los santos. Aunque todavía sangraba mi corazón herido y el dolor que atravesaba mi interior no cedía, desaparecieron las horribles pesadillas y, a menudo, cuando yacía muerto de cansancio e insomne en el duro lecho, notaba cómo algo me rodeaba con alas angélicas. Entonces veía la dulce figura de Aurelia, todavía en vida, que, con mirada llena de compasión celestial y derramando abundantes lágrimas, se inclinaba hacia mí. Extendía su mano sobre mi cabeza, como si me protegiera, y en ese instante sentía cómo se cerraban mis párpados y cómo un sueño ligero, suave y restaurador, vertía nueva fuerza vital en mis arterias.

Cuando el prior comprobó que mi espíritu había recobrado algo de su vigor, me entregó el libro del pintor y me advirtió que lo leyera atentamente en su celda. Lo abrí y lo primero que vi fueron los bocetos de las pinturas al fresco del Sagrado Tilo. No se despertó en mí el más mínimo asombro, ni tampoco el más mínimo deseo de resolver el enigma. ¡No! Ya no había ningún enigma para mí. Tiempo hacía que ya conocía todo el contenido del libro del pintor. Lo que el pintor había escrito en las últimas páginas del libro, en una letra pequeña y apenas legible, eran mis sueños, mis visiones, pero de una manera tan clara y directa como yo no habría sido nunca capaz de hacerlo.

NOTA INTERCALADA POR EL EDITOR

El hermano Medardo continúa aquí su relato sin referirse más a lo que encontró en el libro del pintor, describiendo cómo se despidió del prior, conocedor de su secreto, así como de sus hermanos, cómo peregrinó a Roma, rezó y se arrodilló en todos los altares de San Pedro, San Sebastián, San Lorenzo, en San Juan de Letrán y en Santa María Mayor, etc.; cómo llamó la atención del Papa y finalmente le fue atribuida una aureola de santidad que terminó por apartarle de Roma, ya que, convertido realmente en un pecador arrepentido, comenzó a creer que esa aureola era cierta. Nosotros, me refiero a ti y a mí, benévolo lector, sabemos, sin embargo, muy poco de las visiones y de los sueños del hermano Medardo. Sin leer lo que el pintor escribió, apenas seríamos capaces de unir los distintos hilos dispersos de la historia de Medardo. Un símil más apropiado podría ser que nos falta el foco del que parten los distintos rayos multicolores. El manuscrito del bendito capuchino estaba envuelto en un viejo pergamino amarillento, y este pergamino estaba a su vez escrito con letra pequeña y apenas legible, lo que inducía a pensar en una mano bastante singular, despertando por esta causa mi curiosidad. Después de un gran esfuerzo me fue posible descifrar primero letras y, luego, palabras. Quedé asombrado al comprobar que se trataba de la historia registrada en el libro del pintor de la que había hablado Medardo. Estaba escrita en italiano antiguo, con un estilo aforístico, muy parecido al de las crónicas. El tono suena en alemán bastante rudo y apagado, como un cristal agrietado, pero era necesario interpolar aquí la traducción en aras de la comprensión del conjunto de la obra. Eso es lo que haré después de anotar —no sin experimentar un sentimiento de tristeza— lo siguiente: la familia principesca, de la que procedía el frecuentemente citado Francesco, vive aún en Italia, así como los descendientes del Soberano, en cuya Corte permaneció Medardo. Resultó imposible, por consiguiente, citar los nombres. Tengo que reconocer, por añadidura, que nadie en el mundo ha podido ser menos hábil y más torpe a la hora de buscar nombres que el que ha puesto en tus manos, benévolo lector, este libro, sobre todo cuando existen en la realidad y poseen un halo romántico. El mencionado editor creyó ayudarse muy bien con «el Soberano», «el barón» etc., pero ahora que el viejo pintor clarifica las más secretas relaciones familiares, comprueba que con designaciones generales no es posible hacer comprensible del todo la historia. Tendría que verse obligado a adornar y orlar la simple «crónica coral» del pintor con todo tipo de explicaciones y correcciones, también con fórmulas fastidiosas. En nombre del editor, te pido, benévolo lector, que tomes en consideración lo siguiente antes de seguir leyendo: Camilo, príncipe de R, aparece como el fundador de la estirpe de la que desciende Francesco, el padre de Medardo. Teodoro, príncipe de W., es el padre del príncipe Alejandro de en cuya Corte residió Medardo. Su hermano Alberto, príncipe de W., se casó con la princesa italiana Giazinta B. La familia del barón E, que vive en las montañas, es de sobra conocida, sólo anotar que la baronesa de E procedía de Italia, pues era la hija del conde Pietro S., hijo del conde Filippo S. Todo irá aclarándose, querido lector, si conservas en la memoria estos pocos nombres y letras. Así pues, a continuación viene:

