Cuando los primeros rayos de sol irrumpieron a través del sombrío bosque de abetos, me encontré en un arroyo fresco y transparente que discurría sobre un fondo de guijarros resbaladizos. El caballo, al que había conducido con esfuerzo por la espesura, permanecía ahora tranquilo a mi lado, y como no tenía otra cosa que hacer, consideré oportuno investigar el contenido de las alforjas que portaba. Ropa blanca, trajes y una bolsa llena de oro cayeron en mis manos. Decidí cambiar enseguida de aspecto. Con la ayuda de una tijera pequeña y de un peine que encontré en un estuche, me corté la barba y me arreglé el pelo lo mejor que pude. Arrojé el hábito, en el que todavía permanecían el pequeño y funesto cuchillo, el portafolio de Victorino, así como la damajuana con el resto del elixir del diablo, y cuando finalmente estuve listo, con el traje civil y el sombrero de viaje en la cabeza, apenas pude reconocer mi imagen reflejada en el arroyo. Pronto me encontré en la salida del bosque, y el humo que surgía en la lejanía, así como el nítido sonido de campanas que llegaba hasta mí, me hicieron suponer que me hallaba en las cercanías de un pueblo. Apenas había alcanzado la cima del cerro que se elevaba ante mí, cuando pude divisar un valle hermoso y apacible, donde efectivamente se encontraba un pueblo grande. Tomé un camino amplio y sinuoso, y tan pronto como la pendiente se hizo menos abrupta, quise montar el caballo para habituarme en lo posible a esta actividad tan desacostumbrada para mí. Había escondido el hábito en un tronco hueco y con él había conjurado en el sombrío bosque todas las apariciones hostiles del castillo. Me sentía alegre y osado. Tenía la sensación de que sólo mi fantasía exaltada me había mostrado la figura horrible y sangrienta de Victorino, y empecé a creer que las últimas palabras que opuse a mis perseguidores habían surgido inconscientemente de mi interior, fruto del entusiasmo, mostrando con toda claridad la verdadera y secreta relación del azar que me había llevado hasta el castillo y había sido la causa de lo acaecido con posterioridad. Yo mismo aparecía como el destino triunfante, castigando la impiedad maligna y purificando al pecador en su caída. Sólo la encantadora imagen de Aurelia vivía en mí como antes y no podía pensar en ella sin que mi pecho se estrechara, sin sentir un dolor físico y penetrante en mi interior. Pero me parecía como si la tuviera que ver de nuevo en tierras lejanas, como si, arrebatada por un afán irresistible y encadenada a mí por lazos indisolubles, tuviera que ser necesariamente mía.
Noté que la gente que encontraba a mi paso se paraba y me contemplaba con sorpresa. Hasta el posadero del pueblo se quedó mudo de asombro ante mi presencia, lo que no me arredró. Mientras tomaba el desayuno y alimentaban a mi caballo, se reunieron varios campesinos en el mesón de la posada que no dejaban de murmurar, observándome de reojo con miradas asustadizas. Cada vez se agolpaban más personas que, apretándose unas contra otras, me rodeaban mirándome pasmados y con la boca abierta. Me esforcé por permanecer tranquilo y despreocupado. Llamé al posadero con voz firme y le ordené que hiciera ensillar mi caballo y ponerle las alforjas. Se fue, sonriendo de manera equívoca, y regresó al poco tiempo con un hombre alto, que se presentó ante mí con un sombrío gesto oficial y una extraña gravedad. Me miró fijamente a los ojos y le devolví la mirada, mientras me levantaba y me plantaba ante él. Esto pareció desconcertarle, ya que miró con timidez a los campesinos reunidos a nuestro alrededor.
—Bien, ¿qué deseáis? —exclamé—. Según parece queréis decirme algo.
Entonces el hombre carraspeó con seriedad y, esforzándose en poner mucho peso en el tono de su voz, dijo:
—¡Señor! No podréis marcharos de aquí hasta que informéis detalladamente al juez, aquí presente, de quién sois, según todos los requerimientos, es decir cuál es vuestro lugar de nacimiento, estado y clase. También tenéis que declarar de dónde venís y adonde vais, según todos los requerimientos, es decir nombre del lugar, provincia, ciudad y lo que haya que consignar. Además tenéis la obligación de mostrar un pasaporte, por escrito, firmado y sellado según los requerimientos, como establece la ley y es costumbre.
No había pensado que era necesario adoptar un nombre y mucho menos se me había ocurrido que mi singular y extraña apariencia, causada por el traje que no quería adaptarse a mi apostura monacal, así como por las huellas de la barba mal cortada, impulsaba a investigar mi persona, ya que era evidente que mi aspecto externo producía auténtica perplejidad. La pregunta del juez del pueblo me resultó tan inesperada, que en vano pensaba en darle una respuesta satisfactoria. Decidí comprobar qué resultados podría obtener con una salida audaz, y dije con voz firme:
—Tengo poderosas razones para silenciar mi identidad, por consiguiente no intentéis que os muestre mi pasaporte; por lo demás, cuidaos mucho de detener ni siquiera un instante a una persona de mi categoría con vuestra pueril prolijidad.
—¡Ajá! —exclamó el juez, mientras sacaba una cajita en la que, después de haber aspirado una buena porción de rapé, se precipitaron las cinco manos de los regidores que se encontraban detrás de él, tomando a su vez grandes dosis—. ¡Ajá, no tan brusco, honorable señor! Su Excelencia se dignará contestar las preguntas del juez, aquí personado, y a mostrar su pasaporte, pues a decir verdad, desde hace algún tiempo se ven por estas montañas todo tipo de figuras extrañas que aparecen y desaparecen en el bosque en un Amén Jesús. Se trata de una patulea de ladrones que acechan a los viajeros y provocan toda clase de daños y perjuicios, asesinando e incendiando, y vos, honorable señor, tenéis un aspecto tan raro que presentáis una gran similitud con la imagen que el insigne gobierno regional nos ha enviado, por escrito y con una descripción según todos los requerimientos, de un ladrón y gran bergante. ¡Por lo tanto, y sin más circunloquios ni ceremonias, el pasaporte o a la torre!
Comprobé que por el camino iniciado no conseguiría nada con este hombre, así que decidí intentarlo con otra táctica.
—Señor juez —dije—, si Su Señoría me concediese la gracia de poder hablar a solas, podría aclarar fácilmente cualquier duda y, confiando en la inteligencia de Su Señoría, revelar el secreto que me ha llevado a tener este aspecto que os parece tan sospechoso.
—¡Ja, Ja! ¡Revelar secretos! —dijo el juez—, ya veo de qué se trata. Bueno, salid todos, ¡pero vigilad las puertas y las ventanas y no dejéis entrar ni salir a nadie!
Cuando nos quedamos solos, comencé a decir:
—Ante usía se encuentra un desgraciado prófugo, que gracias a sus amigos le fue posible escapar de una prisión ignominiosa y del peligro de ser encerrado para siempre en un monasterio. Dispensadme de los detalles de mi historia, que constituye un entramado de maldades e intrigas de una familia vengativa. El amor a una muchacha de clase baja fue el origen de mis penas. Durante el largo encierro en la prisión me creció la barba y ya se me había hecho la tonsura, como podéis apreciar; también estaba obligado a vestir en la prisión donde languidecía un hábito monacal. Sólo después de la huida, ya en el bosque, pude cambiarme, porque si no me habrían alcanzado. Ahora podéis daros cuenta de las razones que han causado lo llamativo de mi apariencia externa, que ha despertado vuestras sospechas. Como podéis comprender no os puedo mostrar ningún pasaporte, pero para apoyar la veracidad de mis afirmaciones poseo ciertas pruebas que os convencerán de la autenticidad de lo dicho.
Con estas palabras saqué la bolsa de dinero y dejé tres relucientes ducados en la mesa. La solemne seriedad del juez se tornó en una sonrisa de satisfacción.
—Vuestras pruebas, señor —dijo—, son con certeza lo suficientemente esclarecedoras, pero no me lo toméis a mal, falta todavía un cierto equilibrio en las piezas de convicción, según todos los requerimientos. Si queréis que tenga lo improbable por probable, tendréis que ajustar también las pruebas.
Comprendí al pícaro y añadí otro ducado.
—Ahora veo —dijo el juez— que he sido injusto con mi sospecha. Continuad vuestro viaje, pero tomad, como es vuestra costumbre, los caminos secundarios. Evitad el camino principal hasta que os hayáis desprendido de vuestra sospechosa apariencia.
Abrió la puerta y se dirigió en voz alta a la muchedumbre:
—La persona que está aquí presente es un noble señor, según todos los requerimientos. Me ha revelado en audiencia secreta su identidad. Viaja de incógnito, es decir no desea ser identificado, de tal manera, granujas, que no necesitáis saber nada sobre él. Bien, entonces, ¡buen viaje, honorable señor!
Cuando monté a caballo, los campesinos descubrieron sus cabezas respetuosos y en silencio. Quería salir lo más rápido posible por la puerta de la ciudad, pero el caballo comenzó a encabritarse, y mi impericia e ignorancia me impedían hacerle avanzar un palmo de terreno. La cabalgadura empezó entonces a girar en torno a sí misma hasta que, entre las risotadas de los campesinos, me tiró en los brazos del juez y del posadero.
—¡Un mal caballo! —dijo el juez conteniendo apenas la risa.
—Un mal caballo —repetí yo, sacudiéndome el polvo.
Me ayudaron a subir de nuevo, pero el caballo volvió a encabritarse, resoplando y resollando, siendo imposible hacerle pasar por la puerta de la ciudad. Entonces gritó un anciano campesino:
—¡Eh, mirad, allí sentada en la puerta está la pordiosera, la vieja Liese, y no deja seguir al honorable señor, gastándole una mala pasada porque no le ha dado ni un céntimo!
En ese instante reparé en una vieja y haraposa pedigüeña, sentada en el camino que pasaba por la puerta y que se reía de mí con mirada de loca.
—¡Que se retire esa bruja del camino! —gritó el juez.
—¡El hermano de sangre no me ha dado ni un céntimo! —chilló la vieja—. ¿No veis al hombre muerto que yace ante mí? El hermano de sangre no puede saltar sobre él, porque el muerto se levanta. Si quiere pasar, que me dé un céntimo y yo echaré al muerto hacia abajo.
El juez había cogido al caballo de las riendas y quería, sin hacer caso de los gritos dementes de la vieja, hacerle pasar por la puerta. Pero todo esfuerzo fue en vano, y la vieja seguía gritando horriblemente:
—¡Hermano de sangre, hermano de sangre, dame un céntimo, dame un céntimo!
Entonces eché mano de la bolsa y arrojé dinero en su regazo. La vieja saltó de júbilo y gritó:
—¡Mirad qué hermosos céntimos me ha dado el hermano de sangre! ¡Mirad qué hermosos céntimos!
Mi caballo relinchó y corveteó a través de la puerta, soltado por el juez.
—Ahora podréis montarlo bien, honorable señor, según todos los requerimientos —dijo el juez.
Los campesinos, que me habían seguido hasta la puerta de la ciudad, se revolcaban de risa viéndome cómo volaba arriba y abajo con los saltos del caballo y gritaban:
—¡Mirad, mirad, monta como un capuchino!
