La ciudad en la que residía el príncipe soberano era precisamente lo contrario de la ciudad comercial que acababa de abandonar. De dimensiones considerablemente más reducidas, estaba diseñada sin embargo de una manera más regular y bella, aunque sus calles aparecían normalmente desiertas de gente. Varias avenidas, plantadas de álamos, parecían más los anexos de un parque que una parte integrante de la ciudad. Todo se movía con tranquilidad y solemnidad; el silencio reinante raras veces quedaba roto por el traqueteo de un carruaje. En la misma forma de vestir y en el decoro de los habitantes, incluso entre los hombres de más baja condición, se dejaba traslucir una cierta elegancia, un afán por mostrar una cuidada apariencia externa.
No se podía decir que el palacio del Soberano fuese pequeño. Aunque su estilo arquitectónico carecía de grandeza, en lo que respecta a la elegancia y a sus correctas proporciones constituía, no obstante, uno de los edificios más bellos que había visto en mi vida. Junto al palacio se extendían amenos jardines, que el liberal Soberano abría a los habitantes para que pudieran pasear.
En la posada donde estaba hospedado me dijeron que la familia del Soberano acostumbraba a dar un paseo por el parque todas las tardes, y que muchos de los habitantes no perdían nunca la ocasión de ver al bondadoso regente. Me apresuré para llegar al parque a la hora adecuada. El Soberano salió con su esposa del palacio, rodeados de reducido séquito. ¡Ah! ¡Pronto sólo tuve ojos para la Soberana, que tanto se parecía a mi madrina! La misma grandeza, la misma gallardía en cada uno de sus movimientos, la misma mirada inteligente, la misma frente amplia, la sonrisa celestial. Si bien me parecía más alta y joven que la abadesa. Hablaba cariñosamente con varias doncellas, que también se encontraban en la alameda, mientras el Soberano parecía enfrascado en una interesante y vehemente conversación con un hombre serio. Los trajes, el comportamiento de la familia del Soberano, su séquito, todo armonizaba perfectamente. Se apreciaba cómo la actitud decorosa, reflejada en la tranquilidad y dignidad sin pretensiones que mantenía la ciudad, procedía de la Corte. Casualmente, me encontraba al lado de un hombre despierto, que contestaba a todas las preguntas que le hacía y sabía intercalar jocosas observaciones. Cuando la familia del Soberano había pasado de largo, me propuso dar un paseo por el parque para mostrarme los bellos parajes que se encontraban por doquier. Acepté la propuesta, y realmente encontré que el espíritu de la dignidad y del gusto bien entendido se extendía por todas partes, aunque me pareció que los edificios diseminados por el parque a menudo reflejaban una tendencia hacia las formas clásicas que sólo toleran las proporciones grandiosas, y que al arquitecto le habían hecho caer en algunas mezquindades. Columnas clásicas, cuyos capiteles puede tocarlos con la mano un hombre no muy alto, resultan ridículos. Por otro lado, y con un estilo totalmente contrapuesto, se podían contemplar un par de edificios góticos que, dadas sus escasas dimensiones, resultaban demasiado nimios. Creo que la imitación de las formas góticas es casi más peligrosa que la imitación de las clásicas. Pero es cierto, sin embargo, que las capillas pequeñas ofrecen al arquitecto, limitado por las dimensiones del edificio y por el presupuesto, motivos suficientes como para construir en ese estilo, aunque no se debería abusar de los arcos ojivales, de las columnas estrafalarias o de las volutas, imitando a una u otra iglesia, ya que sólo puede lograr algo verdadero aquel arquitecto que se siente poseído del profundo saber que vivía en los viejos maestros. Ellos sabían realmente armonizar de manera tan espléndida todo lo aparentemente heterogéneo que al final lograban un conjunto pleno de significado. En pocas palabras, al constructor gótico le debe guiar el extraordinario sentido por lo romántico, ya que aquí no se puede hablar de líneas directivas a las que hay que someterse, como cuando se trata de las formas clásicas. Todo esto se lo expliqué a mi acompañante, que coincidió conmigo plenamente. Como disculpa por aquellos pequeños desaciertos adujo que la exigida variedad en un parque, e incluso la necesidad de construir aquí y allá edificios para resguardarse de chaparrones repentinos o sólo para el descanso y solaz de los visitantes, eran factores que habían contribuido casi por sí mismos a cometer semejantes errores. Le contesté que yo, por el contrario, prefería las casitas campestres más simples y sin pretensiones, fabricadas de madera, con techos de paja y escondidas entre arbustos, que cumplían mucho mejor los cometidos comentados, a todos aquellos templetes y capillitas. Si, en otro caso, se tuviera que emplear la piedra y trabajo de carpintería, el constructor inteligente, limitado por los costes y dimensiones de la obra, podría optar por un estilo que puede inclinarse hacia lo clásico o lo gótico, pero que tiene como fin, lejos de imitaciones mezquinas o pretensiones de emular los grandiosos modelos antiguos, mostrar armonía de formas y despertar una impresión bienhechora en el ánimo contemplativo.
—Soy enteramente de su opinión —dijo mi acompañante—. Pero todos estos edificios, incluso la disposición del parque, han sido idea del propio Soberano, y esta circunstancia aminora, al menos entre nosotros, los ciudadanos, cualquier defecto. El Soberano es una de las mejores personas que puede haber en el mundo. Siempre ha presidido su actuación el principio verdaderamente patriótico de que los súbditos no están aquí para servirle, sino que más bien él está aquí para servir a sus súbditos. La libertad de expresión; los bajos impuestos y, por consiguiente, los precios asequibles en todos los órdenes de la vida diaria; la actuación medida de la policía, que sin ruido pone fin a la insolencia maliciosa y está muy lejos de atormentar a los ciudadanos y forasteros con un exceso de celo profesional; la ausencia de desenfreno militar; la agradable tranquilidad con la que se hacen los negocios: todo esto que os he enumerado hará de vuestra estancia en nuestro pequeño principado algo satisfactorio. Apuesto a que nadie os ha preguntado hasta ahora acerca de vuestro nombre y clase social, ni siquiera el posadero, que en otras ciudades, sin ni siquiera haber transcurrido el primer cuarto de hora, ya se aproxima solemne con el libraco bajo el brazo, en el que os conmina a garabatear vuestros datos personales con pluma roma y tinta desvaída. En resumen, toda la organización de nuestro pequeño Estado, en el que domina la verdadera sabiduría de la vida, tiene su origen en nuestro espléndido Soberano, ya que con anterioridad, según me han dicho, los hombres eran atormentados por la pedantería estúpida de una Corte que parecía la edición de bolsillo de la gran Corte vecina. El Soberano ama el arte y las ciencias, por ello es bienvenido todo artista hábil y todo sabio brillante, para el que sólo el grado de su saber constituye la prueba de nobleza que le capacita para aparecer en la compañía del Soberano. Pero precisamente en el arte y la ciencia del polifacético gobernante se ha deslizado algo de la pedantería que le inculcaron en su educación, y que ahora se manifiesta en su predilección obtusa por algunas formas. Con aprensiva precisión, prescribió y diseñó para el maestro constructor el más mínimo detalle de los edificios. La más pequeña desviación del modelo expuesto, que había sacado con esfuerzo de todas las obras clásicas posibles, le angustiaba sobremanera, así como, por ejemplo, cuando alguien se negaba a añadir la nueva proporción, forzada por la necesidad de reducir las dimensiones. Debido a la dependencia de determinadas formas, a las que había tomado cariño, nuestro teatro también padece de múltiples defectos, ya que no se desvió del estilo preestablecido, al que hubo que añadir los elementos más heterogéneos. El Soberano cambia sus actividades favoritas, que nunca han molestado a nadie. Cuando se diseñó el parque, era un apasionado constructor y jardinero, luego quedó entusiasmado por el impulso musical que se experimenta en los últimos tiempos. A ese entusiasmo hay que agradecer la creación de una excelente orquesta. A continuación se dedicó a la pintura, en la que ha alcanzado una pericia desacostumbrada. Incluso en los entretenimientos diarios de la Corte tienen lugar transformaciones. Antaño se bailaba mucho, ahora se juega al faro[15] en los días de sociedad, y el Soberano, sin ser realmente un jugador, se divierte con las extrañas concatenaciones del azar; pero otra novedad, introducida por cualquier iniciativa, se incluye fácilmente en el orden del día. Este rápido cambio de inclinaciones ha alentado el reproche de que a nuestro buen Soberano le falta la profundidad de espíritu, en la que, como en un lago claro y soleado, se refleje sin distorsiones la imagen multicolor de la vida. Según mi opinión, se le hace una injusticia, pues una especial vivacidad del espíritu sólo le lleva a dedicarse con plenitud y pasión a una actividad mientras dura el impulso, sin por ello tener que olvidar o descuidar lo más noble. Así, podéis apreciar lo bien cuidado que está el jardín. Su apoyo logra que nuestra orquesta y el teatro queden afianzados de la mejor manera para el futuro, y que la colección de pintura se enriquezca en todo lo posible. En lo que respecta a los cambios de divertimento en la Corte, resulta un animado juego en la vida que nadie debería censurar, pues sirven como descanso a un príncipe activo de los serios y a menudo complejos asuntos de Estado.