EL PERGAMINO DEL VIEJO PINTOR

Y sucedió que la república de Génova, asediada duramente por los corsarios argelinos, tuvo que recurrir al gran héroe naval Camilo, príncipe de R, para que, con cuatro galeones bien armados y equipados, emprendiera una incursión contra los temerarios bandidos. Camilo, sediento de hechos gloriosos, escribió enseguida a su hijo mayor, Francesco, para que regresara y gobernase el país en ausencia del padre. Francesco se ejercitaba en la pintura en la escuela de Leonardo da Vinci, y el espíritu del arte se había apoderado de él hasta tal extremo que no podía pensar en otra cosa. Por esta causa tenía al Arte en más alta consideración que todo honor, esplendor y brillo en la tierra. Cualquier otra actividad del Hombre le parecía un esfuerzo lamentable por una fútil bagatela. No podía dejar el arte, ni tampoco al maestro, ya entrado en años, por lo que contestó al padre que él sólo sabía utilizar el pincel, pero no el cetro, y que quería permanecer junto a Leonardo. El viejo y orgulloso Camilo se enfureció, tuvo a su hijo por un indigno insensato y envió a sus servidores para que lo trajeran. Francesco se negó, resuelto a regresar, y declaró que un príncipe, rodeado de toda la pompa, sólo le parecía un ser digno de compasión en comparación con un pintor de valía, y que los hechos de guerra más grandes sólo eran un juego cruel si se equiparaban con la creación de un pintor, que representa el puro reflejo del espíritu divino que mora en su interior. El héroe naval Camilo entró en cólera y juró que repudiaría a Francesco y aseguraría a su hermano más joven, Zenobio, la sucesión. Francesco se mostró plenamente satisfecho con esta decisión, incluso renunció solemnemente, en un documento que cumplía todas las formalidades, a su derecho a la sucesión al trono en favor de su hermano. Así ocurrió que cuando el viejo príncipe Camilo perdió la vida en combate sangriento con los argelinos, Zenobio subió al trono; Francesco, sin embargo, negando su clase y su nombre, se hizo pintor y vivía pobremente de una pequeña asignación anual que le enviaba su hermano. Por lo demás, siempre había sido un joven orgulloso y arrogante, sólo el viejo Leonardo supo domeñar su temperamento rebelde. Cuando Francesco renunció a sus derechos de clase, se convirtió en el hijo fiel y piadoso de Leonardo. Ayudó al anciano a terminar alguna de sus grandes obras, y sucedió que el discípulo, elevándose a la misma altura que el maestro, se hizo famoso y pudo pintar diversas imágenes para altares de iglesias y monasterios. El viejo Leonardo le apoyó lealmente con sus consejos hasta que murió después de haber alcanzado una edad avanzada. Entonces surgió de nuevo en el joven Francesco, como un fuego largamente reprimido, el orgullo y la arrogancia de antaño. Se creía el pintor más grande de la época y, emparejando su perfección artística y su clase social, se llamaba a sí mismo el «príncipe de los pintores». Comenzó a hablar con desprecio del viejo Leonardo y creó, apartándose del estilo simple y piadoso, una nueva manera de pintar que fascinaba a las masas con la exuberancia de las formas y la espléndida riqueza cromática. Las exageradas alabanzas del populacho le hicieron todavía más vanidoso y arrogante. Ocurrió que, en Roma, frecuentó la compañía de jóvenes viciosos y disolutos. Como él deseaba siempre ser el primero y el más señalado en todo lo que emprendía, se convirtió pronto en el más recio navegante a través de la salvaje tormenta del vicio. Seducido por el fasto falaz y falso del paganismo, los jóvenes formaron una sociedad secreta, presidida por Francesco, en la que se burlaban con impiedad del cristianismo, imitaban las costumbres de los antiguos griegos y celebraban bacanales pecaminosas con mujeres impúdicas. Eran pintores, pero sobre todo escultores, que pretendían saber algo del arte clásico y se mofaban de todo lo que artistas noveles creaban y ejecutaban con esplendor, inspirados por el cristianismo y para gloria del mismo. Francesco pintó con un entusiasmo sacrílego muchas imágenes del mendaz mundo de las fábulas. Nadie mejor que él podía representar de manera tan verídica la exuberancia galante de las figuras femeninas. Se inspiraba para alcanzar semejante perfección en modelos vivos, de los que tomaba la encarnación, mientras que la forma y el estilo procedían de antiguas esculturas marmóreas. En vez de inspirarse, como antaño, en las obras espléndidas ejecutadas por los antiguos y piadosos maestros, que adornaban iglesias y monasterios, y asimilar su fervor artístico en su interior, se dedicó a copiar infatigable las figuras de los embusteros dioses paganos. Por ninguna otra figura estaba tan obsesionado como por una famosa imagen de Venus, que siempre tenía en mente. La asignación anual que recibía de Zenobio se retrasó, una vez, más de lo acostumbrado; así ocurrió que Francesco, que llevaba una vida turbulenta y dilapidaba con rapidez cualquier ganancia, empezó a tener apuros serios de dinero. Entonces recordó que, hacía tiempo, un monasterio capuchino le había encargado por un precio elevado un cuadro de Santa Rosalía, que no quiso pintar