CAPÍTULO PRIMERO
La crisis

¡En qué vida no surge alguna vez el enigma de un amor maravilloso, guardado en lo más profundo del corazón! Quienquiera que seas y leas estas páginas en el futuro, evoca aquel tiempo luminoso, contempla de nuevo aquella encantadora imagen de mujer que salió a tu encuentro encarnando al mismo espíritu del amor. Entonces sólo creíste reconocer en ella a tu ser superior. ¿Recuerdas todavía cómo los murmullos de las fuentes, el susurro de los árboles, el acariciador viento de la noche te hablaban tan nítidamente de ella, de tu amor? ¿Puedes sentir todavía cómo las flores te miraban con sus ojos claros y amables, trayéndote saludos y besos de tu amada? Y ella vino a ti, quiso ser tuya del todo. ¡La abrazaste lleno de pasión ardiente y quisiste, elevándote por encima de la tierra, inflamarte en un anhelo vehemente! Pero el misterio no llegó a consumarse. Un poder tenebroso te atrajo fuerte y violento hacia la tierra, cuando te esforzabas por alcanzar con ella el lejano más allá. Antes de que hubieses osado albergar esperanzas, ya la habías perdido. Todos los sonidos, todas las voces se extinguieron, y sólo pudo escucharse la queja desesperada del solitario, gimiendo espantosamente a través del sombrío yermo. ¡Tú, desconocido! Si un dolor semejante te ha destrozado alguna vez el alma, entonces comprenderás el lamento sin consuelo del envejecido monje que, recordando en la celda tenebrosa el tiempo luminoso de su amor, baña con sus lágrimas de sangre el duro lecho, y cuyos suspiros de angustia resuenan en la noche tranquila por los sombríos corredores del monasterio. Pero tú, tú que compartes los sentimientos de mi alma, tú también crees que la mayor bendición del amor, la consumación del misterio, llega con la muerte. Así nos lo anuncian voces oscuras y vaticinadoras, que no provienen de ninguna dimensión temporal mensurable con escalas terrenales. ¡Como en los Misterios que celebraban los hijos de la naturaleza, también para nosotros la muerte significa la consagración del amor!

¡Un rayo recorrió mi interior, mi respiración se hizo agitada, el pulso se aceleró, el corazón latía desenfrenado, como si quisiese salirse del pecho! ¡Hacia ella, hacia ella! ¡Abrazarla con un amor loco y ardiente! «¿De qué te resistes, desventurada, del poder que te une a mí de forma indisoluble? ¿No eres mía, mía para siempre?». Pero esta vez pude dominar mi pasión demencial mejor que antaño, cuando vi a Aurelia por vez primera en el castillo del barón. Además, todas las miradas estaban fijas en ella, así que me fue posible dirigirme hacia un círculo de personas más indiferentes, sin que nadie advirtiera nada extraño en mí o me hablara, lo que me habría resultado insoportable, ya que sólo quería ver, oír y sentir a Aurelia.

Que no se diga que el vestido más simple es el que mejor luce en una joven realmente bella. El arreglo en una mujer ejerce un encanto misterioso que no podemos resistir fácilmente. Es posible que radique en su profunda naturaleza, que una vez arreglada y maquillada surja de su interior todo más bello y resplandeciente, como las flores que sólo se muestran en su perfección cuando se abren exuberantes en plenitud multicolor. Cuando contemplaste por primera vez a tu amada elegantemente arreglada, ¿no te recorrió un extraño sentimiento a través de los nervios y de las venas? Te resultó tan extraña, pero eso mismo le otorgó un atractivo indescriptible. ¡Cómo te estremeció el placer y la concupiscencia cuando pudiste estrechar furtivamente su mano! A Aurelia sólo la había visto con un vestido simple; hoy aparecía, de acuerdo con la costumbre en la Corte, en todo su esplendor. ¡Qué hermosa era! ¡Cómo me sentí agitado ante su presencia por un innombrable encanto, por un dulce deleite! Pero entonces el espíritu del mal surgió poderoso en mi interior y alzó su voz, a la que presté un oído obediente. «¿Te das cuenta, Medardo —me susurraba—, te das cuenta, cómo te domina la fatalidad, cómo el azar, sometido a tu voluntad, sólo une hábilmente los hilos que tú mismo urdes?». Había mujeres en el círculo de la Corte que podían ser consideradas de una belleza perfecta, pero el encanto arrebatador de Aurelia hacía palidecer a todas como si se tratase de colores deslucidos. Un entusiasmo especial excitó a los más pasivos, incluso a los hombres de más edad se les escapó el hilo de la acostumbrada conversación cortesana, en la que se trata de simples palabras que sólo cobran cierto sentido desde el exterior, pero que de repente lo pierden. Era divertido observar cómo cada uno luchaba con esfuerzo visible por aparecer con gesto y palabra, conforme a la costumbre del domingo, ante la forastera. Aurelia recibía todos estos homenajes con los ojos caídos, enrojeciendo con gracia encantadora. Pero cuando el Soberano reunió a su alrededor a todos los hombres de edad, y algunos jóvenes de gran belleza se acercaron tímidos y con palabras amistosas a Aurelia, entonces se volvió visiblemente más animada y abierta. Especialmente le fue posible a un capitán de la guardia llamar su atención, de tal manera que pronto parecieron estar sumidos en una alegre conversación. Yo conocía al capitán como uno de los hombres predilectos de las mujeres. Con economía de medios, que parecían inofensivos, sabía excitar y confundir el espíritu y los sentidos. Escuchando cualquier sonido con fino oído, hacía vibrar rápidamente a voluntad, como un hábil jugador, todos los acordes que armonizaban, de tal modo que la víctima sólo creía oír en los tonos ajenos su propia música interior. No me encontraba muy lejos de Aurelia, aunque ella no parecía haber advertido mi presencia. Quería ir hacia donde estaba, pero como si estuviera impedido por cadenas de hierro, no me fue posible moverme del sitio. Mirando de nuevo fijamente al capitán, me pareció de repente como si Victorino estuviese al lado de Aurelia. En ese momento reí con un sarcasmo feroz:

—¡Eh! ¡Eh, tú, maldito! ¿Te has encamado ya de tal manera con el diablo que intentas levantarle encelado la manceba al monje?

No sé si realmente dije esas palabras, pero me escuché a mí mismo reír y desperté como de un profundo sueño cuando el viejo mayordomo mayor me preguntó, tomándome ligeramente de la mano:

—¿De qué os alegráis tanto, querido señor Leonardo? Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

¿No eran ésas las mismas palabras del piadoso hermano Cirilo, que me preguntó de la misma manera cuando advirtió mi risa impía durante la ordenación? Apenas me fue posible balbucear algo fuera de contexto. Sentí que Aurelia ya no estaba en mi proximidad, pero no osé mirar. Salí corriendo a través de las salas iluminadas. Bien pudo ocurrir que todo mi ser diese una impresión intranquilizadora, pues advertí cómo todos me evitaban con timidez cuando me precipité, más que bajé, por las escaleras principales.

Eludí la Corte, ya que me parecía imposible volver a ver a Aurelia sin traicionar mi más profundo secreto. Paseaba solo por la campiña y el bosque, pensando exclusivamente en ella. La convicción de que una oscura fatalidad había unido su destino al mío se hizo más y más fuerte; también que lo que a mí me parecía a veces una pecaminosa impiedad no era más que el cumplimiento de una sentencia eterna e irrevocable. Dándome ánimos con razonamientos de este tenor, me reí del peligro de que Aurelia reconociera en mí al asesino de Hermógenes. Esto me pareció, además, altamente improbable. Qué desdichados me resultaban ahora aquellos jovencitos que, con sus frívolos impulsos, se esforzaban por atraer su atención, sin saber que era del todo mía, que su más tenue hálito estaba condicionado por mi ser. Qué son para mí todos esos condes, barones, gentilhombres de cámara, esos oficiales en sus casacas multicolores, con sus brillantes órdenes, sino pequeños insectos engalanados e impotentes, que si me llegaran a ser incómodos destrozaría con mi fuerte puño. Apareceré ante ellos llevando el hábito, con Aurelia vestida de novia en mis brazos, y la orgullosa princesa deberá preparar con sus propias manos el lecho nupcial al monje victorioso que desprecia. Sumido en semejantes pensamientos grité a menudo el nombre de Aurelia, riendo y aullando como un demente. Pero la tormenta pasó pronto. Me tranquilicé y fui capaz de tomar aquellas decisiones que me acercarían a Aurelia. Precisamente un día que paseaba por el parque, cavilando si sería aconsejable acudir a la reunión de aquella noche, que el Soberano había hecho anunciar, alguien a mis espaldas tocó mi hombro. Me volví, y el médico se encontraba ante mí:

—Permitidme tomaros el pulso —dijo con celeridad, y tomó mi brazo mientras me miraba fijamente.

—¿Qué significa esto? —pregunté asombrado.

—No mucho —continuó—, aquí se puede haber deslizado en silencio e inadvertida alguna locura que asalta a los hombres como un bandido y coloca en la situación de tener que prorrumpir en berridos, aunque a veces todo se queda en una risa demencial. Por otro lado se puede tratar sólo de una fiebre benigna provocada por el calor y por algún fantasma o diablo enloquecido, así que permitidme tomar vuestro pulso.

—Le aseguro, señor, que no entiendo nada de lo que decís —fue lo único que se me ocurrió. Pero el médico ya había tomado mi brazo y contaba con la mirada dirigida hacia el cielo: uno-dos-tres.

Su extraño comportamiento me parecía enigmático. Volví a instigarle para que me dijera lo que quería.

—¿No sabéis entonces, querido señor Leonardo, que habéis sumido a toda la Corte en perplejidad y horror? La mujer del mayordomo de palacio sufre bis dato de calambres, y el presidente del Consistorio falta a las sesiones más importantes, ya que se le ha antojado correr con sus pies afectados de podagra, por lo que, sentado en su butaca, brama doliéndose considerablemente de las punzadas. Todo esto ocurrió cuando vos, aquejado de extraña locura, salisteis de la sala después de haber reído de tal manera y sin motivo aparente que todos quedaron horrorizados y con los pelos de punta.

En aquel instante pensé en el mayordomo de palacio y dije que sólo me acordaba de haberme reído en pensamiento, y que en ese caso no podría haber provocado un efecto tan extraño, ya que el mayordomo de palacio me preguntó sin alterarse de qué me alegraba.

—¡Eh! ¡Eh! —continuó el médico de cabecera del príncipe—. Eso no quiere decir nada, el mayordomo de palacio es tal homo impavidus que tiene en nada al mismísimo diablo. Permaneció en su tranquila dolcezza, aunque el mencionado presidente del Consistorio opinaba realmente que el demonio había reído, querido amigo, a través de vos, por lo que nuestra bella Aurelia quedó de tal modo espantada que todos los esfuerzos que se hicieron por tranquilizarla fueron en vano. Abandonó la reunión muy pronto, para la desesperación de todos los señores, en los que el fuego amoroso hacía humear los exaltados tupés. En el instante en que vos, honorable Leonardo, reisteis tan risueño, Aurelia gritó con un tono espeluznante que penetraba en el corazón: «¡Hermógenes!». ¿Qué puede significar? Probablemente vos lo sabéis. Sois un hombre divertido, inteligente y amable, señor Leonardo, y no me disgusta haberos confiado la extraña historia de Francesco, ya que será para vos aleccionadora.

El médico continuaba sujetando con fuerza mi brazo y me miraba fijamente a los ojos.

—No sé —respondí, soltándome bruscamente— cómo debo interpretar vuestro discurso, señor mío, pero debo reconocer que cuando vi a Aurelia rodeada de todos aquellos hombres acicalados en los que, como vos habéis indicado con gracia, los exaltados tupés humeaban de fuego amoroso, asaltó mi alma un amargo recuerdo de juventud, lo que hizo que, poseído de horrible sarcasmo sobre el comportamiento de algunos hombres estúpidos, no pudiese evitar reír abiertamente. Siento mucho que, sin quererlo, haya originado tanta desgracia, pero expío mi culpa, ya que me he desterrado a mí mismo voluntariamente de la Corte por un tiempo. Espero que la Soberana y Aurelia puedan perdonarme.

—¡Eh, querido señor Leonardo! —repuso el médico—, se tienen extraños arranques que se pueden frenar fácilmente, siempre y cuando se sea puro de corazón.

—¿Quién puede vanagloriarse de tener un corazón así aquí en la tierra? —me pregunté con voz ahogada.

El médico cambió repentinamente mirada y tono de voz:

—Me dais la impresión —dijo con suavidad y seriedad—, me dais la impresión de que estáis realmente enfermo. Tenéis un aspecto pálido y alterado…, vuestros párpados están caídos y los ojos arden irritados…, el pulso es febril…, habláis con voz apagada…, ¿queréis que os recete algo?

—Veneno —contesté de forma apenas audible.

—¡Vaya! —exclamó el médico—. ¿Así están las cosas? Bien, bien, en vez del veneno, el deprimente remedio de una compañía que os distraiga. También puede ser…, extraño es…, sin embargo…, quizá…

—¡Os suplico, señor —grité indignado—, que no me atormentéis más con vuestras expresiones entrecortadas, sino que me digáis todo!…

—¡Alto! —me interrumpió el médico—. Se dan los equívocos más extraños, señor Leonardo. Tengo casi la certeza de que, basándose en una impresión momentánea, se ha construido una hipótesis que posiblemente puede ser desmentida en pocos minutos. Allí vienen la Soberana y Aurelia; aprovechad este encuentro casual, disculpad su comportamiento, realmente… ¡Dios mío!, en verdad sólo habéis reído…, aunque es cierto que de una manera bastante extraña, pero ¿qué se puede hacer para que personas con una debilidad nerviosa no se asusten? ¡Adiós!

El médico de cámara se alejó con la agilidad que le caracterizaba. La princesa y Aurelia bajaban por el sendero. Temblé e intenté sobreponerme empleando todas mis fuerzas. Sentía, después de escuchar las enigmáticas palabras del médico, que todo dependía de que supiera afirmar mi posición. Atrevido, salí al encuentro de las paseantes. Cuando Aurelia me vio, cayó como muerta lanzando un grito desgarrador; quise acercarme, pero la Soberana me hizo gestos de rechazo para que me fuera mientras gritaba pidiendo ayuda. Huí a través del parque como si fuese azotado por furias y demonios. Me encerré en mi casa y me arrojé en el lecho, rechinando los dientes de furia y desesperación. Llegó la noche; entonces escuché cómo abrían la puerta de entrada. Varias voces murmuraban y susurraban; la escalera vaciló y sentí cómo subían a tientas. Finalmente llamaron a mi puerta y me ordenaron abrir en nombre de la autoridad. Sin poseer una clara conciencia del peligro que corría, creí que estaba perdido. Salvarme huyendo, pensé rápidamente, y rompí la ventana. Pude ver hombres armados ante la casa; uno de ellos me descubrió al instante: «¿Adónde va?», me preguntó. En ese instante derribaron la puerta de mi habitación. Entraron varios hombres. Por la luz de una linterna que portaba uno de ellos pude distinguir que eran guardias. Me mostraron la orden de detención expedida por el juez de lo criminal. Cualquier resistencia hubiese sido una locura. Me arrojaron en el interior del coche que permanecía delante de la casa. Cuando llegué al que parecía el lugar de destino, pregunté dónde me hallaba y recibí esta respuesta: «en las cárceles del castillo de la zona alta». Sabía que aquí encerraban a criminales peligrosos durante los procesos. No transcurrió mucho tiempo hasta que trajeron mi cama, y el vigilante preguntó si deseaba algo más para mi comodidad. Respondí que no, quedándome por fin solo. Los pasos, que resonaban en la lejanía, así como el abrir y cerrar de muchas puertas, me hicieron suponer que me encontraba en uno de los calabozos más profundos de la prisión. De forma inexplicable me había ido tranquilizando durante todo el viaje, que había sido bastante largo, incluso había quedado sumido en una especie de aturdimiento de los sentidos que dotaba a las imágenes que pasaban ante mí de colores pálidos, casi diluidos. No pude conciliar el sueño, más bien caí en una inconsciencia paralizante de los pensamientos y de la fantasía. Cuando desperté con la claridad de la mañana, empecé a recordar poco a poco lo sucedido y a dónde había sido llevado. El calabozo abovedado donde yacía, casi con la forma de una celda monacal, apenas habría podido ser considerado una mazmorra, si no fuese por la pequeña ventana provista de sólidas barras de hierro que estaba situada a una altura que hacía imposible alcanzarla con los brazos estirados, y por la que mucho menos me podía asomar. Sólo algunos exiguos rayos solares penetraban a través de la pequeña abertura. Me entró curiosidad por investigar los alrededores del lugar en el que me encontraba, así que acerqué mi cama a la pared de la ventana y puse la mesa encima. Precisamente cuando me iba a subir, apareció el vigilante, que se maravilló de mi proceder. Me preguntó qué hacía y le respondí que sólo quería mirar por la ventana. Volvió entonces a poner mesa, cama y silla en su sitio y cerró de nuevo la puerta. No había transcurrido una hora, cuando regresó acompañado de dos hombres. Me llevaron, subiendo y bajando escaleras, hasta una pequeña sala, donde me esperaba el juez. A su lado se sentaba un joven, al cual dictó a continuación todas las respuestas que di a las preguntas que me dirigió. Probablemente debía agradecer la cortesía con que se me trató a mis relaciones y buena reputación en la Corte, que durante tanto tiempo había disfrutado. Todo ello me hizo también pensar que sólo presunciones, que exclusivamente podían basarse en las sospechas y vagas suposiciones de Aurelia, constituían los motivos de mi detención. El juez reclamó que aportara datos correctos acerca de mis condiciones de vida hasta ese día. Le pedí que me comunicara antes el motivo de mi repentina detención. Replicó entonces que sobre el crimen que se me imputaba habría tiempo suficiente para hablar. Ahora sólo se trataba de conocer con exactitud toda mi peripecia vital hasta la llegada a la capital. Me recordaba, además, que al tribunal de lo criminal no le faltarían medios para constatar todos los datos que aportase, hasta los más insignificantes, por lo que me conminaba a permanecer fiel a la verdad. Esta advertencia del juez, un hombre pequeño y escuálido con pelos de color rojo subido, voz lloriqueante, ronca y ridícula, cayó en terreno sembrado. Ahora me acordaba de que en mi narración debía simplemente tomar el hilo y seguir tejiendo en la misma dirección que había apuntado, cuando indiqué mi nombre y lugar de nacimiento en la Corte. También sería necesario, evitando todo lo llamativo, concentrarme en la vida cotidiana, pero intentar que ésta se desenvolviera en lugares lejanos e inciertos, de tal modo que, en todo caso, las averiguaciones resultasen complejas y difíciles. En ese instante recordé a un joven polaco con el que había estudiado en el seminario de B. Decidí apropiarme de sus sencillas circunstancias personales. Preparado de esta manera, comencé como sigue:

