CAPÍTULO SEGUNDO
La entrada en el mundo

El monasterio quedaba allá abajo, en el valle, envuelto en una neblina azulada. El viento fresco de la mañana soplaba y me traía los cánticos devotos de los hermanos. Involuntariamente, les acompañé. El sol se alzó como una brasa encendida sobre la ciudad. Sus rayos dorados reverberaron en los árboles, y las gotas de rocío caían con alegre murmullo, como diamantes cristalinos, sobre miles de pequeños insectos multicolores que, zumbando y susurrando, saludaban al nuevo día. Los pájaros despertaban y revoloteaban alegres por el bosque, cantando y acariciándose con placer. Un cortejo de mozos de campo y de muchachas vestidas de fiesta descendía de la montaña.

—Alabado sea Jesucristo —exclamaron al pasar por mi lado.

—Por toda la Eternidad —respondí yo, y tuve la sensación como si entrara en mí una nueva vida, llena de placer y libertad, con miles de posibilidades propicias.

Nunca me había sentido así, tenía la impresión de ser otro y, como poseído y entusiasmado por una nueva fuerza, avancé con rapidez por el bosque, bajando la montaña. Pregunté a un campesino que encontré en el camino por el lugar donde debía pasar la noche según mi ruta de viaje. Me describió con precisión un atajo cercano, que se desviaba del camino principal y discurría a través de las montañas. Había avanzado ya un buen trecho, cuando el recuerdo de la mujer desconocida del monasterio revivió en mí, así como el fantástico plan de buscarla. Pero su imagen se había desdibujado como por obra de un poder extraño e ignoto, de tal manera que sólo con esfuerzo podía reconocer sus rasgos pálidos y alterados. Cuanto más intentaba aprehender su figura en mi espíritu, más se desvanecía su imagen en la niebla. Sólo ahora aparecía nítido ante mis ojos el licencioso comportamiento en el monasterio con motivo de la misteriosa aparición. Me resultaba incomprensible con cuánta indulgencia había soportado todo el prior y cómo, en vez de aplicarme el bien merecido castigo, me había enviado al mundo. Pronto me convencí de que la aparición de aquella dama desconocida sólo había sido una visión, la consecuencia de un esfuerzo demasiado intenso. En vez de haber atribuido, como habría hecho de otra suerte, aquella seductora y corruptora imagen engañosa a la continua persecución del Maligno, la achaqué exclusivamente a una alucinación provocada por los sentidos excitados, ya que la circunstancia de que la extraña estuviera vestida como Santa Rosalía me parecía demostrar que la imagen tan viva de la Santa, que realmente podía contemplar desde el confesionario, aunque desde una distancia considerable y de manera sesgada, había tenido parte considerable en los acontecimientos. Admiré profundamente la sabiduría del prior, que había elegido el remedio apropiado para mi curación, pues, encerrado en el monasterio, siempre rodeado de los mismos objetos, siempre incubando malos sentimientos y consumiéndome por dentro aquella visión a la que la soledad otorgó colores brillantes y frescos, me habría llevado finalmente a la locura. Convencido cada vez más de que todo había sido un sueño, no pude resistir reírme de mí mismo, incluso bromeé, con una frivolidad que no era propia de mi naturaleza, sobre el absurdo pensamiento de que una Santa se hubiera enamorado de mí, por lo que al mismo tiempo pensé que yo mismo, con anterioridad, me había creído el propio San Antonio.

Había vagado varios días por las montañas, entre pavorosas masas de rocas que se levantaban osadas hacia el cielo, siguiendo estrechos senderos bajo los que bramaban raudos torrentes. El camino se fue tornando cada vez más yermo y penoso. Había llegado el mediodía, el sol castigaba mi cabeza desprotegida, me moría de sed, sin que ningún manantial se encontrara en las cercanías y todavía no había alcanzado el pueblo que, según las indicaciones, debería haber encontrado ya. Me senté sin fuerzas sobre una roca y no pude resistir la tentación de beber de la damajuana, a pesar de que quería gastar lo menos posible del extraño bebedizo. Nueva fuerza circuló entonces por mis venas, lo que me permitió, fresco y fortalecido, continuar el camino para alcanzar mi meta, que ya no podía encontrarse lejos. El bosque de abetos era cada vez más espeso. Un rumor provenía desde lo más profundo de la espesura y, poco después, escuché el fuerte relincho de un caballo que permanecía atado en las cercanías. Avancé unos pasos y casi quedé paralizado del susto al comprobar que me encontraba ante un escarpado y horrible barranco, desde el que se precipitaba siseando y bramando, entre agudas y ásperas rocas, una cascada cuyo estruendo estentóreo había escuchado ya desde la lejanía. Cerca, muy cerca del precipicio, en una roca que pendía sobre el abismo, estaba sentado un joven vestido de uniforme; el sombrero con penacho, la espada y un portafolio se encontraban a su lado. Prácticamente todo su cuerpo permanecía suspendido en el vacío. Parecía dormido y se inclinaba cada vez más. Su caída era inevitable. Osé acercarme hasta donde se hallaba e intenté sujetarle, mientras gritaba:

—¡Por el amor de Dios, señor! ¡Despertad! ¡Por el amor de Dios!

Tan pronto como le toqué, despertó del profundo sueño, pero, perdiendo el equilibrio, cayó en el abismo, golpeándose con los salientes de las rocas y escuchándose el crujido de sus miembros. Su penetrante alarido resonó desde la insondable profundidad del precipicio, desde la que después se percibió un sordo lamento, que finalmente también pereció. Permanecí exánime de horror, luego cogí el sombrero, la espada y el portafolio y quise huir lo más rápidamente posible del fatídico lugar. Entonces un joven, vestido como un cazador, salió a mi encuentro desde el bosque, me miró a la cara fijamente y comenzó a reír a carcajadas, provocando que un escalofrío helado recorriera mi cuerpo.

—Bien, señor conde —dijo finalmente el joven—, la mascarada es en verdad espléndida y completa. Si la señora no hubiera sido informada de antemano, realmente no habría reconocido a su amado. Pero ¿dónde ha metido el señor el uniforme?

—Lo he lanzado al abismo —surgió la respuesta, hueca y apagada, de mi interior, pues no fui yo el que pronunció esas palabras, emitidas involuntariamente por mis labios.

Permanecí allí, pensativo, paralizado ante el abismo y temeroso de que el cuerpo ensangrentado del conde se alzara amenazante. Era como si lo hubiera asesinado. Todavía sujetaba, convulso, la espada, el sombrero y el portafolio. Entonces continuó hablando el joven:

—Bien, señor conde, cabalgaré descendiendo por el camino hasta la villa, donde me mantendré escondido en la casa, justo ante la puerta de la ciudad, a mano izquierda. El señor conde bajará al mismo tiempo hasta el castillo, donde ya tienen que estar esperándole; el sombrero y la espada los llevo conmigo.

Le ofrecí ambas cosas.

—Bueno, señor conde, ¡que le vaya bien y mucha suerte en el castillo! —gritó el joven, y desapareció en la espesura cantando y silbando alegremente.

Pude oír cómo soltaba al caballo, que estaba atado no muy lejos de donde nos encontrábamos, y continuaba su camino. Cuando me recuperé del estupor y reflexioné sobre los acontecimientos, tuve que reconocer que había sido una mera víctima de la casualidad, que con un empellón me había arrojado en la más extraña situación que pensarse pueda. Resultaba claro que una gran similitud de mis rasgos faciales y de mi figura con los del desgraciado conde habían confundido al cazador, y que el conde debía de haber elegido el disfraz de capuchino para emprender una aventura cualquiera en el cercano castillo. La muerte le sorprendió, y un destino extraordinario me había puesto en su lugar en ese mismo instante. El irresistible impulso interior de continuar representando el papel del conde, que parecía ser alentado por dicho destino, superó cualquier duda y silenció la voz interior que me implicaba en su muerte y en el insolente sacrilegio derivado de la misma. Abrí el portafolio, que había conservado. Cartas y gran cantidad de billetes cayeron en mis manos. Quise examinar los papeles uno por uno, leer las cartas para conocer las circunstancias en que había vivido el conde, pero el desasosiego, así como miles de ideas que hervían en mi cabeza, me lo impidieron.