El suceso en el pueblo, especialmente las ominosas palabras de la mujer demente, me habían alterado bastante. Las medidas más apremiantes que tenía que tomar eran, según mi parecer, suprimir a la primera oportunidad todo lo que llamara la atención en mi aspecto exterior y adoptar un nombre que me permitiera integrarme en la muchedumbre sin ser notado. La vida se abría ante mí como un destino sombrío y opaco. ¿Qué otra cosa podía hacer, como proscrito, sino dejarme llevar por las olas de la corriente que me impulsaba con fuerza? Todos los hilos que me habían unido con determinadas circunstancias de la vida se habían roto y, por lo tanto, no había ya ninguna fuerza que pudiera detenerme. El camino principal se fue tornando más y más animado, y todo anunciaba la proximidad de la rica y alegre ciudad comercial a la que me dirigía. En pocos días estuvo al alcance de mi vista. Sin que nadie me preguntara e, incluso, sin ni siquiera haber sido observado, llegué a los arrabales. Una gran casa con claras ventanas de cristal esmerilado, sobre cuya puerta lucía un dorado león alado, llamó mi atención. Entraban y salían de la misma gran cantidad de personas, carruajes llegaban y partían. En las habitaciones inferiores se escuchaban risas y ruido de copas. Apenas había llegado a la puerta cuando saltó diligente el criado, que tomó al caballo de las riendas y se lo llevó en cuanto me hube bajado. Otro criado, elegantemente vestido, llegó con un manojo de tintineantes llaves y subió, precediéndome, las escaleras. Cuando nos encontrábamos en el segundo piso, me miró de nuevo fugazmente y me guió al piso superior, donde abrió una habitación sobria y me preguntó cortésmente qué es lo que ordenaba; también me dijo que a las dos se comía en la sala número diez del primer piso, etcétera.
—¡Traed una botella de vino! —fueron las primeras palabras que pude deslizar ante la diligencia y obsequiosidad de esta gente.
Apenas transcurrido un instante desde que salió el criado, llamaron a la puerta y apareció un rostro que semejaba una extraña máscara, pero que me resultaba algo familiar. Tenía una nariz roja y puntiaguda, dos ojos pequeños y refulgentes, una barbilla protuberante, sobre todo ello un tupé empolvado que se elevaba como una torre y que, como pude percibir después, surgía inesperadamente de una cabeza rapada; además lucía una gran chorrera, un chaleco rojo brillante bajo el que asomaban dos cadenas de reloj, pantalones, un frac que a veces quedaba demasiado estrecho, otras demasiado grande, pero que nunca se adaptaba razonablemente a su tipo. Semejante figura entró realizando una reverencia, que había comenzado desde la puerta, con sombrero, tijeras y peine en la mano.
—Soy el peluquero de la casa —dijo— y ofrezco respetuosamente mis servicios, mis humildes servicios.
La escurrida figura era tan grotesca que apenas pude contener la risa. Pero el hombre me venía muy bien y no tuve reparos en preguntarle si creía posible arreglarme el pelo, tan castigado por el largo viaje y por un corte espantoso. Miró mi cabeza con ojos de experto en arte y, mientras llevaba al pecho la mano derecha graciosamente doblada y con los dedos extendidos, dijo:
—¿Arreglar el pelo? ¡Oh, Dios! Pietro Belcampo, al que los despreciables envidiosos llaman Peter Schönfeld a secas, no te han reconocido, como tampoco lo hicieron con el divino pífano y corneta del Regimiento, Giacomo Punto, Jakob Stich[13]. ¿Pero no callas tus méritos en vez de anunciarlos al mundo? ¿Acaso la forma de esta mano, la chispa del genio que irradian estos ojos y que como una bella aurora iluminan la nariz, acaso todo tu ser no debería revelar a la mirada del experto que en ti habita el espíritu que aspira al ideal? ¡Arreglar el pelo! ¡Qué expresión más fría, señor mío!
Solicité al singular hombrecillo que no se alterara tanto, ya que confiaba plenamente en su habilidad.
—¡Habilidad! —continuó en su exasperación—. ¿Qué es habilidad? ¿Quién ha sido hábil? ¿Aquel que mide cinco largos, salta luego treinta varas y cae en la tumba? ¿Aquel que logra hacer pasar una lenteja por el ojo de una aguja? ¿Aquel que cuelga cinco quintales de la espada y la balancea en la punta de la nariz seis horas, seis minutos, seis segundos y un instante? ¡Ja! ¿Qué es habilidad? La habilidad es ajena a Pietro Belcampo, al que le es accesible todo lo sagrado, todo el arte. ¡El arte, señor mío, el arte! Mi fantasía vaga por la arquitectura encrespada, por la estructura artística que el céfiro esculpe y destruye con ondas circulares. Aquí se crea, se produce y se trabaja. Ja, hay algo divino en el arte, pues el arte, señor mío, no es propiamente el arte del que tanto se habla, sino que se origina a partir de todo lo que se denomina arte. Vos me comprendéis, señor, pues me parecéis un hombre de pensamiento. Lo deduzco por el pequeño rizo que os cae en la parte derecha de vuestra noble frente.
Le aseguré que le entendía perfectamente y, mientras me deleitaba con la original locura del hombrecillo, determiné, reclamando para mí su tan afamado arte, no interrumpir en lo más mínimo ni su ardor ni su pathos.
—¿Pensáis entonces que podéis sacar algo de mi confusa cabellera? —pregunté.
—Todo lo que queráis —respondió—. Si deseáis consejo, sin embargo, de Pietro Belcampo, el artista, permitidme primero que considere en toda su anchura, largura y extensión vuestra valiosa cabeza, vuestra figura, gesticulación, vuestros andares, entonces podré deciros si os inclináis hacia lo romántico, lo heroico, lo noble, lo ingenuo, lo idílico, lo burlesco o lo humorístico. Luego conjuraré el espíritu de Caracalla, de Tito, de Carlomagno, de Enrique IV, de Gustavo Adolfo o de Virgilio, de Tasso o de Boccaccio. Animados por sus espíritus, se contraerán los músculos de mis dedos, surgiendo la obra maestra al compás sonoro de mis tijeras. Yo seré, señor mío, el que perfeccione la forma característica, como debe manifestarse en la vida. Pero ahora, os suplico que andéis un par de veces de un lado a otro de la habitación. ¡Quiero observar, percibir, advertir! ¡Por favor!…
Quise avenirme a lo dispuesto por el singular hombrecillo. Por lo tanto paseé de un lado a otro, como deseaba, mientras me esforzaba por esconder la cierta apostura monacal que todavía no me había sido posible suprimir del todo, aunque había abandonado el monasterio hacía tiempo. El hombrecillo me observó atentamente, luego comenzó a trotar a mi alrededor, suspirando y gimiendo. Sacó un pañuelo del bolsillo con el que se limpiaba las gotas de sudor de la frente. Finalmente se detuvo y le pregunté si ya había decidido la forma que le iba a dar a mi cabello. Entonces suspiró y dijo:
—Ay, señor, ¿qué os ocurre? No os habéis abandonado a vuestro ser natural, había violencia en el movimiento, una lucha entre naturalezas contradictorias. ¡Todavía un par de pasos, señor!
Me negué en redondo a exhibirme de nuevo y le aclaré que si no se decidía en ese momento a cortarme el pelo, tendría que renunciar a beneficiarme de su arte.
—¡Entiérrate, Pietro! —exclamó el hombrecillo exaltado—, pues nadie te conoce en este mundo, donde ya no se puede encontrar lealtad ni rectitud. ¡Pero vos tenéis que admirar mi visión, que penetra hasta lo más profundo, adorar mi genio, señor mío! En vano he intentado acoplar todo lo que se manifestaba en vuestro ser, en vuestros movimientos. Hay algo en vuestra forma de andar que indica un origen eclesiástico. ¡Ex profundis clamavi ad te Domine — Oremus — Et in omnia saecula saeculorum Amen!
Las últimas palabras fueron cantadas por el hombrecillo con voz ronca y llorosa, mientras adoptaba con fidelidad la postura y ademanes de un monje. Se dio la vuelta como si estuviera ante el altar, se arrodilló y luego se levantó, pero ahora asumió una apostura orgullosa y soberbia, arrugó la frente, abrió súbitamente los ojos y dijo:
—¡Mío es el mundo! Soy más rico, más inteligente y más prudente que todos vosotros, ciegas alimañas. ¡Inclinaos ante mí! Vea, señor —dijo el hombrecillo—, ésos son los principales ingredientes de vuestra apostura, y si lo deseáis quisiera mezclar, tomando en consideración vuestros rasgos y vuestra figura, algo de Caracalla, de Abelardo y de Boccaccio, y así, configurando en el fuego la figura y la forma, comenzar la maravillosa arquitectura clásico romántica de rizos etéreos.
Había mucho de verdad en las consideraciones del hombrecillo, por lo que creí conveniente darle la razón y confesarle que efectivamente había sido clérigo y mantenía la tonsura, que ahora deseaba ocultar todo lo posible.
Con extraños saltos, muecas y singulares discursos, el hombrecillo se ocupaba de mi cabello. Tan pronto semejaba sombrío y gruñón, como reía, tan pronto adoptaba una postura atlética, como se levantaba sobre las puntas de los pies; en resumen, apenas me fue posible reír más de lo que lo hice contra mi voluntad. Finalmente dio por terminado su trabajo. Le solicité, antes de que continuara el torrente de palabras que ya estaban prestas a salir de su boca, que trajera a alguien que, al igual que él del cabello, se ocupara de mi descompuesta barba. Entonces rió de manera extraña, se deslizó sobre las puntas de los pies hasta la puerta de la habitación y la cerró. Luego, regresando silenciosamente con el mismo paso hasta el centro de la habitación, dijo:
—Dorados tiempos aquéllos en los que todavía la barba y el cabello se confundían en un todo ensortijado para adorno del hombre, siendo objeto del dulce cuidado del artista. ¡Pero ese tiempo se ha perdido para siempre! El hombre ha repudiado su más bello adorno, y una clase ignominiosa se ha dedicado a suprimir la barba hasta las raíces con instrumentos horribles.
¡Oh, indignos, infames barberos, rapabarbas, afilad vuestras cuchillas con correas negras bañadas en aceites malolientes para escarnio del arte, balancead la grasienta bolsa, haced ruido con la bacía, espumead el jabón salpicando con agua caliente, peligrosa, y preguntad con frescura e impiedad a vuestros pacientes si quieren que se les afeite sobre el pulgar o sobre la oreja! ¡Hay Pietros que contrarrestan los indignos resultados de vuestro oficio y, humillándose ante vuestra vergonzosa actividad consistente en extirpar barbas, intentan salvar lo que emerge sobre las olas del tiempo! ¿Qué ha sido de las mil variedades de patillas, con sus rizos y bucles, que tan pronto se adaptaban suavemente a la línea del óvalo como descendían tristes hasta la zona inferior del cuello, que ora se alzaban osadas sobre la comisura de los labios ora se estrechaban modestas en una línea delgada, o se desplegaban, temerarias, con ímpetu encrespado? ¿Qué son, sino el invento de nuestro arte en el que se desarrolla la elevada aspiración a lo bello y sagrado? ¡Ja, Pietro! Muestra el espíritu que habita en tu interior, sí, muestra lo que eres capaz de emprender por amor a tu arte, incluso descender al insufrible oficio de rapabarbas.
Dichas estas palabras, el hombrecillo sacó un estuche con todos los aperos del barbero y comenzó, con mano experta y ligera, a liberarme de la barba. Realmente mi aspecto salió transformado de sus manos, y sólo era necesario un traje menos llamativo para escapar del peligro de despertar la curiosidad por mi apariencia. El hombrecillo permanecía ante mí sonriente y satisfecho. Le dije que en la ciudad era un desconocido y que me gustaría vestirme según las costumbres del lugar. A continuación le puse un ducado en la mano por su esfuerzo y para animarle a llevar a cabo mi comisión. Quedó como transfigurado, mientras inspeccionaba el ducado en la palma de su mano.