—Es posible que se me inculpe de un grave delito. Durante este tiempo he vivido ante los ojos del Soberano y de toda la ciudad, y en el periodo de mi residencia aquí no ha sido cometido ningún crimen por el que yo tuviera que responder ante la justicia, ya fuese como autor o como cómplice. Debe de ser, por consiguiente, un forastero el que me acusa de un delito cometido antes de mi llegada, y ya que me siento completamente libre de toda culpa, puede ser que un parecido desafortunado haya despertado la sospecha de mi culpabilidad. Teniendo en cuenta esta situación, encuentro muy duro que por causa de presunciones vacías y prejuicios se me trate igual que a un criminal y se me encierre en la cárcel. ¿Por qué no se persona aquí mi frívolo y tal vez maligno acusador?… Seguro que termina por ser un imbécil que…

—Despacio, despacio, señor Leonardo —dijo el juez con voz chillona—, moderaos en vuestras deducciones, si no podríais ofender de manera abyecta a personas de elevada condición, y el forastero que os ha reconocido, señor Leonardo, o señor… —se mordió rápidamente los labios—, no es ni frívolo ni imbécil, sino… Bien, entonces tenemos buenas noticias de…

Nombró una región, donde se encontraban los bienes del barón E, y todo se aclaró para mí. Era evidente que Aurelia me había reconocido como el monje que había asesinado a su hermano. Este monje era, sin embargo, Medardo, el famoso predicador del monasterio capuchino en B. Como tal le había reconocido Reinaldo, y así lo había manifestado. Que Francesco era el padre del tal Medardo, lo sabía la abadesa, así que debió de ser mi similitud con él, que a la Soberana le resultó tan inquietante desde un principio, la que elevó la presunción, posiblemente objeto de correspondencia entre la princesa y la abadesa, casi a certeza. También era posible que se hubiesen reunido informaciones en el mismo monasterio capuchino en B., y que se hubiese seguido la pista hasta establecer mi identidad como el monje Medardo. Todo esto lo pensé con celeridad y comprendí la seriedad de mi situación. El juez continuaba su plática, lo que me favorecía, ya que así pude recordar el nombre de la ciudad polaca que tanto tiempo había buscado en vano en mi memoria, y que había indicado a la anciana dama de la Corte como mi lugar de nacimiento. Apenas había terminado el juez su sermón con la brusca advertencia de que contara mi vida sin desviarme del asunto, cuando comencé:

—En realidad me llamo Leonardo Krczynski y soy hijo único de un noble que vendió su pequeño lote de tierras para instalarse en la ciudad de Kwiecziczewo.

—¿Qué? ¿Cómo? —exclamó el juez, mientras se esforzaba en vano por pronunciar tanto mi supuesto nombre como el de mi ciudad de nacimiento. El protocolante no sabía en absoluto cómo debía escribir las palabras. Tuve que escribirlas yo mismo y continué.

—Apreciaréis, señor, lo difícil que es para una lengua alemana pronunciar un nombre tan rico en consonantes, aquí reside primordialmente el motivo por el que, tan pronto como llegué a Alemania, prescindí de él y me presenté sólo con mi nombre propio, Leonardo. Por lo demás, no hay vida más simple que la mía. Mi padre, un autodidacta, aceptó mi vocación científica y quería enviarme a Cracovia con un eclesiástico emparentado con la familia, Stanislaw Krczynski. Pero mi padre murió, así que nadie se preocupó ya de mí. Vendí la casa y lo poco que teníamos, liquidé algunas deudas y me trasladé efectivamente con el patrimonio heredado de mi padre a Cracovia, donde estudié unos años bajo la atenta vigilancia de mi pariente. Luego fui a Dantzig, y después a Königsberg. Finalmente, impulsado por una fuerza irresistible, emprendí un viaje hacia el sur. Tenía la esperanza de sobrevivir con el resto de la herencia y luego encontrar un puesto en cualquier universidad, pero me habría ido realmente mal si no hubiese obtenido ganancias considerables en la partida de faro del Soberano, lo que me permitió quedarme aquí algún tiempo más con comodidad para después, como tenía planeado, seguir viaje hacia Italia. Algo extraordinario que sea digno de contar no ha acaecido en mi vida. Pero debo mencionar que me habría sido fácil demostrar sin lugar a dudas la veracidad de mis datos, si no fuese por una casualidad que me hizo perder mi cartera, en la que portaba mi pasaporte, mi ruta de viaje y otros documentos que habrían servido para este fin.

El juez se enfureció repentinamente de manera ostensible, me miró fijamente y preguntó con un tono casi sarcástico qué casualidad era la que me había impedido que legitimara mi situación, como se reclamaba.

—Hace varios meses —expliqué— me encontraba en camino hacia aquí por las montañas próximas. El tiempo primaveral y la región, tan espléndida y romántica, me animaron a seguir la senda a pie. Cansado, reposaba un día en la posada de un pueblo. Mandé que me sirvieran refrescos y tomé una hoja de papel de mi cartera para anotar algo que se me había ocurrido. La cartera estaba ante mí, en la mesa. Poco después irrumpió un jinete, cuyo extraño traje y aspecto salvaje llamaron mi atención. Entró en la sala, reclamó una bebida y se sentó frente a mí, mirándome sombrío y con timidez. Su presencia me inquietó, así que salí al aire libre. Al poco rato salió también el jinete, pagó al posadero y se marchó con prisa, saludándome a escape. Estaba dispuesto a seguir viaje, cuando me acordé de la cartera que había dejado en el interior de la posada, sobre la mesa. Entré y la encontré en el mismo sitio en que la había depositado. El día siguiente, cuando saqué de nuevo la cartera, comprobé que no era la mía, sino que probablemente pertenecía al extraño, que seguramente las había intercambiado por error. En el interior encontré sólo algunas anotaciones para mí indescifrables y varias cartas dirigidas a un tal conde Victorino. Esta cartera, junto con su contenido, se puede encontrar todavía entre mis cosas. En la mía, como he dicho, se encontraban mi pasaporte, mi ruta de viaje y, ahora que me acuerdo, incluso mi partida de nacimiento. Todo esto perdí con aquella confusión.

El juez hizo que describiera a la persona mencionada desde la cabeza hasta los pies, y yo no dejé de adaptar hábilmente su aspecto con todas las peculiaridades al del conde Victorino y al mío propio cuando huí del castillo del barón F. El juez no cesaba de preguntarme acerca de las circunstancias de este suceso y, mientras contestaba a todo de manera satisfactoria, la imagen se iba redondeando de tal manera en mi interior que yo mismo empecé a creérmelo todo y así no corría ningún peligro de incurrir en contradicciones. Con justicia puedo considerar un pensamiento afortunado —para justificar la posesión de cartas que, efectivamente, todavía se encontraban en el portafolio, dirigidas al conde Victorino— la introducción en la trama de una persona fingida, que en el futuro, según lo fueran determinando las circunstancias, podría representar al huido Medardo o al conde Victorino. También se me ocurrió que quizá, entre los papeles de Eufemia, podrían encontrarse cartas que incluyeran referencias al plan de Victorino, consistente en aparecer en el castillo disfrazado de monje. De este modo contribuirían a la confusión y oscurecimiento de toda la causa. Conforme el juez me preguntaba, mi fantasía continuaba trabajando, surgiendo nuevos mecanismos para protegerme de cualquier descubrimiento. Empecé a creer que estaba asegurado contra lo peor. Ahora esperaba, ya que parecía haber dado suficiente cuenta de mi vida, que el juez se centraría en los crímenes que me imputaban, pero no ocurrió así. Por el contrario, me preguntó por qué había tratado escapar de la prisión. Le aseguré que semejante empresa no se me había pasado por la cabeza. El testimonio del vigilante, que me sorprendió trepando hasta la ventana, parecía, sin embargo, desmentir mi afirmación. El juez me amenazó, diciendo que si había un segundo intento de fuga me encadenarían. Fui llevado de nuevo a la celda. Me habían quitado la cama y preparado un lecho de paja en el suelo, la mesa había sido atornillada y, en vez de la silla, encontré un banco demasiado bajo. Pasaron tres días sin que me preguntaran nada más. Sólo veía el semblante hosco de un viejo carcelero que me traía la comida y apagaba por las noches la lámpara. Entonces disminuyó la tensión que me invadía, similar a la de afrontar una lucha a vida o muerte en la que tenía que participar como un osado combatiente. Caí en tristes y sombrías cavilaciones; todo me era indiferente, incluso la imagen de Aurelia había desaparecido. Pero pronto renació de nuevo mi espíritu combativo, aunque sólo para recaer a continuación, con más fuerza si cabe, en el sentimiento enfermizo y siniestro de estar encerrado, que la soledad y el pesado aire de la prisión habían creado y que no era capaz de resistir. No podía dormir. Los extraños reflejos que la luz temblorosa y sombría de la lámpara proyectaba en las paredes y en el techo semejaban rostros deformes. Apagué la lámpara, oculté mi rostro en los cojines de paja, pero entonces sonaban, rompiendo la horrible tranquilidad nocturna, el espantoso ruido de las cadenas y los sordos quejidos de los presos. A veces me parecía escuchar los gritos agónicos de Eufemia y de Victorino. «¿Soy acaso culpable de vuestra perdición? ¿No fuisteis en realidad vosotros, impíos, los que os entregasteis a mi brazo vengador?», exclamé. Pero luego resonó un suspiro mortal en la bóveda, y con profunda desesperación aullé: «¡Eres tú Hermógenes!… ¡La venganza está próxima!… ¡Ya no existe salvación!…». En la novena noche ocurrió, cuando, casi inconsciente de terror, yacía en el frío suelo de la celda. Entonces pude oír claramente un ligero golpeteo debajo de mí. Escuché con atención, el golpeteo continuaba, pero una extraña risa se filtraba, entre golpe y golpe, a través del suelo. Me levanté y me arrojé sobre el lecho de paja, pero continuaba sonando. Risas y gemidos acompañaban al ruido funesto. Finalmente se pudo oír un grito lejano que, con una voz balbuceante y horrible, pronunciaba: «¡Me-dar-do… Me-dar-do!». Una corriente de hielo recorrió mis miembros. Me repuse y grité:

—¿Quién va? ¿Quién hay ahí?

Rió con más fuerza, gimió, se lamentó, golpeó y balbuceó con un tono más ronco: «¡Me-dar-do… Me-dar-do!». Me levanté del lecho.

—¡Quienquiera que seas, que vagas como un espectro, aparece ante mí para que pueda verte o cesa de reírte cruelmente y de golpear!

Así grité en la tenebrosa oscuridad, pero justo debajo de mis pies golpeó con más fuerza y balbuceó: «Jijiji… Jijiji… hermanito… hermanito… Me-dar-do… estoy aquí… aquí… abre… abre… vamos al bosque… al bosque». Ahora resonaba la voz oscura en mi interior como antes lo había hecho en el exterior. Ya la había oído con anterioridad, pero no tan rota y lóbrega. Con horror creía escuchar mi propia voz. Involuntariamente, como si quisiera comprobar si en efecto era así, balbuceé:

—Me-dar-do… Me-dar-do.

Entonces volvió a reír, pero con sarcasmo y furia: «¿Her-ma-ni-to… her-ma-ni-to… me has… me has… reconocido? ¡Abre… abre… vamos al bosque… al bosque!».

—Pobre demente —surgió de mí una voz ronca y espantosa—, no te puedo abrir, ni salir al hermoso bosque, al espléndido aire libre primaveral, que debe de soplar fuera. ¡Estoy encerrado en una oscura y tenebrosa mazmorra como tú!

A continuación se oyó un quejido sin consuelo, y el golpeteo se fue haciendo más débil e inaudible, hasta que finalmente desapareció. Los primeros rayos de la mañana atravesaron la ventana, se descorrieron los cerrojos y el carcelero, al que no había visto durante todo este tiempo, entró en la celda.

—Esta noche —comenzó— se han escuchado en vuestra celda todo tipo de ruidos y voces. ¿Qué ha ocurrido?

—Tengo la costumbre —respondí tan tranquilo como me fue posible— de hablar con fuerza cuando duermo, y también de conversar a solas cuando estoy despierto. Espero que esto al menos esté permitido.

—Probablemente os será conocido —continuó el carcelero— que cualquier intento de huir y cualquier entendimiento con los demás prisioneros se hace pagar caro.

Le aseguré que nada podía estar más lejos de mis intenciones. Dos horas más tarde me llevaron ante el tribunal de lo criminal. No fue el juez que me había interrogado con anterioridad, sino otro bastante más joven, y según pude comprobar a simple vista muy superior en inteligencia y perspicacia, el que salió a mi encuentro con gesto amable y me invitó a tomar asiento. Todavía le veo ante mí. Para su edad era bastante corpulento, apenas tenía pelo y llevaba lentes. De todo su ser se desprendía una bondad y afabilidad que logró que me sintiera bien; precisamente por este rasgo pocos criminales podrían resistírsele, quizá sólo los más empedernidos. Preguntaba con ligereza, casi con el tono propio de una conversación, pero las preguntas habían sido cuidadosamente estudiadas y las formulaba de forma tan precisa que sólo eran posibles respuestas concretas.

—Antes que nada debo preguntaros —así comenzó— si todo lo que habéis indicado sobre vuestra vida está realmente fundado o si, después de haber reflexionado, no habéis recordado alguna circunstancia que deseéis todavía mencionar.

—He dicho todo lo que sobre mi simple vida se puede decir.

—¿Habéis frecuentado la compañía de eclesiásticos…, de monjes?

—Sí, en Cracovia… Dantzig… Frauenburg… Königsberg. En la última ciudad con miembros del clero secular, que ocupaban plazas de párrocos o de capellanes en la Iglesia.

—No habéis mencionado con anterioridad que habíais estado en Frauenburg.

—Porque no consideré de importancia mencionar una corta estancia de ocho días cuando iba en camino de Dantzig a Königsberg.

—¿Así que habéis nacido en Kwiecziczewo?

Esta pregunta la formuló el juez repentinamente en polaco y, además, en auténtico dialecto polaco, con gran fluidez. Permanecí un instante confuso, pero me recuperé y me acordé de un poco de polaco que había aprendido de mi amigo Krczynski en el seminario. Respondí:

—En la pequeña finca de mi padre en Kwiecziczewo.

—¿Cómo se llama la finca?

—Kwiecziczewo, patrimonio de mi familia.

—Para ser de nacionalidad polaca, no habláis el idioma con mucha soltura. Para decirlo correctamente, lo habláis con bastante dialecto alemán. ¿Cómo es posible?