debido al rechazo que sentía por todos los santos cristianos. Ahora decidió terminar rápidamente la obra para recibir el dinero. Pensó en representar a la Santa desnuda y con el cuerpo y el rostro de aquella imagen de Venus que tanto le obsesionaba. El boceto superó todas las expectativas, y los jóvenes impíos alabaron sin medida la extravagante ocurrencia de Francesco de ponerles a los monjes en su iglesia un ídolo pagano en vez de la santa cristiana. Pero cuando Francesco comenzó a pintar, todo se desarrolló de una manera distinta a la que había pensado. Un espíritu poderoso subyugó al espíritu de la despreciable mentira, que le había dominado en un principio. El rostro de un ángel procedente del Reino de los Cielos comenzó a surgir entre la lúgubre niebla; pero Francesco, invadido súbitamente por el miedo de herir la santidad y ser condenado por el Señor en el Juicio Final, no osó completar el rostro y sobre el cuerpo desnudo pintó un vestido honesto con elegantes pliegues: el traje era rojo oscuro y la capa azul celeste. Los monjes capuchinos, en su escrito dirigido al pintor Francesco, se habían referido exclusivamente a un cuadro de Santa Rosalía, sin especificar nada más, por ejemplo si una historia memorable de su vida podría constituir el tema del pintor. Precisamente por esta razón Francesco había esbozado la imagen de la Santa ocupando el centro del lienzo; pero después comenzó a pintar, llevado de su espíritu, todo tipo de figuras a su alrededor, que se adaptaban perfectamente para representar el martirio de la Santa. Francesco quedó absorbido en la ejecución del cuadro, o quizá el cuadro se había convertido en un espíritu poderoso que le rodeaba con sus brazos y le sostenía por encima de la vida impía y mundana que había llevado hasta ese momento. Lo que no era capaz de terminar era el rostro de la santa, obsesión que se convirtió en un tormento infernal, que penetraba en su ánimo como si fuesen agudas espinas. Ya no pensaba en la imagen de Venus, pero le parecía como si viera al viejo maestro Leonardo, que le contemplaba con gesto lleno de lástima y le decía con voz dolorosa: «Ay, quisiera ayudarte de buen grado, pero no puedo. Tienes que abandonar todo afán pecaminoso y rogar, con profundo arrepentimiento y humillación, por la intercesión de la santa contra la que has blasfemado». Los jóvenes, cuya compañía Francesco había abandonado hacía tiempo, le buscaron en su estudio y le encontraron yaciendo en su lecho como un enfermo sin energías. Al revelarles Francesco su situación desesperada, cómo era incapaz de terminar el cuadro de Santa Rosalía y que tenía la impresión de que un espíritu hostil había quebrado su fuerza, todos rieron y dijeron: «Eh, hermano, ¿cómo es que has enfermado hasta tal punto? ¡Déjanos realizar una ofrenda de vino a Esculapio y a la propicia Hygeia para que sanes de la debilidad que te consume!». Se trajo vino de Siracusa, con el que los jóvenes llenaron las copas que vaciaron ante el cuadro incompleto, ofrendando sus libaciones a los dioses paganos. Pero cuando comenzaron a emborracharse y ofrecieron vino a Francesco, éste se negó a beber y no quiso tomar parte en la bacanal de los jóvenes desenfrenados, a pesar de que vitoreaban a la señora Venus. Entonces uno de ellos dijo: «Este pintor necio está realmente enfermo. La enfermedad le ha afectado tanto a sus pensamientos como a sus miembros. Traeré a un doctor». Se puso la capa, enfundó la daga y salió por la puerta. Habían transcurrido sólo unos instantes desde que había salido cuando volvió a entrar y dijo: «Eh, mirad, yo mismo soy el médico que pretende curar al achacoso». El joven, que aspiraba a imitar fielmente el paso y actitud de un médico anciano, trotaba con las rodillas torcidas de un lado a otro, y había fruncido su rostro juvenil para forzar unas arrugas y así aparentar ser un viejo de gran fealdad. Todos rieron y gritaron: «¡Eh, mirad qué rostro de erudición es capaz de poner el doctor!». El doctor se acercó a Francesco y le habló con voz grosera y ridícula: «¡Eh, tú, pobre de espíritu, tengo que sacarte de tu debilidad melancólica! ¡Eh, alma mezquina, cómo es que tienes ese aspecto tan pálido y enfermizo: así no agradarás a la señora Venus! Puede ser que Doña Rosalía te acepte si logras sanar. Tú, pobre de espíritu, bebe algunos sorbitos de mi medicina milagrosa. Como quieres pintar santos, no te vendrá mal este bebedizo para recuperar tus fuerzas, pues el vino procede de la bodega de San Antonio». El supuesto doctor había sacado un fraseo del interior de su capa, que ahora abrió. Del frasco ascendió un aroma extraño que adormeció a los presentes, que, como invadidos de una pesada somnolencia, se hundieron en los sillones y cerraron los ojos. Pero Francesco arrancó el frasco de las manos del doctor con furia salvaje, ofendido por haber sido tratado como un débil impotente, y bebió de él a grandes tragos. «Que te aproveche», gritó el joven, que había recuperado de nuevo sus rasgos juveniles y su paso vigoroso. Entonces despertó a los otros del sueño pesado en que habían quedado sumidos y bajaron tambaleantes las escaleras en su compañía.