—Apreciado protector y mecenas —dijo—, no me ha engañado el espíritu que dirigió mi mano, reflejándose de la manera más pura vuestro carácter en el vuelo de águila de las patillas. Tengo un amigo, un Demonio, un Orestes[14], que perfecciona en el cuerpo lo que yo he comenzado en la cabeza, con el mismo sentido profundo, con el mismo genio. Habrá notado, señor, que hablo de un artista en la confección de trajes, pues así lo denomino en vez de utilizar la expresión tan vulgar y trivial de «sastre». Le encanta perderse en lo ideal, y así ha llenado un almacén, componiendo formas y figuras en la fantasía, con los más variados trajes. Allí contemplaréis a la elegancia personificada en todos sus matices, como quiera aparecer, ya sea con atrevimiento, ya retraída, ausente, inocente, irónica, graciosa, malhumorada, melancólica, estrafalaria, delicada o campechana. El joven que por vez primera desea hacerse una chaqueta sin el consejo coercitivo de la mamá o del preceptor; el cuarentón que se tiene que empolvar las canas; el anciano vividor; el erudito, tal y como se relaciona en el mundo; el rico comerciante; el acomodado burgués: de todo se exhibe en la tienda de mi demonio. En unos instantes se desplegarán las obras maestras de mi amigo ante vuestra mirada.
Salió de la habitación dando brincos y apareció al poco rato con un hombre alto, fuerte y vestido con decoro, que constituía la auténtica antítesis del hombrecillo, tanto en su aspecto externo como en lo que respecta a todo su ser. Me lo presentó como su demonio. El «demonio» me midió con la mirada y buscó luego en la caja, que un mozo había traído con posterioridad, los trajes que correspondían a los deseos que mi persona le había sugerido. A continuación pude comprobar el fino tacto del artista en la confección de trajes, como el hombrecillo le había denominado, pues sin llamar la atención y sin ser notado destacaba por su capacidad de observación, eligiendo con absoluto tino, sin mostrar curiosidad por la clase social, por el oficio, etc. Es en verdad difícil vestirse de tal manera que cierto carácter general en el traje no saque a relucir una suposición acerca de uno u otro oficio, incluso que nadie caiga en la cuenta de pensar en ello. El traje del ciudadano del mundo queda condicionado sólo por lo negativo, que viene a ser lo mismo que lo que se denomina un comportamiento educado, consistente más en dejar de hacer que en el propio hacer. El hombrecillo se explayó con todo tipo de expresiones grotescas y originales e, incluso, como pocos debían prestarle tanta atención como yo, parecía entusiasmado de poder brillar con tanta intensidad. El «demonio», un hombre serio y, según me pareció, sensato, interrumpió repentinamente su cháchara, tomándole por el hombro y diciendo: —Schönfeld, parece que hoy has entrado en vena y no dejas de parlotear. Apuesto que al señor le duelen ya los oídos de todas las insensateces que no paras de decir.
Belcampo hundió la cabeza con tristeza. A continuación cogió rápidamente el sombrero empolvado y gritó mientras saltaba hacia la puerta:
—¡Así es como me prostituyen mis mejores amigos!
—Es un buen pusilánime, este Schönfeld —dijo el «demonio», volviéndose hacia mí—. Tanto leer le ha vuelto medio loco, pero fuera de eso es un hombre bondadoso y hábil en su oficio, por lo que le soporto. Si alguien rinde mucho en un terreno, siempre se puede permitir que se pase de la raya en otro.
Cuando me quedé solo empecé a ensayar la manera de andar ante el gran espejo que colgaba en la habitación. El pequeño peluquero me había dado un consejo acertado. A los monjes les es propia una cierta cadencia premiosa y desmañada en los andares, causada por el largo hábito que entorpece el caminar y por el deseo de moverse con rapidez, como lo exige el culto. Asimismo se aprecia algo tan característico en el cuerpo inclinado hacia atrás, en la postura de los brazos, que nunca cuelgan, ya que los monjes cuando no doblan las manos las guardan en las amplias mangas del hábito, que no puede pasar fácilmente desapercibido. Intenté desembarazarme de todas estas actitudes para borrar toda huella de mi estado. Sólo en ello encontré consuelo para mi ánimo, ya que consideraba mi vida como ya vivida, es decir como superada. Ahora entraba en un nuevo ser, como si un principio espiritual se apoderase de la nueva figura y sentía que el recuerdo de mi existencia precedente, tornándose más y más débil, terminaría por desaparecer completamente. El bullicio de la gente, el continuo ruido causado por las distintas actividades que animaban la calle, todo era nuevo para mí y al mismo tiempo comprendía que era lo indicado para mantener el estado de ánimo alegre en el que me había puesto el extraño hombrecillo. Con mi nuevo y decoroso traje me atreví a entrar en los múltiples mesones. Mi timidez desapareció por completo al percibir que nadie, ni siquiera mi vecino más próximo, se tomaba el trabajo de mirarme cuando me sentaba a su lado. En el registro de forasteros me inscribí con el nombre de Leonardo, haciendo honor al prior que me había liberado, y aduje que estaba en la ciudad en privado, viajando por placer. En la ciudad debía de haber muchos viajeros en la misma situación, por lo que así evitaba la demanda de más información. Constituía una gran satisfacción pasear por las calles y me deleité mirando los escaparates de las lujosas tiendas, así como los cuadros y grabados que colgaban en las mismas. Por la noche visité los paseos públicos, donde mi aislamiento en medio del gran bullicio me llenó de amargos sentimientos. No ser reconocido por nadie, que en ningún pecho se hallara la más mínima sospecha de quién era o del extraño y maravilloso capricho del destino que me había arrojado en este entorno, que nadie supiera nada de lo que mi interior encerraba tendría que haber supuesto en mis circunstancias un factor bienhechor, sin embargo tenía para mí algo de estremecedor, ya que aparecía como un espíritu aislado que todavía vaga por la tierra aunque todo con lo que había estado familiarizado en la vida hacía tiempo que había muerto. Pensaba cómo antaño todos saludaban amigables y respetuosos al famoso predicador, cómo buscaban ansiosos su conversación, incluso sólo un par de palabras; entonces me asaltaba una amarga desazón. Pero aquel predicador era el monje Medardo, que yace muerto y enterrado en el abismo de las montañas. Yo ya no lo soy, pues vivo. La vida, que me ofrece sus placeres, acaba de comenzar de nuevo para mí. Así, cuando en sueños se repetían los sucesos del castillo me parecía como si le hubieran ocurrido a otro y no a mí. Este otro era, sin embargo, el capuchino, pero no yo. Sólo el pensamiento en Aurelia unía mi ser anterior con el actual, aunque como un dolor profundo e inextinguible mataba a menudo el placer que me invadía, arrancándome entonces repentinamente del círculo variopinto con el que la vida me iba rodeando. No descuidé visitar los múltiples establecimientos públicos, en los que se jugaba, bebía, etc.; especialmente me gustaba un hotel de la ciudad, en el que se reunía una amplia sociedad a causa del buen vino. En una mesa, situada en un cuarto contiguo, veía siempre a las mismas personas. Su conversación era animada e ingeniosa. Me resultó posible acercarme a aquellos hombres, que formaban un círculo cerrado, de la siguiente manera: al principio me mantuve en una esquina de la habitación, bebiendo mi vino, tranquilo y modesto. Cuando buscaban en vano algún dato literario interesante que en ese momento desconocían, intervenía yo: así me permitieron tomar asiento en su tertulia. Mi participación fue tanto mejor recibida cuanto que mi discurso y mis múltiples conocimientos, que ampliaba diariamente en todas las ramas del saber que me eran todavía desconocidas, les prometían mucho. Así logré establecer unas relaciones bienhechoras, que me fueron acostumbrando más y más a la vida en el mundo, y que provocaron un estado de ánimo alegre y abierto. Poco a poco fui limando las toscas aristas que me habían quedado de mi forma de vida anterior. Desde hacía unas noches se hablaba mucho en la sociedad que frecuentaba de un pintor desconocido que acababa de llegar y había organizado una exposición de sus cuadros. Todos, excepto yo, habían visitado ya la exposición y alabaron tanto su excelencia que decidí también visitarla. El pintor no estaba presente cuando entré en la sala, pero un anciano hizo de cicerone y nombró a los maestros, cuyas obras el pintor había expuesto junto a las suyas. Eran piezas espléndidas, la mayoría originales de pintores famosos, que me entusiasmaron. Algunos de los cuadros, a los que el anciano se refirió fugazmente con el nombre de copias de pinturas al fresco, despertaron en mi alma recuerdos de la niñez que fueron adquiriendo vividos colores. Era evidente que se trataba de copias del Sagrado Tilo. Reconocí en una Sagrada Familia que los rasgos de San José coincidían con el rostro del peregrino extranjero que me trajo al niño maravilloso. Un sentimiento de profunda melancolía me invadió, pero no pude evitar lanzar una exclamación cuando mi mirada reconoció en un retrato de tamaño natural a la princesa, mi madrina. Estaba soberbia y concebida con esa similitud, en el sentido más profundo, que Van Dyck lograba en sus retratos, y pintada con el vestido que acostumbraba a llevar cuando precedía a las demás monjas en la procesión el día de San Bernardo. El pintor había inmortalizado justo el momento en que se disponía, una vez terminadas sus oraciones, a salir de su habitación para comenzar la procesión, mientras el pueblo aguardaba lleno de expectación en la iglesia, que se percibía en perspectiva en segundo plano. En la mirada de la espléndida mujer se manifestaba la expresión de un espíritu que se elevaba a lo celestial. ¡Ay, parecía como si rogase el perdón para el pecador impío que se había desprendido violentamente del corazón maternal! ¡Y este pecador era yo mismo! Sentimientos olvidados desde hacía tiempo invadieron mi pecho, un anhelo indescriptible arrastró mi ser, me encontraba de nuevo junto al buen Padre en el pueblo del convento cisterciense, un niño alegre, despierto, despreocupado, lleno de júbilo porque había llegado el día de San Bernardo. ¡Podía verla!
—¿Has sido bueno y piadoso, Francisco? —preguntó con una voz cuyo timbre quedaba suavizado por el amor y que hacía llegar hasta mí de manera encantadora y delicada—. ¿Has sido bueno y piadoso?
¡Ay! ¿Qué podía contestar? Impiedad tras impiedad he ido acumulando. ¡A la ruptura del voto siguió el crimen! Desgarrado por la pesadumbre y el arrepentimiento, caí de rodillas perdiendo casi el conocimiento y mis ojos derramaron abundantes lágrimas. Aterrado, se acercó el anciano a donde estaba y preguntó con vehemencia:
—¿Qué os ocurre, señor? ¿Qué os ocurre?
—La imagen de la abadesa se parece tanto a la de mi madre, fallecida de manera tan cruel —dije con voz apagada, e intenté mientras me levantaba recobrar en lo posible la presencia de ánimo.
—Venid, señor —dijo el anciano—, semejantes recuerdos son demasiado dolorosos, se pueden evitar. Aquí hay un retrato que mi señor considera como uno de los mejores. El cuadro fue pintado del natural y terminado hace poco. Lo hemos cubierto con un velo para que el sol no estropee los colores, que todavía no se han secado del todo.
El anciano me colocó cuidadosamente en el ángulo de luz adecuado y retiró rápidamente el velo: ¡Era Aurelia! Un horror, que apenas podía combatir, se apoderó de mí. Reconocí la proximidad del Enemigo, que me quería arrojar violentamente al torrente agitado del que sería imposible salir y destruirme para siempre. Pude hacer acopio de valor y sublevarme contra el monstruo, que se precipitaba sobre mí en la misteriosa oscuridad.
Con ojos ávidos devoré los encantos de Aurelia, que irradiaban del cuadro hirviente de vida. La mirada infantil y dulce de la piadosa niña parecía acusar al infame asesino de su hermano, pero todo sentimiento de arrepentimiento agonizó en el amargo, hostil escarnio que, surgiendo en mi interior, me expulsó con sus venenosos aguijones de la vida apacible. Sólo me afligía que Aurelia, en aquella noche fatal, no hubiera sido mía. ¡La aparición de Hermógenes frustró la empresa, pero lo pagó con su vida! ¡Aurelia vive, y eso es suficiente para mantener la esperanza de poseerla! Sí, es seguro que será mía, pues la fatalidad, de la que no podrá escapar, rige, y… ¿no soy yo esa fatalidad?