Pasamos por espléndidas agrupaciones de arbustos y árboles, que poseían en su distribución un profundo sentido paisajista. Manifesté mi admiración, y mi acompañante dijo:
—Todos estos parterres, estas plantas y agrupaciones florales son obra de la eximia Soberana. Ella es una perfecta pintora paisajista y, además, la historia natural es su ciencia preferida. Aquí encontraréis, por lo tanto, árboles de tierras lejanas, flores y plantas exóticas, pero no expuestas simplemente a la vista, sino ordenadas con un profundo sentido y repartidas de manera tan natural, como si hubieran nacido en su suelo original sin necesidad del artificio humano. La princesa expresó su rechazo por todas las figuras de piedra arenisca que representaban a dioses y diosas, náyades y dríades, de las que antaño el parque se encontraba plagado. Todas estas estatuas han sido proscritas, y encontraréis sólo algunas buenas copias según modelos de la Antigüedad, que el Soberano, debido a bellos recuerdos, deseaba mantener en el parque, pero que la Soberana hábilmente —tomando la iniciativa con dulzura conforme a la voluntad del Soberano— supo exponer de tal manera que ejercen un efecto maravilloso, incluso en aquellos que desconocen las relaciones secretas a las que hacen referencia.
Se había hecho tarde y abandonamos el parque. Mi acompañante aceptó la invitación para comer conmigo en la posada, y se presentó finalmente como el inspector de la galería de pintura del principado.
Una vez que durante la comida habíamos ganado la suficiente confianza, le manifesté mi ferviente deseo de entrar en contacto con la familia del Soberano. Me aseguró que nada era más fácil de cumplir, pues cualquier forastero instruido e inteligente sería bienvenido en el círculo de la Corte. Tendría solamente que visitar al mayordomo mayor y solicitarle que me presentara al Soberano. Esta forma diplomática de acceder hasta él no me gustaba en absoluto, pues apenas tenía la esperanza de poder evadirme de ciertas preguntas comprometedoras del mayordomo mayor, como las que afectaban a mi procedencia, clase social y carácter. Decidí entonces confiar en el azar, que quizá me señalaría el camino más corto, como en efecto ocurrió. Cuando una mañana paseaba placenteramente por el parque, precisamente a la hora en que estaba desierto, me encontré con el Soberano, que vestía un sencillo gabán. Le saludé, como si me fuera completamente desconocido, y él se detuvo preguntándome si era forastero. Asentí a la pregunta, añadiendo que había llegado hacía un par de días y que simplemente pasaba por allí. Le dije que el encanto del lugar, especialmente la serenidad y apacibilidad que reinaban por doquier, me habían impulsado a quedarme algún tiempo más. Como era una persona independiente y vivía sólo para el arte y la ciencia, estaría encantado de permanecer allí durante un largo tiempo, ya que los alrededores me atraían sobremanera. Al Soberano pareció agradarle lo que había dicho y se ofreció a mostrarme como cicerone las distintas zonas del parque. Me guardé mucho de revelar que ya lo había visto todo, y me dejé guiar por todas las grutas, templos, capillas góticas y pabellones, escuchando pacientemente los prolijos comentarios que el Soberano creía oportuno manifestar. Nombró los modelos según los cuales se había trabajado en cada una de las construcciones, dirigió mi atención a la correcta ejecución de los problemas planteados, y se extendió sobre la tendencia que había servido de principio fundamental al diseño del parque, que, además, debería presidir la organización de todo parque. Me preguntó mi opinión. Yo alabé la belleza del lugar, la espléndida y exuberante vegetación, pero tampoco omití manifestarme respecto a los edificios y contra la opinión del inspector de la galería. Me escuchó con atención. No pareció rechazar algunos de mis juicios, pero cortó cualquier inicio de discusión sobre esta materia alegando que quizá, en un sentido ideal, podría tener razón, pero que parecía faltarme el conocimiento de lo práctico y de la verdadera forma en que debía ser ejecutado un proyecto para la vida. La conversación se centró a continuación en el arte. Me mostré buen conocedor de la pintura, y como aficionado a la música osé contrariar algunos de sus juicios, que, inteligentes y precisos, expresaban su convencimiento, pero que también dejaban percibir que su educación artística, si bien superaba con mucho la que acostumbraban a recibir los de su rango, permanecía sin embargo demasiado superficial como para sospechar la profundidad de la que el verdadero artista hace surgir su arte, y cómo se enciende en él la chispa divina del afán hacia la verdad. Mis disensiones, mis puntos de vista, los tomaba como pruebas de mi diletantismo, que, como era usual, no quedaba iluminado por las intenciones prácticas y reales. Me adoctrinó sobre las verdaderas tendencias de la pintura y de la música, sobre las reglas que deben regir en un cuadro, en la ópera. Me informó sobre colorido, vestuario, agrupaciones piramidales, sobre música seria y cómica, sobre escenas para la prima donna, sobre coros, efectos, claroscuro, iluminación, etc. Escuché todo sin interrumpirle, ya que parecía tener placer en la conversación. Finalmente terminó su discurso con la inesperada pregunta:
—¿Jugáis al faro?
Le respondí que no.
—Es un juego espléndido —continuó—; en su enorme simpleza constituye en verdad un auténtico juego para hombres inteligentes. Hace que el que interviene salga de sí mismo o, mejor dicho, el participante se coloca en un punto de vista desde el que se pueden contemplar las extrañas conexiones y los inesperados enlaces que el poder secreto, al que llamamos azar, teje con hilos invisibles. Ganancia y pérdida son los resortes gracias a los cuales se mueve la misteriosa máquina que nosotros ponemos en marcha, y que sólo el espíritu que vive en su interior hace que siga funcionando según su propio arbitrio. Debéis aprender el juego, yo mismo seré vuestro maestro.
Le aseguré que hasta ahora jamás había sentido interés por ningún juego, y que me habían advertido que es extremadamente peligroso y corruptor. El príncipe sonrió y, mirándome fijamente con sus ojos claros y vivos, continuó:
—¡Vaya! Eso sólo lo pueden afirmar almas cándidas. Al final me vais a considerar un jugador que os quiere hacer caer en la red. Yo soy el Príncipe Soberano. Si os gusta la ciudad, permaneced aquí y visitad mi círculo, en el que a veces jugamos al faro, que por ahora no ha trastornado a nadie; aunque el juego debe poseer algún componente de importancia para llegar a resultar interesante, pues el azar se muestra perezoso cuando sólo se le ofrecen banalidades.
Dispuesto ya a abandonar mi compañía, se volvió todavía un momento para preguntarme:
—¿Con quién he tenido el gusto de hablar?
Le contesté que me llamaba Leonardo, y que era un erudito que vivía de las rentas; que de ninguna manera pertenecía a la nobleza, y que por ello quizá no podría hacer uso de su graciosa invitación para aparecer en su círculo de la Corte.
—¡Qué nobleza, qué nobleza!… —repuso el príncipe con vehemencia—. Vos sois, como me he podido convencer por mí mismo, un hombre instruido e inteligente. La ciencia os ennoblece y os capacita para aparecer en mi entorno.
¡Adiós, señor Leonardo! ¡Hasta la vista!
Así quedó cumplido mi deseo, mucho más pronto y más fácil de lo que había pensado. Por primera vez en mi vida iba a aparecer en una Corte, incluso, en cierta manera, viviría en la Corte, lo que hizo que se me pasaran por la cabeza todas las aventuras de intrigas, enredos y conjuras leídas en mil historias como las que maquinan escritores de novelas ingeniosas o de comedias. Según los argumentos que dominan en estos géneros de la literatura, el príncipe regente tenía que estar rodeado de facinerosos de toda condición; especialmente el mayordomo mayor debía ser un hombre vanidoso, sin gusto y orgulloso de sus antepasados; el primer ministro, un malvado intrigante y avaricioso; los ayudas de cámara, por otro lado, hombres laxos de costumbres y seductores de jovencitas. En cada semblante se marcan gestos artificiales de amistad, pero en el corazón anidan la mentira y la traición. Todos se derriten en cordialidad, en delicadeza; se inclinan, se humillan, pero en realidad son enemigos irreconciliables. Se intenta con astucia poner la zancadilla al otro, de tal manera que caiga sin posibilidad de salvación para ocupar su lugar, hasta que el que empleó semejante argucia cae a su vez víctima de su propia táctica. Las damas de la Corte serían feas, orgullosas, intrigantes, enamoradas de sí mismas; colocarían trampas y redes, de las cuales habría que protegerse como del fuego. Ésta era la idea de la Corte que había arraigado en mi alma, cuando leía tanto sobre ello en el seminario. Me parecía como si el demonio pudiera llevar a cabo en estos lugares su juego sin estorbos de ninguna clase. A pesar de que Leonardo me había contado cosas de las cortes en las que había estado que no querían adaptarse a mis ideas preconcebidas, me quedó una cierta timidez ante la vida cortesana que, ahora que estaba en condiciones de visitar una Corte real, afloró y me causó cierto desasosiego. No obstante, el deseo de ver a la Soberana y una voz interior que me decía constantemente y con palabras oscuras que aquí se decidiría mi destino, me impulsaban irresistiblemente a continuar con mi propósito. A la hora fijada me encontré, no sin ansiedad, en la antesala del palacio.