Después de caminar unos pasos, me detuve de nuevo y me senté sobre una roca. Quería obligarme a conseguir un estado de ánimo tranquilo. Era consciente del peligro que corría, si osaba introducirme en un círculo extraño sin haberme preparado con anterioridad. Entonces resonaron animados cuernos de caza en el bosque y se aproximaron voces alegres y llenas de júbilo. El corazón me empezó a latir con fuerza, apenas podía respirar: ¡un mundo nuevo, una nueva vida se abrían ante mí! Torcí en un estrecho sendero que, descendiendo, me condujo a un declive. Cuando salí de la maleza divisé ante mí, en un valle, un gran castillo bellamente construido. Era el lugar en que debería haber tenido lugar la aventura que el conde había querido emprender, y que yo ahora me disponía a afrontar con ánimo. Pronto me encontré en los caminos del parque que rodeaban el castillo. En una oscura alameda lateral vi a dos hombres paseando, de los cuales uno vestía como un clérigo secular. Se acercaron al lugar donde me encontraba, pero pasaron de largo ensimismados en profunda conversación, sin percatarse de mi presencia. El clérigo era un joven, en cuyo rostro, de una palidez mortal, se reflejaba una profunda preocupación que le consumía; el otro, vestido con sencillez pero decentemente, parecía un hombre de avanzada edad. Se sentaron en un banco de piedra, dándome la espalda, de manera que entendí todo lo que dijeron.

—¡Hermógenes! —dijo el mayor—, con vuestro obstinado silencio arrastráis a vuestra familia a la más completa desesperación. Vuestra sombría melancolía aumenta cada día, vuestra fuerza juvenil se quiebra, vuestro futuro se marchita, vuestra decisión de seguir la vida religiosa destruye todas las esperanzas y deseos de vuestro padre. Pronto renunciaría él a sus esperanzas si una verdadera vocación interna, una irresistible tendencia hacia la soledad mostrada desde la juventud hubiera fundado esa decisión. En tal caso no osaría oponerse a lo que el destino de una vez por todas ha prescrito. La repentina transformación de todo vuestro ser muestra claramente que algún suceso, que calláis de manera pertinaz, ha perturbado intensamente vuestra alma y todavía continúa su trabajo destructor. ¡Erais un joven tan despreocupado y amante de la vida! ¿Qué puede haberos distanciado así del mundo, que desesperáis de poder encontrar consuelo para vuestra alma enferma en un pecho humano?

¿Calláis? ¿Persistís fijo en vuestra actitud? ¿Suspiráis? ¡Hermógenes! Con anterioridad amabais a vuestro padre con singular intensidad, pero por más que ahora os resulte imposible abrirle vuestro corazón, al menos no le atormentéis con la ropa que lleváis puesta, que alude a la decisión que habéis tomado y que sabéis que él rechaza con horror. Yo os conmino, Hermógenes, a que arrojéis este traje odioso. Creedme, en las apariencias se esconde una fuerza misteriosa. No os perjudicará hacerlo, pues creo que me entenderéis perfectamente, si hago mención en este instante, aunque aparentemente de forma algo chocante, de los actores que, a menudo, cuando se enfundan en el vestuario de la representación, se sienten sugestionados por un espíritu extraño que les permite encarnar mucho más fácilmente al personaje. Dejadme hablar de esta cuestión con desenfado, conforme a mi naturaleza, como en realidad convendría hacerlo. ¿No opináis que, si este traje tan largo no entorpeciera vuestro paso y lo forzara a adoptar esa triste gravedad, no andaríais de nuevo rápido y alegre, incluso correríais y saltaríais como antes? El brillo de las charreteras, que antes resplandecían sobre vuestros hombros, arrojaría de nuevo fuego juvenil a vuestras pálidas mejillas, y el tintineo de las espuelas le sonaría como música encantadora al brioso caballo, que relincharía y bailaría de placer, inclinando el cuello poderoso ante su señor. ¡Arriba barón! ¡Abajo con el traje negro, que no os conviene! ¿Debe traer Federico vuestro uniforme?

El hombre mayor se levantó y quiso retirarse, pero el joven se arrojó en sus brazos.

—¡Ay, cómo me atormentáis, mi buen Reinaldo! —exclamó con voz apagada—. ¡Me atormentáis de manera indecible! ¡Ay, cuanto más os esforzáis por tocar las cuerdas de mi alma, que antes sonaban tan armoniosas, más fuerte siento cómo el puño férreo del destino me ha golpeado y abrumado de tal manera que, como en un laúd roto, sólo viven en mí discordancias!

—Así os lo parece, querido barón —terció el hombre mayor—. Habláis del destino espantoso que os ha arrebatado, pero silenciáis en qué consiste ese destino. Sin embargo, un joven como vos, con fuerza interior, armado de un valor fogoso y juvenil, debe ser capaz de protegerse contra los puños férreos del destino; debe incluso elevarse, como irradiado por una naturaleza divina, sobre su sino, y así, despertando e inflamando al ser superior que se encuentra en su interior, remontarse por encima de las penas de esta vida miserable. No sabría decir, barón, qué destino podría ser capaz de destruir esta poderosa voluntad.

Hermógenes retrocedió un paso y, clavando en el anciano su mirada sombría y llena de ira contenida, exclamó con voz sorda y cavernosa:

—Sabed que yo mismo soy el destino que me destruye, que un crimen horrible pesa sobre mi conciencia, una impiedad infame que tengo que expiar con miseria y desesperación. ¡Por eso, sé compasivo y ruega al Señor para que me deje escapar tras los muros!

—¡Barón! —interrumpió el anciano—, os encontráis en un estado de ánimo propio de almas absolutamente perturbadas. No debéis iros, no podéis marcharos de ninguna manera. En los próximos días viene la baronesa con Aurelia, a la que debéis ver.

Entonces rió el joven con escarnio y exclamó con una voz que retumbó en mi interior:

—¿Debo? ¿Debo permanecer? Sí, verdaderamente, anciano, tienes razón, debo permanecer y mi penitencia será aquí más horrible que tras los pesados muros.

Después de estas palabras, marchó repentinamente entre la maleza y dejó al anciano solo que, apoyando la cabeza inclinada en la mano, parecía abandonarse al dolor.

—¡Alabado sea Jesucristo! —saludé, apareciendo ante el anciano, que se sobrecogió. Me miró con sorpresa, pero pronto pareció acordarse de algo conocido al considerar mi aparición.

—¡Ah!, ¿sois vos, acaso, venerable señor, cuya llegada nos anunció la señora baronesa para consuelo de esta familia sumida en la tristeza?

Asentí a la pregunta, y Reinaldo adoptó rápidamente el carácter alegre que parecía serle propio. Atravesamos el espléndido parque y llegamos finalmente a un pequeño bosque cercano al castillo, desde donde se disfrutaba de una vista extraordinaria hacia las montañas. Obedeciendo a su llamada, un criado apostado en la entrada del castillo se apresuró a servirnos un desayuno espléndido. Mientras vaciábamos las copas colmadas, me pareció como si Reinaldo me observara con creciente atención, como si intentara refrescar con esfuerzo un borroso recuerdo. Finalmente exclamó:

—¡Dios mío, venerable señor! Todo resultaría para mí ilusorio, si vos no fuerais el padre Medardo del monasterio capuchino en …r, pero ¿cómo podría ser posible? ¡Y, sin embargo, lo sois! ¡Con certeza, lo sois! ¡Decid algo!

Como si me hubiera alcanzado un rayo del cielo, temblaron, tras las palabras de Reinaldo, todos mis miembros. Me vi desenmascarado, descubierto, culpado de asesinato, pero la desesperación me dio fuerzas, era cuestión de vida o muerte.

—Es cierto, soy el padre Medardo del monasterio capuchino de …r, en camino a Roma con poderes y una misión que cumplir.