De esta manera estimulaba mi impiedad, mientras contemplaba fijamente el cuadro. El anciano parecía maravillado por mi conducta. No paraba de hablar sobre dibujo, tono, colorido, pero no escuchaba ninguna de sus palabras. El pensamiento en Aurelia junto con la esperanza de ejecutar la acción maligna provisionalmente aplazada me invadían tan intensamente que salí de allí deprisa, sin preguntar siquiera por el pintor desconocido, lo que impidió también que investigara qué circunstancias le habían llevado a pintar los cuadros que contenían, como en un ciclo, alusiones a mi vida entera. Para poseer a Aurelia estaba dispuesto a todo; me parecía como si yo mismo, situado sobre las apariciones de mi vida y penetrándolas con la mirada, nunca tuviera nada que temer, pero tampoco que arriesgar. Incubé todo tipo de planes y proyectos para llegar a la meta propuesta; especialmente creía poder conocer algo más a través del extraño pintor, investigar a través de él otras relaciones que pudieran servir como preparación para alcanzar mis fines. No tenía otra cosa en la mente que regresar al castillo con mi nueva apariencia, y este plan no me parecía especialmente temerario. Por la noche estuve en sociedad. Intentaba poner freno a la creciente tensión de mi espíritu, al trabajo desbocado de mi fantasía exaltada.
Se habló mucho de los cuadros del pintor desconocido, especialmente de la singular expresión con que sabía dotar a sus retratos. Coincidí en las alabanzas y con un especial brillo en mi discurso, que sólo era el reflejo de una ironía sarcástica que ardía como fuego en mi interior, describí el extraordinario atractivo que emanaba del rostro piadoso y angelical de Aurelia. Uno de ellos dijo que al día siguiente por la noche traería a la reunión al pintor, un artista muy interesante, aunque de edad avanzada, que todavía permanecía en el lugar para completar varios retratos ya comenzados.
Asaltado por sentimientos extraños y por visiones desconocidas, la noche siguiente fui más tarde que de costumbre a la reunión. El pintor estaba sentado a la mesa, dándome la espalda. Cuando me senté y pude contemplarle, quedé paralizado ante los rasgos de aquel horrible desconocido que en el día de San Antonio, apoyado en la columna, me había llenado de pánico. Me miró un buen rato con profunda seriedad, pero el estado de ánimo en que me encontraba, después de haber visto la imagen de Aurelia, me dio fuerza y valor para soportar su mirada. El Enemigo había penetrado en mi vida de manera visible, y se trataba de comenzar contra él una lucha a muerte. Decidí esperar a que iniciase el ataque, para luego contraatacar con las armas en las que podía confiar. El desconocido no parecía prestarme una atención especial, sino que, desviando su mirada de la mía, continuó con la charla artística en la que estaba enfrascado cuando entré. Se empezó a hablar de sus cuadros y se alabó especialmente el retrato de Aurelia. Alguien afirmó que la imagen, aunque se percibía a primera vista que se trataba de un retrato, podría servir como estudio y ser utilizada para personificar a alguna santa. Me preguntaron mi opinión, ya que el día anterior había descrito el cuadro con todos sus méritos y excelencias, e involuntariamente manifesté la idea de que no podría imaginarme a Santa Rosalía de otra manera que como en aquel retrato. El pintor apenas pareció haber mostrado interés por mis palabras y siguió de inmediato:
—La doncella, fielmente retratada en el cuadro, es en verdad una santa que se dirige al Cielo en el momento de la lucha. La he pintado cuando, en un momento de terrible angustia, encuentra consuelo en la Religión y espera recibir ayuda de la Divina Providencia, que reina en las alturas. La expresión de esta esperanza, que sólo puede vivir en el alma que se eleva sobre lo terrenal, es la que he intentado captar en el cuadro.
La conversación se desvió hacia otros temas, y el vino, que en honor al pintor era de una calidad especial y se bebió en mayor cantidad que otras veces, alegró los ánimos. Cada uno supo contar algo entretenido, y el pintor, por más que sólo parecía reír interiormente, reflejándose esta risa interna exclusivamente en sus ojos, sabía mantener todo, a veces lanzando algunas palabras fuertes, bajo control. Cada vez que el forastero me miraba a los ojos, no podía evitar un siniestro sentimiento de horror, pero me fue posible ir superando poco a poco el espeluznante estado de ánimo que me invadió al principio. Hablé del burlesco Belcampo, que todos conocían, y supe, para el disfrute de los concurrentes, sacar de tal modo a la luz y con todo detalle su pusilanimidad, que un grueso y acomodado comerciante, que acostumbraba a sentarse frente a mí, me aseguró con lágrimas de risa en los ojos que desde hacía tiempo no pasaba una noche tan divertida. Cuando las risas comenzaron a ceder, preguntó de repente el forastero:
—¿Han visto al demonio alguna vez, señores?
Se tomó la pregunta como la introducción a una broma y se aseguró en general que todavía no se había tenido el honor. Entonces continuó el desconocido:
—Bien, pues poco faltó para que yo hubiera tenido ese honor y, en concreto, en el castillo del barón E, en las montañas.
Yo temblé, pero los demás gritaron riendo: «¡Seguid, seguid!…».
—Probablemente conozcan —el pintor tomó de nuevo la palabra—, si han viajado por las montañas, esa zona salvaje y estremecedora en la que, cuando el caminante sale del bosque de abetos y entra en las elevadas masas rocosas, se abre un profundo y oscuro abismo. Es el denominado abismo del diablo, y arriba sobresale una roca, llamada la silla del diablo. Se dice que el conde Victorino estaba sentado precisamente en esa roca, planeando malas empresas, cuando el diablo apareció repentinamente, y como quería tener el gusto de ejecutar tales planes por sí mismo, lanzó al conde al vacío. El demonio apareció en el castillo del barón disfrazado de capuchino, y después de haber disfrutado de la baronesa la mandó al infierno. También asesinó al hijo demente del barón, que no podía tolerar al demonio de incógnito y anunció a gritos: «¡Es el demonio!», por lo que un alma piadosa fue salvada de la condenación que el astuto diablo había decretado. Después desapareció el capuchino de manera incomprensible. Se dice que huyó cobardemente de Victorino que, ensangrentado, se había alzado de la tumba. En todo caso les puedo asegurar que la baronesa murió envenenada, Hermógenes asesinado a traición y el barón murió poco después de pesadumbre. Aurelia, precisamente la piadosa santa que pinté en el castillo poco después de estos sucesos horribles, huyó, como huérfana abandonada, a tierras lejanas, en concreto a un convento cisterciense, cuya abadesa había tenido amistad con su padre. Habéis tenido ocasión de contemplar la imagen de esta espléndida mujer en mi galería. Pero todo os lo podrá contar mucho mejor y con más detalles este señor (me señaló a mí), ya que estuvo presente en el castillo cuando se desarrollaron los acontecimientos.
Todas las miradas se dirigieron hacia mí llenas de asombro. Indignado, salté y grité con voz firme:
—¡Eh, señor mío! ¿Qué tengo yo que ver con vuestras estúpidas historias de demonios y crímenes? ¡Vos no me conocéis, no me conocéis en absoluto, y os pido que me dejéis fuera de este juego!
Con esta excitación interna me fue bastante difícil darle a mis palabras un asomo de indiferencia. El efecto del misterioso discurso del pintor, así como mi apasionamiento, que en vano me esforzaba por ocultar, resultaban demasiado visibles. El alegre ambiente desapareció, y los concurrentes me miraban llenos de recelo y desconfianza, acordándose ahora de cómo, siendo para todos un desconocido, me fui acercando poco a poco hasta formar parte de la reunión.
El pintor desconocido se había levantado y me penetraba con sus ojos ceñudos de muerto en vida, como antaño en la iglesia de los capuchinos. No pronunciaba ninguna palabra, parecía estático y sin vida, pero su aspecto hacía que mi pelo se erizase. Un sudor frío bañó mi frente, todas mis fibras se estremecieron de horror.
—¡Lárgate de aquí! —grité fuera de mí—. ¡Tú mismo eres Satanás, tú eres el criminal impío, pero sobre mí no tienes poder alguno!
Todos se levantaron de sus asientos.
—¿Qué sucede, qué ocurre? —preguntaban en la confusión del momento.
Empezaron a entrar personas atropelladamente en la sala, abandonando el juego, asustados por el tono de mi voz.
—¡Un borracho, un loco! ¡Que lo saquen de aquí! ¡Que se lo lleven! —gritaron algunos. Pero el pintor desconocido permanecía sin mover un solo músculo, mirándome fijamente.
Loco de rabia y desesperación, saqué del bolsillo el cuchillo con el que había asesinado a Hermógenes y que siempre llevaba conmigo, arrojándome a continuación sobre el pintor, pero un golpe me derribó. El pintor rió con sorna tan terrible que retumbó en la habitación:
—Hermano Medardo, hermano Medardo, tu juego es falso; vete y desespera de arrepentimiento y vergüenza.
Sentí cómo me agarraban entre varios clientes del local; entonces saqué fuerzas de flaqueza y embestí contra los presentes como un toro furioso. Algunos cayeron al suelo, mientras me abría camino hasta la puerta. Atravesaba con rapidez el pasillo cuando se abrió una puerta lateral. Alguien tiró de mí y me hallé en el interior de una tenebrosa habitación. No me resistí, ya que oía muy cerca a mis perseguidores. Pasado el tumulto, un desconocido me llevó por una escalera secundaria hasta un patio, y luego por la parte trasera del edificio hasta la calle. Gracias a la claridad de los faroles pude reconocer a mi salvador, que no era otro que el burlesco Belcampo.
—Parece —comenzó a decir— que la fatalidad os ha enfrentado con el pintor forastero. Bebía en la habitación contigua un vaso de vino, cuando penetró el ruido y decidí, conociendo las peculiaridades de la casa, salvarlo, ya que yo soy el único culpable de esta fatalidad.
—¿Cómo es posible? —pregunté asombrado.
—¿Quién dispone el momento? ¿Quién puede resistirse a los esfuerzos de un espíritu superior? —continuó el hombrecillo en tono patético—. Cuando arreglé vuestro cabello, admirado señor, surgieron en mí comme à l’ordinaire las ideas más sublimes. Me abandoné a la erupción de una fantasía desbocada y olvidé no sólo alisar el rizo de la cólera situado en la coronilla formando una suave ondulación, sino que dejé incluso sobre la frente los veintisiete pelos del miedo y del horror. Éstos se enderezaron ante la mirada fija del pintor, que en realidad es un espectro, y se inclinaron, gimiendo, hacia el rizo de la cólera, que se dispersó siseando y restallando. Lo he visto todo. Entonces, admirado señor, ardiendo de cólera sacasteis un cuchillo en el que ya había huellas de sangre, pero era un esfuerzo vano enviar al Orco al que ya pertenecía al Orco, pues el pintor es Ashaverus, el judío errante, o Bertram de Bornis, o Mefístófeles, o Benvenuto Cellini, o San Pedro, brevemente un despreciable espectro al que no se puede conjurar sino con un rizo de metal ardiente que tuerza la idea que realmente representa, o con un hábil peinado de los pensamientos, realizado con peines eléctricos, que él debe aspirar para alimentar la idea. Como podéis ver, mi admirado amigo, para mí, para el artista y fantaseador de profesión, todas estas cosas no son más que una auténtica pomada, dicho sacado de mi oficio y más significativo de lo que se piensa, ya que sólo la pomada contiene auténtica esencia de clavo.