—Desde hace muchos años sólo hablo alemán. Incluso ya en Cracovia tenía mucho trato con alemanes que querían aprender polaco conmigo. Debí de asimilar su dialecto imperceptiblemente, tan fácilmente como se asimila un acento regional, olvidando lo mejor y más peculiar del mismo.

El juez me miró, una ligera sonrisa iluminó su semblante; luego se dirigió al protocolante y le dictó algo en voz baja. Distinguí claramente las palabras: «Visiblemente confuso». Quise extenderme algo más sobre mi mal polaco, pero el juez preguntó:

—¿Habéis estado alguna vez en B.?

—¡Nunca!

—El camino que conduce de Königsberg hasta aquí os pudo llevar hasta esa ciudad.

—Vine por otro camino.

—¿No habéis conocido nunca a un monje del monasterio capuchino en B.?

—¡No!

El juez hizo sonar una campana e impartió una orden al ayudante del juzgado que acababa de entrar. Poco después se abrió la puerta y temblé de espanto al ver entrar al padre Cirilo. El juez preguntó:

—¿Conocéis a este hombre?

—¡No! Nunca lo he visto con anterioridad.

Entonces Cirilo esforzó su vista, dirigida fijamente hacia mí. Se acercó, juntó las manos y, mientras copiosas lágrimas brotaban de sus ojos, gritó:

—¡Medardo, hermano Medardo!… Por amor de Dios, cómo es posible que os encuentre como un impío criminal, seducido por el demonio. ¡Hermano Medardo, vuelve en ti, confiesa, arrepiéntete… la bondad de Dios es infinita!

El juez pareció mostrarse insatisfecho con las palabras de Cirilo. Le interrumpió con la pregunta:

—¿Reconocéis a este hombre como el monje Medardo del monasterio capuchino en B.?

—Que Dios me ayude —respondió Cirilo—, no puedo creer otra cosa que este hombre, a pesar de vestir de paisano, es aquel Medardo que fue novicio ante mis ojos y recibió las sagradas órdenes en el monasterio capuchino en B. Pero Medardo tenía una señal roja en forma de cruz en la parte izquierda del cuello, si este hombre…

—Ya veis —interrumpió el juez— que os toman por el capuchino Medardo, del monasterio en B., y que a este Medardo se le imputan graves crímenes. Si no sois el monje, os será fácil demostrarlo. Como el susodicho Medardo tiene una cicatriz en el cuello, vos, si los datos que habéis suministrado son ciertos, no podéis tenerla. Así que se os presenta ahora la oportunidad de mostrar la veracidad de lo expuesto. Dejad libre vuestro cuello.

—No es necesario —repliqué sereno—, una fatalidad parece haber creado una similitud asombrosa entre el acusado, el para mí totalmente desconocido monje Medardo, y mi persona, pues yo también tengo una señal roja en la parte izquierda de mi cuello.

Así era realmente. Aquella herida en el cuello que me produjo la cruz de diamantes de la abadesa había dejado una cicatriz roja en forma de cruz, que el tiempo no había podido suprimir.

—Dejad libre vuestro cuello —repitió el juez. Hice lo que ordenaba. Entonces exclamó Cirilo:

—¡Virgen Santísima! ¡La pequeña cruz, es la pequeña cruz!… Medardo… Ay, hermano Medardo, ¿has renegado de la salvación eterna?

Llorando y casi desvanecido, permaneció hundido en su asiento.

—¿Qué podéis replicar a la afirmación de este venerable monje? —preguntó el juez.

En ese instante algo recorrió mi ser como un rayo flamígero. Toda la debilidad que amenazaba hacerme sucumbir se apartó de mí. Era el mismo Renegado, que me susurraba:

«¿Qué pretenden estos pusilánimes contra ti, mucho más fuerte en espíritu y conciencia?…

¿Debes, acaso, renunciar a Aurelia?». Repliqué con un tono casi salvaje e irónico:

—Este monje, que yace inconsciente en la silla, es un anciano estúpido y débil mental que me ha tomado en su loca fantasía por un capuchino fugado de su monasterio, con el que a lo mejor poseo una vaga similitud.

El juez había mantenido hasta el momento una actitud sosegada, sin cambiar el gesto ni el tono. Pero por primera vez se tornó su semblante sombrío y adquirió un aspecto de penetrante seriedad. Se levantó y me miró fijamente a los ojos. Debo reconocer que hasta el brillo de sus lentes tenía para mí algo insoportable, espantoso. No pude seguir hablando. Invadido de una furia desesperada, alcé el puño ante la frente y grité:

—¡Aurelia!

—¿Qué queréis decir? ¿Qué significa ese nombre? —preguntó el juez con insistencia.

—Una oscura fatalidad me condena a una muerte vergonzosa —dije con voz ronca y apagada—, pero soy inocente, seguro…, soy completamente inocente, dejadme ir… tened compasión. Siento cómo la locura empieza a apoderarse de mí a través de venas y nervios.

¡Dejadme ir!

El juez, ya tranquilo del todo, dictó al protocolante cosas que no entendí. Finalmente me leyó un acta en la que constaba todo lo que había preguntado y lo que yo había respondido, así como lo que Cirilo había añadido. Tuve que firmar con mi nombre; entonces el juez me instó a escribir algo en alemán y en polaco. Así lo hice. El juez tomó la hoja en alemán y se la entregó al padre Cirilo, que mientras tanto ya se había recuperado, con la pregunta:

—¿Tiene esta caligrafía similitud con la del hermano Medardo?

—Es su letra, sin duda, hasta en las mínimas peculiaridades —repuso Cirilo, y se volvió hacia mí. Quiso hablarme, pero una mirada del juez le recomendó silencio.

El juez examinó detenidamente la hoja escrita por mí en polaco; luego se levantó, vino hasta mí y dijo con un tono de voz decidido y serio:

—Vos no sois polaco. El escrito está lleno de errores gramaticales y ortográficos. Ningún polaco escribiría así, aunque hubiese recibido una educación científica inferior a la que vos habéis recibido.

—He nacido en Kwiecziczewo, por consiguiente soy polaco. Pero incluso en el caso de que no lo fuese, de que enigmáticas circunstancias me obligasen a silenciar condición y nombre, no por ello tendría que ser el capuchino Medardo, que se fugó, como debo suponer, del monasterio en B.

—Ay, hermano Medardo —terció Cirilo—, ¿no te envió nuestro venerable prior Leonardo, confiando en tu fidelidad y piedad, a Roma?… ¡Hermano Medardo! ¡Por el amor de Dios, no niegues por más tiempo de manera tan impía la condición sagrada que has ostentado y de la que intentas escapar!

—Os suplico que no nos interrumpáis —dijo el juez, y continuó, dirigiéndose a mí:

—Debo llamaros la atención de cómo la declaración fidedigna de este venerable señor fortalece la presunción de que realmente sois el hermano Medardo, por el que se os tiene. No puedo tampoco ocultar que se os confrontará con otras personas que os han reconocido sin lugar a dudas como el citado monje. Entre estas personas se encuentra una que, si las suposiciones son ciertas, deberéis temer especialmente. Incluso entre vuestras cosas se ha encontrado algo que apoya las sospechas alzadas contra vos. Pronto llegarán noticias sobre vuestras pretendidas circunstancias familiares, que se han solicitado al juzgado de Posen… Todo esto os lo digo de una manera más abierta de lo que exige mi oficio, para que quedéis convencido de lo poco que cuento con una maniobra para, si las presunciones tienen una base, haceros confesar la verdad. Preparaos como queráis. Si sois realmente el acusado Medardo, entonces tened por cierto que la mirada del juez terminará por penetrar en vuestros pensamientos más ocultos. Entonces sabréis también con precisión de qué crímenes se os acusa. Si realmente sois, por el contrario, Leonardo de Krczynski, por el que además os tenéis, y un extraño capricho de la naturaleza, en lo que concierne a determinados rasgos y señales, ha creado una similitud física con el susodicho Medardo, no os será difícil encontrar pruebas que demuestren claramente esa identidad. Me parece que os encontráis en un estado de ánimo bastante excitado, por lo que interrumpo aquí el interrogatorio; además quisiera otorgaros un espacio de tiempo para que podáis reflexionar. Después de lo que ha ocurrido hoy, no creo que os falte materia para ello.

»—¿Entonces tenéis mis datos por enteramente falsos?… ¿Veis en mí al monje fugado, a Medardo? —pregunté nervioso.

El juez dijo con una ligera inclinación:

—¡Adiós, señor de Krczynski! —y me llevaron de nuevo a mi celda.

Las palabras del juez se clavaron en mi interior como aguijones ardientes. Todo lo que acababa de ocurrir me parecía estéril y absurdo. Que la persona ante la que me deberían confrontar y que tanto debería temer era Aurelia, me resultaba demasiado evidente. ¿Cómo podría soportarlo? Reflexioné sobre cuál de entre mis cosas podía resultar sospechosa. Entonces, y para dolor de mi corazón, me acordé de que todavía poseía un anillo, proveniente precisamente de mi residencia en el castillo del barón E, con el nombre de Eufemia, así como las alforjas de Victorino, que llevé conmigo en mi huida, ¡y que estaban todavía atadas con el cordón del hábito capuchino! ¡Me tuve por perdido! Desesperado, recorría la celda de un lado a otro. En ese instante ocurrió como si alguien me susurrase en el oído: «¡Imbécil! ¿Qué te acobarda? ¿No has pensado en Victorino?

» —¡Ja! No estoy perdido, sino ganado está el juego —exclamé en voz alta.

Mi cerebro trabajaba con ardor. Ya desde un principio había pensado que entre los papeles de Eufemia podría encontrarse algo que hiciese referencia al plan de Victorino de aparecer en el castillo disfrazado de monje. Apoyándome en ello, debía pretender de algún modo haberme encontrado con Victorino, incluso con Medardo, por el que se me tenía. Luego contaría la aventura en el castillo, que terminó de forma tan horrible, como si fuera un cuento de oídas y me introduciría hábilmente en la historia jugando un papel inocente, haciendo uso de mi parecido con ambos. Había que tener en cuenta hasta el más mínimo detalle. Decidí escribir la novela que me salvaría. Se me concedió el material de escritura que solicité para cotejar por escrito algunas circunstancias de mi vida aún no mencionadas. Trabajé intensamente hasta la noche. Mientras escribía, se exaltaba mi fantasía, todo adquiría la forma de un poema perfecto, y el tejido de infinitas mentiras que deberían ocultar al juez la verdad se tornaba cada vez más tenso.

La campana del castillo acababa de tocar las doce, cuando empezaron a oírse de nuevo, lejanos y ahogados, los golpes que el día anterior tanto me habían desasosegado. No quise prestar atención, pero los golpes, siguiendo una cadencia, se hicieron cada vez más fuertes, y también comenzaron a oírse risas y gemidos. Golpeando fuertemente la mesa, grité:

—¡Silencio allá abajo!

Así creí darme ánimos ante el horror que me invadía. Sin embargo, la risa, estridente y cortante, resonó en la bóveda con fuerza. Un balbuceo se hizo audible:

—¡Her-ma-ni-to, her-ma-ni-to…, quiero ir contigo… contigo… abre… abre!

Algo comenzó a raspar, arañar, rechinar en el suelo, justo a mi lado, y otra vez gemidos y risas. Los ruidos se hicieron cada vez más fuertes, pero entremezclados con golpes que retumbaban como el desprendimiento de pesadas rocas. Me había levantado y sostenía la lámpara en la mano. Algo se movió entonces debajo de mi pie. Me retiré y vi cómo en el sitio en el que había permanecido se desencajaba una piedra del pavimento. La desplacé por completo sin esforzarme en demasía. Un tétrico resplandor se abrió paso por la abertura; un brazo desnudo, con un cuchillo refulgente en la mano, salió a mi encuentro. Invadido de profundo espanto, me retiré tembloroso. El balbuceo, proveniente desde abajo, se repitió:

—¡Her-ma-ni-to! ¡Her-ma-ni-to! ¡Me-dar-do está aquí… aquí! ¡Huye! ¡Huye! ¡Al bosque! ¡Al bosque!

Rápidamente pensé en la huida y en mi salvación. Superado el horror que me paralizaba, tomé el cuchillo, que la mano me cedió sin resistencia, y comencé a raspar infatigablemente la argamasa que había entre las piedras del suelo. El que estaba abajo presionaba con fuerza. Cuatro, cinco baldosas yacían a mi lado ya desprendidas. De repente se alzó desde la profundidad un hombre desnudo hasta la cintura que me miró fijamente, de un modo espectral. Sus ojos, como su horrible risa, eran propios de un demente. El resplandor de la lámpara iluminó su rostro. Me reconocí a mí mismo y pensé que mis sentidos fallaban. Un dolor intenso en los brazos me despertó de mi estado de inconsciencia. Alrededor había claridad, el carcelero permanecía ante mí con una lámpara cegadora; ruido de cadenas y golpes de martillo resonaban en la bóveda. Me estaban encadenando. Además de manillas de hierro y grillos, me sujetaron a la pared con una cadena que terminaba en un anillo férreo alrededor del cuerpo.

—Ahora dejará probablemente el caballero de pensar en huidas —dijo el carcelero.

—¿Qué ha hecho el tipo? —preguntó uno de los herreros.

—¡Vaya! —respondió el carcelero—. ¿Todavía no te has enterado, Jost?… Toda la ciudad lo sabe, es un maldito capuchino que ha asesinado a tres personas. Ya lo han descubierto todo. En pocos días tendremos una gran gala; entonces funcionarán las ruedas.

No pude oír nada más, perdí de nuevo el sentido y la capacidad de razonar. Sólo con esfuerzo pude recuperarme del aturdimiento. Permanecí en tinieblas hasta que, finalmente, penetraron algunos rayos de luz apagados en la bóveda de apenas seis pies de altura, a la que, como ahora pude comprobar con horror, me habían traído desde mi celda. Me moría de sed, intenté alcanzar el cántaro de agua que había a mi lado. Algo húmedo y frío se deslizó por mi mano. Vi a un repugnante sapo salir pesadamente del agua. Lleno de asco y repugnancia dejé caer el cántaro. «¡Aurelia!», gemí, con el sentimiento de infinita miseria que me poseía. «¿Y para esto las miserables negaciones y las mentiras ante el juez? ¿Todas las artes hipócritas del embaucador diabólico? ¿Para esto, para prolongar algunas horas más una vida atormentada y rota? ¿Qué quieres, demente? ¿Poseer a Aurelia, que sólo podría ser tuya cometiendo un crimen infame? Pues aunque proclamases tu inocencia al mundo, ella seguiría reconociendo en ti al impío asesino de Hermógenes y te despreciaría profundamente. Miserable, estúpido loco, ¿dónde están ahora tus grandes planes, la fe en tu poder sobreterrenal, con el que creías manipular el destino a tu antojo? Ni siquiera eres capaz de matar al gusano que roe mortalmente tu corazón. Estás perdido de manera ignominiosa en tu desconsuelo, aunque el brazo de la justicia perdone tu vida». Así, lamentándome en voz alta, me arrojé sobre la paja y sentí en ese instante una presión en el pecho, que parecía proceder de un cuerpo duro en el bolsillo de mi chaleco. Me llevé la mano a ese lugar y saqué un cuchillo pequeño. Nunca, desde que estaba en prisión, había poseído un cuchillo, debía de ser, por tanto, el mismo que mi fantasmal sosia me había dado. Me levanté con esfuerzo y sostuve el cuchillo a la luz de uno de los fuertes rayos de sol que penetraban en la celda. Discerní la brillante empuñadura de plata. ¡Enigma indescifrable! Era el mismo cuchillo con el que había matado a Hermógenes y que echaba en falta desde hacía semanas. Pero ahora renacía en mi interior, luciendo con intensidad, la esperanza de salvación y de consuelo ante la ignominia. La extraña manera en que había recibido el cuchillo me pareció una señal del Poder eterno de cómo tenía que expiar mis crímenes y cómo debería con mi muerte reconciliarme con Aurelia. Como un rayo divino de puro fuego me invadió en ese momento el amor a Aurelia, el anhelo pecaminoso había huido de mi ser. Era como si la viera antaño, cuando apareció en el confesionario de la iglesia del monasterio capuchino. «¡Sabes que te amo Medardo, pero tú no me comprendiste!… ¡Mi amor es la muerte!», así me susurraba ahora la voz de Aurelia. Decidí confesar al juez libremente la extraña historia de mis desvaríos y luego darme muerte.

El carcelero entró y me trajo mejor comida de la que habitualmente había recibido, así como una botella de vino.

—Ordenado así por el Soberano en persona —dijo, mientras ponía la mesa que uno de los ayudantes había traído y soltaba la cadena que me mantenía sujeto a la pared.