Así como el Vesubio arroja con un rugido salvaje llamas devoradoras, del mismo modo surgían corrientes de fuego del interior de Francesco. Todas las historias paganas que había pintado hasta ese momento aparecieron ante sus ojos como si estuvieran vivas. Al final no pudo contenerse y gritó con voz potente: «¡También tú debes venir, amada diosa, tienes que vivir y ser mía o me consagraré a los dioses subterráneos!». En ese instante pudo ver a la señora Venus, que, de pie ante al cuadro, le hacía guiños amables. Saltó del lecho y comenzó a pintar el semblante de Santa Rosalía, ya que pensaba que ahora podría reproducir fielmente el rostro seductor de Venus. Pero le parecía como si su firme voluntad no pudiese dominar la mano, pues el pincel siempre se apartaba de la niebla en que la cabeza de Santa Rosalía quedaba oculta, pintando de manera involuntaria las cabezas de los seres bárbaros que la rodeaban. Sin embargo, el semblante celestial de la Santa se fue haciendo más y más visible hasta que, de repente, miró a Francesco con unos ojos tan vivos y radiantes que él cayó al suelo como si hubiese sido tocado mortalmente por un rayo. Cuando recobró el conocimiento, se levantó con esfuerzo, pero no se atrevió a contemplar el cuadro, hacia el que ahora sentía horror, sino que se deslizó, con la cabeza hundida, hasta la mesa en que estaba el frasco de vino del doctor, del que bebió una buena cantidad. Después Francesco se sintió fortalecido y miró hacia el cuadro. Ante él se elevaba la obra terminada hasta la última pincelada, pero no la faz de Santa Rosalía, sino la amada imagen de Venus era la que le sonreía exuberante y llena de amor. En ese momento se apoderó de Francesco una conducta impía y salvaje. Aulló poseído de un deseo demencial, recordó al escultor pagano Pigmalión, cuya historia había pintado, y rogó a Venus, como él había hecho, que dotara a su cuadro de vida. Pronto comenzó a creer que la imagen empezaba a moverse, pero cuando intentó abrazarla comprobó que no era más que un lienzo muerto. Como consecuencia de la decepción se desgreñó el pelo y se comportó como si estuviese poseído por Satanás. Esta actitud de Francesco duró dos días y dos noches. Al tercer día, cuando todavía permanecía como una columna ante el cuadro, se abrió la puerta de su estancia y se pudo oír a sus espaldas el murmullo provocado por el vestido de una mujer. Se volvió y pudo ver a una figura femenina que reconoció como el original de su cuadro. Estuvo a punto de perder el sentido al contemplar ante él la imagen, creada de sus pensamientos más íntimos según una escultura marmórea, viva y en toda su belleza, y casi se transformó la impresión en espanto cuando contempló el cuadro, que ahora aparecía como una reproducción exacta de la mujer. Le ocurrió lo mismo que suele ocurrir ante la aparición de un espíritu: su lengua quedó trabada, cayó de rodillas ante la extraña sin pronunciar un sonido y elevó las manos hacia ella en actitud orante. Pero la mujer le levantó sonriendo y le dijo que hacía mucho tiempo, cuando era niña, le había visto en la escuela de arte de Leonardo da Vinci, y un amor indecible se había apoderado de ella. Había abandonado a sus padres y parientes, y se había trasladado sola a Roma para encontrarle de nuevo, ya que una voz interior le había dicho que él la amaba y que la había retratado movido del deseo y del anhelo, lo que era verdad, como ahora podía comprobar. Francesco sintió que una enigmática comprensión espiritual le unía a aquella mujer extraña y que esta comprensión había creado al mismo tiempo el cuadro maravilloso y su amor demencial. Abrazó a la mujer lleno de amor ardiente y quiso llevarla a la iglesia de inmediato para que un sacerdote los uniera para siempre con el Sagrado Sacramento del matrimonio. La muchacha pareció espantarse ante la proposición y dijo: «Eh, mi amado Francesco, ¿no eras un artista atrevido que no se dejaba atar por los lazos de la Iglesia cristiana? ¿No te habías entregado en cuerpo y alma a la alegre y juvenil antigüedad clásica, a sus dioses tan proclives a la vida? Qué les importa nuestra unión a los tristes sacerdotes que lamentan su existencia con quejas desesperanzadas en sombrías estancias. Celebremos la fiesta de nuestro amor de manera alegre y brillante». Francesco quedó seducido por las palabras de la muchacha. Así aconteció que en la misma noche celebró conforme a los ritos paganos su fiesta de matrimonio con la mujer desconocida, acompañado de los jóvenes poseídos de insensatez pecaminosa e impía que se llamaban sus amigos. Resultó que la muchacha había traído consigo una caja con joyas y dinero en metálico, por lo que Francesco pudo vivir con ella largo tiempo abandonándose a los placeres y descuidando su arte. La muchacha se sintió embarazada, y su belleza luminosa aumentó en esplendor a partir de ese momento; parecía enteramente como si la imagen de Venus hubiese cobrado vida. Francesco apenas podía soportar el placer exuberante de su vida. Un quejido ahogado y angustioso despertó una noche a Francesco. Cuando se levantó asustado y miró, con la lámpara en la mano, a su mujer, comprobó que había dado a luz un niño. Los sirvientes tuvieron que darse prisa para traer al médico y a la comadrona. Francesco tomó al niño del regazo de la madre, pero en ese mismo instante la muchacha lanzó un grito horrible y penetrante que la hizo doblarse como si hubiese sido agredida por puños violentos. La comadrona llegó con su ayudante, poco después llegó el médico. Pero cuando quisieron ayudar a la mujer, se apartaron estremecidos de horror, ya que aparecía con la rigidez de la muerte, el cuello y el pecho desfigurados por manchas azules repugnantes y, en vez del rostro bello y juvenil, sólo pudieron contemplar un semblante deforme y arrugado con los ojos abiertos y vidriosos. Los vecinos acudieron alarmados por los gritos de las mujeres. Sobre la mujer desconocida se habían contado cosas muy extrañas. La lujuriosa forma de vida que llevaba con Francesco era para todos una atrocidad. Había gente que quería denunciarlos al tribunal eclesiástico por la convivencia sin bendición sacerdotal. Al contemplar el aspecto espantoso de la muerta, todos tuvieron la certeza de que había vivido en contubernio con el demonio que, ahora, se había apoderado definitivamente de ella. Su belleza sólo había sido una ilusión mendaz provocada por la maldita brujería. Todas las personas que llegaron escaparon de allí horrorizadas, ninguna de ellas se atrevió a tocar a la muerta. Francesco sabía ya muy bien con quién se las había tenido que ver y una angustia terrorífica se apoderó de él. Toda la impiedad de los últimos tiempos aparecía ante sus ojos, y el Juicio del Señor comenzaba ya en la tierra, pues sentía cómo las llamas del infierno ardían en su interior.