La extravagante verborrea del hombrecillo, que mientras tanto corría conmigo por las calles, poseía en aquel instante algo siniestro, y cuando de vez en cuando me fijaba en sus saltos ridículos y en su cómico rostro no podía dejar de reír ruidosa y convulsivamente. Finalmente llegamos a mi habitación. Belcampo me ayudó a empacar y pronto estuvo todo preparado para salir de viaje. Puse en la mano del hombrecillo algunos ducados. Saltó de alegría y exclamó:
—¡Eh, ahora tengo oro digno, inyectado de sangre de un corazón, despidiendo rayos rojos y brillantes! Esto ha sido una ocurrencia y, además, divertida, señor, nada más.
La añadidura final hizo que notara mi extrañeza sobre sus exclamaciones. Me pidió otorgar al rizo de la cólera la debida redondez, cortar los pelos del horror y poder llevarse un rizo como recuerdo. Le dejé hacer, y él realizó todo con las actitudes y muecas más burlescas que pensarse pueda. Por último cogió el cuchillo, que había colocado en la mesa al cambiarme de ropa, y comenzó a dar puntadas en el aire, adoptando la posición de un espadachín.
—¡Ahora mato a vuestro adversario! —gritó— y como sólo es una idea, hay que matarle con una idea, la mía que, para fortalecer la expresión, acompaño con hábiles movimientos corporales. Apage Satanás, apage, apage, Ashaverus, allez vous en… Bueno, ya estaría hecho —dijo, dejando el cuchillo, respirando profundamente y secándose la frente, como alguien que ha realizado con bravura un trabajo pesado.
Quise esconder rápidamente el cuchillo y lo introduje en la manga, como si todavía llevase el hábito, lo que advirtió el hombrecillo, que sonrió taimado. Entonces se escuchó el silbido del postillón ante la casa. Belmonte cambió repentinamente tono y actitud, sacó un pequeño pañuelo, hizo como si se secara lágrimas en los ojos, se inclinó una y otra vez obsequioso y después de besarme la mano y la levita, imploró:
—¡Dos misas por mi abuela que murió de indigestión, cuatro misas por mi padre que murió de ayuno involuntario, venerable señor! Pero por mí, cuando muera, una a la semana. Por lo pronto absolución por mis numerosos pecados. Ah, venerable señor, en mi interior se esconde un infame pecador que dice: «Peter Schönfeld, no hagas el mono y creas que eres, pues yo soy en realidad tú, me llamo Belcampo y soy una idea genial, y si no lo crees te abatiré con un pensamiento fino y puntiagudo como un pelo». Este hombre hostil, llamado Belcampo, venerable señor, es capaz de todos los vicios. Entre otras cosas duda del presente, se emborracha con frecuencia, participa en camorras y tiene tratos lascivos con pensamientos hermosos y vírgenes. El tal Belcampo me ha desconcertado y confundido de tal modo a mí, a Peter Schönfeld, que salto a menudo de manera indecente y ensucio el color de la inocencia, mientras me siento en la inmundicia con medias blancas de seda cantando in dulci jubilo. ¡Perdón para los dos, Pietro Belcampo y Peter Schönfeld!
Se arrodilló ante mí e hizo como si sollozase. La locura del hombre me resultaba ya pesada.
—Sed razonable —le dije.
El mozo entró a recoger el equipaje. Belcampo dio un respingo y, recobrando su buen humor, ayudó al mozo a traer todo lo que yo solicitaba por las prisas, aunque sin dejar de parlotear.
—El tipo es un auténtico majadero. Con semejante personaje no se pueden trabar relaciones —gritó el mozo, mientras cerraba la puerta del carruaje.
Belcampo agitó el sombrero y, cuando le miré y coloqué significativamente el dedo sobre mis labios, exclamó: «Hasta el último aliento de mi vida».
Cuando comenzó a amanecer, la ciudad quedaba ya a una distancia considerable, y la figura de aquel hombre horrible, que me perseguía cruelmente como un misterio insondable, había desaparecido. La reiterada pregunta del cochero, «¿adónde?», me atosigaba continuamente, ya que había renegado de todas las relaciones surgidas en mi vida. Vagabundeé abandonado a la merced de las olas de la casualidad. ¿No me había desprendido violentamente un poder irresistible de todo aquello con lo que había mantenido un vínculo amigable, para que el espíritu que habitaba en mi interior pudiese desarrollar y blandir sus armas sin fuerzas que lo frenasen? Infatigable recorrí aquella espléndida región, pero nunca encontraba sosiego. Sentía un impulso que me llevaba cada vez más hacia el sur, y me di cuenta de que mi ruta de viaje hasta ahora apenas se había desviado de la que Leonardo había designado. Así, el empujón con el que me había lanzado al mundo continuaba dirigiéndome en la dirección correcta como una fuerza mágica.
Una noche tenebrosa viajaba a través de un bosque espeso que, al parecer, según me dijo el administrador de Correos, se extendía más allá del próximo lugar de parada. El cochero me aconsejó por ello aguardar con él hasta que amaneciera, pero rechacé la propuesta porque quería alcanzar tan rápido como fuera posible una meta que para mí, sin embargo, constituía todavía un misterio. Nada más partir, unos relámpagos iluminaron la lejanía y en pocos instantes el cielo se llenó de nubes cada vez más negras, que la tormenta conglomeraba y perseguía rugiente. Los truenos resonaron espantosos con el eco, como si tuvieran mil voces, y rayos rojos atravesaron el horizonte hasta donde la vista podía alcanzar. Los altos abetos crujían, sacudidos hasta las raíces. Empezó a llover torrencialmente. Corríamos el peligro de ser aplastados por los árboles. Los caballos se encabritaron, atemorizados por la luz de los relámpagos. Llegó un momento en que ya apenas podíamos avanzar. Finalmente el coche quedó atrapado en el barro y se rompió la rueda trasera. Tuvimos que permanecer en el lugar. Allí nos vimos obligados a esperar hasta que la tormenta amainó y la luna apareció entre las nubes. El postillón pudo comprobar ahora que, por causa de la oscuridad, se había desviado del camino principal y que nos encontrábamos en un sendero del bosque. No había otra posibilidad que seguir por ese camino costase lo que costase, y quizá llegar a un pueblo cuando abriese el día. Aseguramos el coche con un madero y así, paso a paso, fuimos avanzando. Al poco rato advertí en la lejanía, ya que iba por delante, el resplandor de una luz y creí oír ladridos. No me había equivocado, pues después de continuar por el camino unos minutos escuché claramente a los perros. Llegamos a una casa respetable, que se encontraba rodeada de un muro. El postillón llamó a la puerta y los perros saltaron y ladraron, pero la casa permaneció silenciosa, como muerta. Sólo cuando el postillón tocó el cuerno se abrió la ventana del piso superior, desde la que brilló una luz, y una voz profunda y ronca gritó:
—¡Christian, Christian!
—Sí, respetable señor —respondieron desde abajo.
—Alguien está llamando a la puerta, tocan el cuerno y los perros están endemoniados. Coge la linterna, la escopeta n° 3 y mira de una vez quién es.
Poco después oímos cómo Christian soltaba a los perros y le vimos acercarse con la linterna. El postillón opinaba que no había duda, en vez de seguir recto por el bosque nos habíamos desviado por una senda lateral, y debíamos encontrarnos en la casa del guarda forestal, a una hora de camino de la última parada. Cuando le contamos a Christian nuestra situación, abrió las dos alas de la puerta y ayudó a meter el coche. Los perros, ya aplacados, husmeaban moviendo los rabos a nuestro alrededor, y el hombre que permanecía en la ventana no cesaba de gritar:
—¿Quién es? ¿Quién ha llegado? —sin que Christian ni nosotros le diéramos noticia alguna al respecto.
Finalmente entré en la casa, mientras Christian se ocupaba del coche y de los caballos. A mi encuentro vino un hombre alto y fuerte, con el rostro quemado por el sol, en la cabeza un sombrero con penacho verde y, por lo demás, en camisa, con sólo zapatillas en los pies y un cuchillo de monte en la mano. Nada más verme gritó huraño:
—¿De dónde sois? ¿Quién es el que turba el sueño a estas horas de la madrugada? Esto no es una posada, ni una casa de postas. Aquí reside el guarda forestal de la comarca, y ése soy yo. Christian es un auténtico asno por haber abierto la puerta.
Le conté desalentado mi accidente y que sólo habíamos llegado hasta allí impulsados por la necesidad. Entonces se tornó el hombre algo más suave y dijo:
—Bien, es cierto que la tormenta ha sido fuerte, pero el postillón es un bribón por haber tomado el camino erróneo y haber roto el coche. Un tipo así debería saber atravesar el bosque con los ojos vendados, como si fuera su casa.
Me condujo hacia arriba y mientras dejaba el cuchillo de monte, se quitaba el sombrero y se ponía por encima la chaqueta, me suplicaba que no tomara a mal el rudo recibimiento, ya que en una vivienda tan alejada había que estar alerta, sobre todo porque gentuza desalmada vagaba por el bosque. Concretamente con los cazadores furtivos, que ya habían intentado a menudo matarle, se encontraba casi en guerra abierta.
—Pero —continuó— esos rufianes no pueden habérselas conmigo, pues gracias a Dios llevo a cabo mi oficio fielmente y con rectitud, y confiando en Él y en mi escopeta les reparto consuelo.
Involuntariamente deslicé con unción, como no podía dejar de hacer por la vieja costumbre, algunas palabras sobre la fuerza que otorga la confianza en Dios, y el guarda forestal se volvió más y más accesible. A pesar de mis protestas, despertó a su mujer, una matrona entrada en años, aunque alegre y activa. No obstante haber sido despertada en medio del sueño, dio la bienvenida amablemente al huésped y se puso a preparar la cena por orden del marido. El postillón tenía que regresar a la parada anterior con el coche roto, así se lo ordenó el guarda forestal como castigo, y yo sería llevado cuando gustase por el propio guarda hasta la próxima parada. La decisión me agradó, ya que necesitaba por lo menos un pequeño descanso. Le expresé al guarda forestal mi deseo de permanecer allí hasta el mediodía, para recuperarme plenamente del agotamiento causado por el constante e ininterrumpido viajar durante varios días.
—Si me permitís daros un consejo, señor —respondió el guarda—, permaneced aquí todo el día de mañana y esperad hasta pasado mañana, entonces podrá llevaros mi hijo mayor, al que envío a la Corte del Príncipe, hasta la siguiente parada.
También quedé satisfecho con esta proposición. Además me agradaba la soledad del lugar, que consideraba magnífico.