Mi prolongada estancia en una ciudad comercial como la de donde venía había servido para desterrar del todo lo desmañado, rígido y torpe de mi comportamiento que todavía perduraba de mi vida monacal. Mi cuerpo, por naturaleza ágil y bien formado, se había acostumbrado fácilmente al movimiento libre y desenvuelto, propio de un hombre de mundo. La palidez, que también altera los bellos rostros de los monjes jóvenes, había desaparecido de mi semblante. Me encontraba en los años de plenitud física. La fuerza enrojecía mis mejillas y relampagueaba en mis ojos. Mis rizos castaño oscuros escondían lo que quedaba de la tonsura. Por añadidura, llevaba un traje elegante y fino, de color negro, a la última moda, que había traído de la ciudad comercial. Mi aparición no podía, por consiguiente, dejar de crear una impresión agradable entre los reunidos, como su conducta deferente dejó traslucir, y que, manteniéndose en los límites de la cortesía más exquisita, no resultó impertinente. De acuerdo con mi teoría del príncipe inspirada por novelas y comedias, cuando el príncipe regente me habló en el parque y pronunció las palabras «yo soy el Soberano», tendría que haberse desabrochado rápidamente el gabán y haber hecho brillar ante mi persona una gran estrella. Siguiendo la misma teoría, todos los señores que rodeaban al Soberano tendrían que lucir levitas bordadas y peinados enhiestos. Me quedé asombrado cuando comprobé que sólo había trajes sencillos pero con gusto. Me di cuenta de que mi idea de la vida cortesana sólo correspondía a un prejuicio infantil, por lo que perdí mi timidez. El Soberano, que se acercó a mí, terminó de animarme con las palabras:
—¡Mirad, aquí llega el señor Leonardo! —y bromeó sobre mi severa mirada artística, que había pasado revista a su parque.
Las puertas se abrieron, y la Soberana entró en la sala, acompañada sólo por dos damas. ¡Cómo temblé ante su presencia, cómo con el brillo de las luces se parecía más que nunca a mi madrina! Las damas de la Corte la rodeaban. Me presentaron y me miró con asombro, que un ligero movimiento traicionó. Susurró unas palabras, que no comprendí, y se volvió hacia una dama de edad avanzada que le dijo algo en voz baja, sobre lo que se intranquilizó, mirándome a continuación fijamente. Todo ocurrió en un momento. Entonces se formaron grupos pequeños y grandes, comenzaron conversaciones animadas, dominando un tono natural y libre, aunque no se podía olvidar que se estaba en la Corte y en presencia del Soberano. Este hecho, sin embargo, no oprimía la atmósfera en absoluto. No encontré ninguna figura que hubiera podido coincidir con la imagen de la Corte que había tenido con anterioridad en la mente. El mayordomo mayor era un anciano alegre y despierto; los ayudas de cámara, animados jóvenes que no parecían precisamente traerse ninguna perfidia entre manos. Las dos damas parecían hermanas; eran muy jóvenes e insignificantes, por suerte arregladas con corrección y sin pretensiones. Un hombre pequeño, de nariz respingona, ojos brillantes y vivos, vestido de negro y la larga daga de acero en el costado, encendía por todas partes una extraordinaria animación, ya fuera yendo con extremada rapidez de un sitio a otro, sin permanecer mucho tiempo en cada grupo y sin dejar a nadie decir palabra, ya contando chispeante cientos de chistes y ocurrencias sarcásticas. Se trataba del médico personal del Soberano. La dama de edad, con la que había hablado la Soberana, había sabido aislarme de manera tan hábil que, antes de que me hubiera podido percatar, me encontraba con ella a solas junto a la ventana. Entabló rápidamente una conversación conmigo que, aunque comenzó de manera astuta, no pudo dejar de traicionar su única meta: informarse sobre las circunstancias de mi vida. Estaba preparado para algo semejante y, convencido de que en estos casos la historia más simple y sencilla es la menos dañina y peligrosa, me limité a decirle que había estudiado teología, pero que ahora, después de recibir una rica herencia tras la muerte de mi padre, viajaba por placer. Mi lugar de nacimiento lo trasladé a la zona polaca ocupada por Prusia, pronunciando un nombre tan bárbaro, perjudicial para los dientes y la lengua, que herí el oído de la dama y le quité las ganas de seguir preguntando.
—Ay, señor —dijo la dama de edad—, poseéis un rostro que aquí podría despertar ciertos tristes recuerdos, y sois quizá más de lo que queréis aparentar, pues vuestra distinción no corresponde en absoluto a la de un estudiante de teología.
Después de que sirvieran algunos refrescos, nos acercamos a la sala donde la mesa del faro ya estaba preparada. El mayordomo mayor hacía de banquero. Según me dijeron, estaba de tal manera conchabado con el Soberano que se quedaba con todas las ganancias, pero que el Soberano le resarcía de las pérdidas en caso de que debilitasen la banca. Los señores se reunieron alrededor de la mesa, excluido el médico, que nunca jugaba y permanecía por tanto con las damas, que tampoco tomaban parte en el juego. El Soberano me llamó. Tenía que permanecer a su lado. Después de haberme explicado en pocas palabras la mecánica del juego, escogió mis cartas. El Soberano perdía, y seguí sus instrucciones con tanta precisión que yo también me encontré con pérdidas significativas, ya que un luis de oro era la apuesta mínima. Mi saldo estaba bastante afectado, y empecé a pensar qué pasaría si perdía el último luis de oro, por lo que consideré el juego, que podía empobrecerme de buenas a primeras, una fatalidad. Comenzó una nueva partida, y pedí al Soberano que me dejase jugar a mi aire, ya que parecía como si yo, como perdedor consumado, le trajera mala suerte. El príncipe regente opinó sonriendo que quizá habría podido recuperar lo perdido si hubiera seguido el consejo de un jugador experimentado, pero que ahora quería ver cómo me comportaba, ya que tanta confianza mostraba en mí mismo. Tomé una de mis cartas sin verla, era una dama. Sonará ridículo decirlo, pero en el rostro pálido e inerte de la carta creí reconocer los rasgos de Aurelia. Miré fijamente la carta, apenas podía ocultar mi desasosiego. La llamada del banquero, preguntando si el juego podía continuar, me despertó del embelesamiento. Sin pensar, saqué del bolsillo los últimos cinco luises que me quedaban y los aposté por la dama. Ganó; entonces seguí apostando una y otra vez a la dama, y cada vez una cantidad mayor, de tal manera que las ganancias aumentaban. Cada vez que sacaba la dama, gritaban los jugadores:
—¡No, es imposible, ahora tiene que ser la dama infiel! —pero las cartas del resto de los jugadores caían boca abajo.
—Esto es milagroso, algo inaudito —resonaba por todas partes, mientras yo, tranquilo y encerrado en mí mismo, con mi pensamiento en Aurelia, apenas prestaba atención al oro que el banquero no dejaba de acumular ante mí.
En resumen, en las últimas cuatro partidas había ganado la dama, y yo tenía los bolsillos llenos de oro. La suerte con la dama me había procurado dos mil luises de oro y, aunque libre de perplejidad, no pude evitar que me invadiera un sentimiento fatídico. Encontré de modo maravilloso un vínculo secreto entre el disparo al azar que abatió la pieza y mi suerte en el juego. Me resultó claro que no yo, sino el poder extraño que había penetrado en mi interior, era el que realmente realizaba todas estas empresas extraordinarias, y que mi persona sólo era un instrumento del que se servía aquel poder con un fin desconocido para mí. El conocimiento de esta disensión, que dividía mi interior de manera hostil, me otorgaba sin embargo consuelo al anunciarme el paulatino resurgir de mi propia fuerza que, creciendo en intensidad, podría hacer frente y luchar contra el Enemigo. El eterno reflejo de la imagen de Aurelia no podía ser otra cosa que una impía seducción para comenzar de nuevo el camino del mal, y precisamente esta perversa utilización de su piadosa y amada imagen me llenaba de horror y desprecio.
En un estado de ánimo sombrío, paseaba por la mañana por el parque cuando el Soberano, que también acostumbraba a pasear a aquella hora, salió a mi encuentro:
—Bien, señor Leonardo —dijo—, ¿qué opináis del juego del faro? ¿Qué decís del humor del azar, que os dispensó un comienzo extravagante y os arrojó oro? Afortunadamente disteis con la «carte favorite», pero no debéis confiar siempre tan ciegamente en la «carte favorite».
Se extendió prolijo sobre el concepto de «carte favorite», me explicó las reglas más ingeniosas de cómo se podía dominar el azar en los juegos de cartas, y concluyó diciendo que ahora yo perseguiría mi suerte en el juego con mucho más ahínco. Le aseguré francamente, por el contrario, que mi intención más firme era no volver a tocar una carta en toda mi vida. El Soberano me miró maravillado.
—Precisamente mi suerte de ayer —continué— me ha ayudado a tomar esta decisión, pues todo lo que había oído de la peligrosidad e influencia funesta de este juego ha quedado confirmado. Para mí hay algo horrible en el hecho de que, al tomar ciegamente una carta cualquiera, se despertase en mí un recuerdo doloroso y desgarrador. Fui manipulado por un poder desconocido que me dio suerte y me arrojó el dinero como si proviniese de mi interior, como si, pensando en aquel ser que aparecía en la carta inerte con colores brillantes, pudiera dominar al azar, descifrando sus secretos.
—Os comprendo —me interrumpió el Soberano—, amasteis sin fortuna, y la carta reflejó en vuestra alma la imagen de la amada, aunque eso, si me lo permitís, me suena algo cómico, sobre todo al imaginarme el rostro amplio, pálido y extraño de la dama de corazones que cayó en vuestras manos. Pero vos pensasteis en vuestra amada, que os fue quizá más fiel y bienhechora en el juego que en la vida real. Lo que pueda haber en ello de horrible y espantoso, no lo entiendo en absoluto, más bien creo que os debe alegrar que la suerte os acompañara. Por supuesto, si os parece siniestra la ominosa conexión del juego de azar con vuestra amada, no es el juego el que tiene la culpa, sino vuestro estado de ánimo.