Al día siguiente se presentó un representante del tribunal eclesiástico, acompañado de alguaciles, que quería prender a Francesco. Entonces recobró el valor y su orgullo, se abrió paso con la daga y huyó. A una buena distancia de Roma encontró una gruta donde, cansado y debilitado, se escondió. Sin ser consciente de lo que hacía, había enrollado al niño recién nacido en una capa y lo había llevado consigo. Poseído de una rabia incontenible, quiso arrojar contra las rocas a la criatura nacida de la mujer demoníaca, pero al elevarlo sintió sus quejas suplicantes que le llenaron de una profunda compasión. Dejó al niño sobre musgo blando y le dio gotas del zumo de una naranja que había guardado. Francesco pasó varios días en la gruta como un eremita penitente, arrepintiéndose de sus blasfemias y rezando con fervor a los santos. Pero sobre todo pidió a Rosalía, a la Santa que tanto había injuriado, que fuera su intercesora ante el trono del Señor.

Una tarde permanecía Francesco en el bosque, de rodillas y rezando. Contempló el sol, que se sumergía en el mar y cuyas rojas olas de fuego rompían en la parte oeste. Tan pronto como las llamas empalidecieron y se tornaron en una neblina nocturna, Francesco percibió un luminoso halo rosa en el aire que no tardó en formarse del todo. Entonces vio a Santa Rosalía rodeada de ángeles, que, arrodillándose sobre una nube, susurró dulcemente estas palabras: «Señor, perdona a este hombre que, como consecuencia de su debilidad, no logró resistir las tentaciones de Satanás». En ese instante centellearon rayos en el interior del nimbo rosa y un trueno retumbó en toda la bóveda celestial: «¡Qué pecador ha sido más impío que éste! ¡No encontrará ni Gracia ni descanso en la tumba mientras prolifere la pecaminosa estirpe que engendró su crimen!». Francesco se arrojó al suelo, pues sabía que su condena había sido dictada y que una horrible fatalidad le llevaría sin consuelo de un sitio a otro.

Huyó sin acordarse del niño, que quedó abandonado en la gruta, y vivió en la más profunda y desesperada miseria, ya que no volvió a ser capaz de pintar. A veces creía poder ejecutar espléndidos cuadros para la gloria de la religión cristiana, incluso pensaba la estructura y colorido de grandes partes de los mismos, que deberían representar episodios de la vida de la Virgen y de Santa Rosalía. Pero cómo podría comenzar uno solo de esos cuadros si ni tan siquiera poseía un escudo para comprar un lienzo y colores. Apenas lograba sobrevivir lastimosamente con las exiguas limosnas que lograba reunir ante las puertas de las iglesias. Una vez ocurrió que, mientras se encontraba en el interior de una iglesia pintando imaginariamente sobre un muro vacío, entraron dos mujeres cubiertas con velos, una de las cuales se dirigió a él con voz angelical: «En la lejana Prusia se ha construido una iglesia consagrada a la Virgen María, donde los ángeles del Señor sostienen su imagen sobre un tilo. Sus muros todavía necesitan el adorno de la pintura. Ve allí, que el ejercicio de tu arte sea para ti como una oración sagrada. Tu alma desgarrada será confortada con el consuelo divino». Cuando Francesco contempló a las mujeres, percibió cómo se desvanecían en rayos de suave luminosidad, y cómo un aroma de lilas y rosas invadía la iglesia. Ahora sabía Francesco quiénes eran aquellas mujeres y quiso comenzar a la mañana siguiente su peregrinación. Pero aquella misma tarde le encontró, tras mucho esfuerzo, uno de los servidores de Zenobio, que le pagó la asignación correspondiente a dos años y le invitó a la Corte de su señor. Francesco no aceptó la invitación. Sólo se quedó con una pequeña suma del dinero, el resto lo repartió entre los pobres, y se puso en camino hacia la lejana Prusia. El camino le llevó a través de Roma y llegó al monasterio capuchino, no muy distante de la ciudad, para el que había pintado a Santa Rosalía. Pudo ver el cuadro insertado en el altar, pero comprobó, tras observarlo con detenimiento, que sólo era una copia. Los monjes, según pudo saber, no quisieron conservar el original por causa de los rumores extraños que corrían acerca del pintor huido, de entre cuyos bienes habían recibido el cuadro. Decidieron, por tanto, vender el original al monasterio capuchino en B. y quedarse con una copia. Después de largo y fatigoso peregrinaje, Francesco llegó al monasterio del Sagrado Tilo en Prusia oriental y cumplió la orden que la misma Virgen María le había impartido. Pintó la iglesia de manera tan maravillosa que comprendió que el espíritu de la Gracia había comenzado a iluminarle. Un consuelo celestial inundó su alma.

Aconteció que el conde Filippo S. fue sorprendido por una poderosa tormenta cuando cazaba en una zona salvaje y apartada. El temporal aullaba a través de los precipicios y llovía torrencialmente, como si tuvieran que sucumbir seres humanos y animales en un nuevo diluvio. El conde Filippo encontró una gruta en la que pudo resguardarse con los caballos, que en un principio se resistieron a entrar. Una tenebrosa nubosidad ensombrecía de tal modo el horizonte que, sobre todo en el interior de la gruta, reinaba una oscuridad absoluta que impedía al conde distinguir o descubrir lo que se hallaba y hacía ruido justo a su lado. Su inquietud era grande al sospechar que la gruta pudiera servir de cobijo a un animal salvaje, por lo que sacó la espada para defenderse en caso de ser atacado. Cuando pasó el temporal y los rayos de sol comenzaron a penetrar en la gruta percibió para su sorpresa que junto a él yacía un bebé desnudo, situado sobre un lecho de hojas, que le contemplaba con ojos claros y brillantes. A su lado había un vaso de marfil, en el que el conde Filippo todavía pudo encontrar unas gotas de vino aromático, que el niño tomó con codicia. El conde hizo sonar su cuerno, poco a poco fue reuniéndose su gente, que se había ido resguardando en lugares distintos. Ahora se esperaba la orden del conde de recoger al niño en caso de que no se hallase al que había abandonado a la criatura en la gruta. Cuando comenzó a hacerse de noche, dijo el conde Filippo: «No puedo abandonar al niño, así que lo llevaré conmigo. Pero al mismo tiempo lo hago público para que los padres o cualquiera que lo haya dejado aquí lo pueda reclamar en el futuro». Así ocurrió; pero transcurrieron semanas, meses y años sin que nadie se presentara. El conde hizo que lo bautizaran con el nombre de Francesco. Creció rápidamente y se convirtió en un joven extraordinario, tanto por su, figura como por su espíritu. El conde lo amaba por su extraño talento como si fuera hijo suyo, ya que no tenía hijos propios, y pensó en convertirle en heredero de todo su patrimonio. Francesco acababa de cumplir veinticinco años cuando el conde Filippo, enamorado ardientemente y como un necio de una muchacha pobre y bella, se casó con ella a pesar de su extremada juventud y de que él era ya un hombre bastante entrado en años. De Francesco se apoderó rápidamente un deseo pecaminoso por la posesión de la condesa. Aunque era piadosa y virtuosa y no quería romper la fidelidad jurada, le fue posible, finalmente, tras dura lucha, cautivarla con sus artes diabólicas, de tal modo que la muchacha se abandonó a un placer impío y pagó a su benefactor con ingratitud y traición. Los dos niños, el conde Pietro y la condesa Angiola, que el anciano Filippo apretaba contra su pecho lleno de amor y alegría paternal, no eran sino el fruto de la impiedad, que se mantuvo oculta para siempre tanto para él como para el mundo.