Le solicité que le dijera al juez que deseaba prestar declaración, ya que quería confesarle cosas que turbaban mi conciencia. Prometió hacerlo así, pero luego esperé en vano a que me llamaran a declarar. Nadie se dejó ver, hasta que el ayudante, cuando ya había anochecido, entró y encendió la lámpara que pendía de la bóveda. En mi interior estaba más tranquilo que nunca, pero me sentía completamente agotado y me hundí pronto en un profundo sueño. Entonces fui llevado a una amplia y sombría sala abovedada en la que pude vislumbrar una hilera de clérigos vestidos de negro talar, que se sentaban a lo largo de la pared en sillas elevadas. Frente a ellos, ante una mesa cubierta con un paño color rojo sangre, se sentaba el juez, y junto a él un fraile dominico con el hábito de la Orden. «Tu caso ha sido asumido por el tribunal eclesiástico —dijo el juez con voz majestuosa y solemne—, ya que tú, monje impío y obstinado, has renegado de tu condición y nombre. Francisco, con el nombre monacal de Medardo, habla: ¿qué crímenes has cometido?». Yo quería confesar abiertamente todos los actos pecaminosos e impíos que había cometido, pero para mi espanto lo que decía no se correspondía con lo que pensaba y quería decir. En vez de una confesión seria y arrepentida, me perdí en justificaciones disparatadas y fuera de contexto. Entonces habló el dominico, que permanecía ante mí con su enorme estatura y me penetraba con su terrible y refulgente mirada: «Al tormento contigo, monje contumaz y porfiado». Las extrañas figuras sentadas alrededor se levantaron y extendieron sus largos brazos hacia mí, gritando al unísono con voz horrible: «¡Al tormento con él!».

Saqué el cuchillo y lo dirigí hacia mi corazón, pero el brazo tomó otra dirección sin que pudiera hacer nada para remediarlo. Se clavó en el cuello, justo donde tenía la cicatriz en forma de cruz, y la hoja saltó, sin herirme, como un pedazo de vidrio roto. En ese momento me cogieron los verdugos y me empujaron hasta un profundo subterráneo abovedado. El dominico y el juez vinieron detrás. Una vez más me conminó el juez a que confesase. Una vez más me esforcé en hacerlo, pero entre mi pensamiento y mis expresiones existía una desavenencia demencial. Lleno de arrepentimiento, compungido y preso de profunda vergüenza, confesaba absolutamente todo en mi interior, pero lo que salía de mi boca era confuso y absurdo. Obedeciendo la señal del dominico, los verdugos me desnudaron, me ataron las manos a la espalda y, al izarme, sentí cómo las articulaciones extendidas crujían y amenazaban con romperse. Atenazado por un dolor furioso y atroz, grité y me desperté. El dolor en las manos y en los pies duraba todavía. Había sido ocasionado por las cadenas que llevaba, pero además sentía una presión en los ojos que me impedía abrirlos. Por fin me pareció como si repentinamente me hubieran quitado un peso de la frente. Me puse de pie con rapidez y pude ver ante mi lecho de paja a un monje dominico. Mi sueño se hacía realidad, la sangre se heló en mis venas. Inmóvil como una columna, con los brazos cruzados, el monje me miraba fijamente con sus profundos ojos negros. Reconocí al horrible pintor y caí casi inconsciente en el lecho. Quizá sólo era una ilusión causada por la excitación del sueño. Me recuperé, me levanté, pero no, allí estaba el monje, estático, mirándome fijamente con sus insondables ojos negros. Entonces grité con una desesperación demencial:

—¡Ser espantoso, vete… vete de aquí! ¡No!… ¡No eres un ser humano, eres el Renegado en persona que quiere mi eterna perdición! ¡Vete de aquí, impío!

—¡Pobre y ciego necio, yo no soy el que pretende atraparte con férreos lazos indestructibles, ni el que quiere desviarte de la obra sagrada, para la que el Poder eterno te ha destinado! ¡Medardo, pobre y ciego necio! Espantoso, horrible debí de aparecer ante ti, cuando osaste mirar irreflexivamente en la fosa abierta de la condenación eterna. Te advertí, pero no me entendiste. ¡Levántate! ¡Acércate a mí!

El monje dijo todo esto con un tono de voz ahogado, como una queja profunda que rompía el corazón. Su mirada, anteriormente tan terrible, se había tornado suave y dulce, ablandando la forma de su rostro. Una tristeza indescriptible invadía mi pecho. Como un enviado del Poder eterno para animarme, para consolarme de mi infinita miseria, aparecía ahora ante mí el antaño espantoso pintor. Me levanté del lecho y me acerqué a él; no era ningún espectro, pude tocar su hábito. Me arrodillé sin pensar, y él puso su mano sobre mi cabeza, como bendiciéndome. Entonces pude contemplar en mi interior espléndidas imágenes de luminosos colores. ¡Ah! ¡Me hallaba en el bosque sagrado! Era el mismo lugar en el que, durante mi infancia, el peregrino vestido de manera extraña me había traído aquel niño maravilloso. Quise avanzar, entrar en la iglesia, que podía contemplar tan cerca de mí. Allí podría (así me lo parecía), con penitencia y arrepentimiento, recibir el perdón de mis pecados mortales. Pero permanecí inmóvil; no podía percibir mi propio «yo», no podía aprehenderlo. Una voz ronca y sombría dijo: «¡El pensamiento es el acto!». Los sueños se confundían. Era el pintor el que había pronunciado esas palabras.

—Ser incomprensible, ¿eras tú mismo?, ¿eras tú el que aquella mañana desafortunada en la iglesia del monasterio capuchino en B. … en la ciudad comercial y ahora?…

—¡Detente! —me interrumpió el pintor—. En efecto, era yo el que en todas partes estaba a tu lado para salvarte de la perdición y de la ignominia, pero tus sentidos permanecieron cerrados. La obra, para la que has sido elegido, debe ser llevada a término para tu salvación.

—¡Ah! —grité lleno de desesperación—. ¿Por qué no sujetaste mi brazo cuando llevado de mi impiedad… aquel joven?…

—No me fue concedido —respondió el pintor—. ¡No preguntes más! Resulta temerario querer anticiparse a lo que el Poder eterno ha decidido. ¡Medardo… te diriges hacia tu fin… mañana!

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pues creí haber comprendido del todo al pintor. El conocía y consentía el suicido por el que me había decidido. Se fue lenta y silenciosamente hacia la puerta de la mazmorra.

—¿Cuándo volveré a verte? ¿Cuándo?

—¡Al final! —gritó, volviéndose otra vez hacia mí, y su voz, fuerte y solemne, retumbó en la bóveda.

—Entonces, ¿mañana?

La puerta se cerró con lentitud; el pintor había desaparecido.

Tan pronto como amaneció, apareció el carcelero con sus ayudantes, que liberaron mis manos y pies magullados de las cadenas. Iba a ser llevado a declarar en breve, según decían. Ensimismado en mi interior, familiarizado con el pensamiento de mi muerte inminente, entré en la sala del tribunal. Había organizado de tal manera mi confesión que esperaba contar hasta el más mínimo detalle, aunque todo concentrado en un corto relato de los hechos. El juez vino con rapidez a mi encuentro. Debía de tener un aspecto muy desfavorecido, pues al contemplarme se le borró la sonrisa que en un principio se había dibujado en su rostro, y que fue sustituida de inmediato por una expresión de profunda compasión. Tomó mis manos y me llevó con cuidado hasta su sillón. Entonces me miró fijamente y anunció lentamente y con solemnidad:

—¡Señor Von Krczynski, tengo que daros una buena noticia! ¡Sois libre! La investigación ha sido interrumpida por orden del príncipe regente. Se os ha confundido con otra persona. El asombroso parecido que mostráis con ella ha sido el culpable de esta confusión. ¡Vuestra inocencia ha sido probada con claridad! ¡Sois libre!

Todo zumbaba y daba vueltas a mi alrededor. La figura del juez lanzaba destellos, multiplicada por cien, en la tupida niebla. Todo desaparecía en brumas tenebrosas. Finalmente sentí cómo alguien me frotaba la frente con un paño húmedo y me recuperé del estado de inconsciencia en el que había quedado sumido. El juez me leyó un breve protocolo, que daba fe de que me había comunicado la cancelación del proceso y había dispuesto la liberación de la prisión. Firmé en silencio. Era incapaz de decir una palabra. Un indescriptible y destructivo sentimiento no dejó que experimentara la más mínima alegría. Cuando el juez me contempló con su sincera bondad de corazón, me pareció que era el momento indicado, ya que se creía en mi inocencia y querían liberarme, de confesar abiertamente todas las impiedades cometidas, para luego clavarme el cuchillo en el corazón. Quería hablar, pero el juez parecía desear mi salida. Fui hacia la puerta, él me siguió y me dijo en voz baja:

—Ahora dejo de ser juez. Desde el primer instante en que os vi, vuestra persona me interesó muchísimo. Tanto como las apariencias estaban contra vos (esto lo tendréis que reconocer), así deseaba yo que no fuerais el monje despreciable y criminal por el que se os tenía. Ahora os puedo decir con confianza… no sois polaco. No habéis nacido en Kwiecziczewo. No os llamáis Leonardo von Krczynski.

Respondí con serenidad, seguro de mí mismo:

—¡No!

—¿Tampoco eclesiástico? —siguió preguntando el juez, que cerró los ojos, probablemente para ahorrarme su mirada inquisitorial.

Algo hervía en mi interior.

—Escuchad —empecé a decir.

—Tranquilo —me interrumpió el juez—. Lo que desde un principio sospeché y todavía sospecho se confirma. Ya veo que aquí rigen circunstancias enigmáticas, y que vos estáis inmiscuido en un secreto juego del destino con ciertas personas de la Corte. No pertenece a mi profesión penetrar más profundamente en el caso, y consideraría una indiscreción pretenden que me revelarais algo acerca de vuestra persona o de las, con probabilidad, especiales condiciones que determinan vuestra existencia. Pero ¿qué opinaríais de abandonar el lugar para huir de la tranquilidad amenazada? Después de lo que ha ocurrido, no creo que os siente bien prolongar aquí vuestra estancia.

Tan pronto como el juez terminó de hablar, fue como si todas las nubes tenebrosas que habían presionado todo mi ser se dispersasen rápidamente. Había recobrado la vida, y mis arterias y nervios recuperaron el placer de vivir. «¡Aurelia!», volví a pensar en ella. ¿Y tendría que ausentarme del lugar, irme lejos de su presencia? Suspiré profundamente.

—¿Y abandonarla? —dije en voz alta.

El juez me miró asombrado y dijo rápidamente:

—¡Ah, ahora creo comprender! Quiera el cielo, señor Leonardo, que una visión maligna que acaba de aparecer claramente ante mí no se cumpla.

Todo se había transformado en mi interior. El arrepentimiento había desaparecido, y casi era un signo de frivolidad impía cuando le pregunté al juez con serenidad disimulada:

—¿Y, sin embargo, vos me consideráis todavía culpable?

—Permitidme, señor —replicó el juez muy serio—, que guarde para mí mis convencimientos, que sólo parecen estar basados en un fuerte instinto. Se ha constatado de la mejor manera que vos no podéis ser el monje Medardo, ya que el susodicho Medardo se encuentra aquí; al que, además, el padre Cirilo, que se dejó confundir por vuestro extraordinario parecido, ha reconocido como tal, incluso él mismo no niega ser el monje capuchino. Con ello ha ocurrido todo lo que podía ocurrir para descargaros de toda sospecha, y así debo creer que os sentís libre de toda culpa.

Un ayudante del juzgado llamó al juez, por lo que la conversación quedó interrumpida justo cuando comenzaba a tornarse desagradable.

Me dirigí a mi casa, donde encontré todo tal y como lo había dejado. Mis papeles habían sido confiscados y ahora descansaban sellados en un paquete encima del escritorio. Sólo eché de menos la cartera de Victorino, el anillo de Eufemia y el cordón del hábito capuchino. Mis suposiciones en la cárcel resultaron, por tanto, ciertas. No había transcurrido mucho tiempo, cuando apareció un servidor del Soberano, que, junto con una nota manuscrita, me entregó una caja de oro llena de piedras preciosas. «Se os jugado una mala pasada, señor Von Krczynski, escribía el príncipe regente, pero ni yo ni mis tribunales hemos sido culpables de ello. Tenéis un parecido asombroso con un hombre especialmente malvado. Ahora todo ha sido aclarado en vuestro favor. Os envío un signo de buena voluntad y albergo la esperanza de poder veros pronto». La gracia del Soberano me era tan indiferente como su regalo. Una tristeza sombría, que se deslizaba por mi interior matando mi espíritu, era la secuela necesaria de la severa estancia en prisión. Sentía que corporalmente necesitaba ayuda, así que me alegré cuando vi entrar al médico de cámara. Todo lo relativo al aspecto médico fue tratado con brevedad.

—¿No creéis —comenzó el médico entonces— que constituye un auténtico capricho del destino, que justo en el instante en el que se tenía la convicción de que vos erais el despreciable monje que había originado tantas desgracias en el castillo del barón F, apareciera realmente el monje, liberando así a vuestra persona de toda sospecha?

—Debo asegurar que no he sido informado de los pormenores que han incidido en mi liberación. Sólo me dijo en general el juez que el capuchino Medardo, al que se perseguía y con el que se me confundió, había sido encontrado aquí.

—No encontrado, sino traído, atado en un carruaje y casualmente al mismo tiempo en que vos llegasteis a la ciudad. Ahora me acuerdo de que, cuando os quería contar aquellos extraños sucesos que tuvieron lugar en nuestra Corte, fui interrumpido precisamente en el momento en que había llegado al hostil Medardo, el hijo de Francesco, y a su crimen impío en el castillo del barón F. Por consiguiente, tomo de nuevo el hilo de los acontecimientos donde quedó roto. La hermana de nuestra Soberana, como sabéis abadesa en el convento cisterciense en B., recibió amigablemente a una mujer pobre y a su hijo, que regresaban de un peregrinaje al Sagrado Tilo.

—La mujer era la viuda de Francesco, y el hijo, Medardo.

—Muy bien, pero ¿cómo habéis llegado a esta conclusión?

—De una manera extraña me han sido dadas a conocer las enigmáticas circunstancias del capuchino Medardo. He sido informado con exactitud hasta el momento en el que huyó del castillo del barón F.

—¿Pero cómo?… ¿Por quién?

—Un sueño vívido me lo ha mostrado todo.

—¿Os burláis?

—De ninguna manera. Realmente ha ocurrido así, como si hubiera escuchado en sueños la historia de un desgraciado que, como un juguete en manos de poderes oscuros, ha sido impulsado de crimen en crimen. Desde el bosque me trajo el postillón y se equivocó de camino. Llegué a la casa del guarda forestal, y allí…

—¡Ja! Ya comprendo todo, allí encontrasteis al monje.

—Así es, pero estaba loco.

—No parece seguir estándolo. ¿Ya en aquel tiempo tenía momentos de lucidez y os confió todo?…

—No precisamente. Por la noche entró en mi habitación sin haber sido informado de mi llegada. Quedó espantado por mi parecido asombroso. Me tomó por un doble, que venía a anunciarle la muerte. Balbuceó, tartamudeó confesiones. Sin querer, agotado por el viaje, fui vencido por el sueño. Me parece como si el monje hubiese seguido hablando tranquilo y contenido, y realmente no sé ni cómo ni dónde comenzó el sueño. Creo recordar que el monje afirmó que él no había matado a Eufemia y a Hermógenes, sino que el asesino de ambos había sido el conde Victorino.

—Extraño, muy extraño, ¿pero por qué callasteis todo esto al juez?

—¿Cómo podía esperar que el juez otorgase algún peso a la historia, que, además, le tendría que sonar novelesca? ¿Puede creer, acaso, un esclarecido tribunal de lo criminal en lo prodigioso?

—Por lo menos podríais haber supuesto que se os confundía con el monje demente, y haber designado a éste como el capuchino Medardo.

—Es cierto, y además después de que un anciano senil, creo que se llama Cirilo, me hubiese reconocido sin lugar a dudas como su hermano del monasterio. No se me ocurrió que el monje loco pudiera ser Medardo y que el crimen que me confesó pudiera constituir la materia del proceso. El guarda forestal me dijo que jamás le había revelado su nombre, ¿cómo se llegó pues al descubrimiento?