Lo dije con toda la tranquilidad y sosiego que pude fingir.

—Entonces es quizá sólo casualidad —dijo Reinaldo— que os encontraseis de viaje y que, extraviando el camino principal, llegarais aquí, o ¿cómo pudo ocurrir que conocieseis a la baronesa y os enviase aquí?

Sin apelar a la memoria, reproduciendo ciegamente lo que una voz extraña parecía susurrarme en mi interior, dije:

—Durante el viaje conocí al confesor de la baronesa que me recomendó ejecutar mi comisión aquí, en la casa.

—Es verdad —interrumpió Reinaldo—, así lo escribió la señora baronesa. Entonces, hay que dar gracias al Cielo que os ha traído por ese camino para la salvación de esta casa, de que un hombre piadoso y honrado como vos haya decidido retrasar su viaje para hacer aquí el bien. Hace algunos años pasé casualmente por …r y escuché alguno de vuestros sermones, pronunciados desde el púlpito con tanta unción y entusiasmo celestial. Confío en vuestra devoción, en vuestra verdadera vocación de luchar con celo ardiente por la salvación de almas perdidas, en vuestra espléndida elocuencia, surgida de íntima inspiración, para que llevéis a cabo lo que a nosotros nos ha resultado hasta el momento imposible. Me agrada haberos encontrado antes de que hayáis hablado con el barón; aprovecharé así para informaros de la situación familiar con la franqueza que debo a un venerable señor como vos, que como un santo nos ha enviado el Cielo para nuestro consuelo. Para encaminar bien vuestros esfuerzos y conseguir el efecto deseado debéis conocer al menos algunos antecedentes sobre los que me gustaría callar. Todo puede ser explicado, por lo demás, sin gastar muchas palabras. He crecido con el barón, el mismo temple de ánimo nos hermanó, destruyendo el muro divisorio que en caso contrario habría levantado nuestro desigual nacimiento. Nunca me separé de él y me convertí en intendente de sus bienes, aquí en las montañas, desde el mismo instante en que, terminados nuestros estudios académicos, tomó posesión de ellos tras el fallecimiento de su padre. Fui su hermano y amigo más íntimo y, como tal, conocedor de los asuntos más secretos de su casa. Su padre había deseado la unión por casamiento con una familia con la que tenía vínculos de amistad, deseo que se cumplió con alegría, ya que mi señor encontró en su prometida un ser espléndido, ricamente dotado por la naturaleza, por el que se sintió atraído de manera irresistible. Raras veces la voluntad de unos padres ha podido coincidir con tanta perfección con el destino que parecía determinar la vida de los niños en todas sus relaciones. Hermógenes y Aurelia fueron el fruto de ese matrimonio feliz. Muchas veces pasábamos el invierno en la capital vecina, pero desde que la baronesa enfermó, después del nacimiento de Aurelia, permanecimos también todo el verano en la ciudad, ya que necesitaba continuamente la presencia de médicos. Murió al llegar la primavera, cuando una mejoría aparente llenaba al barón de alegres esperanzas. Nos retiramos al campo y sólo el tiempo fue capaz de suavizar la aflicción profunda y destructiva que aquejó al barón. Hermógenes creció y se convirtió en un espléndido joven. Aurelia era la viva imagen de su madre. La cuidadosa educación de los niños constituía nuestra tarea diaria y nuestra alegría. Hermógenes mostró una inclinación decidida hacia la carrera militar, lo que obligó al barón a enviarle a la ciudad, para allí, bajo el cuidado de su amigo el gobernador, comenzar a aprender el oficio de las armas. Hace tres años el barón permaneció con Aurelia y conmigo de nuevo todo el invierno en la ciudad, como en los viejos tiempos, en parte para tener a su hijo cerca, en parte por sus amigos, que habían insistido incansablemente en que viniera para volver a verle. La sobrina del gobernador, recién llegada de la Corte, causó en aquella época sensación general. Era huérfana y había crecido bajo la protección de su tío, aunque de una de las alas del palacio, donde residía, hizo una casa propia y acostumbraba a reunir en torno a sí a la mejor sociedad. Sin detenerme a describir mejor a Eufemia, lo que resulta además innecesario, porque, venerable señor, no tardaréis en verla, me limitaré a decir que todo lo que ella hace y dice está animado de una gracia indescriptible, aumentando hasta lo irresistible el atractivo de su exuberante belleza corporal. Allá donde aparece, emerge la vida con nuevo esplendor y en todas partes se rinde homenaje a su persona con encendido entusiasmo. Sabía despertar de tal manera el interior de los seres más banales y sin vida, que éstos se alzaban por encima de su propia pobreza de espíritu y gozaban encantados de los placeres de una vida interior que de otro modo habría permanecido desconocida para ellos. No faltaban, naturalmente, adoradores que hacían a diario la corte con fervor a su diosa. No se podía decir con certeza que favoreciese a uno u otro, más bien sabía con traviesa ironía que, sin ofender a ninguno, les excitaba y estimulaba como especias fuertes y picantes, para envolver a lodos con un lazo indisoluble, de modo que se movían, hechizados en un círculo mágico, con alegría y placer. Esta Circe causó al barón una extraordinaria impresión. Desde su aparición le prestó una atención que parecía surgir de un respeto infantil. En cada conversación mostró un sentido común y unos sentimientos tan profundos que él apenas recordaba haber encontrado en otra mujer. Con indescriptible tenacidad buscó y encontró la amistad de Aurelia, a la que trató con tal calidez que, incluso, no desdeñó preocuparse por sus pequeñas necesidades de vestuario como lo hubiera hecho una madre. Supo apoyar de tal manera a una muchacha tan inexperta en la más brillante sociedad, que esta ayuda en vez de llamar la atención contribuyó a resaltar el entendimiento natural y el correcto estado de ánimo de Aurelia, que pronto gozó de un gran respeto. El barón se deshacía en alabanzas siempre que se hablaba de Eufemia, y aquí, quizá por vez primera en nuestra vida, fuimos de una opinión completamente distinta. Por costumbre yo hacía más en sociedad el papel de observador atento y no entraba directamente en animada conversación. Así, había observado también a Eufemia, con la que había cruzado aquí y allá un par de amigables palabras según su costumbre de no pasarse a nadie por alto, con peculiar atención y como a una aparición de gran interés. Tuve que reconocer que ella era la mujer más bella y espléndida de todas, que en todo lo que hablaba se reflejaba su sentido común e inteligencia y, sin embargo, experimenté un sentimiento inexplicable de rechazo hacia ella, no podía evitar tener una sensación fatal que se apoderaba instantáneamente de mí tan pronto como me miraba o empezaba a hablar conmigo. En sus ojos ardía a menudo un fulgor especial que, cuando creía no ser observada, despedía rayos centelleantes, como si irradiase violentamente un fuego interno y corrupto, sólo superado con esfuerzo. Por añadidura pendía a menudo de su delicada y bien formada boca una mueca de ironía hostil que me hacía temblar, ya que era la cruda expresión del escarnio malicioso. Que mirase a menudo a Hermógenes de esa manera, que se interesaba por ella muy poco o nada, me confirmaba que algo se escondía tras su bella máscara que nadie parecía sospechar. No podía, es cierto, oponer a las exageradas alabanzas del barón más que mis observaciones fisiognómicas, que él no tomó en consideración; más bien tomó mi aversión interna contra Eufemia como una extraña idiosincrasia. Me confió que Eufemia entraría probablemente a formar parte de la familia, ya que lo iba a intentar todo para unirla en el futuro a Hermógenes.