Impulsado por un espíritu interior, fui a ver a mi hermano Zenobio y le dije: «He renunciado al trono, e incluso en el caso de que murieras sin hijos quiero permanecer como un pobre pintor y llevar una vida dedicada a la meditación, ejercitando mi arte. Pero nuestra tierra no debe caer en manos de un Estado enemigo. Francesco, el joven educado por el conde Filippo S., es mi hijo. Yo fui, cuando huía desesperadamente, el que lo abandonó en la gruta en que fue hallado más tarde por el conde. En el vaso de marfil que se encontró junto a él estaba grabado nuestro escudo de armas, pero seguramente es la constitución del joven la que habla por sí misma y le designa como descendiente inequívoco de nuestra familia. ¡Acepta, hermano Zenobio, al joven como tu hijo y que sea tu sucesor!». Las dudas de Zenobio acerca de si el joven Francesco había sido engendrado en el seno de un matrimonio canónico fueron despejadas por un título de adopción sancionado por el Papa, que yo conseguí, y así sucedió que la vida pecaminosa y delictiva de mi hijo finalizó, engendrando poco después un hijo en matrimonio legal al que llamó Paolo Francesco. La estirpe criminal proliferó, consecuentemente, también de un modo criminal. Pero ¿acaso no podía el arrepentimiento de mi hijo expiar su impiedad? Yo estaba ante él como el tribunal del Señor, pues su alma se me mostraba clara y abierta. Lo que quedaba oculto al mundo, me lo revelaba un espíritu interior que se volvía cada vez más poderoso y que me elevaba sobre las rugientes olas de la vida, permitiéndome contemplar todo en profundidad, sin que esa visión me arrastrara a la muerte.

El alejamiento de Francesco llevó a la muerte a la condesa S., pues sólo en ese instante pudo tomar conciencia del pecado. Ya no pudo superar la lucha entre el amor al hombre que la sedujo y el arrepentimiento del pecado cometido. El conde Filippo llegó a los noventa años de edad y murió como un viejo senil. Su hijo presunto, Pietro, se trasladó, junto con su hermana Angiola, a la Corte de Francesco, que había sucedido a Zenobio. Los esponsales entre Paolo Francesco y Vittoria, princesa de M., fueron celebrados con una espléndida fiesta, pero cuando Pietro contempló a la novia en toda su belleza, se enamoró perdidamente de ella y, sin atender al peligro, solicitó el favor de Vittoria. El afán de Pietro pasó inadvertido para Paolo Francesco, pues éste, a su vez, quedó prendado de Angiola, que rechazó fríamente todas sus insinuaciones. Vittoria se alejó de la Corte para cumplir, según pretendía, un voto sagrado en soledad antes de la celebración del matrimonio. Transcurrido un año regresó, la boda se iba a celebrar, y Pietro quería regresar después del acontecimiento con su hermana Angiola a su ciudad natal. El amor que sentía Paolo Francesco por Angiola se fue alimentando con el rechazo firme que le oponía, degenerando finalmente en el deseo furioso de un animal salvaje, que sólo era capaz de dominar pensando en el placer que le depararía su amada. Así aconteció que, traicionando de la manera más depravada el día nupcial, irrumpió en el dormitorio de Angiola, que no pudo despertar, ya que durante el banquete de bodas le fue suministrado opio, y satisfizo su impío deseo. Cuando Angiola, debido al infame suceso, se puso a las puertas de la muerte, confesó Paolo Francesco, torturado por los remordimientos de conciencia, haber cometido el delito. En el estallido de ira, Pietro quiso apuñalar al traidor, pero dejó caer el brazo sin fuerza, pues pensó que su venganza no debería anticiparse. La pequeña Jacinta, princesa de B., que pasaba por ser la hija de la hermana de Vittoria, fue el fruto del secreto entendimiento que Pietro había mantenido con la prometida de Paolo Francesco. Pietro marchó con Angiola a Alemania, donde concibió un hijo, al que llamaron Franz y al que educaron con esmero. La inocente Angiola encontró finalmente consuelo y superó las secuelas del ultraje al que fue sometida, por lo que floreció de nuevo en belleza y esplendor. Sucedió que el príncipe Teodoro de W. se enamoró perdidamente de ella, amor que fue correspondido de todo corazón. Se convirtió, transcurrido un breve periodo de tiempo, en su mujer, y el conde Pietro se prometió con una muchacha alemana con la que engendró una hija. Angiola, por su parte, concibió dos hijos del príncipe. La piadosa Angiola podía sentirse ahora limpia de conciencia y, sin embargo, quedaba sumida a menudo en un estado de sombría reflexión cuando, como si fuera en sueños, recordaba el acto infame de Paolo Francesco, incluso le parecía como si el pecado cometido de manera inconsciente pudiera ser objeto de un castigo y debiera ser vengado en ella y en sus descendientes. Ni siquiera la confesión y la completa absolución lograron tranquilizarla. Como una inspiración celestial le vino, tras largo tormento, el pensamiento de que debía revelarle todo a su esposo. Sin reparar en la dura lucha que supondría la confesión de la impiedad cometida por el malvado Paolo Francesco, se prometió solemnemente a sí misma que se atrevería a dar ese difícil paso, y mantuvo lo que había prometido. El príncipe Teodoro escuchó con espanto la infamia cometida, su alma se estremeció y la profunda ira contenida pareció amenazar también a la inocente esposa. Entonces ocurrió que ella pasó algunos meses en un distante castillo. Durante ese tiempo combatió el príncipe los amargos sentimientos que le corroían, llegando finalmente a la decisión de no sólo ofrecerle la mano reconciliadora a su esposa, sino también, sin que ella lo supiera, de preocuparse por la educación de Franz. Después de la muerte del príncipe y de su esposa, sólo el conde Pietro y el joven príncipe Alejandro de W. conocían el secreto del nacimiento de Franz. Ninguno de los descendientes del pintor se pareció tanto en constitución y espíritu a aquel Francesco, educado por el conde Filippo, que Franz. Un joven extraordinario, animado de un espíritu superior, fogoso y rápido en acto y pensamiento. ¡Ojalá no le pesen los pecados del padre y de sus antecesores! ¡Ojalá pueda resistir las tentaciones de Satanás! Antes de que el príncipe Teodoro muriese, sus dos hijos, Alejandro y Juan, viajaron a la bella tierra romana, pero no fue exclusivamente la disensión abierta entre ambos, sino sus distintas inclinaciones, las que causaron que los dos hermanos se separaran en Roma. Alejandro llegó a la Corte de Paolo Francesco y se enamoró tanto de la hija más joven que éste había engendrado con Vittoria que pensó en casarse de inmediato. El príncipe Teodoro rechazó con tal repulsión esta unión que a Alejandro le parecía incomprensible. Así aconteció que sólo después de la muerte de Teodoro le fue posible al príncipe Alejandro casarse con la hija de Paolo Francesco. El príncipe Juan había conocido en su viaje de regreso a su hermano Franz, y encontró en este joven, cuyo parentesco cercano no sospechaba, tal agrado, que no quería separarse de él. Franz fue el motivo por el que el príncipe, en vez de regresar a la Corte del hermano, volvió de nuevo a Italia. La eterna fatalidad, siempre imprevisible, quiso que ambos, el príncipe Juan y Franz, vieran a la hija de Vittoria y Pietro, Jacinta, despertándose inmediatamente en los dos jóvenes un amor ardiente. ¡El crimen germina! ¡Quién osa oponerse a los poderes oscuros!