—Bien, señor —dijo el guarda—, esto no es tan solitario. Probablemente llamaréis vos solitaria, según los conceptos acostumbrados en los habitantes de las ciudades, a toda casa aislada situada en el bosque, a pesar de que depende mucho de quién viva en ella. Si aquí viviera, como antaño, un viejo cascarrabias, encerrado entre cuatro paredes y sin ganas de salir al bosque o de cazar, entonces sí se podría hablar de soledad, pero desde que el anciano murió y Su Alteza el Príncipe regente adaptó el edificio como vivienda del guarda forestal, el lugar se ha vuelto mucho más animado. Sin duda, vos sois también un habitante de la ciudad que nada sabe del bosque y del placer de la caza. Así, no podéis imaginaros la vida alegre y espléndida que nosotros, cazadores, llevamos aquí. Mis cazadores y yo formamos una familia y, os parezca o no curioso, también incluyo a mis hábiles e inteligentes perros. Ellos me entienden, están atentos a mis palabras, a mis señas, y me son fieles hasta la muerte. ¿Veis la mirada comprensiva de mi Waldmann? Sabe que hablamos de él. Además, señor, siempre hay algo que hacer en el bosque. Por la tarde se realizan los preparativos y otras ocupaciones. Tan pronto como aclara el día, ya estoy fuera de la cama, tocando alguna pequeña pieza de cazador con mi cuerno. Entonces todo se despierta y cobra movimiento, los perros ladran de júbilo, de valor, de deseos de cazar. Los mozos se apresuran a vestirse, se echan el morral a la espalda, la escopeta al hombro y entran en el comedor, donde mi vieja prepara el desayuno del cazador. Luego salimos llenos de alegría y placer. Llegamos a los puestos, donde se esconde la caza salvaje, allí ocupa cada uno su lugar, separado de los demás; los perros rastrean con la cabeza pegada al suelo, y husmean, escudriñan, miran al cazador con ojos inteligentes, humanos. El cazador permanece, conteniendo la respiración, con el dedo tenso en el gatillo, inmóvil, como si hubiera echado raíces en la tierra. Entonces, cuando la pieza surge de la espesura, restallan los tiros y los perros se lanzan en su persecución. ¡Ah, Señor! En ese instante sí que late de verdad el corazón y se es otro hombre. Y no hay partida de caza que se repita, pues siempre sucede algo especial que nunca ha acontecido con anterioridad. Sólo por la variedad de las piezas, mostrándose unas u otras según el momento, resulta el ejercicio de la caza algo tan espléndido que ningún hombre en la tierra terminaría por hartarse. Pero, señor, sólo el bosque, el bosque por sí mismo es tan animado y está tan lleno de vida, que nunca me siento solo. Aquí conozco cada lugar y cada árbol. Me parece realmente como si cada árbol, crecido ante mi propia vista y ahora extendiendo su copa reluciente hacia el cielo, también me conociera y me tuviera cariño, ya que le he cuidado y protegido, incluso creo verdaderamente que cuando susurra de manera tan maravillosa es como si hablara conmigo con su propia voz, aunque ello sería más bien una auténtica alabanza a Dios Todopoderoso y una oración que no se puede expresar con palabras. Resumiendo, un cazador justo y piadoso lleva una vida espléndida y alegre, pues le queda todavía algo de la antigua, hermosa libertad, con la que los seres humanos vivían de acuerdo con la naturaleza y no sabían nada de los melindres y afectaciones de la ciudad, donde hoy se torturan entre muros de prisiones. Los habitantes de las ciudades permanecen ajenos a todas las cosas espléndidas que Dios ha creado para que pudieran solazarse y edificarse como hacían los hombres libres de antaño, que vivían en amor y armonía con toda la naturaleza, como se puede leer en las viejas historias.
Todo esto lo dijo el guarda con un tono e intensidad que convencía plenamente de su sinceridad, y que además me hizo sentir una envidia franca de su vida afortunada, de su estado de ánimo profundamente tranquilo, tan distinto del mío.
El guarda me asignó un pequeño y bien aseado aposento en la otra parte del edificio, que, según pude comprobar, era bastante amplio. Allí encontré mi equipaje. Finalmente me abandonó, asegurándome que el ruido mañanero no me despertaría, ya que me encontraba aislado del resto de los habitantes, y por consiguiente podría descansar tanto como quisiera. Dijo que cuando yo llamase se me serviría el desayuno, pero que a él sólo podría verle durante la comida, pues se marchaba al bosque temprano con los muchachos y no llegaba antes del mediodía. Me arrojé sobre la cama y caí rápidamente, por causa de mi agotamiento, en un sueño profundo, pero una horrible pesadilla me torturó. De manera asombrosa comenzó la pesadilla tomando conciencia del sueño, así me dije a mí mismo: «Bien, es espléndido que me haya dormido enseguida y que dormite con tanto sosiego y tranquilidad, ello me recuperará del cansancio. Ahora no debo abrir los ojos».
A pesar de mi intención de permanecer con los ojos cerrados, no lo conseguí, y sin embargo mi sueño no quedó interrumpido. Entonces se abrió la puerta y una figura oscura penetró en la habitación; comprobé horrorizado que era yo mismo, vestido con el hábito de capuchino, con barba y tonsura. La figura se acercó más y más a mi cama. Quedé inmóvil y cualquier sonido que luchaba por emitir permanecía sofocado por la parálisis que me había sobrecogido. La figura se sentó en mi cama y rió con sarcasmo.
—Tienes que venir ahora conmigo —dijo—. Vamos a subir al tejado, bajo la veleta, que canta una alegre canción de boda, porque el búho se casa. Allí lucharemos, y el que logre arrojar al otro al vacío será rey y podrá beber sangre.
Sentí cómo la figura me agarraba y me alzaba; entonces recobré la fuerza.
—¡Tú no eres yo, tú eres el demonio! —grité, y arañé el rostro del amenazador fantasma como si mis manos fuesen garras. Pero fue como si mis dedos taladrasen el vacío y se introdujeran en profundas cuencas vacías.
El espectro rió de nuevo de manera cortante. En ese instante desperté, como impulsado por una violenta sacudida. Las risas, sin embargo, todavía continuaban resonando en la habitación.
Me levanté. Los rayos luminosos de la mañana se filtraban por la ventana y pude ver ante la mesa, de pie, dándome la espalda, a una figura con el hábito capuchino. Quedé paralizado de terror: el espantoso sueño se hacía realidad. El capuchino registraba mis cosas, que se encontraban sobre la mesa. En ese momento se volvió, y yo recobré el valor. Ante mí se encontraba un rostro extraño, con una barba negra y salvaje, en cuyos ojos reía la demencia: algunos de sus rasgos recordaban remotamente a Hermógenes. Decidí esperar para ver qué hacía el desconocido y así poder contrarrestar cualquier acción dañina. Mi estilete se encontraba a mano, por lo que, contando también con mi fuerza corporal, de la que me fiaba, podía hacerme cargo del desconocido sin más ayuda. Parecía jugar con mis cosas como si fuera un niño; especialmente le gustaba el portafolio rojo, que arrojaba una y otra vez contra la ventana, saltando al mismo tiempo de forma extraña. Finalmente encontró la damajuana con el resto del vino misterioso. La abrió y olió el contenido; entonces empezaron a temblar todos sus miembros y lanzó un grito horrible y ahogado que resonó por toda la habitación. Un reloj en la casa dio las tres; inmediatamente después el desconocido emitió alaridos salvajes, como si le estuvieran torturando, pero de repente rompió a reír como lo había hecho anteriormente, durante mi sueño. Ahora giraba enloquecido, dando saltos salvajes. Bebió de la damajuana y, arrojándola lejos de sí, corrió hacia la puerta. Me levanté con rapidez y fui tras él, pero ya le había perdido de vista. Le escuché bajar unas escaleras alejadas y al final oí un fuerte golpe, como el de una puerta al cerrarse. Eché el cerrojo de la habitación para evitar una segunda visita y me metí de nuevo en la cama. Estaba demasiado agotado como para no dormirme otra vez. Presto y fortalecido, me levanté cuando el sol resplandecía en mi estancia. El guarda forestal había estado, como dijo, en el bosque con sus hijos y otros cazadores. Una muchacha amable y en la flor de la vida, la hija más joven del guarda, me sirvió el desayuno, mientras la mayor estaba ocupaba con la madre en la cocina. La moza sabía contar con gracia cómo vivían allí todos juntos, felices y en paz, aunque a veces había gran tumulto de gente, cuando el príncipe cazaba en la región y pernoctaba en la casa. Así pasaron un par de horas y, llegado ya el mediodía, se escucharon gritos de júbilo y el sonido de los cuernos que anunciaban el regreso del guarda. Vino con sus cuatro hijos, jóvenes espléndidos todos ellos, entre los cuales el más joven apenas llegaría a los quince, y tres muchachos cazadores. Me preguntó cómo había dormido y si no me había despertado el ruido antes de tiempo. No quise contarle la aventura superada, pues la aparición real del horrible monje se había encadenado de tal manera a la imagen onírica que difícilmente me era posible distinguir en qué momento el sueño había dado paso a la vida real. La mesa estaba puesta, la sopa humeaba, el guarda se alzó la capucha para comenzar la oración de gracias y entonces la puerta se abrió y entró el capuchino que había visto en la noche. El aspecto demencial había desaparecido de su rostro, pero tenía una apariencia sombría y recalcitrante.
—¡Sed bienvenido, venerable señor! —exclamó el guarda—. Decid la oración de gracias y comed con nosotros.
Entonces miró a su alrededor con ojos encendidos de ira y gritó con voz terrorífica:
—Que Satanás te destruya con tu «venerable señor» y tu maldita oración. ¿No me has atraído con halagos para que sea el decimotercero y dejar que me asesine el criminal desconocido? ¿No me has escondido tras este hábito para que nadie reconozca al conde, tu señor y dueño? ¡Pero guárdate, maldito, de mi ira!
Dicho esto, el monje tomó una jarra de la mesa y se la arrojó al guarda. Sólo gracias a una hábil maniobra pudo evitar el golpe, que probablemente le habría destrozado el cráneo. La jarra se estrelló contra la pared, rompiéndose en mil añicos. Al instante los muchachos sujetaron firmemente al loco.
—¡Qué! —gritó el guarda—. ¡Demente, blasfemo! ¿Osas irrumpir aquí de nuevo, entre gente piadosa, con tu actitud enfurecida? ¿Osas intentar quitarme la vida, a mí, que te saqué de unas condiciones bestiales y te salvé de la condenación eterna? ¡Fuera de aquí! ¡A la torre!
El monje cayó de rodillas; rogaba misericordia lanzando alaridos, pero el guarda dijo:
—A la torre, y no podrás regresar hasta que sepa que has renegado de Satanás, que te ha cegado, si no morirás.
Entonces el monje lanzó un gritó de angustia, como el lamento sin consuelo de un condenado a muerte. Los muchachos se lo llevaron y dijeron que se había quedado tranquilo tan pronto como había entrado en la estancia de la torre. Christian, que le vigilaba, contó también que el monje había estado dando tumbos por los pasillos durante toda la noche y que, en concreto, después del amanecer, había gritado:
—¡Dame más de tu vino y me daré a ti por siempre jamás! ¡Más vino! ¡Más vino!
Realmente le había parecido a Christian como si el monje titubeara como un borracho, aunque no comprendía cómo había podido tener acceso a una bebida tan embriagadora. No vacilé en contar ahora la aventura sucedida, sin olvidar la damajuana que el monje había vaciado.
—¡Vaya! —dijo el guarda—. Eso no es bueno, pero me parecéis un hombre piadoso y con valor, otro podría haber muerto del susto.
Le pedí que me contara con más detalle las circunstancias que incidían en el monje demente.
—¡Ah! —respondió el guarda—. Ésa es una larga y accidentada historia. Algo así no le va a la comida. Ya ha sido lo suficientemente malo que ese hombre infame nos haya turbado de tal modo con sus impiedades, justo cuando queríamos degustar con paz y alegría lo que Dios nos ha otorgado. Pero ahora comamos.
Se quitó la gorra, dio las gracias al Señor, y comimos, entre alegres y divertidas conversaciones, platos de la tierra, fuertes y sabrosos.
En honor al huésped mandó el guarda traer buen vino, del que me hizo beber, según costumbre patriarcal, en una bella copa. La mesa se quitó y los cazadores descolgaron algunos cuernos de la pared, entonando a continuación una canción de caza. En el segundo estribillo cantaban las muchachas, y con ellas repetían los hijos del cazador en coro la última estrofa.
Mi pecho se ensanchaba de forma maravillosa. Hacía tiempo que no me había sentido interiormente tan bien como con estos hombres simples y piadosos. Se cantaron varias canciones agradables, hasta que el guarda se levantó y con el grito: «¡Vivan todos los hombres buenos que honran la caza!», vació su vaso. Todos gritamos con él, dándose con ello por concluida la alegre comida, que en mi honor había sido enaltecida con vino y cánticos.