Éste penetró en la habitación justo cuando hablábamos seriamente sobre el asunto y yo buscaba posibles razones que justificasen mi opinión sobre Eufemia. El barón, acostumbrado a actuar en todo con celeridad y abiertamente, le comunicó sus planes y deseos respecto a Eufemia. Hermógenes escuchó con tranquilidad lo que el barón dijo con gran entusiasmo en su loa. Pero cuando terminó el discurso laudatorio, respondió que no se sentía en lo más mínimo atraído por Eufemia, que no podría amarla jamás y por ello solicitaba de todo corazón que se renunciase al plan de semejante unión. El barón quedó consternado al ver su amado proyecto destruido sin haber pasado del primer estadio, pero tampoco se esforzó por presionar a Hermógenes, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera conocía los sentimientos de Eufemia al respecto. Con su acostumbrada alegría y afabilidad bromeó pronto acerca de su infeliz propósito, y opinó que probablemente Hermógenes compartía mi peculiar idiosincrasia, aunque no terminaba de comprender cómo en una mujer tan bella e interesante podía albergarse un elemento tan repulsivo. Su relación con Eufemia permaneció, evidentemente, igual. Se había acostumbrado tanto a ella que no podía transcurrir un solo día sin verla. Una vez ocurrió que, estando de muy buen humor, le dijo, bromeando, que sólo había un hombre en su círculo que no estaba enamorado de ella, y éste era Hermógenes; que su hijo se había negado con obstinación a establecer lazos con ella, tal y como él había deseado de todo corazón.

»Eufemia opinó que bien podría haber llegado el momento de exponer lo que tenía que decir acerca del vínculo matrimonial, y que ella consideraba deseable cualquier relación cercana al barón, pero no a través de Hermógenes, al que tenía por excesivamente serio y caprichoso. A partir del momento en que tuvo lugar esta conversación, que el barón me contó poco después, Eufemia redobló su atención hacia el barón y Aurelia. Incluso dio a entender con ligeras insinuaciones que un vínculo con el mismo barón correspondería al ideal que ella se había hecho de un matrimonio feliz. Además, supo rebatir con decisión todo lo que se podía oponer respecto a la diferencia de edad o a cualquier otro motivo. Lo preparó todo de manera tan elegante y silenciosa, tan hábil, paso a paso, que el barón se veía obligado a creer que todas las ideas y todos los deseos que Eufemia insuflaba en su interior habían germinado realmente allí. De naturaleza fuerte y llena de vida, no tardó el barón en ser presa de la pasión fogosa de un joven. Yo no pude detener ya el vuelo salvaje, era demasiado tarde. En poco tiempo Eufemia era, para el asombro de la ciudad, la esposa del barón. Me pareció como si el ser amenazante y cruel que me había espantado desde la lejanía se hubiera introducido en mi vida, y como si tuviera que mantenerme alerta para velar por mi amigo y también por mí mismo. Hermógenes tomó la boda de su padre con fría indiferencia. Aurelia, la querida e inocente niña, se deshizo en lágrimas.

Poco tiempo después de la boda Eufemia deseó ir a las montañas. Llegó al castillo, y debo reconocer que su comportamiento se mantuvo tan amable que despertó en mí una involuntaria admiración. Así pasaron dos años de tranquila e ininterrumpida placidez. Los inviernos residíamos en la ciudad, pero también aquí mostró la baronesa tanto respeto a su esposo, tanta atención por sus deseos más nimios, que la envidia venenosa tuvo que enmudecer, y ninguno de los jóvenes señores que había soñado en tener campo libre para su galantería en casa de la baronesa se permitió la más pequeña glosa. El último invierno fui también el único que, aquejado de la vieja y apenas cicatrizada idiosincrasia, comenzó a abrigar un recelo malicioso.

»Con anterioridad al matrimonio del barón, el conde Victorino, un hombre joven y apuesto, comandante de la guardia de honor, sólo de vez en cuando en la ciudad, había sido uno de los más fervientes admiradores de Eufemia y, además, el único que se había distinguido del resto de sus pretendientes, aunque casi de forma imperceptible. Se habló incluso de que entre Eufemia y él podría haber existido una relación más estrecha de lo que las apariencias querían insinuar, pero el rumor desapareció de manera tan apagada como había surgido. El conde Victorino regresó en invierno a la ciudad y, como es natural, frecuentó el círculo de Eufemia, pero no parecía esforzarse mucho por llamar su atención; todo lo contrario, parecía como si la evitase intencionadamente. No obstante, yo tenía la impresión de que, cuando creían pasar inadvertidos, sus miradas se encontraban, ardiendo en ellas como fuego devorador el deseo y un encendido anhelo. En casa del gobernador se reunió una noche lo mejor de la sociedad. Yo me encontraba junto a una ventana, de tal manera que uno de los pliegues ondulados de la rica cortina casi me ocultaba por completo. El conde Victorino se encontraba dos o tres pasos delante de mí. Entonces Eufemia, vestida más atractiva que nunca e irradiando belleza, pasó, rozándole, por su lado. El conde cogió con fuerza apasionada su brazo, aunque yo fui el único que pudo percibirlo. Ella tembló visiblemente, y su indescriptible mirada, que reflejaba el amor más ardiente, la voluptuosidad sedienta de placer, recayó sobre él. Musitaron algunas palabras que no comprendí. En ese instante Eufemia advirtió que la estaba mirando; se volvió rápidamente, pero pude oír claramente estas palabras: “¡Nos observan!”.

»¡Quedé paralizado de sorpresa y dolor! ¡Ay! ¿Cómo podría, venerable señor, describirle mis sentimientos? Piense en mi amor, en el fiel apego que me unía al barón, en mis malignas sospechas, que se habían cumplido, pues aquellas escasas palabras me habían convencido de que existía una relación secreta entre la baronesa y el conde. Por de pronto me vi obligado a guardar silencio, pero decidí vigilar a la baronesa con ojos de Argos, para, una vez alcanzada la certeza de su delito, disolver los vergonzosos vínculos con los que había atrapado a mi infeliz amigo. Pero ¿a quién le es posible contrarrestar argucias diabólicas? Mis esfuerzos fueron en vano, ¡completamente en vano, y hubiera sido ridículo comunicar al barón lo que había visto y oído, ya que esa mujer astuta habría encontrado suficientes salidas para hacerme quedar como un necio y absurdo visionario!

»En primavera, cuando regresamos al campo, la nieve cubría todavía las cimas. A pesar de ello emprendí algún que otro paseo por las montañas. En el pueblo cercano me encontré a un campesino que tenía algo extraño en su forma de caminar y en su comportamiento. Cuando se volvió, reconocí en él al conde Victorino, pero desapareció inmediatamente detrás de las casas sin dejar huella. ¿Qué podría haberle llevado a disfrazarse así, sino el entendimiento secreto con la baronesa? Incluso ahora sé, con certeza, que se encuentra aquí de nuevo. He visto a sus cazadores pasar por los alrededores cabalgando, aunque me resulta incomprensible por qué no se encuentra con la baronesa en la ciudad. Hace tres meses aconteció que el gobernador enfermó gravemente y manifestó su deseo de ver a Eufemia, que acudió acompañada de Aurelia. Una indisposición transitoria impidió que el barón se uniese a ellas. Entonces irrumpió la desgracia y la tristeza en nuestra casa, pues Eufemia escribió poco después al barón que Hermógenes erraba solitario, atacado de una repentina melancolía que le provocaba a menudo estados de furia demencial, en los que se maldecía a sí mismo y a su destino, siendo lodos los esfuerzos de sus amigos y de los médicos en vano. Podéis imaginaros, venerable señor, qué impresión le causó esta noticia al barón. Como el encuentro con su hijo en estas circunstancias hubiera sido perturbador, marché solo a la ciudad. Hermógenes había sido liberado al menos, con los fuertes medicamentos que se suelen emplear en estos casos, de los ataques salvajes de furiosa demencia, pero se había apoderado de él una apatía melancólica que los médicos consideraban incurable. Cuando me vio, se conmovió, y me confesó que un desgraciado destino pesaba sobre él y le impulsaba a abandonar su actual posición para siempre, ya que sólo como religioso en un monasterio podría salvar su alma de la condena eterna. Le encontré ya con la ropa con que le habéis visto hace un momento y, a pesar de su resistencia, me fue posible finalmente traerle hasta aquí. Ahora está tranquilo, pero no abandona su idea fija. Los esfuerzos para aclarar el suceso que le ha sumido en ese estado resultan infructuosos, aunque quizá el descubrimiento del secreto contribuiría de manera decisiva a encontrar algún medio para su curación.