Los pecados e infamias de mi juventud fueron horribles, pero gracias a la intercesión de los Santos, especialmente de Santa Rosalía, he sido salvado de la condenación eterna. Me ha sido concedido que sufra los tormentos de la pena aquí, en la tierra, hasta que la estirpe criminal se marchite y deje para siempre de dar frutos. Dominando sobre las fuerzas espirituales, me oprime la carga terrenal, y vaticinando el secreto del futuro sombrío, me ciega el espléndido pero engañoso colorido de la vida. ¡El ojo se pierde entre imágenes confusas que fluyen continuamente, sin ser capaz de reconocer su verdadera configuración interna! Pude contemplar con frecuencia el hilo que teje el poder oscuro y que se alzaba contra la salvación de mi alma. Creí, necio de mí, poder asirlo y romperlo. Pero tengo que tener paciencia y permanecer piadoso y creyente, debo soportar el castigo con la penitencia del arrepentido, para, de este modo, expiar mis pecados. He ahuyentado al príncipe y a Franz de Jacinta, pero Satanás pretende la perdición de Franz, de la que no podrá escapar. Franz llegó con el príncipe al lugar donde residía el conde Pietro con su esposa y su hija Aurelia, que por aquel entonces tenía quince años de edad: Del mismo modo en que se había despertado el deseo salvaje en el padre criminal, Paolo Francesco, al ver a Angiola, así se encendió el fuego del placer prohibido en el hijo cuando contempló por vez primera a la dulce niña Aurelia. Empleando todo tipo de diabólicas mañas, logró seducir a la piadosa Aurelia, apenas entrada en la madurez. Ella se entregó con toda su alma, llegando a pecar antes incluso de que la conciencia del pecado hubiese penetrado en su interior. Cuando la situación ya no podía ocultarse por más tiempo, Franz se arrojó, lleno de desesperación por el ultraje cometido, a los pies de la madre y lo confesó todo. El conde Pietro, sin considerar que él mismo estaba atrapado por el pecado y la impiedad, habría matado a Aurelia y a Franz. La madre dejó sentir a Franz su ira justificada con la amenaza de descubrir el acto infame al conde Pietro, y con este pretexto lo expulsó para siempre con el fin de que no volviera a verla a ella ni a la hija seducida. La condesa consiguió apartar a la hija de la mirada del conde Pietro, concibiendo más tarde una hijita en un lugar lejano. Pero Franz no podía abandonar a Aurelia y averiguó su residencia. Se apresuró a visitarla y entró en la habitación precisamente en el instante en que la condesa, abandonada por la servidumbre, estaba sentada junto a la cama de la hija y sostenía a la niña, que tenía ocho días de vida, en el regazo. La condesa se levantó espantada por la presencia inesperada del desalmado y le ordenó que abandonase la habitación. «¡Vete… vete de aquí, si no estás perdido! ¡El conde Pietro sabe lo que has hecho!», gritó para atemorizar a Franz, empujándole hasta la puerta. Entonces se apoderó de Franz una furia demoníaca y salvaje, arrancó al hijo de los brazos de la condesa y le pegó a ella un puñetazo en el pecho que la tiró al suelo, para, a continuación, huir de allí. Cuando Aurelia despertó de su estado de postración, comprobó que su madre estaba muerta, una herida profunda en la cabeza —se había golpeado con un cofre de hierro— la había matado. Franz tenía el propósito de matar a la niña; al anochecer la enrolló en paños y bajó las escaleras con intención de abandonar la casa, cuando escuchó unos gemidos ahogados que parecían venir del piso de abajo. Permaneció quieto, escuchó de nuevo, y finalmente se deslizó hasta llegar casi a la habitación de donde procedía el ruido. En ese instante salió una mujer, que reconoció como a la niñera de la baronesa de S., lanzando tristes lamentos. Franz preguntó a qué se debía tanto desconsuelo. «Ay, señor —dijo la mujer—, mi desgracia es cierta, hace un rato que la pequeña Eufemia estaba sentada en mi regazo y reía y daba gritos de alegría, pero repentinamente dejó caer la cabeza y ahora está muerta. ¡Tiene manchas azules en la frente y me culparan de haberla dejado caer!». Franz entró rápidamente en la habitación y, cuando contempló a la niña muerta, comprendió cómo la fatalidad quería que su hija siguiese viviendo, pues ambas mostraban un parecido asombroso y su constitución era muy similar. La niñera, probablemente no tan inocente en la muerte de la niña como había proclamado, y sobornada por un cuantioso regalo de Franz, consintió en el cambio. Franz enrolló a la niña muerta en los paños y la arrojó al río. La hija de Aurelia fue educada como la hija de la baronesa de S., con el nombre de Eufemia, y el secreto de su nacimiento quedó oculto al mundo. La infeliz no ingresó en el seno de la Iglesia al no recibir el sacramento del Sagrado Bautismo, ya que la niña, cuya muerte le había dado la vida, ya estaba bautizada. Aurelia se casó, transcurridos algunos años, con el barón de F. Dos niños, Hermógenes y Aurelia, son el fruto de ese matrimonio.