—Puede ser, honorable señor —respondí—, pero encuentro demasiado real que no sea sólo el peligro de entrar en una situación penosa por pérdidas significativas lo que hace corruptor al juego, sino más bien la audacia. En guerra abierta sucede lo mismo, pues hay que habérselas con el poder secreto que surge brillante de la oscuridad y nos seduce con imágenes engañosas hasta un lugar en el que nos toma y destroza con escarnio. Precisamente la lucha contra ese poder parece ser la aventura más atrayente que al hombre, confiando con candidez en sus fuerzas, le gusta emprender, y que, una vez comenzada, la continúa, incluso esperando la victoria en lucha mortal, sin poder abandonarla jamás. De aquí proviene, según mi parecer, la pasión demencial por el juego del faro y la depravación del espíritu que la simple pérdida de dinero no es capaz de provocar por sí sola. Pero considerado desde un aspecto secundario, las pérdidas también pueden crear miles de problemas, incluso el hundimiento en la pobreza, en un jugador ocasional en el que todavía no se ha introducido ese principio hostil, ya que él juega abandonado a las circunstancias. Puedo reconocer, honorable señor, que ayer estuve a punto de perder todo mi dinero de viaje.
—Eso lo habría advertido —intervino con rapidez el Soberano— y os habría cubierto las pérdidas, incluso os habría devuelto el triple de lo perdido, pues no quiero que nadie se arruine por causa de mi placer. En mi casa eso no puede suceder, porque conozco a mis jugadores y no los pierdo de vista.
—Pero precisamente esa limitación —repliqué—, suprime la libertad del juego y coloca barreras a aquellas peculiares conexiones del azar, cuya consideración, honorable señor, os hace el juego tan interesante. ¿Creéis vos que uno u otro de los que han sido poseídos irresistiblemente por la pasión del juego no encontrará, para su perdición, medios para escapar de vuestra vigilancia y cometer un error que le pierda? ¡Disculpad mi franqueza, honorable señor! Creo, además, que toda limitación de la libertad, aunque se hubiese hecho un uso impropio de la misma, le resulta al ser humano en el acto insoportable y opresiva.
—Parece que estáis una vez más en desacuerdo conmigo, señor Leonardo —adujo el Soberano, y se alejó rápidamente, dirigiéndome un ligero adiós.
Apenas comprendía cómo podía haber manifestado mi opinión tan abiertamente. Nunca había meditado lo suficiente sobre el juego, al margen de que en la ciudad había sido espectador de importantes partidas, para ordenar mis pensamientos con la convicción con la que involuntariamente habían salido de mis labios. Lamenté haber perdido el favor del Soberano y el derecho a aparecer en el círculo de la Corte, así como la oportunidad de conocer mejor a la Soberana. Sin embargo, me había equivocado, pues aquella misma noche recibí una invitación para un concierto en la Corte, y el príncipe me dijo con simpatía al pasar:
—Buenas noches, señor Leonardo, quiera el Cielo que hoy mi orquesta alcance honra y mi música os agrade más que mi parque.
La orquesta interpretó las distintas obras de manera bastante satisfactoria. La ejecución fue precisa, pero la elección de las piezas me pareció desafortunada, ya que una destruía el efecto de la otra. Especialmente una de ellas, bastante larga, que parecía compuesta según una fórmula determinada, me aburrió sobremanera. Me guardé mucho de expresar mi verdadera opinión, y fui afortunado por ello, ya que a continuación me dijeron que precisamente la larga composición era del Soberano.
Sin darme cuenta, me encontré en el círculo más íntimo de la Corte, y estaba dispuesto a participar en el juego del faro para reconciliarme del todo con el Soberano, pero quedé asombrado al no ver la banca preparada para el juego. En realidad se habían cambiado algunas mesas de sitio, comenzando los presentes, sentados alrededor del Soberano, una conversación animada e inteligente. Uno u otro encontraba algo divertido que contar, incluso no se desdeñaron anécdotas bastante incisivas. Mi talento oratorio me ayudó, y supe narrar de manera atractiva acontecimientos de mi propia vida, ocultos con el velo de la poesía romántica. De este modo pude ganar la atención y el aplauso del círculo. El Soberano gustaba más, sin embargo, de lo humorístico, y aquí nadie superaba a su médico de cabecera, que con sus miles de ocurrencias burlescas y juegos de palabras parecía inagotable.
Esta forma de conversar experimentó una ampliación temática, ya que siempre había alguien que había escrito algo que quería leer en sociedad. De esta manera todo adquirió el aspecto de un círculo estético literario bien organizado, presidido por el Soberano, y en el que los participantes abordaban la materia que creían más prometedora. Una vez nos sorprendió un erudito, un físico profundo y acertado, con nuevos e interesantes descubrimientos en el ámbito de su ciencia. Su conferencia gustó mucho a los que tenían conocimientos científicos suficientes como para entender sus palabras, pero aburrió solemnemente al grupo, al que todo le era desconocido y ajeno. El propio Soberano no parecía encontrarse especialmente cómodo en ese campo y esperaba el final con impaciencia. El profesor terminó, y el médico de cabecera, especialmente entusiasmado, prorrumpió en alabanzas y palabras de admiración, mientras añadía que a la profunda ciencia debía seguir algo que animase el espíritu y cuya aspiración no fuese más allá de esta meta. Los débiles, a los que había humillado la compleja ciencia, se consolaron, e incluso se dibujó una sonrisa en el semblante del Soberano que demostraba lo bien que le sentaba el regreso a la vida normal.
—Ya sabéis, honorable señor —se alzó el médico, volviéndose hacia el Soberano—, que durante mis viajes jamás he dejado de incluir fielmente en mi Diario todos los acontecimientos divertidos que me han sucedido, tal y como se presentan en la vida, pero especialmente los más extravagantes y cómicos. Precisamente de este Diario voy a contar algo que, sin ser especialmente significativo, me parece bastante divertido. En el viaje que emprendí el año pasado llegué bastante tarde en la noche a un bello pueblo, situado a cuatro horas de B. Decidí alojarme en una posada, en la que el vivaz dueño me recibió con gran amabilidad. Cansado, destrozado por el largo viaje, me metí inmediatamente en la cama para poder descansar lo suficiente. Pero debía de ser la una, cuando me despertó una flauta que alguien tocaba en la habitación vecina. Nunca en mi vida había oído tocar de aquella manera. Aquel hombre tenía que tener unos pulmones enormes, pues con un tono penetrante y estridente, que destruía del todo el carácter del instrumento, tocaba siempre el mismo pasaje con reiteración, de manera que creaba sonidos de lo más desagradable y absurdo que pensarse pueda. Insulté y maldije al condenado loco que me robaba el sueño y me destrozaba los oídos, pero el pasaje se repetía con la monotonía de la maquinaria de un reloj al que se le ha dado cuerda, hasta que finalmente escuché un golpe sordo, como si hubieran arrojado algo contra la pared. Entonces todo quedó tranquilo y pude seguir durmiendo plácidamente.
»A la mañana siguiente escuché una fuerte disputa en el piso inferior de la casa. Distinguí la voz del posadero y la de un hombre que gritaba sin parar: “¡Maldita sea vuestra casa! ¡Ojalá no hubiera pasado del umbral de la puerta! ¡El demonio me ha traído hasta esta posada, en la que ni se puede beber ni comer! ¡Todo es infame, malo y endiabladamente caro! ¡Aquí tenéis vuestro dinero! ¡Adiós, no me volveréis a ver más en vuestro maldito figón!”. Dicho esto, un hombre bajo, escuálido, con una casaca marrón café y una peluca esférica de color rojo subido, sobre la que llevaba un sombrero gris ladeado y marcial, salió rápidamente de la casa y se dirigió al establo, del que le vi salir al poco rato cabalgando pesadamente hacia la Corte sobre un jamelgo bastante entumecido.
»Naturalmente le tomé por un forastero que se había disgustado con el posadero y que ahora partía hacia su destino. Precisamente por ello me quedé maravillado cuando al mediodía, ya que todavía me encontraba en la posada, vi entrar a la misma extraña figura con la casaca marrón café y la peluca color rojo subido que había emprendido viaje por la mañana, y que ahora, sin embargo, tomaba asiento sin ceremonias a la mesa puesta. Era el semblante más feo y cómico con el que me he topado en mi vida. En todo el ser de aquel hombre había algo tan chistosamente serio que al contemplarle apenas podía aguantar la risa. Comimos el uno al lado del otro, y sostuve una parca conversación con el posadero, sin que el forastero, que propiamente devoraba, quisiera tomar parte en ella. A todas luces fue malicia del posadero, según deduje después, que desviara la conversación hábilmente hacia las distintas peculiaridades nacionales, y me preguntara con intención si ya había conocido a irlandeses y si sabía alguno de sus bulls o chistes. “¡Por supuesto!”, repliqué, mientras pasaban por mi cabeza una buena hilera de esos bulls. Le hablé de aquel irlandés que a la pregunta de por qué llevaba la media al revés, respondió ingenuo: “¡En la parte derecha tengo un agujero!”. Me acordé también de aquel espléndido bull sobre un irlandés que tuvo que dormir junto a un iracundo escocés y que había sacado el pie desnudo fuera de la manta. Un inglés, que también se hallaba en la habitación, se percató de la circunstancia y abrochó al vuelo la espuela, que había tomado de su bota, al dedo del irlandés. Éste volvió a meter el pie dentro de la manta y, todavía dormido, arañó al escocés, que, como consecuencia de ello, se despertó y le propinó al irlandés una sonora bofetada. A continuación tuvo lugar la siguiente conversación ingeniosa: “¿Qué diablos te pasa? ¿Por qué me golpeas?”. “¡Porque me has arañado con las espuelas!”. “Pero ¿cómo es posible, si estoy en la cama con los pies desnudos?”. “Pues así es, y si no lo crees, mira”. “¡Que el Señor me condene, es verdad! El maldito criado me ha quitado las botas y me ha dejado puestas las espuelas”.