—De la manera más simple. Como sabéis, el monje había vivido algún tiempo en casa del guarda forestal. Parecía curado, pero fue preso de la locura de nuevo. Sus ataques eran tan perniciosos que el guarda se vio obligado a traerlo a la ciudad, donde fue encerrado en el manicomio. Allí permanecía sentado noche y día con la mirada fija, sin moverse, como una columna. No decía una palabra y tenía que ser alimentado, ya que era incapaz de mover una mano. Los distintos remedios que se emplearon para sacarle de esa apatía paralizante resultaron infructuosos. Sin embargo, no se pasó a los más fuertes por miedo a que entrara en un delirio furioso. Hace algunos días llegó el hijo mayor del guarda a la ciudad. Fue al manicomio para visitar al monje. Lleno de compasión por el estado en que se hallaba el infeliz, se encontró a la salida con el padre Cirilo del monasterio capuchino en B., que casualmente pasaba por allí. Habló con él y le pidió que visitara al desgraciado hermano de su Orden, que se encontraba encerrado en el manicomio, ya que posiblemente los buenos consejos y el consuelo de uno de sus hermanos podría serle beneficioso. Cuando Cirilo vio al monje, retrocedió con espanto: «¡Virgen Santísima! ¡Medardo, infeliz Medardo!». Así gritó Cirilo, y en ese instante los ojos del monje cobraron vida. Se levantó y con un grito ahogado cayó de nuevo al suelo sin fuerzas. Cirilo, junto a los demás que presenciaron el suceso, se dirigió enseguida al tribunal de lo criminal para hablar con su presidente y contarle todo. El juez que llevaba vuestro asunto se desplazó con Cirilo hasta el manicomio. Encontraron al monje muy débil, pero libre de locura. Confesó que era el monje Medardo del monasterio capuchino en B. Cirilo aseguró a su vez que vuestro increíble parecido con Medardo le había confundido. Ahora se daba cuenta de cómo el señor Leonardo se distinguía apreciablemente del monje Medardo en el lenguaje, la mirada, la actitud y la forma de caminar. Se descubrió también la significativa marca en forma de cruz en la parte izquierda del cuello, que tanta importancia adquirió en vuestro proceso. Luego el monje fue interrogado acerca de los acontecimientos en el castillo del barón F. «Soy un despreciable e impío criminal —dijo con una voz apagada y casi incomprensible—. Lamento profundamente lo que he hecho. ¡Ah! Me dejé engañar por egoísmo, por la inmortalidad de mi alma. ¡Tened compasión de mí! ¡Dadme tiempo… quiero confesarlo todo… todo!». Informado el Soberano del desarrollo de los acontecimientos, ordenó cancelar de inmediato vuestro proceso y que os soltasen. Ésta es la historia de vuestra liberación. El monje ha sido trasladado a la cárcel.

—¿Y ha confesado todo? ¿Ha asesinado a Eufemia y a Hermógenes? ¿Qué pasa con el conde Victorino?

—Por lo que sé, comienza el proceso criminal contra el monje precisamente hoy. En lo que se refiere al conde Victorino, parece como si todos los acontecimientos acaecidos y que han estado en relación con esta Corte, debieran permanecer oscuros e incomprensibles.

—Sinceramente no entiendo cómo los sucesos en el castillo del barón F. pueden estar conectados con aquella catástrofe acaecida en la Corte.

—En realidad me refería más a las personas que al suceso en sí.

—No os comprendo.

—¿Recordáis con exactitud mi relato acerca de la catástrofe que llevó al príncipe a la muerte?

—Sí, me acuerdo.

—¿No resultaba evidente que Francesco amaba con pasión criminal a la italiana, que era él quien se deslizó antes que el príncipe en la cámara nupcial y le apuñaló? Victorino es el fruto de aquel acto impío. Él y Medardo son hijos del mismo padre. Victorino ha desaparecido sin dejar rastro, toda investigación acerca de su paradero ha sido en vano.

—Fue arrojado por el monje al abismo del diablo. ¡Maldito sea el loco asesino del hermano!

Muy bajo, muy bajo comenzó, después de haber pronunciado estas palabras con fuerza, a sonar aquel golpeteo causado por el monstruo espectral de la cárcel. Intenté combatir el horror que me invadía, pero fue inútil. El médico no parecía advertir ni el golpeteo, ni mucho menos la lucha interna en la que estaba involucrado. Continuó:

—¿Qué?… ¿Os ha confesado el monje que también Victorino cayó por su mano?

—¡Sí!… Al menos eso fue lo que pude deducir de sus expresiones entrecortadas. Si se ponen en relación con la desaparición de Victorino, el asunto pudo desenvolverse así.

¡Maldito sea el loco asesino del hermano!

El golpeteo se hizo más fuerte y se empezaron a escuchar suspiros y gemidos. Una risa ligera silbó por la habitación, sonaba como «¡Medardo… Medardo…, a… a… ayúdame!». El médico siguió sin notar nada:

—Un secreto especial parece pesar todavía acerca del origen de Francesco. Muy posiblemente estaba emparentado con la casa del príncipe. Lo que sí es seguro es que Eufemia, la hija…

La puerta se abrió con un golpe tan terrible que hizo saltar los goznes. Una risa espectral resonó en mi interior.

—¡Jo, jo… jo… jo, hermanito! —grité como un demente— jo jo…, aquí… aquí, al aire libre, si quieres luchar conmigo… el búho se casa: ahora subiremos al tejado y lucharemos. El que arroje al otro al vacío será rey y podrá beber sangre.

El médico me tomó del brazo y exclamó:

—¿Qué os pasa? ¿Qué os pasa? Estáis enfermo…, verdaderamente…, gravemente enfermo. A la cama enseguida, a la cama.

Pero yo estaba paralizado ante la puerta abierta. Temía que entrase mi doble, pero no vi nada y pude recuperarme del espanto salvaje que me había atrapado con garras heladas. El médico insistió en que estaba más enfermo de lo que yo podía suponer, y explicó todo con el tiempo pasado en la cárcel y la alteración del ánimo causada por el proceso. Necesitaba sus remedios, pero más que su arte contribuyó a mi rápida mejoría el no oír más los golpeteos, por lo que parecía que el espantoso doble me había abandonado del todo.

Una mañana el sol de primavera lanzó con suavidad sus rayos dorados en el interior de mi habitación. El terso aroma de las flores penetraba por la ventana. Un infinito anhelo me impulsó a respirar al aire libre y, desobedeciendo la prohibición del médico, salí y me dirigí al parque. Allí saludaron, susurrando y murmurando, los árboles y las matas al convaleciente de una enfermedad mortal. Respiré profundamente, como si hubiera despertado de un sueño largo y pesado. Suspiros profundos fueron palabras imaginarias de bienestar que inserté en el trinar de los pájaros, en el alegre zumbido de los insectos.

No sólo el pasado reciente, sino toda mi existencia desde que había abandonado el monasterio, cuando me encontraba en uno de los senderos flanqueado de oscuros plátanos, me parecía un sueño. Estaba en el jardín de los capuchinos en B. Sobre un arbusto lejano destacaba la elevada cruz, en la que a menudo imploraba con profundo fervor la fuerza necesaria para combatir cualquier tentación. La cruz parecía ser ahora la meta a la que debía aspirar, para, arrojado en el suelo, expiar y arrepentirme de la impiedad causada por sueños pecaminosos que me había procurado el diablo. Avancé con las manos dobladas y elevadas hacia lo alto, la mirada dirigida hacia la cruz. El viento sopló cada vez más fuerte. Creí escuchar los himnos de los hermanos, pero sólo eran los sonidos maravillosos que el viento producía al agitar los árboles del bosque. Sin respiración por causa del viento, tuve que detenerme agotado y apoyarme en un árbol para no caer al suelo. Pero algo me impulsaba con un poder irresistible hacia la lejana cruz. Hice acopio de todas mis fuerzas y seguí vacilante, pero sólo pude llegar hasta un asiento cubierto de musgo situado justo delante del arbusto. Un agotamiento mortal aquejó a todos mis miembros, que repentinamente quedaron paralizados. Me agaché lentamente, como un débil anciano, y con ahogados suspiros intenté aliviar el pecho oprimido. Se oían murmullos a mi alrededor… ¡Aurelia! Tan pronto como el pensamiento cruzó mi mente, se encontraba ante mí. Lágrimas de anhelo ferviente brotaban de sus ojos celestiales, pero a través de las lágrimas también brillaba una luz esplendorosa. Era la expresión indescriptible del deseo, tan ajena a Aurelia. Pero así había refulgido también la mirada llena de amor de aquel ser enigmático en el confesionario, que había visto tantas veces en mis sueños más dulces.

—¿Podréis perdonarme alguna vez? —susurró Aurelia.

Me arrojé ante ella, vencido por su indecible encanto, y tomé sus manos.

—¡Aurelia… mártir por ti… muerto!

Sentí cómo me alzaban con delicadeza. Aurelia se inclinó sobre mi pecho. Besos ardientes inundaron mi rostro. Asustada por un ruido cercano, se alejó finalmente de mis brazos. No pude detenerla.

—Mi anhelo y mi esperanza se han cumplido —dijo en voz baja.

En ese instante vi venir a la Soberana por el sendero. Me metí en el arbusto y pude comprobar con extrañeza que había confundido una rama seca y delgada con un crucifijo.

Ya no sentía el agotamiento. Los besos de Aurelia me habían proporcionado una nueva fuerza vital. Me parecía como si ahora se hubiera descubierto, de manera clara y espléndida, el secreto de mi existencia. ¡Ah! Era el maravilloso secreto del amor, que se revelaba en su gloria pura y esplendorosa. Me encontraba en el momento culminante de mi vida. A partir de este instante venía el descenso para que se cumpliera el destino que el poder superior había urdido.

En esa época de mi vida, que me envolvía como un sueño celestial, empecé a registrar por escrito todo lo que me aconteció tras el encuentro con Aurelia. A ti, desconocido que leerás estas páginas algún día, te pido que evoques aquellos tiempos luminosos de tu vida, entonces comprenderás el lamento sin consuelo del monje que encaneció con dura penitencia y expiación y compartirás sus quejas. Ahora te pido nuevamente que dejes que aquel tiempo irradie tu interior, y no será necesario que te diga cómo el amor de Aurelia iluminó mi ser y todo a mi alrededor, cómo mi espíritu contempló y tomó con mayor intensidad la vida dentro de la vida, cómo, pleno de entusiasmo divino, me invadió una alegría celestial. Ningún pensamiento tenebroso pasó por mi alma. El amor de Aurelia me había purificado de pecado, incluso germinó en mí de manera maravillosa la convicción de que yo no había sido el desalmado que en el castillo del barón F. había asesinado a Eufemia y a Hermógenes, sino que el monje demente que encontré en la casa del guarda forestal era el autor del crimen. Todo lo que confesé al médico de cámara no me parecía en absoluto una mentira, por el contrario, creía que era el verdadero y enigmático desarrollo de los acontecimientos, aunque todavía seguían siendo para mí incomprensibles. El Soberano me había recibido como a un amigo que creía haber perdido pero que había vuelto a encontrar. Este comportamiento daba naturalmente el tono, que todos debían compartir; sólo la Soberana, aunque más dulce que de costumbre, se mantuvo seria y retraída.

Aurelia se comportaba conmigo con una naturalidad ingenua, su amor no representaba una culpa que tuviera que esconder al mundo, y mucho menos podía yo disimular en lo más mínimo el sentimiento gracias al que vivía. Todos notaron la relación que sostenía con Aurelia, nadie hablaba sobre ello, porque leían en la mirada del Soberano que quería tolerar en silencio, aunque no favorecer, nuestro amor. Así ocurrió que pude encontrarme con Aurelia más a menudo, incluso sin testigos. La apretaba entre mis brazos, ella respondía a mis besos, pero, sintiendo cómo temblaba en su timidez virginal, no podía dar rienda suelta a mis deseos pecaminosos. Todo pensamiento impío agonizó en el escalofrío que recorría mi interior. Ella no parecía sospechar ningún peligro y realmente no existía ninguno, pues cuando permanecimos sentados en una habitación solitaria uno al lado del otro, cuando su atractivo celestial era más fuerte que nunca y un salvaje deseo empezó a inflamar mi pecho, entonces miró al pecador arrepentido con tan indescriptible dulzura y castidad que sentí como si el Cielo me permitiera, ya aquí en la tierra, acercarme a los santos. No era Aurelia, sino Rosalía en persona. Me arrojé a sus pies y exclamé:

—¡Oh, piadosa santa! ¿Puede el amor terrenal llegar a conmover tu corazón? Entonces me dio su mano y me dijo con voz dulce:

—¡Ah! No soy ninguna santa, pero soy piadosa y te quiero mucho.

Hacía varios días que no veía a Aurelia. Se había ido con la Soberana a pasar un tiempo a un castillo de recreo. No lo pude soportar más y corrí hacia allí. Llegué por la noche y encontré en el jardín a una camarera que me indicó la habitación de Aurelia. Abrí la puerta sin hacer ruido y entré. Un aire pesado y un maravilloso aroma a flores turbó mis sentidos. ¡Los recuerdos venían a mí como oscuros sueños! ¿No era ésa la habitación de Aurelia en el castillo del barón, donde yo?… Tan pronto como tuve ese pensamiento, me asaltó la impresión de que una figura espectral se alzaba a mis espaldas, y grité en mi interior: «¡Hermógenes!». Aterrado, corrí hacia adelante, la puerta del gabinete sólo estaba entornada. Aurelia estaba arrodillada ante un taburete sobre el que había un libro abierto, dándome la espalda. Atenazado por el miedo miré involuntariamente hacia atrás. No vi nada. Entonces exclamé encantado:

—¡Aurelia, Aurelia!

Se volvió enseguida, pero antes de que hubiese podido levantarse yacía a su lado y la abrazaba con fuerza.

—¡Leonardo, amado mío! —murmuró.

Un deseo salvaje y pecaminoso ardió en mi interior. Ella descansaba sin fuerzas en mis brazos: su pelo, sujetado con cintas, se había soltado y los exuberantes rizos caían sobre mis hombros; los pechos brotaban juveniles. Suspiró. ¡Ya no me conocía! La alcé con violencia y pareció fortalecida. Sus ojos despedían un extraño fulgor. Devolvió mis besos furiosos con fogosidad. En ese instante sonó detrás de nosotros un poderoso portazo. Un sonido cortante, como el grito de angustia de un moribundo, retumbó en la estancia.

—¡Hermógenes! —gritó Aurelia y perdió el conocimiento en mis brazos. Aturdido por el horror, salí corriendo. Encontré a la Soberana, que regresaba de dar un paseo, en el pasillo. Me miró seria y orgullosa, mientras decía:

—¡Me resulta sorprendente veros aquí, señor Leonardo!

Dominando mi perplejidad al instante, le respondí en un tono decidido que, a menudo, se lucha en vano contra estímulos intensos, y que a veces la apariencia más impertinente puede pasar por la más conveniente.

Cuando regresaba a la ciudad en noche tenebrosa, me parecía como si llevase a alguien a mi lado. Una voz parecía susurrar:

—¡Sigo… sigo… con… tigo… herma-nito… hermanito Medardo!

Miré a mi alrededor y comprobé que mi doble espectral era un mero producto de mi fantasía. Sin embargo, era imposible librarme de esa espantosa imagen.

Había llegado a un estado en el que quería hablar con él y contarle lo estúpido que había sido el dejarme aterrorizar por el loco de Hermógenes. Santa Rosalía debía ser pronto mía, del todo mía, pues para ello era monje y me había consagrado. Entonces mi doble rió y gimió, como ya antes había hecho, y tartamudeó:

—Pero ra… pido… rápido.

—Ten paciencia, muchacho —dije—, ten paciencia, todo saldrá bien. A Hermógenes no le he acertado bien, tiene una condenada cruz en el cuello, como nosotros, pero mi reluciente cuchillito está todavía afilado y puntiagudo.

—¡Ji, ji… acierta… acierta bien ahora!

Así murmuraba la voz del doble en el fragor del viento de la mañana, impulsado por el fuego púrpura que ardía en el este.

Acababa de llegar a mi casa, cuando fui llamado por el Soberano, que me acogió muy amigablemente.

—De hecho, señor Leonardo —comenzó a decir—, habéis ganado mi inclinación en alto grado. No puedo ocultaros que mi buena voluntad hacia vos se ha tornado en verdadera amistad. No quisiera perderos y me gustaría veros feliz. Por lo demás, se os debe toda posible indemnización por lo que habéis padecido. ¿Sabéis, señor Leonardo, quién fue el causante único de vuestro maligno proceso? ¿Quién os acusó?

—No, honorable señor.

—¡La baronesa Aurelia!… ¿Os sorprende? Sí, sí, la baronesa Aurelia, señor Leonardo.

¡Ella —rió en voz alta—, ella os tomó por un capuchino! ¡Por Dios, Nuestro Señor! Si fuerais un capuchino, seríais el monje más galante que vio ojo humano. Decid con sinceridad, señor Leonardo, ¿sois realmente una pieza de monasterio?

—Honorable señor, no sé qué perversa fatalidad insiste en que sea monje.