El Poder eterno del Cielo me concedió que, cuando el príncipe pensó en ir con Francesco —así llamaba él en italiano a Franz— a la Corte principesca del hermano, llegase hasta ellos y pudiera acompañarlos. Quise coger con fuerte brazo al indeciso Francesco cuando se acercaba al abismo que se abría ante él. ¡Un comportamiento necio del pecador impotente que todavía no había encontrado Gracia ante el trono del Señor! ¡Francesco asesinó al hermano después de haber cometido con Jacinta un impío ultraje! El hijo de Francesco es el niño desgraciado que educó el príncipe bajo el nombre de conde Victorino. El asesino, Francesco, pensó en unirse en matrimonio con la piadosa hermana de la Soberana, pero pude evitar tamaño desafuero precisamente en el instante en que iba a ser llevado a cabo en lugar sagrado.

Franz necesitaba de una profunda miseria, en la que en efecto quedó sumido después de escapar torturado por sus pecados sin expiar, que le impulsase al arrepentimiento. Afectado de gran pesadumbre y enfermedad, topó en su huida con un campesino que le acogió amigablemente. La hija del campesino, una muchacha piadosa y serena, se enamoró profundamente del forastero y le cuidó con esmero. Así aconteció que, una vez recuperado Francesco, correspondió al amor de la muchacha y contrajeron matrimonio canónico. Consiguió imponerse, gracias a su inteligencia y a su sabiduría, e incrementar el patrimonio del padre, que no era escaso, de tal modo que gozó de un gran bienestar terrenal. Pero la felicidad del pecador que no se ha reconciliado con Dios es insegura y vana. Franz se hundió de nuevo en la más absoluta pobreza y su miseria se tornó mortal, pues sintió cómo el cuerpo y el alma se consumían por causa de una dolencia incurable. Su vida fue un continuo ejercicio de penitencia. Por fin le envió el Cielo un rayo de consuelo. Tendría que peregrinar al Sagrado Tilo, y allí el nacimiento de un hijo le anunciaría la Gracia del Señor.

En el bosque que rodea al monasterio del Sagrado Tilo me presenté ante la apurada madre, que lloraba ante el niño recién nacido y ya huérfano de padre. Intenté animarla con palabras de consuelo. La Gracia del Señor cayó, esplendorosa, sobre el niño, que nació en el sagrario pleno de bendición de los Santos. Ocurrió con frecuencia que el Niño Jesús se hizo visible ante él y encendió en el ánimo infantil la chispa del amor.

La madre hizo que bautizaran al niño con el nombre del padre, Franz. ¿Serás tú, Francisco, el que, nacido en lugar sagrado, expíes con tu comportamiento piadoso los actos criminales de tus antecesores y les concedas la paz en sus tumbas? Lejos del mundo y de sus tentaciones seductoras, el niño deberá consagrarse exclusivamente a lo Celestial. Será religioso. Así se lo anunció el hombre santo, que otorgó tanto consuelo a mi alma, a la madre, y puede tratarse muy bien de la profecía de la Gracia, que me ilumina con maravillosa claridad, de tal modo que creo poder ver en mi interior una imagen vívida del futuro.

¡Veo al joven luchando en combate mortal con el poder de las tinieblas, que intenta apoderarse de él con un arma espantosa! ¡Caerá, pero una mujer divina alzará sobre su cabeza una corona victoriosa! ¡Será Santa Rosalía quien le salve! Tanto tiempo como el poder celestial eterno me lo conceda, seguiré de cerca al niño, al joven y al hombre para protegerle, y lo haré hasta donde mis fuerzas alcancen. El será como…

NOTA DEL EDITOR

Aquí, benévolo lector, se torna tan indescifrable la escritura, prácticamente borrada, del viejo pintor, que resulta imposible seguir leyendo. Volvemos, pues, al manuscrito del singular capuchino Medardo.