»El posadero rompió en una carcajada exagerada, pero el forastero, que ya había acabado de comer y se había bebido una gran jarra de cerveza, me contempló con seriedad y dijo: “Tenéis razón, los irlandeses dicen a menudo semejantes tonterías, pero el problema no estriba en el carácter del pueblo, que es activo e inteligente, sino en que allí sopla un viento maldito que facilita el contagio de esas excentricidades como si se tratara de la gripe, pues, señor mío, yo mismo soy inglés, aunque nacido y educado en Irlanda, y por tanto también víctima de la condenada enfermedad de los bulls”.
»El posadero rió todavía más fuerte, y yo no pude más que acompañarle involuntariamente, ya que era bastante gracioso que el irlandés, al hablar sobre los bulls, diera una de las mejores muestras de ellos. El forastero, muy lejos de sentirse ofendido por nuestras risas, abrió súbitamente los ojos, puso el dedo en la nariz y dijo: “Los irlandeses son en Inglaterra la especia más fuerte que se ha añadido a la sociedad para hacerla más sabrosa. Yo mismo soy bastante parecido a Falstaff, ya que no sólo soy a menudo gracioso, sino que despierto la gracia en los demás, lo que en estos tiempos tan prosaicos no deja de ser una buena virtud. ¿Creeríais vos que en semejante alma de posadero cervecero, vacía y de cuero, logra animarse algo por mi causa? Pero este posadero es un buen posadero, él no echa mano a su escaso capital de buenas ocurrencias, sino que toma prestada alguna aquí y allá, con elevados intereses, de la sociedad de los ricos. Si no está seguro de los intereses, como ahora, sí lo estará de la encuadernación del libro principal, que es su risa exagerada, pues en esta risa va envuelta su gracia. ¡Queden con Dios, señores!”.
»Terminado su pequeño discurso, el original hombrecillo se dirigió hacia la puerta, y le solicité al hostelero que me informara enseguida sobre él. “Este irlandés —dijo el posadero—, que se llama Ewson y que por esta causa quiere hacerse pasar por inglés, ya que su árbol genealógico tiene raíces en Inglaterra, está aquí desde hace poco tiempo, hará ahora veintidós años. Compré esta posada cuando era joven y celebrábamos mi matrimonio, cuando el señor Ewson, que también era joven, pero que ya entonces llevaba su peluca color rojo subido, un sombrero gris y la casaca marrón café del mismo corte que la que lucía ahora, pasó por aquí en camino hacia su tierra y, seducido por la música de baile que sonaba alegremente, decidió quedarse. Juró que sólo se entiende de bailes en los barcos, donde él había aprendido desde su niñez, sacando para demostrarlo una corneta, que tocó entre dientes de manera horrible. En uno de sus brincos se retorció el pie de tal manera que tuvo que quedarse aquí para curarse. Desde entonces no ha vuelto a abandonarme. Con sus peculiaridades encuentro resarcimiento. Todos los días, desde hace muchos años, anda conmigo a la greña. Se queja de la forma de vida, me reprocha que le subo los precios, que no puede vivir por más tiempo sin roastbeef y porter, prepara sus alforjas, se coloca sus tres pelucas una encima de otra, se despide de mí y monta en su viejo jamelgo. Pero es sólo para dar un pequeño paseo a caballo. Al mediodía regresa por la otra puerta de la ciudad, se sienta, como hoy habéis comprobado, tranquilamente a la mesa y engulle por tres la bazofia que le sirvo. Todos los años sufre una extraña transformación; entonces se despide de mí con tristeza, me llama su mejor amigo y derrama abundantes lágrimas, por lo que a mí también se me escapan las lágrimas, pero de resistir el ataque de risa. Después de que, sintiéndose entre la vida y la muerte, ha redactado su última voluntad y, según dice, ha dejado a mi hija mayor todo su patrimonio, sale cabalgando lentamente de la ciudad completamente abatido. El tercer, o como mucho el cuarto día, ya se encuentra sin embargo aquí de nuevo y trae dos casacas marrón café, tres pelucas color rojo subido a cual más brillante, seis camisas, un sombrero gris nuevo y otros accesorios para su traje. A mi hija mayor, su preferida, le trae un cucurucho de dulces como si fuese una niña, aunque ya sobrepasa los dieciocho años de edad. Entonces ya no vuelve a pensar ni en su estancia en la ciudad ni en el regreso a casa. Salda su cuenta todas las noches, y el dinero del desayuno me lo arroja iracundo todas las mañanas, cuando se va para no regresar nunca más. Salvo estas peculiaridades, es la persona más bondadosa del mundo: hace regalos a mis hijos cada vez que encuentra oportunidad y participa en obras de beneficencia para los pobres del pueblo. Al único que no puede tolerar es al predicador, porque, según pudo saber el señor Ewson a través del maestro, había retirado una pieza de oro que Ewson había echado en el cepillo de las limosnas y, en su lugar, había introducido muchos céntimos de cobre. Desde aquel momento le evita por completo y no ha vuelto a ir a la iglesia, por lo que el predicador le tilda de ateo. Como le he dicho, a menudo abusa de mi paciencia y amistad, ya que es irascible y sufre de ataques de locura. Precisamente ayer por la noche, cuando llegaba a casa, oí desde la lejanía un fuerte griterío, distinguiendo la voz de Ewson. Al entrar en casa, le encontré en plena regañina con la sirvienta. Como ocurre siempre que entra en cólera, había arrojado su peluca, así que permanecía ante la sirvienta con la cabeza calva, sin casaca y en mangas de camisa, sosteniendo un gran libro bajo las narices de la mujer, gritando y maldiciendo mientras indicaba algo con el dedo. La sirvienta apoyaba con fuerza sus manos en las caderas y gritaba que buscara a otra para sus grescas, que era un hombre malo que no creía en nada, etc. Con esfuerzo logré separar a los contendientes y llegar al fondo del asunto. El señor Ewson había reclamado que la sirvienta le procurase una oblea para sellar una carta. La sirvienta no le entendió en un principio, pero luego cayó y supuso que se trataba de la oblea que se utiliza para la Sagrada Comunión, creyendo entonces que el señor Ewson quería cometer una bufonada impía con la Sagrada Forma, ya que el Padre le había dicho sin más que era un ateo. Ella se opuso por esta razón, y el señor Ewson, que creía no haber hablado correctamente y por consiguiente que no le habían entendido, fue a coger de inmediato un diccionario inglés-alemán para demostrarle a la sirvienta, que por cierto no sabe leer una palabra, lo que quería. Por último empezó a hablar sólo en inglés, lo que la sirvienta interpretó como el ininteligible parloteo del diablo. Sólo mi intermediación pudo evitar que llegaran a las manos, situación en la que el señor Ewson tal vez se hubiera llevado la peor parte”.
»Interrumpí al posadero en su narración acerca de aquel hombre tan gracioso, para preguntarle si quizá también el señor Ewson había sido el que me había molestado y enfurecido la noche anterior con su horrible música de flauta. “¡Ah!, señor —continuó el posadero—, ésa es una de las peculiaridades del señor Ewson con la que casi ahuyenta a mis huéspedes. Hace tres años vino mi hijo de la ciudad. El joven toca una espléndida flauta y ensayaba diligentemente con su instrumento durante horas. Entonces se acordó el señor Ewson de que antaño también él había tocado la flauta, y no paró hasta que le compró a mi Fritz por una considerable suma de dinero su flauta y una partitura que también había traído consigo. El señor Ewson, que carece por completo de oído y de tacto para la música, comenzó a tocar de la partitura con gran celo. Sin embargo, no pudo llegar más allá del segundo solo del primer allegro. Aquí topó con un pasaje que no era capaz de ejecutar, y precisamente es este pasaje el que desde hace tres años se dedica a repetir casi cien veces al día, hasta que lleno de cólera arroja contra la pared primero la flauta y luego la peluca. Como semejante trato lo resisten sólo pocas flautas, necesita a menudo nuevas, por lo que suele tener en su poder entre tres y cuatro. Si se rompe un tornillo o queda dañada una llave, arroja la flauta por la ventana con un “¡Dios te maldiga, sólo en Inglaterra fabrican instrumentos que sirven para algo!”. Lo que resulta un espanto, es que esta obsesión con la flauta le acomete a veces por la noche, despertando a mis huéspedes del sueño más profundo. Pero ¿crearíais vos que aquí, en la casa, se hospeda desde hace casi tanto tiempo como el señor Ewson un médico inglés, llamado Green, que simpatiza con él, y que es igual de original y posee el mismo humor extraño? Ambos están continuamente a la greña y, sin embargo, no pueden vivir el uno sin el otro. Recuerdo ahora que el señor Ewson ha pedido un ponche para esta noche, ya que ha invitado al doctor Green y al alcalde. Si desea permanecer el señor hasta mañana temprano, podría ser testigo esta noche en mi casa del trébol más cómico que pueda encontrarse”.