El guarda me dijo a continuación:
—Bien, señor, me echo un sueñecito de media hora, pero después iremos al bosque y le contaré cómo llegó el monje a mi casa y qué es lo que sé de él. Después ya habrá anochecido, así que iremos al puesto de caza, ya que, según me ha dicho Franz, hay perdices. También vos recibiréis una buena escopeta y buscaréis vuestra suerte.
Todo esto era nuevo para mí, ya que como seminarista alguna vez había apretado el gatillo, pero jamás había disparado a piezas vivas. Acepté, pues, la proposición del guarda, que pareció alegrarse de mi decisión e intentó hacerme partícipe con toda prisa y buen ánimo de corazón, antes de dormirse, de los imprescindibles principios básicos del arte de disparar.
Me pertrecharon de escopeta y morral. De esta guisa me interné en el bosque con el guarda, que comenzó la historia del extraño monje como sigue:
—El próximo otoño hará dos años desde que mis muchachos oyeron en el bosque un alarido espantoso que, aunque tenía tan poco de humano, podía provenir, como opinaba Franz, mi más joven aprendiz en aquel tiempo, de un ser humano. Franz estaba destinado a ser hostigado por el monstruo aullador, pues cuando iba al puesto, los alaridos que sonaban a su lado bien fuertes ahuyentaban a los animales, e incluso pudo ver, cuando quería disparar a una pieza, a un ser esquivo e irreconocible saltando desde los matorrales, que le hizo precipitar el disparo. Franz tenía la cabeza llena de todas las leyendas de caza relativas a espectros que su padre, un viejo cazador, le había contado, y se inclinaba a tomar al extraño ser por el propio Satanás, que le quería quitar el gusto de la caza o tentarle de alguna manera. Los otros muchachos, incluyendo a mis hijos, se declararon conformes con su sospecha, lo que con más razón me impulsó a seguir de cerca la pista a este asunto, que yo tenía por astucia de los cazadores furtivos para asustar a mis cazadores y que se fueran de los puestos. Ordené por lo tanto a mis hijos y al muchacho que increparan a la figura en caso de que se mostrara, y si no se detenía o daba cuenta de sí misma, que dispararan sin más según la normas del cazador. A Franz correspondió de nuevo ser el primero en toparse con el monstruo en el camino hacia el puesto. Le llamó, encarándole con la escopeta, y la figura saltó entre los matorrales. Franz quiso disparar, pero la escopeta falló; luego salió corriendo muerto de pánico hacia donde se encontraban los demás, convencido de que había sido Satanás el que, obstinado, le ahuyentaba la caza y le había embrujado la escopeta. Realmente, desde que se le aparecía el monstruo no atinaba a un solo animal, tan bien como había disparado antes. El rumor sobre el espectro del bosque se extendió, y ya se contaba en el pueblo cómo Satanás había salido al encuentro de Franz y le había ofrecido balas infalibles y no sé qué más historias. Decidí terminar con todo ese desenfreno y perseguir al monstruo, que todavía no me había echado a la cara, hasta los lugares donde acostumbraba a mostrarse. Durante mucho tiempo no tuve suerte alguna. Finalmente, cuando en una tarde neblinosa de noviembre permanecía justo en el puesto donde Franz lo vio por primera vez, escuché ruidos en los arbustos cercanos. Me llevé silenciosamente la escopeta a la cara, creyendo que era un animal, pero una figura atroz surgió con ojos rojos refulgentes, pelos negros hirsutos y con harapos colgando del cuerpo. El monstruo me miró ceñudo, mientras emitía horribles tonos indescifrables. ¡Señor!, fue un momento que podría aterrar al más valiente. Me parecía como si realmente Satanás estuviera ante mí y sentí cómo empezaba a sudar de miedo. Pero con fuertes rezos, que pronuncié en voz alta, pude recobrar bastante el ánimo. Tan pronto como empecé a rezar y a pronunciar el nombre de Jesucristo, el monstruo aulló con más furia, terminando por proferir finalmente horribles maldiciones y blasfemias. Entonces grité:
»—¡Maldito canalla, deja de blasfemar y date por preso o disparo!
»El hombre cayó al suelo gimiendo y suplicó misericordia. Mis muchachos pasaban por allí cerca, así que atamos bien al desconocido y lo llevamos a casa, donde hice que le encerraran en la torre del edificio contiguo. A la mañana siguiente presentaría el caso a las autoridades. Nada más llegar a la torre quedó sumido en un estado letárgico. Cuando fui a verle al día siguiente, estaba sentado en el lecho de paja que había dicho que le prepararan y lloraba amargamente. Se echó a mis pies y suplicó clemencia. Desde hacía varias semanas vivía en el bosque y no había comido nada excepto hierbas y frutas salvajes. Dijo que era un pobre capuchino de un monasterio lejano y que se había escapado de la prisión en la que, por causa de su locura, había sido encerrado. El hombre se encontraba realmente en un estado digno de misericordia. Tuve compasión e hice que le trajeran comida y vino para fortalecerle, con lo que se recuperó visiblemente. Me solicitó con apremio si podía quedarse en casa unos días y que le consiguiésemos un nuevo hábito de la Orden. Después regresaría por propia voluntad al monasterio. Cumplí sus deseos y su demencia pareció remitir, ya que los paroxismos se volvían más espaciados y menos agudos. Durante los ataques frenéticos lanzaba discursos horribles, y noté que cuando le hablaba con duras expresiones, sobre todo cuando le amenazaba con la muerte, pasaba a un estado de contrición en el que se mortificaba, e incluso apelaba a Dios y a los santos para que le liberasen de aquel tormento infernal. Parecía como si entonces se creyera San Antonio. Se ensoberbecía siempre en el paroxismo de los ataques de ser un conde y señor principal, que mandaría asesinarnos en cuanto llegaran sus sirvientes. En los momentos de lucidez me pedía por el amor de Dios que no le expulsase, porque sentía que sólo su estancia en mi casa podría curarle. Una vez hubo un fuerte altercado con él, cuando el príncipe cazaba en este coto y pernoctaba en mi casa. El monje, después de ver al príncipe con todo su brillante séquito, parecía transformado. Apareció reacio y cerrado, se alejaba rápidamente cuando rezábamos y temblaban todos sus miembros cuando escuchaba una palabra piadosa. Además miraba a mi hija Ana con tal lascivia que decidí llevármelo para evitar cualquier desmán. En la noche anterior al día en que quería ejecutar mi plan, me despertó un grito penetrante en el pasillo. Salté de la cama y corrí rápidamente con una luz hacia la estancia donde duermen mis hijas. El monje había escapado de la torre, donde le había encerrado toda la noche, y había corrido con ardor animal hacia la estancia de mis hijas, cuya puerta había destrozado de una patada. Por suerte una sed insoportable había llevado a Franz fuera de la habitación, en la que duermen los muchachos, y quería dirigirse justo en ese momento a la cocina para beber agua, cuando escuchó al monje hacer ruido en el pasillo. Corrió hacia él y le cogió por detrás en el momento en que rompía la puerta, pero el joven era demasiado débil para dominar la furia del monje. Se pelearon en la puerta, acompañados de los gritos de las muchachas, ya despiertas. Llegué en el instante en que el monje había arrojado a Franz al suelo y le sujetaba a traición por el cuello. Sin dudar agarré al monje y liberé al joven, pero de repente, sin saber cómo, brilló un cuchillo en el puño del monje. Se abalanzó sobre mí, pero Franz, ya levantado, cayó sobre su brazo. Entonces me fue posible, gracias a que soy un hombre fuerte, presionar de tal modo al enajenado contra la pared que casi dejó de respirar. Todos los muchachos estaban despiertos por el ruido y habían acudido presurosos. Atamos al monje y lo arrojamos a la torre. Pero por el camino cogí la fusta y le propiné algunos golpes como método disuasorio para futuras fechorías de este cariz. Gemía y lloriqueaba de manera lastimosa mientras recibía el castigo, así que le dije:
»—Miserable, es demasiado poco lo que recibes por tu infamia al intentar seducir a mi hija y pretender quitarme la vida: deberías morir.
»Aulló de miedo y horror, pues el miedo a la muerte parecía destruirle. A la mañana siguiente no fue posible llevárselo de allí. Yacía como muerto, totalmente relajado, inspirándome auténtica compasión. Hice que le preparasen una estancia mejor y una buena cama. Mi mujer cuidó de él, dándole fuertes sopas y sacando de la farmacia casera lo que parecía convenirle. Ella tiene la buena costumbre, cuando está sentada a solas, de entonar una canción piadosa, pero cuando quiere sentirse interiormente bien, tiene que cantarle mi Ana con su voz clara una canción. Esto mismo ocurrió ante la cama del enfermo. Entonces comenzó a suspirar profundamente, y miraba a mi mujer y a Ana con miradas melancólicas, brotándole lágrimas que le bañaban el rostro. A veces movía la mano y los dedos como si quisiera bendecirlas, pero no lo conseguía y la mano caía sin fuerza. Otras veces murmuraba, como si intentase cantar con ellas. Finalmente empezó a recuperarse. Ahora mantenía la cruz según costumbre monacal y rezaba en voz baja. De manera imprevista cantó canciones en latín, que con sus maravillosos tonos sagrados llegaban a lo más profundo de los corazones de mi mujer y de mi Ana —a pesar de no entender ni una sola palabra—, sin poder decir hasta qué punto se sentían edificadas. El monje se recuperó de tal manera que pudo levantarse y pasear por la casa, pero su aspecto exterior, su ser se había transformado del todo. Sus ojos miraban con dulzura, en vez de brillar en ellos un pérfido fuego; se desplazaba según costumbre monacal, silenciosa y piadosamente, con las manos dobladas; toda huella de demencia había desaparecido. Sólo comía verduras, pan y agua. Raras veces podía convencerle de que se sentara a la mesa y degustase otros platos, así como de que bebiera un poco de vino. Cuando lo hacía, pronunciaba la oración de gracias y nos deleitaba con sus sermones, que sabía improvisar con gran facilidad. A menudo paseaba solitario por el bosque, y en cierta ocasión me encontré con él y sin pensar le pregunté si no quería regresar pronto al monasterio. Pareció afectado, tomó mi mano y dijo:
»—Amigo mío, te debo la salud de mi alma, me has salvado de la condenación eterna. Todavía no puedo abandonarte, déjame permanecer en tu casa. Ah, ten compasión de mí, al que Satanás tentó, y que se habría perdido irremediablemente si el santo al que imploraba durante horas angustiosas no le hubiese traído enajenado hasta este bosque. Me encontrasteis —continuó el monje tras un silencio— en un estado de profunda degeneración y sin sospechar que antaño fui un joven ricamente dotado por la naturaleza, al que sólo llevó al monasterio una inclinación exaltada hacia la soledad y los estudios. Mis hermanos me amaban sin excepción, y vivía tan alegre como sólo se puede vivir en un monasterio. Con devoción y un comportamiento modélico empecé a encumbrarme, incluso se veía en mí al próximo prior. Ocurrió que uno de los hermanos regresó de un viaje que le había llevado a tierras lejanas, y trajo al monasterio varias reliquias que había conseguido en el camino. Entre las mismas se encontraba un frasco cerrado, que San Antonio le habría quitado al diablo y que supuestamente contenía un elixir tentador. También esta reliquia fue cuidadosamente custodiada, a pesar de que todo el asunto me parecía contrario al espíritu de la devoción, que deberían fomentar las verdaderas reliquias, así como de mal gusto. Pero se apoderó de mí un deseo indescriptible de investigar lo que realmente contenía el frasco. Me fue posible apartar la reliquia y la abrí, encontrando en su interior una bebida fuerte, de espléndido aroma y dulce sabor, que libé hasta la última gota. No puedo describir cómo se transformaron mis sentidos, cómo sentí una sed ardiente por los placeres del mundo; cómo el vicio, adquiriendo una figura seductora, se presentaba como la cumbre de la vida; resumiendo, mi vida se tornó en una sucesión de crímenes infames. Cuando, a pesar de mis diabólicas argucias fui traicionado, el prior me condenó a prisión de por vida. Transcurridas varias semanas en la húmeda y sofocante mazmorra, maldije mi existencia, blasfemé de Dios y de los santos; entonces apareció ante mí Satanás con un halo rojo hirviente y me dijo que si apartaba mi alma del Supremo y le servía a él me liberaría. Lanzando alaridos me arrojé de rodillas al suelo y exclamé:
»—¡No es a Dios a quien sirvo. Tú eres mi señor, de tu fuego mana el placer de la vida!