»Hace algún tiempo la baronesa escribió que, por consejo de su confesor, enviaría a un religioso de la Orden, cuyo trato y exhortaciones podrían quizá ser más efectivos para Hermógenes que cualquier otro remedio, sobre todo teniendo en cuenta que su locura había tomado una clara tendencia religiosa. Me alegro en lo más profundo de que la elección haya recaído en vos, venerable señor, que por una afortunada casualidad os dirigíais a la ciudad. Podéis devolver la paz perdida a una familia apesadumbrada si vuestros esfuerzos, que el Señor bendiga, se concentran en un doble objetivo. Averiguad cuál es el horrible secreto de Hermógenes, su corazón se aliviará, aunque lo revele en sagrada confesión, y la Iglesia le devolverá a la alegre vida del mundo, a la que realmente pertenece, en vez de encerrarle tras los muros. Pero no dejéis de aproximaros también a la baronesa. Ya sabéis todo, estáis de acuerdo conmigo en que mis observaciones son de tal especie que sobre ellas no se puede fundamentar una acusación contra ella, pero tampoco constituyen una ilusión o una sospecha injusta. Compartiréis completamente mi opinión cuando veáis a Eufemia y la conozcáis mejor. Ella es religiosa por temperamento, quizá os sea posible penetrar profundamente en su corazón con vuestra elocuencia y, así, conmoviéndola, se la pueda de tal manera mejorar que cese de traicionar al amigo, lo que le está costando la bendición eterna. Todavía debo decir, venerable señor, que en algunos momentos parece como si el barón llevara un peso en el alma, cuyo origen no quiere revelar, pues, además de contra la aflicción causada por Hermógenes, lucha visiblemente contra un pensamiento que le persigue continuamente. Tengo la sospecha de que una casualidad maligna quizá le ha mostrado una prueba, mucho más definitiva que la que yo encontré, sobre las relaciones delictivas de la baronesa con el indeseable conde. También os recomiendo, en consideración a esta circunstancia, venerable Señor, el cuidado espiritual de mi amigo del alma, el barón.

Con estas palabras terminó Reinaldo su narración de los hechos, que me había torturado de múltiples maneras, haciendo que las más extrañas contradicciones se entrecruzaran en mi interior. Mi propio «Yo», inmerso en un juego cruel surgido de un destino caprichoso y diluyéndose en otras figuras extrañas, nadaba sin posibilidad de asirse a ninguna tabla de salvación en un mar en el que todos los acontecimientos descritos formaban olas rugientes que se desencadenaban sobre mí. ¡No podía encontrarme a mí mismo! ¡Evidentemente Victorino fue al que la fatalidad, que guiaba mi mano pero no mi voluntad, despeñó en el abismo! Aparezco en su lugar, pero Reinaldo conoce al Padre Medardo, el predicador del monasterio capuchino fan …r, y entonces soy realmente el que soy. Pero la relación con la baronesa que mantenía Victorino me corresponde, pues yo mismo soy Victorino. Soy lo que parezco y no parezco lo que soy; soy un enigma inexplicable para mí mismo: ¡Mi «Yo» se ha escindido!

A pesar de la tormenta que tenía lugar en mi interior, me fue posible simular el sosiego propio de los sacerdotes y presentarme ante el barón. Encontré a un hombre envejecido, pero en los rasgos apagados quedaban todavía asomos de una fuerza y plenitud extrañas. No la edad, sino la pesadumbre había formado las profundas arrugas en su amplia y noble frente y había encanecido su pelo. No obstante, reinaban en su comportamiento y en todo lo que decía una alegría y apacibilidad tales que atraían irresistiblemente a cualquiera. Cuando Reinaldo me presentó, diciendo que mi llegada había sido anunciada por la baronesa, me contempló con una mirada penetrante, que se fue tornando cada vez más amistosa conforme Reinaldo le contaba cómo hacía varios años me había escuchado predicar en el monasterio capuchino en …r y había quedado impresionado por mi talento oratorio. El barón me extendió confiadamente la mano y, volviéndose hacia Reinaldo, dijo:

—No sé, querido Reinaldo, qué es lo que a primera vista me ha llamado la atención de manera tan extraña en los rasgos faciales del venerable señor; han despertado un recuerdo que en vano pugna por salir a la luz.

Me pareció como si fuera a recordarlo y decir: «es el conde Victorino», pues en aquel momento, poseído por un sentimiento extraordinario, creía ser realmente Victorino. Sentí entonces cómo la sangre hervía en mis venas y, agolpándose en la cabeza, hacía enrojecer mis mejillas. Confié en el apoyo de Reinaldo, que me conocía como el padre Medardo, aunque lo consideraba una mentira. Nada podía sacarme de mi estado de confusión.

Según deseo del barón, debía conocer inmediatamente a Hermógenes, pero no fue posible encontrarle por ninguna parte. Se le había visto caminar hacia las montañas, lo que no despertaba preocupación alguna, ya que varias veces se había ausentado de la misma forma durante todo el día. El resto de la jornada lo pasé en compañía del barón y de Reinaldo. Poco a poco cobré tal ánimo en mi interior que por la noche me sentía henchido de valor y fuerza para afrontar con audacia todos los acontecimientos maravillosos que parecían aguardarme. Abrí el portafolio en la soledad nocturna y quedé completamente convencido de que había sido el conde Victorino el que yacía destrozado en el fondo del precipicio. El contenido de las cartas que encontré dirigidas a él eran, sin embargo, insustanciales, y ninguna de ellas me aportó dato alguno acerca de sus relaciones sentimentales. Sin preocuparme más de ello, decidí avenirme a lo que el destino dispusiera cuando la baronesa llegara y me viera. A la mañana siguiente, la baronesa y Aurelia llegaron de modo inesperado. Vi cómo descendían del carruaje y eran recibidas por el barón y Reinaldo, dirigiéndose luego a la puerta del castillo. Intranquilo, paseaba de un lado al otro de la habitación, asaltado por extraños presentimientos, cuando fui llamado. La baronesa salió a mi encuentro —una mujer bella y espléndida, todavía en el apogeo de su hermosura—. Cuando me miró, pareció quedar especialmente consternada. Su voz temblaba y apenas encontraba palabras. Su visible perplejidad me otorgó valor y la miré directamente a los ojos, dándole la bendición según costumbre monacal. Palideció y tuvo que tomar asiento. Reinaldo me contempló, sonriendo contento y satisfecho. En ese instante se abrió la puerta y el barón entró con Aurelia.

Tan pronto como vi a Aurelia me atravesó un rayo el corazón, despertando a la vida todas las secretas emociones, el anhelo más dulce, el hechizo del amor fervoroso, todo lo que había resonado en mi interior como un asomo lejano. Incluso la misma vida se despertó en mí, brillante y multicolor. Todo el pasado yacía a mis espaldas muerto y frío, como una noche triste. Ella, sí, ella misma era la que contemplé en aquella visión del confesionario. La mirada melancólica, piadosamente infantil de sus ojos de color azul oscuro, los labios bien formados, la nuca dulcemente inclinada como en orante meditación, la figura alta y delgada: no era Aurelia, sino la propia Rosalía. Incluso el chal azul, que Aurelia llevaba echado sobre su vestido rojo oscuro, presentaba en su diseño una similitud extraordinaria con el de la Santa en el cuadro y con el que llevaba la desconocida en la alucinación. ¿Cómo podía compararse la belleza exuberante de la baronesa con el encanto celestial de Aurelia? Sólo podía verla a ella, todo lo demás desapareció. Mi conmoción no podía pasar inadvertida entre los presentes.

—¿Qué le ocurre, venerable señor? —preguntó el barón—. Parecéis especialmente consternado.

Éstas palabras me hicieron volver en mí mismo y sentí en ese instante cómo crecía en mi interior una fuerza sobrehumana, un valor jamás experimentado para salir airoso de cualquier prueba, ya que ella sería el premio de la lucha.