»Podéis imaginaros, honorable señor, que no tuve inconveniente en posponer mi viaje, pues tenía la esperanza de ver al señor Ewson en plena forma. Entró ya anochecido en la habitación y fue tan cortés de invitarme al ponche, mientras añadía cuánto sentía tener que servirme el brebaje tan indigno que aquí se denomina ponche. Sólo en Inglaterra se bebía ponche, y como volvería en corto tiempo, tenía la esperanza de que yo alguna vez visitara Inglaterra para demostrarme cómo se prepara la exquisita bebida. Ya sabía lo que tenía que pensar. Poco tiempo después entraron los invitados. El alcalde era un hombrecillo redondo, extremadamente amigable, con ojos satisfechos, chispeantes y una naricilla roja. El doctor Green era un hombre robusto de mediana edad, con llamativo rostro nacional, vestido a la última moda, aunque con descuido. Llevaba anteojos y sombrero. «¡Traedme champaña, que mis ojos se pongan rojos! —gritó patético mientras avanzaba hacia el posadero y le daba un fuerte abrazo—. ¡Granuja, Cambises[16], habla! ¿Dónde están las princesas? ¡Huele a café y no al elixir de los dioses!». «¡Déjame, oh héroe, retira tu fuerte puño, me estás destrozando las costillas con tu furia!», gritó el posadero jadeante. «¡No te dejaré, cobarde debilucho —continuó el doctor—, antes de que el dulce humo del ponche ofusque nuestros sentidos y cosquillee nuestras narices, ya lo sabes, indigno posadero!». Entonces Ewson cargó con furia contra el doctor: «¡Despreciable Green, lo verás todo verde, gimotearás apesadumbrado, si no abandonas tan vergonzoso acto!». Ahora, pensé, se desencadenará un tumulto y acabarán peleándose, pero el doctor dijo: «¡Así me tranquilizaré, burlándome de la cobarde impotencia, y esperaré al elixir de los dioses que has preparado, digno Ewson!». Dejó libre al posadero, que salió corriendo y se sentó a la mesa con el gesto de un Catón. Tomó la pipa llena de tabaco y exhaló grandes nubes de humo. «¿No os parece como si estuviéramos en el teatro?», me comentó el amigable alcalde. «Desde que el doctor, que nunca ha tomado otro libro alemán en las manos, encontró casualmente en mi casa las obras de Shakespeare traducidas por Schlegel, no deja de interpretar, según su expresión, antiguas y conocidas melodías con un instrumento ajeno. Habréis notado que hasta el posadero habla con ritmo; el doctor le ha, por decirlo así, 'yambizado'.» El posadero trajo la fuente con el ponche humeante y, a pesar de que Ewson y Green juraron que era imbebible, no dejaron de vaciar en sus gaznates un gran vaso tras otro de la denostada bebida. Mantuvimos una razonable conversación. Green permaneció parco en palabras, sólo de vez en cuando expresaba su opinión de manera extraña y para llevar la contraria. El alcalde habló, por ejemplo, del teatro de la ciudad. Aseguré que el primer actor era excelente. «Yo no lo encuentro así —intervino el doctor casi al mismo tiempo—. ¿No creéis que si el hombre hubiese actuado seis veces mejor, hubiera sido más digno de aplauso?». Tuve que reconocerlo a la fuerza y añadí solamente que este interpretar seis veces mejor le hacía falta al actor, que tan lastimosamente interpretaba a los padres cariñosos. «¡Yo no lo encuentro así —repitió Green—, el hombre da todo lo que tiene! ¿Puede acaso evitar tender a lo malo? ¡Ha logrado una gloriosa perfección dentro de lo malo, por ello se le debe alabar!».
»El alcalde estaba sentado, con su talento para suscitar todo tipo de locas ocurrencias y opiniones, en medio de los dos, como el principio de sugestión. Así continuó la conversación hasta que el fuerte ponche empezó a hacer efecto. Entonces Ewson sufrió un ataque de buen humor turbulento: graznó canciones nacionales, arrojó casaca y peluca por la ventana y comenzó a danzar de manera tan burlesca y con muecas tan extrañas que cualquiera podría haberse revolcado de risa. El doctor permaneció serio, aunque experimentaba las más extrañas visiones. Tomó la fuente del ponche por un violín y quería a toda costa tocarlo y acompañar a Ewson con la cuchara, de lo que sólo le pudieron apartar las firmes protestas del posadero. El alcalde se había vuelto cada vez más silencioso, al final trastabilló en una de las esquinas de la habitación, donde se sentó y comenzó a llorar. Comprendí la señal del posadero y pregunté al alcalde por el motivo de su profundo dolor. “¡Ay! ¡Ay! —sollozó—, el príncipe Eugenio fue un general tan grande, y sin embargo semejante héroe tuvo que morir. ¡Ay!”, volvió a llorar con tanta fuerza que las lágrimas corrían por sus mejillas.
»Intenté consolarle en lo posible de la pérdida del valiente príncipe del pasado siglo, pero era en vano. El doctor Green había cogido mientras tanto una gran despabiladera y se precipitó con ella hacia la ventana abierta. Su intención no era otra que limpiar la luna, cuya claridad resplandecía en la habitación. Ewson saltó y gritó como si estuviera poseído por mil demonios, hasta que el sirviente, haciendo caso omiso de la claridad de la luna, entró en la habitación con una linterna y exclamó: “¡Aquí estoy, caballeros, ya pueden salir!”. El doctor se plantó delante de él y, echándole el humo a la cara, le dijo: «¡Bienvenido, amigo! ¿Eres Squenz, el que trae la luz de la luna, el perro y la zarza[17]? ¡Te he limpiado, bribón, por eso reluces tanto! ¡Buenas noches, creo que he bebido demasiado del despreciable bebedizo! ¡Buenas noches, noble posadero! ¡Buenas noches, mi Pílades[18]!».
»Ewson juró que nadie debería irse a casa sin romperse la crisma, pero nadie le prestó atención. El sirviente cogió al doctor por un brazo y al alcalde, que no cesaba de lamentar la pérdida del príncipe Eugenio, por otro, y así se tambalearon por la calle hasta llegar al Ayuntamiento. Con esfuerzo pudimos llevar al loco de Ewson hasta su habitación, donde todavía se dedicó a alborotar con la flauta hasta altas horas de la madrugada, de tal suerte que no pude pegar ojo. Sólo al día siguiente, durmiendo en el coche, pude recuperarme de aquella noche loca en la posada.
La narración del médico de cámara fue interrumpida a menudo con fuertes risas, en la medida en que esto es posible en el círculo de una Corte. El Soberano pareció haberse divertido bastante.
—Sólo una figura —le comentó al médico— habéis colocado en la pintura muy en segundo plano, y es la vuestra, pues apuesto que vuestro a veces maligno humor incitó al loco de Ewson y al patético doctor a decir mil absurdas extravagancias, y que vos erais realmente el principio de sugestión y no el lamentable alcalde.
—Aseguro, honorable señor —replicó el médico—, que este club compuesto de locura tan extraña, era tan perfecto en sí que todo lo extraño habría producido una disonancia. Para permanecer en el símil musical, los tres hombres constituían el más puro trítono, cada uno distinto, pero sonando armónicamente. El posadero aparecía como la séptima.
Se continuó hablando en este mismo tenor hasta que, como era usual, el Soberano y su familia se retiraron a sus habitaciones y la reunión se disolvió de muy buen humor. Me adentraba animado y dichoso a vivir en un mundo nuevo. Cuanto más entraba en contacto con la tranquila y placentera vida en la Corte, cuanto más espacio se me otorgaba en el que podía afirmarme con honor y reconocimiento, menos pensaba en el pasado, así como en la posibilidad de que mis actuales circunstancias pudiesen en algún momento modificarse. Al príncipe regente parecía agradarle especialmente mi persona, y a través de distintas insinuaciones fugaces pude deducir que deseaba mantenerme de uno u otro modo en su proximidad. No se podía negar que una cierta uniformidad en la educación, incluso una cierta conducta estereotipada en la actividad científica y artística, que se extendía desde la Corte a toda la capital, habría terminado por disgustar en un periodo corto de tiempo a un hombre inteligente y acostumbrado a la libertad sin condiciones. Sin embargo, esta costumbre de someterse a las formas, que al menos regulan la vida exterior, por muy fastidiosa que se tornase debido a las limitaciones surgidas por la estrechez de miras que dominaba en la Corte, me resultó positiva. Mi anterior vida monacal era sin duda la que aquí surtía efecto de manera inadvertida. No obstante, por más que el Soberano me ensalzaba y por más que me esforzaba por atraer la atención de la Soberana, ella permanecía fría y cerrada. Incluso parecía como si mi presencia la perturbara de una manera especial, pues sólo con esfuerzo era capaz de intercambiar conmigo algunas palabras como hacía con los demás. Con las damas que la rodeaban tenía más éxito. Mi aspecto parecía haber causado una buena impresión y, al moverme con asiduidad en su círculo, me fue posible adquirir la maravillosa educación mundana, denominada galantería, que no consiste en otra cosa que en transferir la ductilidad corporal externa, adaptada a cualquier momento y lugar, a la conversación. Consiste por lo tanto en el talento extraordinario de charlar sobre nada utilizando palabras importantes, para así despertar en las mujeres un cierto placer por el que, teniendo en cuenta la manera en que se ha originado, no tienen que reprocharse nada a sí mismas. Que esta propia y elevada galantería no tiene nada que ver con toscas lisonjas, se deduce de lo dicho, aunque en este tipo de conversación interesante, que suena como un himno para el halagado, todo proviene del ser más íntimo, de tal manera que el «sí mismo» parece surgir claro y reverberar con satisfacción en el reflejo del propio «yo». ¿Quién habría podido reconocer en mí al monje? El único lugar que todavía consideraba peligroso era la iglesia, en la que me fue difícil evitar aquellos ejercicios espirituales monacales que se distinguen por un ritmo y tiempo especiales.