—¡Bien, bien! ¡No soy ningún inquisidor! Sería una fatalidad que algún voto os atara. ¡Al asunto! ¿No os gustaría tomar venganza del mal que os hizo la baronesa?

—¿En qué pecho humano puede anidar semejante pensamiento contra un ser celestial?

—¿Amáis a Aurelia? —preguntó el Soberano, mirándome a los ojos con severidad. Callé, mientras llevaba mi mano al pecho. El príncipe regente continuó:

—Ya sé, amáis a Aurelia desde el mismo momento en que apareció en la sala con la Soberana. Sois correspondido y, además, con un fuego que jamás hubiera sospechado en la dulce Aurelia. Ella vive sólo para vos, la Soberana me lo ha contado todo. ¿Podéis creer que Aurelia, tras vuestra detención, quedó sumida en un estado de ánimo tan desesperado que tuvo que guardar cama por enfermedad, hallándose cerca de la muerte? Aurelia os tomaba en aquel tiempo por el asesino de su hermano, así que para nosotros su dolor resultaba todavía más inexplicable. Ya entonces os amaba. Bien, señor Leonardo, o mejor, señor Von Krczynski, ya que pertenecéis a la nobleza, os mantendré fijo en la Corte de una manera que os agradará. Os casaréis con Aurelia. Dentro de unos días celebraremos el compromiso, yo mismo representaré al padre de la novia.

Permanecí mudo, desgarrado por sentimientos contradictorios.

—¡Adiós, señor Leonardo! —gritó el Soberano y desapareció de la estancia, dirigiéndome una seña amistosa.

¡Aurelia, mi mujer! ¡La mujer de un monje criminal! ¡No! ¡Los poderes oscuros no pueden pretenderlo, cualquiera que sea el destino que pese sobre la pobre! Este pensamiento se impuso, venciendo contra todo lo que podía oponerse. Sentí la necesidad absoluta de tomar una decisión al instante, pero en vano consideraba medios indoloros para separarme de Aurelia. La idea de no volver a verla me era insoportable, pero que pudiese llegar a ser mi esposa me llenaba de una aversión inexplicable. Claramente se afianzaba en mí el presentimiento de que, cuando el monje asesino permaneciese ante el altar del Señor para cometer un sacrilegio impío con los sagrados votos, aparecería la figura del extraño pintor, pero esta vez no consolándome con dulzura, como en la prisión, sino anunciando horriblemente venganza y perdición, como en la boda de Francesco. Su aparición me hundiría en una deshonra sin nombre, en una miseria eterna. Pero entonces escuché una voz interna y oscura: «¡Aurelia debe ser tuya! ¡Estúpido necio! ¿Cómo crees poder cambiar el destino que pesa sobre vosotros?». Luego gritó de nuevo: «¡Al suelo, arrójate al suelo! ¡Ser cegado por la infamia! ¡Nunca será tuya! Es la misma Santa Rosalía a la que pretendes abrazar con amor mundano». Desgarrado por la discrepancia entre los poderes espantosos que me zarandeaban de un lado a otro, no era capaz de pensar ni de idear qué debía hacer para escapar de la perdición que me amenazaba por todas partes. El estado de ánimo exaltado en el que había transcurrido toda mi vida, incluida mi enigmática estancia en el castillo del barón F., me parecía un sueño profundo, un sentimiento desaparecido. En sombrío desaliento, me veía ahora como un vulgar libertino y como un delincuente común. Todo lo que le había dicho al juez, al médico de cámara, no eran nada más que mentiras necias y mal inventadas, en ningún caso se trataba de una voz interior, de lo que, para colmo de males, yo mismo intentaba convencerme.

Sumido en mis pensamientos, concentrada la atención exclusivamente en mí mismo y sin escuchar nada de lo que ocurría en mi entorno, me deslicé por la calle. Los gritos del cochero y el estrépito de un carruaje me despertaron. Salté rápidamente a un lado. El carruaje de la Soberana pasó de largo. El médico hizo una ligera inclinación tras la portezuela del coche y me dirigió una seña amistosa. Le seguí hasta su casa. Bajó del coche de un salto y me cogió por el brazo con estas palabras:

—Vengo de ver a Aurelia. ¡Tengo que deciros algo! Llegamos a su habitación.

—¡Ay, ay, ay! —comenzó—. ¡Imprudente! ¡Impetuoso! ¿Qué habéis hecho? Aparecisteis ante Aurelia repentinamente como si fueseis un fantasma, y la pobre, con sus nervios tan débiles, ha enfermado.

El médico notó cómo empalidecí.

—Bueno, bueno —continuó—, no es tan grave. Ella pasea ya por el jardín y regresará mañana con la Soberana a la ciudad. Aurelia habló mucho de vos, señor Leonardo. Siente gran deseo de veros de nuevo y de disculparse. Cree haberos dado una impresión necia e infantil.

No supe, al pensar en lo que había ocurrido en el castillo, cómo interpretar las manifestaciones de Aurelia.

El médico parecía estar informado de los planes que albergaba el Soberano respecto a mi futuro. Me lo dio a entender con claridad, y con su acostumbrada vitalidad, que contagiaba a todos los que se hallaban a su alrededor, logró sacarme del estado de ánimo sombrío en que había caído. Así, la conversación se desarrolló con amenidad. Me describió cómo había encontrado a Aurelia que, como un niño que no ha terminado de salir de un sueño profundo, se quejaba en la cama, con ojos sonrientes y lagrimosos y la cabecita apoyada en la mano, de visiones enfermizas. Repitió las palabras de Aurelia, imitando su voz tímida, interrumpida por ligeros suspiros y supo, al representar sus quejas con tonos graciosos, elevar la escena con una ironía tan audaz que logró que apareciera su imagen ante mí vívida y real. A esta descripción se sumó como contraste la de la solemne Soberana, que no me divirtió menos.

—¿Pensasteis —comenzó finalmente—, pensasteis cuando llegasteis a la capital que os iban a ocurrir cosas tan extraordinarias? Primero la absurda confusión que os puso en las manos del tribunal de lo criminal, y luego la fortuna envidiable que os prepara el Soberano.

—Debo reconocer que la recepción amigable inicial del Soberano me satisfizo mucho, pero siento, tanto como he ganado en respeto ante el príncipe regente y ante la Corte, que todo se lo tengo que agradecer a la injusticia sufrida.

—No sólo a ello, sino también a otra pequeña circunstancia que podéis fácilmente adivinar.

—En absoluto.

—En verdad se os llama, como vos queréis, señor Leonardo, como antes, pero ahora todos saben que pertenecéis a la nobleza, ya que las noticias llegadas de Posen confirman vuestros datos.

—¿Cómo puede eso influir en el Soberano, en el respeto que gozo en el círculo de la Corte? Cuando el príncipe regente me conoció y me invitó a formar parte de su círculo, objeté que yo era de origen burgués. A esta objeción respondió el príncipe diciendo que la ciencia me ennoblecía y me capacitaba para aparecer en su entorno.

—Y así lo cree realmente, coqueteando en sentido ilustrado con la ciencia y el arte. Habréis podido observar en la Corte algunos eruditos y artistas de origen burgués, pero los que están dotados de un mayor tacto entre ellos, aquéllos a los que les falta la necesaria ligereza anímica y que no pueden situarse en un punto de vista superior, alcanzado a través de una ironía que abarque el todo, a ésos los veréis raramente, permanecen completamente al margen. Junto con la mejor voluntad de mostrarse libre de prejuicios, en el comportamiento de la nobleza respecto al burgués se mezcla también «algo» que se puede interpretar como condescendencia, tolerancia de lo indecoroso. Eso no lo soporta ningún hombre que siente un orgullo bien entendido. En el ámbito de la nobleza, sin embargo, es el que debe ser tolerado y perdonado por su falta de gusto y vulgaridad espiritual. Vos mismo pertenecéis a la nobleza, señor Leonardo, pero, como puedo escuchar, habéis recibido una excelente instrucción científica y espiritual. Por ello es posible que seáis el primer noble en el que no he notado nada noble, en el peor sentido del término, dentro del círculo de la Corte. Podéis creer que, como burgués, sólo digo lugares comunes o que alguna experiencia personal ha despertado en mí un prejuicio, pero no es así. Pertenezco a una de las clases que, más allá de ser simplemente toleradas, son realmente protegidas y cuidadas. Los médicos y los confesores son auténticos regentes, señores sobre cuerpos y almas, por consiguiente, y de una vez por todas, pertenecientes a la mejor nobleza. ¿No debería una indigestión o la eterna condenación incomodar menos a un cortesano? En lo que respecta a los confesores, sólo tiene validez con los católicos. Los predicadores protestantes, al menos en este país, son sólo oficiantes de andar por casa que, después de haber conmovido algo la conciencia de Sus Majestades, se sientan humillados en la última esquina de la mesa para disfrutar del vino y de los asados. Es posible que sea difícil desprenderse de un prejuicio tan arraigado, pero muchas veces falta también la buena voluntad que haga posible que un noble tome conciencia de que sólo por ser quien es puede mantener una posición en la vida a la que nada ni nadie en el mundo le da derecho. El orgullo genealógico de la nobleza constituye, en estos tiempos cada vez más intelectualizados, una aparición que raya en lo ridículo. Tomando su origen en la caballería, en las guerras y en el ejercicio de las armas, se forma una casta que tiene como misión exclusiva la defensa de las demás clases, y la relación subordinada del protegido frente al protector surge por sí misma. Ya puede el sabio elogiar su ciencia; el artista, su arte; el comerciante, el artesano, su actividad, que el caballero llegará y dirá: «Mirad, aquí llega un enemigo, un intruso, al que vosotros, inexpertos en el arte de la guerra, no podéis hacer frente, pero yo, ducho en el ejercicio de las armas, me pondré, portando mi espada de batalla, ante vosotros, y lo que constituye para mí un juego y un motivo de alegría salvará vuestra vida y propiedad». Pero la violencia feroz desaparece de la tierra y el Espíritu es el que crea e impulsa, desplegando su fuerza dominadora. Pronto se reconocerá que un fuerte puño, una armadura, una espada poderosamente blandida no son suficientes para vencer lo que el Espíritu quiere. Incluso la guerra y el ejercicio de las armas se someten al principio espiritual del tiempo. Cada uno quedará en el futuro más y más abandonado a sí mismo, de su patrimonio intelectual deberá sacar lo que le otorgue valor ante el mundo, aunque el Estado pueda ofrecerle algo todavía de su brillo cegador. Precisamente en el principio contrario se basa el orgullo de estirpe defendido por la nobleza, que encuentra su fundamento en la frase:

«Mis antepasados eran héroes, ergo yo soy un héroe». Cuanto más lejos se pueden remontar, mucho mejor, pues, si se puede fácilmente alcanzar a ver de dónde le viene al abuelo el sentido heroico y dónde se le concedió la nobleza, entonces no se confía en él con tanta seguridad, lo mismo ocurre con todo lo maravilloso que acontece en nuestra cercanía. Todo tiene relación de nuevo con el valor heroico y la fuerza corporal. Padres robustos y fuertes tienen por regla general hijos de la misma condición, y de la misma manera se heredan el valor y el espíritu bélico. Mantener pura la casta guerrera era, por consiguiente, una necesidad de la época caballeresca y en ningún caso suponía un pobre beneficio que una mujer de rancio abolengo diera a luz un «Junker», al que el pobre mundo burgués rogase: «Por favor, no nos devores, protégenos de otros hidalgos». Con el patrimonio intelectual no ocurre lo mismo. Muchos padres sabios engendran a menudo hijos tontos, dándose el caso, precisamente porque la época de la caballería física ha sido desplazada por la psíquica, de que sea más temible, respecto a demostrar una nobleza heredada, descender de Leibniz que de Amadís de Gaula o de otro caballero de recia estirpe perteneciente a la Tabla Redonda. El «Espíritu del Tiempo» avanza hacia adelante en la dirección determinada desde un principio, y la situación de la nobleza orgullosa de sus antepasados empeora ostensiblemente. De aquí proviene también su comportamiento sin tacto, compuesto de una mezcla de reconocimiento de los méritos y de desprecio y altivez, que se dirige fundamentalmente contra el mundo y el Estado en que prima lo burgués. Esta actitud puede ser el producto del sentimiento oscuro y cobarde que engendra la sospecha de que ante los ojos de los sabios el oropel anticuado ha perdido en valor por el transcurso del tiempo, apareciendo ahora ridículo en su desnudez y vulgaridad. Gracias sean dadas al Cielo de que muchos nobles, hombres y mujeres, reconocen el «Espíritu del Tiempo» y se elevan a las espléndidas alturas de la vida que les ofrecen las ciencias y el arte. Ellos serán los conjuradores de aquella hostilidad.

La conversación del médico me había llevado a un terreno desconocido. Nunca se me había ocurrido reflexionar acerca de la nobleza y su relación con la burguesía. El médico de cámara no sospechaba que yo antes había pertenecido a la segunda clase, a la que, según su afirmación, no afectaba el orgullo nobiliario. ¿No había sido yo, acaso, el confesor más venerado y respetado en las casas más nobles de B.? Continué meditando sobre ello y reconocí cómo había influido de nuevo en mi destino al mencionar el nombre Kwiecziczewo a aquella anciana dama de la Corte, por el que quedaba justificado mi origen noble y que, sin duda, había influido en la idea del Soberano de casarme con Aurelia.

La Soberana había regresado. Yo me apresuré a encontrarme con Aurelia. Me recibió con una encantadora timidez virginal. La estreché entre mis brazos y en ese instante creí que podría ser mi mujer. Aurelia estaba más tierna y afectuosa que de costumbre. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y el tono en el que hablaba era una súplica melancólica, del mismo modo en que la ira irrumpe en el niño mimado en el momento de cometer una falta. Pensé en mi visita al castillo de la Soberana y la incité para que me contase todo. Le supliqué que me confiase lo que en aquel momento la aterrorizó. Ella calló y bajó los ojos, pero tan pronto como me poseyó el pensamiento de mi horrible doble, grité:

—¡Aurelia, por el amor de Dios! ¿Qué espantosa figura vislumbraste a nuestras espaldas? Me miró extrañada. Su mirada se fue volviendo más y más fija hasta que dio un salto repentino, como si quisiese huir, pero permaneció en su sitio y sollozó, tapándose los ojos con las manos.

—¡No, no, él no puede ser!

La tomé con dulzura y ella se recostó agotada.

—¿Quién, quién no puede ser? —pregunté con insistencia, presagiando lo que estaba teniendo lugar en su interior.

—¡Ah, amigo mío, mi amado! —dijo en voz baja y triste—, ¿me tomarías por una loca visionaria si te contase todo… todo lo que me perturba una y otra vez en la plena felicidad del amor más puro? Un sueño horrible se repite en mi vida y sus espantosas imágenes se interpusieron entre los dos el día que te vi por vez primera. Sentí su hálito frío y mortal cuando entraste de manera sorpresiva en mi habitación del castillo de la Soberana. Como tú aquella vez, un monje loco se arrodilló antaño a mi lado para utilizar la oración con fines impuros. ¡Cuando rondaba a mi alrededor como un animal salvaje que acecha a su presa, asesinó a mi hermano! ¡Ah, y tú… tus rasgos!… Tu forma de hablar… tu imagen… Deja que calle… deja que calle…

Aurelia se inclinó hacia atrás. Recostada en la esquina del sofá, apoyaba la cabeza en la mano. Los perfiles de su cuerpo juvenil destacaban exuberantes. Permanecía ante ella, mis ojos concupiscentes se abandonaban al goce del deseo infinito, pero con el placer luchaba el sarcasmo demoníaco que gritaba en mi interior: «¡Tú, infeliz, vendida a Satanás! ¿Pretendes escapar del monje que te tentó durante la oración? ¡Ahora eres su prometida… su prometida!». En ese instante, el amor que sentía por Aurelia, que parecía haber sido iluminado por un rayo celestial cuando la encontré en el parque después de escapar de la muerte y de la prisión, había desaparecido de mi interior, y el pensamiento de que su perdición constituiría el momento culminante de mi vida me invadía por completo. Llamaron a Aurelia de parte de la Soberana. Comprendí que la vida de Aurelia encerraba relaciones que me afectaban y que seguían siendo desconocidas para mí. Sin embargo, no encontraba ningún camino para descubrirlas, ya que Aurelia, a pesar de mis súplicas, no quería aclararme el sentido último de sus expresiones. La casualidad permitió que supiera aquello que Aurelia pretendía silenciar.