—¡Sois afortunado, señor barón! —exclamé, poseído de repentino entusiasmo—. ¡Sois afortunado! Una santa se encuentra entre estos muros, entre nosotros. Pronto se abrirá el Cielo en una bendita claridad y la propia Santa Rosalía, rodeada de ángeles, otorgará consuelo y bendición a los sumisos que, piadosos y creyentes, la han invocado. ¡Ya escucho los himnos de espíritus aureolados que llaman a la Santa con sus cánticos, descendiendo de esplendorosas nubes! ¡Ya veo su cabeza radiante, alzada hacia el coro de los Santos, en la Gloria celestial!

¡Sancta Rosalía, ora pro nobis!

Me arrodillé con la mirada dirigida a las alturas, las manos unidas en actitud orante, y todos siguieron mi ejemplo. Nadie me preguntó sobre lo acaecido, se atribuyó mi repentino entusiasmo a un momento de inspiración, por lo que el barón decidió que se dijeran misas ante el altar de Santa Rosalía, en la iglesia principal de la ciudad. De esta manera espléndida me salvé de la perplejidad que me atenazaba, y cada vez estaba más dispuesto a arriesgarlo todo por la posesión de Aurelia, para lo cual estaba decidido incluso a vender mi vida. La baronesa parecía estar en un estado de ánimo especial: su mirada me perseguía, pero cuando fijaba abiertamente mi mirada en la suya, desviaba los ojos, que se tornaban erráticos. La familia había entrado en otra estancia. Yo me apresuré hasta el jardín y vagué por los caminos, ideando miles de planes y proyectos para mi futura vida en el castillo, que ejecutaría trabajando y luchando. Ya había anochecido cuando apareció Reinaldo y me dijo que la baronesa, contagiada de mi entusiasmo piadoso, deseaba hablarme en su habitación.

Cuando entré en la habitación de la baronesa, avanzó unos pasos hacia mí y, tomando mis brazos, me miró fijamente a los ojos, diciendo a continuación:

—¿Es posible? ¿Es posible? ¿Eres realmente Medardo, el monje capuchino? ¡Pero la voz, la figura, tus ojos, tu pelo! ¡Habla o pereceré de miedo y de dudas!

—Victorino —susurré ligeramente.

Entonces me abrazó con la salvaje vehemencia de una voluptuosidad desbordada. Una corriente de fuego recorrió mis venas, la sangre hervía, los sentidos se deshacían en un indescriptible placer, en un éxtasis demencial. Pero mi ánimo pecador se concentraba en Aurelia, y sólo por ella sacrificaría la salvación de mi alma con la ruptura de los votos Sagrados.

¡Sí! Sólo Aurelia vivía en mí, todo mi ser estaba henchido de ella y, sin embargo, un escalofrío me recorría cuando pensaba que volvería a verla, lo que sucedería aquella noche durante la cena. Me parecía como si su devota mirada me fuera a incriminar de pecados atroces o como si fuera a hundirme, desenmascarado y destruido, en el oprobio y en la condenación. Tampoco pude decidirme a volver a ver, tras esos momentos, a la baronesa, por lo que determiné permanecer en la habitación, poniendo de pretexto mis ejercicios espirituales, cuando fui llamado a la mesa. Pocos días hicieron falta para que superase toda timidez y mis prevenciones. La baronesa era la amabilidad en persona, y conforme nuestra unión se hacía más estrecha, más rica en placeres impíos, más atención prestaba al barón. Me confesó que mi tonsura, mi barba natural, así como mis movimientos monacales, que ya no mantenía con tanta severidad como anteriormente, la habían asustado de manera terrible. Incluso mi repentina y entusiasmada invocación de Santa Rosalía la había casi convencido de que algún error, o una casualidad hostil, había frustrado el astuto plan que había forjado con Victorino, y un condenado capuchino había ocupado su lugar. Admiraba mis precauciones, cómo me había tonsurado y dejado crecer la barba, cómo había estudiado tan bien mi papel, tanto en la actitud como en los movimientos, que a veces tenía que mirarme directamente a los ojos para no entrar en dudas aventuradas.

El cazador de Victorino se dejaba ver a veces, disfrazado de campesino, al final del parque, y yo no dejaba de hablar con él en secreto y de advertirle que estuviera alerta por si fuera necesario huir. El barón y Reinaldo parecían estar muy satisfechos de mí, instándome a que me ocupara con todas mis fuerzas del pensativo Hermógenes. Todavía no me había sido posible, sin embargo, intercambiar una sola palabra con él, pues evitaba visiblemente toda oportunidad de encontrarse a solas conmigo. Cuando nos hallábamos en compañía del barón o de Reinaldo me miraba de manera tan extraña que me costaba un gran esfuerzo disimular mi evidente turbación. Parecía penetrar profundamente en mi alma y atisbar mis pensamientos más secretos. Un invencible e intenso disgusto, un rencor reprimido, una ira dominada sólo con esfuerzo se dibujaban en su pálido rostro tan pronto como me veía. Ocurrió que, en cierta ocasión, mientras paseaba placenteramente por el parque, le encontré inesperadamente. Me pareció el momento indicado para aclarar finalmente nuestra relación opresiva, por ello le tomé rápidamente de la mano cuando quería escabullirse, y mi elocuencia hizo posible que hablara de manera tan penetrante y sugestiva que pareció empezar a mostrar realmente atención e incluso no pudo contener la emoción. Nos habíamos sentado en un banco de piedra situado al final de un camino que conducía al castillo. Llevado de mi habilidad retórica le dije que es pecado cuando el ser humano, consumiéndose en su aflicción, desprecia el consuelo, la ayuda de la Iglesia que alienta a los siervos de Dios, y de esta manera contradice con hostilidad los fines de la vida, que el poder superior le ha asignado. Incluso el criminal no debe dudar de la gracia celestial, ya que esta duda es precisamente la que mata la bienaventuranza, que él, sin embargo, purificado por la penitencia y la devoción, puede alcanzar. Le insté finalmente a confesarse en ese momento y desahogarse ante Dios, prometiéndole la absolución de cada uno de los pecados que hubiese cometido. Entonces se levantó, sus cejas se contrajeron, sus ojos ardieron, su rostro, pálido como la muerte, enrojeció, para, a continuación, exclamar con una extraña voz aguda:

—¿Estás tan libre de pecado que pretendes, como el más puro, sí, incluso como Dios, al que escarneces, mirar en mi interior; que osas prometerme el perdón de los pecados, tú, que lucharás en vano por la redención, por la bendición del Cielo, que se cerrará para ti por toda la eternidad? ¡Miserable hipócrita, pronto llegará la hora de la venganza y, revolcándote en el polvo como un gusano venenoso, te contraerás en una muerte ignominiosa, solicitando en vano auxilio, suplicando la liberación de un tormento indescriptible, hasta que te condenes en la demencia y la desesperación!

Tras decir esto se esfumó rápidamente. Yo quedé destrozado, destruido, toda mi presencia de ánimo y mi valor habían desaparecido. Vi a Eufemia venir desde el castillo con sombrero y chal, como si fuera a dar un paseo. Sólo con ella podía encontrar consuelo y ayuda. Me precipité hacia donde estaba y se asustó al contemplar mi apariencia consternada. Me preguntó las causas de mi estado, y le conté fielmente toda la escena que había tenido con el demente Hermógenes, añadiendo mi miedo y preocupación de que quizá Hermógenes por una casualidad inexplicable había descubierto nuestro secreto. Eufemia no pareció dar la más mínima importancia a todo lo que había dicho. Sonrió de manera tan extraña que un escalofrío me estremeció. A continuación dijo:

—Vayamos hacia el interior del parque, que aquí podemos ser observados y podría llamar la atención que el venerable padre Medardo hable conmigo con semejante vehemencia.

Nos encontrábamos en un bosquecillo retirado, cuando Eufemia me abrazó apasionadamente. Sus besos ardientes quemaban mis labios.