El médico de cámara era el único que no había aceptado el cuño con el que todos, como si fuesen monedas, habían sido marcados, lo que hizo que me acercara a él. También él se sintió atraído por mi persona, ya que, como bien sabía, yo había manifestado mi oposición y mis opiniones sin embozo, que, además, habían penetrado en el Soberano, tan accesible a las verdades audaces, y habían logrado proscribir el odiado juego del faro de una vez por todas.
Así ocurrió que pasábamos mucho tiempo juntos, ya fuese hablando de arte o de ciencias, ya sobre la vida que se abría ante nosotros. El médico veneraba a la Soberana tanto como yo, y aseguraba que sólo era ella la que evitaba cierta insulsez del príncipe regente, ya que sabía disipar aquella extraña forma de aburrimiento que le llevaba superficialmente de una a otra cosa, de tal manera que a menudo y de forma inadvertida le ponía un juguete inocente en las manos. No dejé de quejarme, aprovechando la oportunidad, de que la Soberana experimentara ante mi presencia un irrefrenable malestar, sin que hubiera podido averiguar a qué se debía. El médico se levantó enseguida y sacó, ya que nos encontrábamos en su habitación, un pequeño retrato de su escritorio. Mientras lo ponía en mis manos, me recomendó que lo examinara atentamente. Así lo hice y quedé asombrado al reconocer en las facciones del retratado las mías propias. Sólo el peinado y el traje, que había sido pintado de acuerdo a una moda ya pasada, diferían. Si se añadían las grandes patillas, obra maestra de Belcampo, se trataba de mi mismo retrato. Lo reconocí abiertamente ante el médico.
—Y esta similitud —dijo— es la que asusta e intranquiliza a la Soberana tantas veces como os encontráis en su proximidad, pues vuestro rostro aviva el recuerdo de un acontecimiento horrible que, hace años, sacudió a la Corte como un golpe demoledor. El médico anterior, que murió hace algunos años y del que soy discípulo científico, me reveló el suceso que afectó a la familia del Soberano y me dio al mismo tiempo el cuadro en el que está retratado el, por aquel entonces, favorito del príncipe, Francesco, retrato que, desde el punto de vista artístico, como podéis observar, constituye una auténtica obra de arte. Proviene del maravilloso pintor forastero que en aquel tiempo residía en la Corte y que jugó el papel principal en la tragedia que se desencadenó.
Al contemplar el retrato surgieron en mi mente ideas confusas, que en vano intentaba clarificar. Aquel acontecimiento parecía albergar un secreto en el que yo mismo estaba implicado, por lo que apremié al médico para que me confiase lo que me parecía justificar el casual parecido con Francesco.
—Comprendo —dijo el médico— que este suceso tan extraño despierte vuestra curiosidad y, aunque no me gusta hablar acerca de este tema, sobre el que además, en lo que a mí concierne, pesa todavía un velo enigmático que ya no deseo descubrir, os contaré todo lo que sé. Han transcurrido muchos años y los protagonistas ya han desaparecido de la escena; sólo el recuerdo es el que sigue obrando con hostilidad. Os pido que no reveléis a nadie nada de lo que vais a oír.
Se lo prometí, y el médico comenzó su narración como sigue:
—En el tiempo en que nuestro Soberano contrajo matrimonio, regresó su hermano de un largo viaje, acompañado de un hombre al que llamaba Francesco, aunque se sabía que era alemán, y de un pintor. El príncipe era uno de los hombres más hermosos que se han visto y ya sólo por ello destacaba ante nuestro Soberano, si no fuera porque también le superaba en vitalidad y fuerza espiritual. También causó una extraordinaria impresión en la joven Soberana, que en aquellos años mostraba gran alegría, pero a la que el Soberano trataba con demasiada frialdad y formalidad. Así ocurrió que el príncipe se sintió atraído por la bella y joven esposa del hermano. Sin pensar en una relación pecaminosa, tuvieron que rendirse al poder irresistible que, encendiéndose recíprocamente, condicionaba sus vidas interiores y alimentaba la llama que fundió sus seres en uno. Sólo Francesco podía ser comparado en todos los respectos con su amigo, y de la misma manera que el príncipe impresionaba a la esposa de su hermano, así lo hacía Francesco con la hermana mayor de la Soberana. Francesco se dio cuenta rápidamente de su fortuna y la utilizó con astucia, creciendo la inclinación de la princesa hasta convertirse en el amor más fuerte y ardiente. El Soberano estaba demasiado convencido de la virtud de su esposa como para no despreciar todo el malicioso chismorreo, aunque las relaciones tensas con el hermano le pesaban. Sólo a Francesco le era posible mantenerle en una cierta calma, ya que había ganado su amor gracias a su extraordinario espíritu y prudencia. El Soberano quería elevarle a una de las más altas dignidades de la Corte, pero él se contentaba con las prerrogativas secretas del preferido y con el amor de la princesa. La Corte se movía, tan bien como podía, al compás de estas relaciones, pero sólo las cuatro personas unidas por lazos secretos eran felices en el Eldorado del amor que habían construido para sí, y del que quedaban excluidos los demás. Bien podría haber organizado el Soberano, sin que nadie lo supiera, la aparición con mucha pompa de una princesa italiana en la Corte, que con anterioridad había sido considerada como posible esposa del príncipe, y por la que él, cuando se encontraba de viaje en la Corte del padre, había mostrado una ostensible inclinación. Ella debió de ser excepcionalmente bella y la gracia en persona, lo que queda confirmado por el espléndido retrato que todavía podéis contemplar en la galería. Su presencia animó la Corte hundida en un sombrío aburrimiento, logró irradiar alegría a todos, incluso a la Soberana y a su hermana. El comportamiento de Francesco se alteró de manera llamativa poco después de la llegada de la italiana. Parecía como si una enigmática aflicción consumiera la plenitud de su vida. Se tornó adusto, cerrado, empezó a descuidar a su amante. En cuanto al príncipe, se volvió pensativo, se sentía invadido por sentimientos que no era capaz de contrarrestar. La llegada de la italiana supuso para la princesa una puñalada en el corazón. Para ella, que tanto tendía al entusiasmo, toda felicidad en este mundo había huido con el amor de Francesco. Así, los cuatro afortunados y envidiados se sumieron en pesadumbre y tristeza. El príncipe se resarció primero al no poder resistirse, teniendo en cuenta la severa virtud de su cuñada, a los encantos de la seductora mujer. La relación ingenua con la Soberana, surgida desde lo más profundo de su interior, se desmoronó en el placer sin nombre que le prometía la italiana. Entonces ocurrió que fue víctima de las antiguas ataduras, de las que no hacía mucho tiempo había logrado desasirse. Cuanto más quedaba prendido el príncipe de este amor, más llamativo se volvía el comportamiento de Francesco, al que ya apenas se le veía en la Corte. Vagaba solitario de un lado a otro, ausentándose a menudo de la Capital durante semanas. El pintor, por el contrario, que era extraordinariamente tímido, se dejaba ver con mucha más asiduidad. Le encantaba trabajar en el atelier que la italiana había hecho construir en su casa. La pintó varias veces con una expresión incomparable. Parecía no tenerle ningún afecto a la Soberana; evitó pintarla a toda costa, y sin embargo terminó el retrato de su hermana de manera espléndida y con un parecido excepcional, sin que hubiese posado ni una sola vez. La italiana concedía al pintor tantas atenciones, y él a su vez la trataba con tal galantería y confianza que el príncipe comenzó a sentir celos. Cuando una vez le encontró trabajando en el atelier, con la mirada fija en el rostro de la italiana, como si estuviera hechizado, y no pareció advertir su entrada, le dijo que hiciera el favor de no trabajar más allí y que se buscase un nuevo estudio. El pintor dejó el pincel con tranquilidad y elegancia y, a continuación, tomó en silencio el cuadro del caballete. Con gran despecho el príncipe se lo arrebató de las manos con la excusa de que estaba muy conseguido y deseaba poseerlo. El pintor, siempre con sosiego y relajado, le pidió que le permitiera completar el cuadro con algunas pinceladas. El príncipe colocó de nuevo el cuadro en el caballete. Transcurridos unos minutos, el pintor se lo devolvió, sonriendo abiertamente cuando el príncipe contempló el rostro horrible y deformado en que se había convertido el retrato. Después salió el pintor lentamente de la sala, pero ya cerca de la puerta se volvió, miró al príncipe con mirada seria y penetrante y le dijo con voz apagada y solemne: «¡Ahora estás perdido!».
»Todo esto ocurrió cuando la italiana ya había sido declarada oficialmente prometida del príncipe y la solemne ceremonia iba a tener lugar en pocos días. El príncipe no volvió a ocuparse del comportamiento del pintor, ya que éste tenía fama de ser a veces víctima de ataques de locura. A partir de aquel suceso se contaba que permanecía sentado en su pequeña habitación mirando todo el día un lienzo, mientras aseguraba trabajar en cuadros espléndidos. De esta manera olvidó la Corte y fue a su vez olvidado por ella.