Un día me encontraba en la habitación del funcionario de palacio que se encargaba de expedir las cartas privadas del príncipe regente y de otros miembros de la Corte. Se encontraba ausente, cuando la criada de Aurelia entró con una carta voluminosa, que dejó en la mesa con las otras cartas allí acumuladas. Un fugaz vistazo me convenció de que la dirección, escrita de puño y letra de Aurelia, era la de la abadesa, la hermana de la Soberana. La sospecha de que todo lo que para mí permanecía aún desconocido formaba parte del contenido, me vino a la mente como un rayo. Antes de que hubiese regresado el funcionario, ya estaba yo fuera con la carta de Aurelia.

Tú, monje, o ser inmerso en la actividad mundana que buscas escarmiento y una lección en mi vida, lee las páginas que a continuación reproduzco, lee las confesiones de una piadosa y devota muchacha regadas con las lágrimas de un pecador arrepentido y desconsolado. Que un alma piadosa te bendiga como un consuelo luminoso en el momento del pecado y de la impiedad.

AURELIA A LA ABADESA DEL CONVENTO CISTERCIENSE EN…

Querida y buena madre: Con qué palabras puedo anunciarte que tu niña es feliz, que por fin la horrible figura que entró en mi vida como un espectro amenazante, impidiendo cualquier comienzo, destruyendo todas las esperanzas, ha sido conjurada por el hechizo del amor divino. Pero ahora me pesa en el alma, considerando la memoria que guardas de mi infeliz hermano y de mi padre, al que mató la pesadumbre, y el consuelo que me ofreciste en mi lastimoso estado, no haberte abierto mi corazón como en sagrada confesión. Ahora, sin embargo, me es posible revelarte el secreto ominoso que oculto profundamente en mi pecho. Parece como si un poder maligno y siniestro hubiese hecho coincidir de manera falaz la mayor felicidad de mi vida con un espectro horrible. Me vi obligada a oscilar de un lado a otro como llevada por un mar encrespado y probablemente a sucumbir sin salvación posible. Pero el Cielo me ayudó, como si fuese un milagro, justo en el instante en que mi miseria sin nombre alcanzaba límites insuperables. Pero debo regresar a mis años de infancia para contarlo todo, todo, pues ya en aquellos años se inoculó en mi interior el germen que durante años creció de manera funesta. Tenía tres o cuatro años de edad cuando, en la época más bella de la primavera, jugaba en el jardín de nuestro castillo con Hermógenes. Recogíamos todo tipo de flores y Hermógenes se dejó convencer para hacer guirnaldas con las que yo me adornaba. «Ahora podemos ir a ver a nuestra madre», dije, después de haberme colocado las guirnalda alrededor de mi cuello. Entonces Hermógenes se levantó bruscamente de un salto y exclamó con voz salvaje: «¡Quedémonos aquí, pequeña, nuestra madre se encuentra ahora en la salita azul hablando con el diablo!». No comprendí lo que quería decir, sin embargo quedé paralizada de horror y terminé llorando. «Hermana tonta, ¿de qué te lamentas? —gritó Hermógenes—. Nuestra madre habla todos los días con el diablo. ¡Y no le hace nada!». Tuve miedo de Hermógenes, sobre todo porque miró ante sí de manera sombría, habló con crudeza y luego calló tranquilo. Nuestra madre estaba ya en aquella época enferma. Sufría convulsiones espantosas que daban paso a un estado comatoso. A Hermógenes y a mí nos retiraban cuando tenían lugar los ataques. Yo no paraba de quejarme, pero Hermógenes decía con voz apagada: «¡El diablo se lo ha hecho!». Así se despertó en mi mente infantil el pensamiento de que mi madre tenía relaciones con un horrible y malvado espectro, ya que no me imaginaba al diablo de otra manera, pues todavía desconocía la doctrina de la Iglesia. Un día me dejaron sola y empecé a sentirme mal, angustiada, y me fue imposible poder huir por causa del miedo que me poseyó cuando me di cuenta de que me encontraba en la salita azul, donde según afirmaciones de Hermógenes nuestra madre hablaba con el diablo. Las puertas se abrieron y entró nuestra madre pálida como un cadáver y se situó justo delante de una pared vacía. Gritó con voz profunda y lastimosa: «¡Francesco, Francesco!». Entonces se pudo escuchar un ruido detrás de la pared, que se abrió y dejó al descubierto un retrato de tamaño natural de un hombre hermoso y maravillosamente vestido con una capa violeta. La figura, el rostro de aquel hombre me causaron una fuerte, indescriptible impresión. Grité de júbilo. Mi madre, mirando a su alrededor, reparó por fin en mí y exclamó: «¿Qué haces aquí, Aurelia? ¿Quién te ha traído?». De carácter dulce y bueno, ahora estaba furiosa, como nunca la había visto. Creí ser culpable de ello. «Ay —balbuceé entre lagrimas—, me han dejado aquí sola. Yo no quería quedarme». Pero cuando comprobé que el cuadro había desaparecido, exclamé: «Ay, el cuadro tan bonito, ¿dónde está?». Mi madre me subió en brazos, me besó y abrazó, luego dijo: «¡Eres mi niña buena y querida, pero nadie puede ver el cuadro, ahora ha desaparecido para siempre!». No conté a nadie lo sucedido, sólo le dije una vez a Hermógenes: «¡Oye, nuestra madre no habla con el diablo, sino con un hombre hermoso, pero sólo es un cuadro que surge de la pared cuando nuestra madre lo llama!». Hermógenes miró fijamente ante sí y murmuró: «El diablo puede tomar la apariencia que quiere, dice nuestro señor padre, pero a nuestra madre no le hace nada». Me invadió de nuevo el horror y supliqué a Hermógenes que no hablase más del diablo. Fuimos a la capital, el cuadro se desvaneció en mi memoria y ni siquiera después de la muerte de mi madre, cuando regresamos al campo, recobró su viveza. El ala del castillo, en la que se encontraba la salita azul, permaneció deshabitada. Allí estaban las estancias de mi madre, que mi padre no podía pisar sin que se despertasen en él los recuerdos más dolorosos. Reparaciones en el edificio hicieron finalmente necesario abrir las habitaciones. Entré en la salita azul precisamente cuando los trabajadores estaban quitando el pavimento. Tan pronto como uno de ellos levantó una mesa situada en el centro de la habitación, algo sonó detrás de la pared y apareció el cuadro de tamaño natural del desconocido. Se descubrió el resorte en el suelo que, al ser presionado, ponía en funcionamiento una máquina que desplazaba el revestimiento de la pared. En aquel instante pensé vivamente en mis años de infancia, mi madre estaba de nuevo ante mí, derramé lágrimas ardientes, pero no pude apartar la mirada del hombre espléndido y desconocido que me contemplaba desde el cuadro con ojos refulgentes. Probablemente informaron a mi padre del hallazgo poco después de que se produjo. Entró en la habitación cuando yo todavía permanecía ante el cuadro y bastó una fugaz mirada para que el horror le invadiera. Quedó estático y murmuró: «Francesco, Francesco». Después se volvió hacia los trabajadores y ordenó con voz poderosa: «Descolgad el cuadro inmediatamente de la pared, enrolladlo y dádselo a Reinaldo». Tuve la sensación de que nunca podría volver a ver a aquel hombre hermoso que, con su espléndido traje, aparecía ante mí como un príncipe del espíritu. Pero una timidez insuperable me impidió rogar a mi padre que no lo hiciese destruir. Pocos días después había desaparecido por completo la impresión que me había causado el hallazgo del cuadro. Había cumplido ya catorce años y era todavía una niña irreflexiva y salvaje, por lo que desentonaba con el serio y solemne Hermógenes. Le decía a mi padre que Hermógenes parecía una niña tranquila y yo un chico bastante travieso. Pero esto cambiaría pronto. Hermógenes comenzó a ejercitarse en el arte de caballería con pasión y fuerza. Vivía sólo para la lucha y la batalla y, como pronto habría guerra, le solicitó a mi padre entrar enseguida a prestar servicio de armas. Yo quedé sumida en aquel tiempo en un inexplicable estado de ánimo, que pronto perturbó todo mi ser. Un extraño malestar, que parecía proceder del alma, afectaba violentamente a todos los pulsos vitales. Muchas veces estuve al borde del desmayo, luego experimentaba todo tipo de sueños e imágenes extraordinarias. Me parecía como si pudiese contemplar un cielo radiante pleno de placer y bendiciones, aunque mis ojos permanecían cerrados como los de un niño somnoliento. Sin saber por qué, podía a menudo estar mortalmente afligida y, sin embargo, alegre y desenvuelta. La más mínima causa me hacía derramar lágrimas. Un anhelo inexplicable se tornaba tan intenso que me producía dolores corporales, de tal modo que mis miembros se agitaban convulsos. Mi padre se dio cuenta de mi estado, lo atribuyó a unos nervios sobreexcitados y buscó la ayuda de un médico que recetó todo tipo de medicamentos sin resultado. Yo misma no sé cómo ocurrió, pero repentinamente apareció en mi mente tan vívido el cuadro olvidado del hombre desconocido que me parecía como si realmente estuviera ante mí, dirigiéndome una mirada compasiva. «Ay, ¿debo morir acaso? ¿Qué es lo que me atormenta de manera tan indecible?», pregunté a la fantasmagórica visión. Entonces el desconocido rió y respondió: «Tú me amas Aurelia, ése es tu tormento, pero ¿puedes romper el voto del consagrado?». Advertí con asombro que el desconocido vestía el hábito de la Orden de los capuchinos. Intenté hacer acopio de todas mis fuerzas para despertar de aquel extraño estado onírico. Lo conseguí. Estaba firmemente convencida de que aquel monje había sido una imagen engañosa liberada por mi fantasía, pero también me resultó demasiado evidente que me había sido revelado el secreto del amor. ¡Sí! Amaba al desconocido con toda la fuerza del nuevo sentimiento que experimentaba, con toda la pasión y fervor de que es capaz un corazón juvenil. En aquellos momentos de ensueño, cuando creía ver al desconocido, mi malestar pareció alcanzar su punto culminante. Luego empecé a sentirme mejor al remitir mi debilidad nerviosa y sólo la permanencia de aquella imagen, el amor fantástico hacia un ser que vivía exclusivamente en mi interior, me otorgaba la apariencia de una soñadora. Había enmudecido para todos. Me sentaba en sociedad sin hacer un movimiento y, como estaba sólo pendiente de mi ideal, no prestaba atención a lo que se hablaba, por lo que daba a menudo respuestas incoherentes. Esto se interpretó como simpleza de carácter. En la habitación de mi hermano vi sobre la mesa un libro extraño. Era una novela traducida del inglés: ¡El Monje! Un estremecimiento helado acompañó al pensamiento de que mi amado desconocido era un monje. Nunca había sospechado que el amor a un consagrado a Dios pudiera ser pecaminoso. Recordé repentinamente las palabras que pronunció la figura onírica: «¿Puedes romper los votos del consagrado?». Sólo ahora me hirieron profundamente al caer con todo su peso en mi interior. Se me ocurrió que quizá aquel libro pudiera darme alguna aclaración. Lo tomé y empecé a leerlo. La extraña historia me entusiasmó, pero cuando tuvo lugar el primer crimen, cuando el horrible monje comete impiedad tras impiedad hasta que finalmente pacta con el mal, entonces me invadió un espanto sin nombre, pues pensé en las palabras de Hermógenes: «¡Nuestra madre habla con el diablo!». Ahora creía, tal y como acontecía con el monje de la novela, que el desconocido era un aliado del mal y que intentaba seducirme. Sin embargo, me era imposible dominar el amor que sentía por el monje que vivía en mi interior. Sólo a partir de aquel instante supe que existe un amor impío, y mi aversión luchó con el sentimiento que henchía mi pecho. Esta lucha me hizo irritable. A menudo, cuando me encontraba en la cercanía de un hombre, se apoderaba de mí un sentimiento siniestro, ya que repentinamente me asaltaba la impresión de que era el monje que quería seducirme y arrastrarme a la perdición. Reinaldo regresó de un viaje y habló mucho de un capuchino, un tal Medardo, que se había convertido en un famoso predicador y al que había podido escuchar en …r con admiración. Pensé en el monje de la novela y se apoderó de mí la extraña idea fija de que el amado y temido desconocido de mis sueños podía ser Medardo. Este pensamiento me parecía horrible, aunque no sabía por qué, y mi estado empeoró sensiblemente cuando creí que podía resistirlo. Nadaba en un mar de visiones y sueños. Pero en vano intentaba desterrar la imagen del monje de mi interior. Yo, niña infeliz, era incapaz de resistirme al amor pecaminoso que sentía por un hombre consagrado a Dios. Un sacerdote visitó a mi padre, como acostumbraba a hacer de vez en cuando. Se extendió acerca de las múltiples tentaciones del diablo y una chispa cayó en mi alma al describir el estado sin consuelo del espíritu juvenil, en el que el mal intenta abrirse camino, encontrando sólo una débil resistencia. Mi padre añadió algo más, como si hiciese referencia a mí. Sólo una determinación inamovible, dijo finalmente el sacerdote, sólo una confianza ilimitada, no sólo en personas a las que nos une una especial amistad sino también en la Religión y en sus servidores, pueden traer salvación. Esta extraña conversación fue la que me decidió a buscar consuelo en la Iglesia y a aligerar mi pecho arrepentido en sagrada confesión. El día siguiente por la mañana temprano quise ir, ya que nos encontrábamos precisamente en la Capital, a la iglesia del monasterio situado al lado de nuestra casa. Había pasado una noche horrible y angustiosa. Imágenes impías y repugnantes, como nunca había visto ni pensado, intentaban seducirme, y allí en medio se encontraba el monje, ofreciéndome su mano como pidiendo salvación: «¡Di que me amas —gritó— y quedarás libre de toda angustia!». Entonces respondí de manera involuntaria: «¡Sí, Medardo, te amo!». Y los espíritus infernales desaparecieron. Finalmente me levanté, me vestí y fui a la iglesia del monasterio. La luz de la mañana penetraba en la iglesia a través de vidrieras multicolores, un hermano lego limpiaba los corredores. No muy lejos de la puerta lateral por la que había entrado había un altar consagrado a Santa Rosalía. Allí recité una corta oración y me acerqué al confesionario, en el que pude ver a un monje. ¡Que el Cielo me ayude! ¡Era Medardo! No había ninguna duda, un poder superior me lo confirmó. Entonces me poseyeron un miedo y un amor demenciales, pero comprendí que sólo un valor imperturbable podía salvarme. Le confesé mi amor pecaminoso por un hombre consagrado a Dios. ¡Mucho más! ¡Dios misericordioso! En aquel instante me parecía como si ya hubiese maldecido a menudo en una desesperación desconsolada los lazos sagrados que ataban a mi amado, y también lo confesé. «Tú mismo, Medardo, tú mismo eres a quien amo de manera indecible», fueron las últimas palabras que pude emitir, pero ahora fluía un suave consuelo de la iglesia, como un bálsamo celestial de los labios del monje, que, súbitamente, ya no parecía Medardo. Poco después un anciano y venerable peregrino me tomó en brazos y me llevó con paso lento a través de los corredores hasta la puerta principal de la iglesia. Me dijo palabras espléndidas y santas, pero yo me adormecí como un niño que es mecido con tonos dulces y suaves. Perdí del todo la conciencia. Cuando desperté me hallaba vestida en el sofá de mi habitación. «¡Que Dios y todos los santos sean loados, la crisis ha pasado, se recupera!», exclamó una voz. Era el médico, que hablaba con mi padre. Me dijeron que me habían encontrado por la mañana en un estado comatoso y rígido, parecido a la muerte, que temían que hubiese sufrido una crisis nerviosa. Como ves, madre querida y piadosa, mi confesión con el monje Medardo sólo había sido un sueño vívido producido por un estado de excitación, pero Santa Rosalía, a la que rogaba a menudo y cuya imagen incluso apareció en el sueño, había hecho que sucediese todo así, para que pudiese ser salvada de la trampa tendida por las astucias del mal. El amor demencial que había sentido por la visión con hábito monacal había desaparecido. Me recuperé del todo y entré, alegre y desenvuelta, en la vida. Pero, Dios mío, de nuevo tuvo que herirme mortalmente aquel monje odiado. Por aquel Medardo, con el que me había confesado en sueños, tomé por un instante al monje que llegó a nuestro castillo. «¡Ése es el diablo con el que hablaba nuestra madre! ¡Guárdate de él! ¡Guárdate! ¡Está detrás de ti!», gritaba el infeliz Hermógenes. Ay, no hubiera necesitado su advertencia. Desde el primer momento en que el monje me contempló con sus ojos brillantes de deseo y en que invocó a Santa Rosalía con un tono de fingida cautivación, me pareció un ser horrible y espantoso. Ya conoces, querida madre, todos los acontecimientos pavorosos que se produjeron después. Pero debo también confesarte que el monje también resultaba peligroso en otro sentido, ya que se despertó en mi interior un sentimiento similar al pensamiento pecaminoso que antaño había surgido en mí y que me impulsó a luchar contra las tentaciones del mal. Había instantes en que, cegada, confiaba en los piadosos y seductores sermones del monje, incluso me parecía como si su espíritu irradiase un fulgor celestial que podría encender en mí un amor puro y sobrenatural. Pero luego intentó con impías astucias, incluso aprovechándose del estado exaltado provocado por la oración, avivar un ardor que procedía del infierno. Como a mi ángel de la guarda, me enviaron los santos, a los que rezaba con fervor, a mi hermano. Piensa, querida madre, mi horror cuando al aparecer por vez primera en la Corte se acercó a mí un hombre en el que a primera vista creí reconocer al monje Medardo, a pesar de que vestía ropas mundanas. Perdí el conocimiento al verle. Despertando en los brazos de la princesa, grité: «Es él, el asesino de mi hermano». «Sí, es él —dijo la princesa—, el monje Medardo disfrazado, que huyó del monasterio. La asombrosa similitud con su padre Francesco…». Ayúdame, Dios misericordioso, mientras escribo este nombre recorren mi cuerpo escalofríos. Aquel retrato que tenía mi madre era de Francesco… ¡El engañoso ser en hábito monacal que me atormentaba tenía sus rasgos! Reconocí a Medardo como aquel producto de mi imaginación que apareció en mi sueño de la confesión. Medardo era el hijo de Francesco, Franz, al que tú, mi buena madre, educaste de manera tan piadosa y que cayó en el pecado y la impiedad. ¿Qué relación tenía mi madre con aquel Francesco, cuyo retrato conservaba en secreto y ante el que parecía abandonarse al recuerdo de una época bienaventurada? ¿Cómo es posible que Hermógenes viese en ese cuadro al diablo, y que fuese la causa de mi singular extravío? Estoy sumida en sospechas y dudas. ¡Dios mío! ¿Me he liberado del poder maléfico que me mantenía en sus redes? ¡No, no puedo seguir escribiendo, me parece como si la noche hubiese caído sobre mí y no brillase ninguna estrella de esperanza que me mostrase el camino que debo seguir!