—Calma, Victorino —dijo Eufemia—, puedes estar tranquilo sobre todo lo que te ha turbado y asustado. Incluso me agrada que haya ocurrido lo de Hermógenes, pues así puedo y debo hablar contigo sobre algo que silencio desde hace mucho tiempo. Tienes que reconocer que he sabido lograr un extraño dominio espiritual sobre todo lo que concierne a mi vida, y creo que esto le es más fácil a la mujer que a vosotros. No poco contribuye a ello que además del indescriptible e irresistible atractivo de su apariencia externa, con la que la ha dotado la naturaleza, en ella habite un principio superior que funde aquel atractivo con un poder espiritual, pudiendo dominar la fuerza resultante de esta unión a voluntad. Es la propia, maravillosa capacidad de salir de sí misma, la que permite la contemplación del propio «Yo» desde otro punto de vista, lo que constituye el medio ideal forjado para una voluntad extraordinaria, dispuesta a alcanzar todas las metas propuestas y que dan sentido a una vida superior. ¿Hay algo más deseable que poder dominar la vida a través de la misma vida, que conjurar con un poder mágico todas sus manifestaciones, disfrutar de sus placeres, y todo con la voluntad propia de un ser soberano? Tú, Victorino, perteneces desde siempre a los pocos que me han comprendido plenamente. También tú has podido colocar tu propio punto de vista más allá de ti mismo, y no dudo por tanto en elevarte como marido consorte sobre mi trono en el más alto de los reinos. El secreto aumentaba el encanto de esta unión, y nuestra aparente separación sólo sirvió para otorgar espacio a nuestro estado de ánimo fantástico, que juega hasta la voluptuosidad con las relaciones supeditadas a la vida normal. ¿No constituye nuestra actual convivencia una pieza maestra de inteligente osadía que, pensada con un espíritu superior, se burla de la impotencia de la estrecha moral convencional? Incluso por tu apariencia extraña, que no sólo proviene de tu forma de vestir, me parece como si se sometiera lo espiritual al principio dominante, obrando con fuerza tan maravillosa hacia el exterior que, dando una nueva forma al cuerpo, parece adaptarse perfectamente a la pretensión previa. Ya sabes cómo desprecio de todo corazón, con esta visión de las cosas surgida de lo más profundo de mi ser, toda convención moral y cómo me gusta jugar con ella. El barón se ha convertido para mí en una fastidiosa y repulsiva máquina que, ya utilizada para mis fines, se limita a yacer muerta como un engranaje roto. Reinaldo es demasiado limitado como para preocuparme. Aurelia es una buena chica; sólo nos tiene que preocupar entonces Hermógenes. Debo confesarte que Hermógenes, la primera vez que le vi, me causó muy buena impresión. Le consideré capaz de entrar en la vida superior, vida en la que quise introducirle, equivocándome por primera vez. Había algo hostil en él, que en continua y excitante contradicción se sublevaba contra mí, incluso la magia, con la que sabía envolver involuntariamente a los demás, fracasaba ante su rechazo. Permaneció frío, sombrío y cerrado. Al resistirse a mis intentos con una fuerza propia maravillosa, excitaba mi sensibilidad y aumentaba el placer de comenzar la lucha en la que tendría que sucumbir. Decidí comenzar esta lucha cuando el barón me dijo que le había sugerido a Hermógenes una unión matrimonial conmigo, propuesta que él se había limitado a rechazar categóricamente. Como una chispa divina saltó en mi mente el pensamiento de casarme con el barón, y así limpiar de una vez por todas, de la manera más baja, las pequeñas contemplaciones convencionales que a menudo me encorsetaban. Pero ya he hablado contigo, Victorino, lo suficiente sobre aquel compromiso matrimonial. Refuté tus dudas con la acción, pues me fue posible hacer del viejo un estúpido y afectuoso amante en pocos días, teniendo que aceptar lo que yo quisiera como si fuese el cumplimiento de sus más íntimos deseos, que apenas habría osado contar en voz alta. Pero en mi interior permanecía todavía el pensamiento de vengarme de Hermógenes, lo que me sería ahora mucho más fácil y satisfactorio. El golpe fue así diferido, sólo para que resultase más letal y efectivo. Si conociera menos tu alma, si no supiera que eres capaz de elevarte a las alturas de mis consideraciones, tendría escrúpulos de contarte lo que ocurrió una vez. Me propuse penetrar en el alma de Hermógenes en toda su profundidad. Me mostré en la ciudad sombría y reservada, lo que contrastaba con el estado de ánimo de Hermógenes, que se movía alegre y divertido en las múltiples y agitadas obligaciones del servicio militar. La enfermedad de mi tío prohibía las reuniones brillantes y supe evitar las visitas de mi círculo más íntimo. Hermógenes vino a verme, probablemente sólo con el propósito de cumplir con la obligación debida a una madre. Me encontró sumida en tristes pensamientos y, cuando preguntó, sorprendido por mi insólita actitud, por los motivos de mis cuitas, confesé entre lagrimas que la precaria salud del barón, que él disimulaba con esfuerzo, me hacía temer un desenlace fatídico y que sólo la idea de perderle se volvía horrible e insoportable. Quedó profundamente impresionado. Después, conforme le describía con expresiones sentimentales la felicidad de mi matrimonio con el barón, mientras con ternura dibujaba los pequeños pormenores de nuestra vida en el campo y alababa con encarecimiento la persona del barón, de tal manera que resaltaba mi veneración sin límites, su asombro no cesaba de aumentar. Se le veía luchar consigo mismo, pero el poder que, como si fuese mi «Yo», había penetrado en su interior, venció sobre el principio hostil que anteriormente se resistía a mi influencia. Mi triunfo era cierto, cuando regresó la noche siguiente.

»Me encontró sola, más apesadumbrada y excitada que el día anterior. Hablé del barón y de mi infatigable anhelo de volver a verle. Hermógenes no era el mismo, estaba tan pendiente de mis miradas que encendió un fuego peligroso en su interior. Mientras mi mano descansaba en la suya, que se contraía convulsivamente, dejaba escapar profundos suspiros de su pecho. Había calculado correctamente el punto culminante de esta consciente exaltación. La noche en la que debía sucumbir no desprecié valerme de aquellas artes tan gastadas, pero que al mismo tiempo, a pesar de ser tan repetidas, resultan del todo efectivas. ¡Funcionó! Los resultados fueron más devastadores de lo que había pensado, aumentando el sentimiento de triunfo y permitiéndome acreditar mi poder de manera brillante. La violencia con la que combatí el principio hostil, que de lo contrario se habría manifestado a través de extraños presentimientos, había roto su espíritu. La locura se apoderó de él, como sabes, sin que hubieras conocido hasta el día de hoy el motivo real. Es propio de dementes que, a menudo, como si estuvieran en contacto estrecho con espíritus y sugestionados inconscientemente por el principio espiritual ajeno, penetren en nuestros secretos más escondidos, expresándolos con misteriosas alusiones. Así, nos parece muchas veces que la voz horrible de un segundo “yo” nos intimida con horrible estremecimiento. Puede ser que, sobre todo respecto a la relación que los tres mantenemos, Hermógenes haya podido de manera misteriosa penetrar con su espíritu tu interior, por lo que muestra una actitud hostil hacia ti. Pero esta situación no ofrece mucho peligro. Piénsalo, aunque quisiera, impulsado por el odio, lanzarse abiertamente a la lucha, si él dijera: “No os fiéis del monje disfrazado”, ¿quién no lo tomaría sino por una idea surgida de su demencia, sobre todo teniendo en cuenta que Reinaldo ha creído reconocer en ti al padre Medardo? De todas formas queda claro, como había pensado y deseado, que no puedes influir en Hermógenes. Mi venganza le ha cumplido. Hermógenes es para mí tan inservible como un juguete roto, y se ha tornado tan pesado que, al tomar probablemente mi presencia como un ejercicio de penitencia, me persigue continuamente con su mirada hosca de un muerto en vida. ¡Se tiene que ir y he creído que podría utilizarte a ti para que reforzaras en él la idea de ingresar en un monasterio! Así se podría ablandar al barón y a su consejero Reinaldo para que permitan, ya que la saturación anímica de Hermógenes lo reclama, el cumplimiento de su deseo. Hermógenes se ha vuelto para mí bastante antipático, su presencia me estremece. ¡Tiene que irse! La única persona a la que ve de diferente manera es a Aurelia, a la pequeña y piadosa Aurelia. A través de su persona podrás influir en Hermógenes, y voy a ocuparme para que entres en estrecho contacto con ella. Si encuentras un contexto conveniente, podrías informar al barón y a Reinaldo de que Hermógenes ha confesado un grave crimen, que tú naturalmente no puedes revelar por la obligación de guardar silencio.