»Entonces el viento bramó como en un huracán y los muros temblaron como estremecidos por un terremoto; un sonido cortante silbó por las mazmorras, los barrotes de la ventana cayeron destrozados y me encontré, proyectado por una fuerza invisible, en el claustro del monasterio. La luna apareció clara entre las nubes y su luz hizo brillar la estatua de San Antonio, que estaba situada en el centro del claustro, junto a un surtidor. Un miedo indescriptible laceró mi corazón. Me arrojé contrito ante el Santo, repudié al Maligno y supliqué misericordia, pero en ese momento surgieron nubes negras y de nuevo bramó el huracán. Perdí el sentido y cuando lo recobré me encontraba en el bosque, por el que vagué loco de hambre y desesperación hasta que me salvasteis.
»Así lo contó el monje, y su historia me causó tal impresión que transcurridos muchos años estaré de nuevo en disposición, como hoy, de repetirla palabra por palabra. Desde entonces el monje se comportó de forma tan piadosa y benevolente que ganó nuestro amor, por lo que me resulta incomprensible la causa de que su demencia se haya manifestado de nuevo la noche anterior.
—¿Sabéis acaso —interrumpí al guarda— de qué monasterio capuchino escapó el infeliz?
—Nunca me lo ha dicho —respondió el guarda—, y no he querido preguntarle acerca de ello, porque tengo casi la certeza de que se trata del mismo desgraciado que hace no mucho tiempo estaba en todas las conversaciones de la Corte, aunque nadie sospechaba su cercanía. No quise por tanto expresar mis suposiciones en la Corte por el bien del monje.
—Pero yo puedo saberlo —tercié—, ya que soy forastero, y además prometo callar por mi conciencia y honor.
—Debéis saber —siguió el guarda— que la hermana de nuestra princesa es la abadesa del convento cisterciense en ***. Ella aceptó al hijo de una pobre mujer, cuyo marido debió de estar en ciertas relaciones secretas con la Corte, y contribuyó a su educación. Por inclinación se hizo capuchino y luego se volvió bastante famoso por sus sermones. La abadesa escribía frecuentemente a su hermana acerca de su protegido, y hace poco tiempo manifestó la profunda tristeza que le había causado su pérdida. Parece que el monje debió de pecar gravemente al profanar una reliquia y fue expulsado del monasterio, del que hasta ese momento había sido un motivo de honra. Todo esto lo sé a través de una conversación del médico de cámara del príncipe con otro señor de la Corte que pude escuchar hace un tiempo. Mencionaron algunas circunstancias muy extrañas que, como no conozco todas las historias a fondo, me resultaron incomprensibles, y cayeron luego en el olvido. Cuando el monje narra su salvación de la prisión del monasterio de otra manera, como si hubiese sucedido a través de Satanás, creo que todo ello no es más que pura fantasía, fruto de su demencia, y opino que el monje no puede ser otro que el propio hermano Medardo, al que la abadesa quería educar para el estado eclesiástico y al que el demonio tentó para cometer todo tipo de pecados, hasta que Dios, como castigo, le sumió en un impío frenesí.
Cuando el guarda pronunció el nombre de Medardo, un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Toda la historia me había torturado, como si recibiera puñaladas mortales en mi interior. Bien sabía que el monje había dicho la verdad, ya que sólo un bebedizo semejante del diablo, que él había libado con voluptuosidad, podía haberle sumido de nuevo en su demencia blasfema e infame. Pero yo mismo había degenerado en mero juguete del poder misterioso y pérfido que me mantenía sometido con vínculos indisolubles, de tal manera que, creyendo ser libre, me movía exclusivamente dentro de la jaula en la que estaba encerrado sin salvación. Me acordé de los consejos del piadoso Cirilo, que no seguí, de la aparición del conde y de su frívolo mayordomo. Ahora conocía el origen de la repentina agitación en mi alma, de la transformación de mi temperamento. Me avergoncé de mis impíos comienzos, y esta vergüenza sustituyó en aquel instante al profundo arrepentimiento y contrición que debería haber sentido con una penitencia verdadera. Me había sumido en mis pensamientos y apenas escuchaba al guarda, que hablaba otra vez de la caza, describiéndome un encuentro que había tenido con los malvados cazadores furtivos. Estaba anocheciendo y habíamos llegado a los matorrales, donde deberían encontrarse las perdices. El guarda me colocó en mi puesto y me encareció para que no hablara ni me moviera mucho y que escuchara cuidadosamente con el gatillo tenso. Los cazadores se deslizaron silenciosamente hasta sus puestos; yo permanecí solo en la creciente oscuridad. Entonces surgieron figuras de mi vida en el bosque tenebroso. Vi a mi madre y a la abadesa, que me miraban con ojos condenatorios. Eufemia murmuraba hacia mí con un rostro de palidez mortal y me miraba fijamente con sus negros ojos ardientes. Levantó amenazante sus manos ensangrentadas; ¡ah!, eran gotas de sangre manadas de las heridas mortales de Hermógenes. No pude resistir más y grité. En ese instante algo vibró sobre mí con un fuerte aleteo. Disparé al aire ciegamente, y dos perdices cayeron abatidas.
—¡Bravo! —gritó el mozo más cercano a mi posición, abatiendo la tercera.
Disparos estallaban ahora por doquier. Luego se reunieron los cazadores trayendo sus piezas. El cazador vecino contó, no sin echarme alguna que otra mirada taimada, que había gritado como si hubiera recibido un gran susto, ya que las perdices habían pasado bien cerca de mi cabeza, pero que, sin ni siquiera apuntar, disparando ciegamente, había acertado a las dos perdices. Incluso había tenido la impresión, quizá por las tinieblas, de que había apuntado hacia la dirección opuesta. Sin embargo las dos piezas habían caído. El guarda rió de buena gana de que me hubiera asustado de las perdices y de que me hubiera defendido disparando a discreción.
—Por lo demás, señor —continuó bromeando—, quiero creer que sois un honorable y piadoso cazador, y no un cazador furtivo que, aliado con el mal, puede disparar a donde quiere sin fallar.
Esta broma inocente del guarda me causó un profundo desasosiego, y el afortunado disparo en aquel estado de ánimo agitado, guiado sólo por la casualidad, me llenó de espanto. Malquistado como nunca con mi propio ser, quedé confundido y rodeado de un horror interno que me amenazaba con su fuerza destructiva.
Cuando regresamos a la casa, Christian nos informó de que el monje se había comportado con tranquilidad en la torre, no había dicho una palabra ni tomado alimento alguno.
—No puedo tenerlo aquí por mucho más tiempo —dijo el guarda—, pues quién me puede asegurar que su incurable demencia, como todo parece indicar, después de algún tiempo no experimente un rebrote y origine aquí, en casa, una horrible desgracia. Mañana por la mañana temprano Christian y Franz se lo llevarán a la ciudad. Mi informe acerca del asunto hace tiempo que está terminado, así que lo tendrán que dejar en el manicomio.
Cuando me encontraba a solas en la habitación, se presentó ante mí la figura de Hermógenes, pero cuando quise hacerle frente con mirada afilada, se transformó en el monje demente. Ambas figuras se fundieron en mi interior, constituyendo la advertencia del poder superior que ya había escuchado cuando me encontraba próximo al abismo. Reparé en la damajuana, que todavía se encontraba en el suelo. El monje la había vaciado hasta la última gota, así que quedaba libre de la tentación de gozar de su contenido. Pero arrojé el propio frasco, del que todavía emanaba un aroma embriagador, por la ventana y por encima del muro que rodeaba la casa, con el fin de destruir de una vez por todas cualquier posible efecto del ominoso elixir. Poco a poco me fui tranquilizando. El pensamiento de que en todo caso tenía que ser superior en sentido espiritual a aquel monje que, tomando la misma bebida que yo, había caído en una salvaje demencia, me otorgó valor. Sentí cómo ese destino horrible había pasado rozándome; incluso consideré el hecho de que el guarda tomara al monje por el infeliz Medardo, es decir por mí mismo, como una señal del poder superior sagrado, que no quería dejar que me hundiera en una miseria sin consuelo. ¿No parecía como si la demencia, que siempre surgía en mi camino, pudiera entrever mi interior y me advirtiera cada vez con más urgencia del espíritu hostil que se me presentaba, como yo creía, como la figura amenazadora y fantasmal del pintor?
Marché a la Corte llevado por un impulso irresistible. La hermana de mi madrina que, como recordaba, ya que había visto muchas veces su imagen, se parecía mucho a la abadesa, podría hacerme volver a la vida inocente y piadosa que antaño había disfrutado, pues para ello sólo necesitaba en mi estado de ánimo su presencia y los recuerdos que su persona despertaría en mí. Dejé a la casualidad, sin embargo, la manera de acercarme a ella.
Apenas había amanecido cuando pude escuchar la voz del guarda forestal. Tenía que salir temprano con sus hijos, así que me vestí con rapidez. Cuando bajé, se hallaba ya dispuesta para el viaje una carreta con asientos de paja ante la puerta. Trajeron al monje, que se dejaba guiar con un rostro descompuesto y de una palidez mortal. No respondía a ninguna pregunta; no quiso comer nada, ni siquiera parecía darse cuenta de las personas que le rodeaban. Se le subió a la carreta y se le ató con firmeza, ya que su estado parecía preocupante, y nadie estaba seguro de que no sufriese un ataque repentino de furia contenida. Cuando se le ataron las manos, torció la cara de manera convulsiva y suspiró. Su estado me conmovió hasta lo más profundo; sentía que un parentesco nos unía, que incluso debía mi salvación a su perdición. Christian y otro mozo se sentaron a su lado en la carreta. Justo cuando salieron posó su mirada en mí y pareció invadido de un repentino asombro. Mientras la carreta se alejaba (les habíamos seguido hasta el muro), su cabeza y mirada permanecían fijas en mí.
—Veis —dijo el guarda—, cómo os mira con fijación. Creo que vuestra presencia en el comedor, que él no esperaba, ha contribuido al frenético rebrote de su enfermedad, pues incluso en sus buenos momentos permanecía extremadamente tímido y tenía la obsesión de que un extraño vendría y le asesinaría. Siente un pánico desmesurado ante la muerte, y sólo con la amenaza de pegarle un tiro pude contrarrestar muchas veces sus ataques de furia.
Ahora que el monje, cuya aparición había reflejado mi propio «yo» con rasgos desfigurados y horribles, se había alejado, me encontraba mucho mejor y más ligero. Me alegré de mi viaje a la Corte, pues me parecía que allí se aliviaría la carga del pesado y sombrío destino que me presionaba, incluso creía que en la Corte, fortalecido, me sería posible escapar de las garras del poder hostil que determinaba mi vida. Terminado el desayuno, trajeron el flamante carruaje del guarda, al que estaban enganchados caballos veloces. Apenas me fue posible poder darle algo de dinero a la mujer del guarda, que con tanta hospitalidad me había aceptado, así como ofrecer a las bellas hijas algunos regalos galantes, que por casualidad llevaba conmigo. Toda la familia se despidió de mí de la manera más amable, como si me hubiesen conocido desde hace mucho tiempo. El guarda todavía bromeó sobre mi talento de cazador. Partí de allí alegre y animado.