(UNOS DÍAS DESPUÉS).

¡No! Ninguna duda sombría debe estropearme los días claros y soleados que están por llegar. El venerable padre Cirilo te ha informado ya detalladamente, querida madre, del nuevo rumbo perjudicial que tomó el proceso de Leonardo, al que mi precipitación entregó en las manos del hostil tribunal de lo criminal. Que el Medardo real haya sido detenido, que su demencia quizá fingida remita pronto, que haya confesado sus crímenes, que espere su justa pena… pero para qué seguir, pues el destino ominoso del criminal que de niño te fue tan querido heriría profundamente tu corazón. El extraño proceso constituía el único objeto de conversación en la Corte. Tenían a Leonardo por un criminal contumaz y obstinado, porque lo negaba todo. ¡Dios misericordioso! Algunas charlas me parecían golpes de daga, pues una voz me decía de manera maravillosa: «Es inocente, y quedará tan claro como la luz del día». Sentí una profunda compasión por él. Tuve que reconocer que su imagen despertaba de nuevo en mí sentimientos que no podía malinterpretar. ¡Sí! Ya le amaba de manera indecible cuando aparecía ante el mundo como un impío criminal. Un milagro nos tenía que salvar, pues yo moriría en el mismo instante en que Leonardo cayese por obra del verdugo. Es inocente, me ama y pronto será mío. Así se hará realidad, se tornará en una espléndida vida placentera, una visión oscura que me acompaña desde mi infancia y que un poder maligno quiso perturbar con perfidia. ¡Oh, otórgame, otorga a mi amado tu bendición, madre piadosa! ¡Ah, si pudiera tu afortunada niña consolarse de su placer celestial en tu corazón! Leonardo tiene un gran parecido con aquel Francesco, pero parece más alto, también le distingue fácilmente de Francesco y del monje Medardo un rasgo característico de su nación (ya sabes que es polaco). Fue bastante tonto por mi parte confundir, aunque sólo fuese un instante, al señorial, inteligente y distinguido Leonardo con el monje dado a la fuga. Pero tan fuerte fue la espantosa impresión que sufrí después de aquella escena brutal en nuestro castillo que, a menudo, cuando entra Leonardo de improviso y me mira con sus ojos brillantes tan parecidos a los de Medardo, me asalta una angustia irreprimible y corro peligro de herir a mi amado con mi comportamiento infantil. Me parece que sólo la bendición del sacerdote podría conjurar la oscura figura que todavía arroja con hostilidad sombras sobre mi vida. ¡Tennos presentes, a mí y a mi amado, en tus oraciones, madre querida! El Soberano desea que la boda se celebre pronto. Te comunicaré el día exacto, para que puedas acordarte de tu niña en su hora más solemne y decisiva, etcétera.

Leí una y otra vez las páginas escritas por Aurelia. Me parecía como si el espíritu celestial, que surgía luminoso de ellas, penetrase en mi interior y disolviese con un rayo puro todo el ardor impío y pecaminoso. Ante la mirada de Aurelia me invadió un temor sagrado, no osé más precipitarme sobre ella para acariciarla como antes. Aurelia notó el cambio de comportamiento y le confesé arrepentido el robo de la carta dirigida a la abadesa. Me disculpé aduciendo un impulso incontrolable que, como si fuese la fuerza de un poder superior, no pude resistir. Afirmé que precisamente aquella visión en el confesionario había tenido lugar para mostrarme hasta qué punto nuestro vínculo correspondía a la voluntad divina.

—Sí, niña piadosa y celestial —dije—, también yo tuve un sueño maravilloso en el que me declarabas tu amor, pero yo era un monje desgraciado, aniquilado por la fatalidad, cuyo pecho era destrozado por mil tormentos infernales. A ti, sólo a ti amaba con fervor indecible, pero impío; hipócrita era mi amor, pues yo era realmente un monje y tú Santa Rosalía.

Aurelia me interrumpió aterrorizada:

—¡Por Dios! —dijo—. ¡Por Dios, Nuestro Señor, un profundo e impenetrable secreto determina nuestras vidas! Ay, Leonardo, no toquemos el velo que lo cubre, quién sabe, podríamos encontrar algo oculto, espantoso y horrible. Seamos piadosos y mantengámonos juntos y fieles a nuestro amor, así podremos contrarrestar los efectos del poder oscuro que nos amenaza. Que hayas leído mi carta, bueno, tuvo que suceder. Ay, todo te lo tuve que haber revelado antes, ningún secreto debe existir entre los dos. Y, sin embargo, tengo la sensación de que luchas con algo que hace tiempo penetró en tu vida con efecto pernicioso y que no te atreves a decir por un temor injusto. ¡Leonardo, sé sincero! ¡Ah, cómo aliviaría tu corazón e iluminaría nuestro amor una confesión voluntaria!

Después de escuchar las palabras de Aurelia, sentí, mortificado, cómo habitaba en mí el espíritu de la mentira y cómo hacía sólo unos instantes había engañado impíamente a una niña tan piadosa. Este sentimiento me dominó con más y más fuerza, y experimenté la necesidad de descubrirle todo a Aurelia y, no obstante, ganar su amor.

—Aurelia, mi niña santa, que me salva de…

Justo en ese momento entró la Soberana. Su mirada, llena de escarnio y del pensamiento de mi perdición, me arrojó repentinamente al infierno. Ahora estaba obligada a tolerarme. Permanecía frente a ella, audaz y temerario, como el prometido de Aurelia. En ningún caso se podía decir que estaba libre de malos pensamientos cuando me quedaba a solas con Aurelia. Pero entonces también llegaba hasta mí la bendición del Cielo. Sólo ahora deseaba con fuerza el matrimonio con Aurelia. Una noche se me apareció mi madre y quise tomar su mano, pero comprobé que sólo se trataba de una fragancia que había tomado forma. «¿Por qué un engaño tan estúpido?», grité enfurecido. Entonces los ojos de mi madre derramaron lágrimas cristalinas que se convirtieron en estrellas plateadas y refulgentes, de las cuales cayeron gotas luminosas que oscilaron alrededor de mi cabeza como si quisiesen formar un nimbo, pero un puño horrible y negro destrozaba siempre el círculo. «Tú, que naciste puro de todo crimen —dijo mi madre con voz dulce—, ¿ha quedado tu fuerza tan debilitada que es incapaz de resistir las tentaciones de Satanás? ¡Ahora puedo ver en tu interior, pues he sido aliviada de la carga terrenal! ¡Levántate, Francisco! ¡Quiero adornarte con lazos y flores, ya que el día de San Bernardo ha llegado y debes volver a ser un niño piadoso!».

Sentí la necesidad de entonar como antaño un himno en alabanza del Santo, pero algo espantoso ocurrió entre tanto y mi canto se tornó en un aullido salvaje. Velos negros se alzaron entre mi madre y yo. Varios días después de esta visión me encontré con el juez en la calle. Se acercó a mí amigablemente.

—¿Sabéis ya —comenzó—, que el proceso del capuchino Medardo ha tomado un rumbo equívoco? La sentencia, que muy probablemente le hubiese supuesto la muerte, debería haberse redactado ya, pero ha mostrado de nuevo huellas de demencia. El tribunal de lo criminal recibió además la noticia de la muerte de su madre. Le informé sobre ello, pero entonces rió como un salvaje y, con una voz que hubiese atemorizado al espíritu más firme, gritó: «¡Ja, ja, ja, la princesa de… —nombró a la esposa del hermano asesinado de nuestro Soberano— hace tiempo que está muerta!». Ha sido dispuesto un nuevo reconocimiento médico; se cree, sin embargo, que la locura del monje es fingida.

Me informé sobre el día y la hora en que se había producido el fallecimiento de mi madre. Comprobé que se me había aparecido en el mismo instante de su muerte. Penetrando en mi alma, mi madre, descuidada por mí durante tantos años, se había convertido en la mediadora entre el alma celestial que iba a ser mía y yo. Me había vuelto más sensible y sentimental. Ahora comprendía mucho mejor el amor de Aurelia y me resistía a abandonarla, considerándola como un ángel protector. Mi ominoso secreto me pareció que ocultaba un acontecimiento impenetrable, impuesto por poderes superiores. El día escogido por el Soberano para celebrar la boda había llegado. Aurelia quería contraer matrimonio por la mañana temprano ante el altar de Santa Rosalía, en la iglesia del convento vecino. Pasé la noche despierto y, por primera vez durante mucho tiempo, rezando con fervor. ¡Ay, ciego de mí, no sabía que la oración con la que pretendía fortalecerme para evitar el pecado constituía una impiedad infernal! Cuando vi a Aurelia, vino hacia mí vestida de blanco, adornada con aromáticas rosas y con la belleza encantadora de un ángel. Su vestido y su tocado tenían algo arcaico de gran singularidad. Un oscuro recuerdo se despertó en mi mente y, cuando repentinamente apareció ante mí el altar de Santa Rosalía en el que íbamos a contraer matrimonio, sentí cómo un escalofrío recorría mi cuerpo. El cuadro representaba el martirio de la Santa, y precisamente estaba vestida como Aurelia. Me fue difícil esconder la horrible impresión que sufrí. Aurelia me dio su mano con una mirada de la que emanaba todo un cielo lleno de amor y bendición. La llevé a mi pecho y con un beso arrebatador de pureza experimenté de nuevo el sentimiento de que sólo a través de Aurelia podría salvar mi alma. Un servidor del príncipe regente anunció que Su Majestad estaba ya dispuesta para recibirnos. Aurelia se puso rápidamente el guante y yo tomé su brazo; entonces la camarera advirtió que el peinado se había desordenado. Salió corriendo a buscar alfileres para el pelo. Esperamos en la puerta, lo que parecía resultarle bastante desagradable a Aurelia. En ese instante se produjo un ruido sordo en la calle, voces huecas gritaban en la confusión y se pudo escuchar el estrépito causado por un carruaje pesado que avanzaba con lentitud. ¡Me apresuré hasta la ventana! Pude ver ante el palacio la carreta conducida por el verdugo, en la que iba sentado el monje. Un capuchino se encontraba ante él, rezando en voz alta y con fervor. Su rostro estaba descompuesto, con la palidez generada por un miedo mortal y con las barbas desgreñadas. Pero los rasgos de mi horrible doble me eran demasiado conocidos. Tan pronto como la carreta, impedida en su avance un instante por la aglomeración de gente, pudo reanudar su camino, lanzó una mirada espantosa y bestial hacia mí, riendo y aullando:

—¡Eh, novio, novio… sube al tejado… al tejado… allí lucharemos y el que lance al otro al vacío será rey y beberá sangre!

Yo grité:

—¡Ser espantoso!… ¿Qué quieres… qué quieres de mí?

Aurelia me tomó con ambos brazos y, apartándome violentamente de la ventana, dijo:

—¡Por el amor de Dios! ¡Virgen Santísima… se llevan a Medardo… al asesino de mi hermano al patíbulo! ¡Leonardo! ¡Leonardo!

Los espíritus infernales se rebelaron en ese momento en mi interior con el poder que les había sido concedido para actuar contra el pecador impío. Cogí a Aurelia con una furia tan terrible que se sobresaltó.

—Ja, ja, ja… mujer demente y estúpida… yo… yo, tu galán, tu prometido, soy Medardo… soy el asesino de tu hermano… tú, la novia del monje, ¿quieres que la perdición caiga sobre tu prometido? ¡Ja, ja, ja… yo soy rey… beberé tu sangre!

Saqué el cuchillo, se lo clavé y la dejé caer al suelo. Un chorro de sangre bañó mi mano. Bajé las escaleras, atravesé la masa de gente y llegué hasta la carreta. Cogí al monje y lo arrojé al suelo. Entonces me rodearon, pero furioso me abrí paso con el cuchillo. Pude liberarme y salir huyendo, aunque me acosaban y sentí cómo me habían herido en el costado. Con el cuchillo en la mano derecha y dando fuertes puñetazos pude llegar hasta el muro que rodeaba el parque. Lo salté acompañado por un horrible vocerío:

—¡Al asesino, al asesino! ¡Detened al asesino!

Seguí escuchando gritos a mis espaldas. Pude oír ruido de cadenas, querían romper la puerta de la verja del parque, que estaba cerrada. Corrí sin detenerme. Llegué a la zanja que separaba el parque del bosque, un salto poderoso y ya estaba en el otro lado. Seguí corriendo sin parar a través del bosque hasta que, agotado, me eché bajo un árbol. Era noche profunda cuando desperté como de un profundo letargo. En mi mente existía sólo el pensamiento de huir como un animal acosado. Me levanté, pero apenas había dado unos pasos, surgió un hombre de unos matorrales y saltó sobre mi espalda, apretándome el cuello con fuerza. En vano intenté desembarazarme de él. Me arrojé al suelo, choqué de espaldas contra un árbol, pero todo fue inútil. El hombre emitía una risa sarcástica. La luna apareció a través de los oscuros abetos iluminando el entorno y el rostro horrible y pálido del monje, del pretendido Medardo, que ahora me miraba fijamente de la misma manera en que lo había hecho desde la carreta.

—Ji, ji, ji… hermanito… hermanito, siempre contigo… no me dejes, no me dejes, no puedo andar… me tienes que llevar… me tienes que llevar… vengo del patíbulo… del patíbulo… el suplicio de la rueda… de la rueda… Ji, ji…

Así reía y aullaba el espantoso espectro, mientras yo, fortalecido por el terror que sentía, salté como un tigre aprisionado por una pitón. Me lancé contra árboles y rocas para, si no matarle, al menos herirle gravemente y que me soltase. Pero él rió todavía más fuerte y yo me sentí lacerado por un dolor repentino. Intenté desasirme de sus manos enlazadas como nudos en torno a mi cuello, pero la fuerza del monstruo amenazaba con aplastarme la garganta. Finalmente, después de una lucha furiosa, cayó repentinamente. Sin embargo, apenas había logrado avanzar unos metros libre de su carga, cuando lo tenía otra vez sobre mi espalda, riendo y balbuceando palabras horribles. De nuevo hice salvajes esfuerzos, de nuevo pude liberarme, pero al instante tenía otra vez las manos del espectro en torno a mi cuello. Me es imposible poder decir cuánto tiempo huí por el sombrío bosque perseguido por mi doble. Me parece como si hubieran sido meses, durante los cuales ni comí ni bebí. Sólo me acuerdo con claridad de un instante, después me sumí en una completa inconsciencia. Precisamente había logrado desembarazarme del doble cuando un rayo de luz solar penetró en el bosque acompañado del tañido alegre de las campanas de un monasterio. Distinguí una campanada que tocaba a maitines. «¡Has asesinado a Aurelia!». Este pensamiento se apoderó de mí con los brazos helados de la muerte, y perdí el conocimiento.