»La boda del príncipe con la italiana se celebró en la Corte de la manera más solemne. La Soberana se había conformado con su destino y había renunciado a una inclinación insatisfactoria y sin objeto. Su hermana se hallaba transfigurada, pues su amado Francesco había aparecido de nuevo, más lleno de alegría de vivir que nunca. El príncipe ocuparía con su esposa una de las alas del palacio, que había sido construida y habilitada para este fin según propias instrucciones del Soberano. Con las obras se encontraba en su esfera de acción; sólo se le veía rodeado de arquitectos, pintores, tapiceros, hojeando grandes libros, desplegando planos, bocetos, que en parte él mismo había trazado y de los cuales muchos no se llevaron a buen término. Ni el príncipe ni su prometida podían ver la obra concluida hasta la noche del día de la boda, en el que, conducidos por el Soberano, serían llevados en procesión solemne hasta las lujosas estancias, que en verdad estaban decoradas con gran ostentación y gusto. El baile en una sala espléndida, que semejaba un jardín florido, pondría fin a la fiesta. Por la noche surgió en el ala del príncipe un ruido sordo, que poco a poco fue derivando en un auténtico estrépito, y que terminó por despertar al Soberano. Intuyendo la desgracia; saltó de la cama y se apresuró, acompañado de la guardia, hacia las alejadas estancias del príncipe. Entraba en el amplio pasillo, cuando traían al príncipe, que había sido encontrado muerto con una cuchillada en el cuello ante la puerta de la cámara nupcial. Os podéis imaginar el horror del Soberano, la desesperación de la princesa italiana y la profunda, desgarradora pena de la Soberana. Cuando el Soberano se tranquilizó empezó a preguntarse cómo había podido ocurrir el crimen, cómo había podido huir el asesino con los pasillos vigilados por la guardia. Se buscó en todos los posibles escondrijos, pero en vano. El paje que servía al príncipe contó cómo había iluminado el camino a su señor hasta la antecámara nupcial. Según dijo, al príncipe le había invadido con anterioridad un sentimiento de angustia y había estado intranquilo, paseando largo tiempo de un lado a otro de la habitación, hasta que finalmente se desvistió. Al llegar a la antecámara, el príncipe tomó la luz y le mandó de regreso. Apenas había entrado, cuando se escuchó un grito ronco, un golpe y el tintinear de la lámpara. Regresó rápidamente y pudo ver gracias al resplandor de una llama que todavía ardía en el suelo, al príncipe ante la puerta de la cámara nupcial y junto a él un cuchillo pequeño ensangrentado. Después gritó pidiendo ayuda. Según la narración de la esposa del infeliz príncipe, él había entrado, una vez que se habían alejado las damas de compañía, en la habitación con impetuosidad y sin luz. Había permanecido con ella alrededor de media hora y luego se había alejado. Minutos después aconteció la tragedia. Cuando todas las posibilidades acerca de la autoría del crimen fueron tomadas en consideración y no se encontraba ningún medio de conocer al autor del crimen, entró en escena una de las damas de cámara de la princesa, que había sido testigo del embarazoso encuentro entre el pintor y el príncipe (había permanecido en la habitación contigua con la puerta abierta), contando todas las circunstancias al respecto. Nadie dudó entonces que el pintor había sabido deslizarse hasta el palacio y había asesinado al príncipe. El pintor tenía que ser detenido al instante; sin embargo hacía dos días que había desaparecido de la casa y nadie sabía adonde había ido. Todas las investigaciones acerca de su paradero resultaron infructuosas. La Corte quedó sumida en una profunda tristeza, compartida por toda la ciudad. Sólo Francesco, de nuevo visitante asiduo en la Corte, supo conjurar en el pequeño círculo familiar con algunos rayos de sol las sombrías nubes.
»La princesa italiana sintió que estaba embarazada, y como parecía evidente que el asesino de su esposo había tomado su figura para cometer unas infamia, se trasladó a un lejano castillo del Soberano para que el nacimiento pasase inadvertido y así el fruto de una impiedad infernal, traicionada por la ligereza de una sirviente al contar los acontecimientos en la cámara nupcial, permaneciera oculta al mundo y no dañase la memoria del infeliz esposo.
»La relación de Francesco con la hermana de la Soberana se tornó en aquellos tiempos de tristeza más fuerte y espiritual, y también aumentó la amistad que la pareja regente sentía por él. El Soberano conocía hacía tiempo el secreto de Francesco, y no pudo resistir por mucho tiempo la insistencia de su esposa y de la princesa, por lo que otorgó su consentimiento a una boda secreta. Francesco tendría que adquirir un alto grado militar al servicio de una Corte lejana y a continuación anunciar públicamente su matrimonio con la princesa. En aquella Corte este plan era posible por aquellos tiempos, gracias a las relaciones que sostenía el Soberano.
»El día de la ceremonia llegó. El Soberano, con su esposa y dos hombres de confianza de la Corte (entre ellos mi antecesor), eran las únicas personas presentes en la pequeña capilla del palacio. Un paje, que conocía el secreto, vigilaba la puerta.
»La pareja estaba ante el altar, el confesor del Soberano, un anciano sacerdote de gran dignidad, comenzó a pronunciar las fórmulas pertinentes después de que la ceremonia hubiera transcurrido con tranquilidad, cuando Francesco palideció y con su mirada hosca dirigida hacia los pilares del altar mayor gritó con voz ronca: “¿Qué quieres de mí?”. Apoyado en uno de los pilares se encontraba el pintor con un traje extraño, la capa violeta echada sobre los hombros, penetrando a Francesco con la mirada espectral de sus cavernosos ojos negros. La princesa estaba a punto de desmayarse; todos temblaban invadidos por el horror; sólo el sacerdote permaneció tranquilo y se dirigió a Francesco: “¿Por qué te espanta la presencia de este hombre si tu conciencia está limpia?”. Entonces Francesco se levantó de pronto, ya que todavía se hallaba de rodillas, y acometió al pintor con un pequeño cuchillo en la mano, pero antes de que lo hubiese alcanzado cayó sin sentido lanzando un sordo lamento. El pintor desapareció tras uno de los pilares. Todos despertaron de una especie de estupor y se lanzaron a ayudar a Francesco, que yacía como si estuviera muerto. Para evitar cualquier escándalo, fue llevado por los dos hombres de confianza a la habitación del Soberano. Cuando recobró el sentido, reclamó con insistencia que se le dejase volver a su casa, sin querer responder a ninguna de las preguntas del Soberano acerca del enigmático suceso en la iglesia. A la mañana siguiente Francesco había huido de la ciudad con las joyas que el favor del Soberano y del príncipe le habían procurado. El Soberano intentó por todos los medios averiguar el secreto que se escondía tras la fantasmal aparición del pintor. La capilla tenía sólo dos entradas, de las cuales una llevaba desde la habitación interior del palacio hasta una zona cercana al altar mayor; la otra, por el contrario, desde el pasillo principal hasta la nave de la capilla. Esta entrada había sido vigilada por el paje para que ningún curioso se aproximase, la otra estaba cerrada. Era por tanto incomprensible cómo el pintor había aparecido y desaparecido de la capilla. Francesco había sujetado el cuchillo, blandido contra el pintor, con tal fuerza, a pesar de estar inconsciente, que pareció como si la mano hubiera estado rígida y atrofiada. El paje (el mismo que en aquella desgraciada noche nupcial había ayudado a desvestir al príncipe y que ahora había vigilado la puerta) afirmó que el cuchillo era el mismo que había visto al lado del príncipe, ya que su empuñadura de plata brillante le había llamado la atención. Poco después de estos acontecimientos llegaron noticias de la princesa. El mismo día en que Francesco tenía que haberse casado, había dado a luz un niño y había fallecido poco después del alumbramiento. El Soberano lamentó su pérdida, aunque el secreto de la noche de bodas pesaba en su corazón y en cierta manera despertaba quizá alguna sospecha injusta contra ella. El hijo, el fruto de un acto impío e infame, fue educado en tierras lejanas bajo el nombre de Victorino. La princesa (quiero decir la hermana de la Soberana), destrozada interiormente por los horribles acontecimientos que sobre ella se habían desencadenado en un periodo de tiempo tan breve, eligió el convento. Ella es, como os será conocido, la abadesa del convento cisterciense en ***. También con extraños y enigmáticos componentes, en relación a nuestra Corte, se desarrollaron hace no mucho tiempo determinados sucesos en el castillo del barón F., que dispersaron su familia como había acontecido con la del Soberano. La abadesa, sintiendo compasión por la miseria de una pobre mujer que, acompañada de un niño pequeño, regresaba de una peregrinación al Sagrado Tilo, había…
Aquí una visita interrumpió la narración del médico, y me fue posible disimular la tormenta que se desencadenaba en mi interior. Ante mi alma estaba claro que Francesco era mi padre. ¡Él había asesinado al príncipe con el mismo cuchillo con el que yo había matado a Hermógenes! Decidí viajar a Italia y salir del círculo en el que el poder maligno y hostil me había confinado. Aquella misma noche aparecí en el círculo de la Corte. Se hablaba mucho de una señorita espléndida y bellísima, que como dama de la Corte haría por primera vez su aparición acompañando a la Soberana, ya que había llegado a la ciudad el día anterior.
Las puertas se abrieron, la Soberana entró acompañada de la forastera. Reconocí a Aurelia de inmediato.