¡Pero hablaremos sobre esto más adelante! Ahora ya lo sabes todo, Victorino, actúa y sigue siendo mío. Reina conmigo sobre el pueril mundo de muñecas que nos rodea. La vida nos tiene que otorgar los más espléndidos placeres, sin obligarnos a observar sus limitaciones.

Vimos al barón en la distancia y nos encaminamos hacia él como si estuviéramos concentrados en piadosa conversación.

Es probable que sólo necesitase la explicación de Eufemia sobre la tendencia de su vida, para poder sentir por mí mismo el poder preponderante que, como la emanación de principios superiores, animaba mi interior. Algo sobrehumano se había introducido en mi alma, que me elevó repentinamente hasta una perspectiva desde la que todo parecía adquirir otro color o mostrar una relación diferente a la considerada con anterioridad. La fuerza espiritual, el poder sobre la vida del que Eufemia se vanagloriaba, me parecía digno de la más amarga ironía. En el instante en que la miserable se figuraba practicaba su loco e irreflexivo juego con las peligrosas circunstancias de la vida, en realidad se encontraba a merced de la casualidad o del destino maligno, que mi mano dirigía. Era sólo mi fuerza, inflamada por misteriosos poderes, la que podía obligarla a creer en la ilusión de tener al amigo y compañero por aquel que, incorporando para su fatalidad la apariencia externa de su amante, la tenía de tal modo, como un poder hostil, en sus garras, que no había libertad posible. Eufemia me parecía, en su vano egocentrismo, despreciable, y la relación con ella tanto más repulsiva, cuanto que Aurelia vivía en mi interior y sólo ella portaba la culpa de mis pecados, si hubiera mantenido todavía por pecados lo que en ese momento me parecía la cumbre de todos los placeres terrenales. Decidí hacer uso completo del poder que portaba en mí y manejar yo mismo la varita mágica para describir los círculos, en los que deberían moverse todas las apariciones a mi alrededor en aras de mi exclusivo placer. El barón y Reinaldo competían para hacerme la vida en el castillo más agradable. Sus corazones no albergaban ni la más mínima sospecha de mi relación con Eufemia. Todo lo contrario, el barón expresó a menudo, como en un involuntario desahogo, que sólo gracias a mí había retornado Eufemia a su lado, lo que me confirmó la veracidad de la suposición de Reinaldo de que el barón había descubierto por casualidad las huellas de los caminos prohibidos de Eufemia. A Hermógenes le veía poco. Me evitaba con visible miedo y ansiedad, lo que el barón y Reinaldo atribuyeron a la timidez ante mi persona piadosa y santa, así como ante mi fuerza espiritual, que lograba penetrar los ánimos desquiciados. También Aurelia parecía apartar intencionadamente su mirada de mí. Me evitaba, y cuando hablaba con ella se mostraba tan temerosa y ansiosa como Hermógenes. Poseía casi la certeza de que el demente Hermógenes había comunicado a Aurelia aquellas visiones horribles que me estremecieron, aunque me parecía todavía posible combatir la mala impresión causada. Probablemente a petición de la baronesa, que deseaba ponerme en relación con Aurelia para influir en Hermógenes a través de ella, el barón me solicitó que instruyera a Aurelia en los misterios de la religión. De esta manera, Eufemia me proporcionó el medio ideal para obtener lo más espléndido que mi ardiente imaginación había esbozado en miles de exuberantes imágenes. ¿Qué había sido aquella visión en la iglesia, sino la promesa del poder superior que me poseía de entregarme a la mujer, de cuya posesión esperaba el aplacamiento de la tormenta que, desatada en mi interior, me arrojaba entre las olas furiosas? La mirada de Aurelia, su proximidad, el roce de su vestido inflamaban mi ser. La sangre ardiente subía hasta la enigmática fábrica de los pensamientos, por lo que hablaba de los maravillosos misterios de la religión con imágenes llenas de fuego, cuyo profundo significado residía en el voluptuoso furor de mi amor insatisfecho. Este ardor de mi discurso debería penetrar como impulsos eléctricos en el alma de Aurelia, que en vano podría ofrecer resistencia. Las imágenes vertidas en su interior debían desarrollarse, sin que ella lo notara, de manera maravillosa, surgiendo, brillantes, en su más profundo significado, para luego llenar su pecho con las visiones de placeres desconocidos, hasta que, torturada y desgarrada por un anhelo sin nombre, se arrojara en mis brazos. Me preparaba las clases de Aurelia con extremado cuidado. Sabía aumentar la expresión de mi discurso, pero la piadosa niña, pensativa, con las manos dobladas, con ojos humillados, no traicionaba ni con un movimiento, ni siquiera con un ligero suspiro, el más mínimo efecto profundo de mis palabras.

Mis esfuerzos no me llevaron muy lejos. En vez de encender en Aurelia el fuego corruptor, que debería haberla dispuesto para la seducción, el ardor que invadía mi alma se fue tornando más torturante y destructor. Frenético de dolor y lujuria, incubé planes para la perdición de Aurelia. Mientras simulaba ante Eufemia placer y embelesamiento, germinaba en mi alma un odio que, en crasa contradicción con mi comportamiento en presencia de la baronesa, poseía algo de salvaje y horrible, ante lo que ella misma temblaba. No podía ni siquiera intuir el secreto que albergaba mi pecho. Inconscientemente tuvo que dejar espacio al poder que, poco a poco, empecé a usurpar y a ejercer sobre ella. A menudo se me pasó por la cabeza terminar mi tormento mediante un golpe de fuerza, en el que Aurelia debería sucumbir, pero tan pronto como veía a Aurelia me parecía como si un ángel estuviera a su lado para protegerla y ofrecerle consuelo contra el poder del Enemigo. Un escalofrío recorría entonces mis miembros y se enfriaban todas mis perversas intenciones. Finalmente se me ocurrió rezar con ella, pues con la oración se hace más ardiente el fuego de la devoción y se despiertan las emociones más secretas, elevándose como olas rumorosas, extendiendo sus brazos de pólipo para perseguir lo desconocido, que debe silenciar el innombrable anhelo que desgarra el corazón. A lo terrenal le es entonces posible, haciéndose pasar por lo celestial, afrontar con osadía el ánimo exaltado, y prometer el cumplimiento, aquí en la tierra y con el máximo placer, de todo lo infinito. La pasión inconsciente queda de este modo burlada, y la aspiración hacia lo santo y sobrenatural queda rota en el encanto sin nombre de los apetitos terrenales. Haciendo que repitiera oraciones redactadas por mí, creí lograr ventajas para mis perversas intenciones. ¡Y así fue! Pues, arrodillada a mi lado, con mirada alzada hacia el cielo y respondiendo a mis rezos, se enrojecieron sus mejillas, y su seno, agitado, subía y bajaba por la excitación. En ese instante, llevado del fervor de la oración, tomé sus manos y las presioné contra mi pecho. Me encontraba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo; sus rizos sueltos caían sobre mis hombros. Me sentía fuera de mí, poseído por un deseo frenético. La abracé con salvaje pasión, la besé ardientemente en la boca, en el pecho; entonces se soltó de mis brazos con un grito penetrante. No tuve fuerzas para detenerla. ¡Fue como si hubiese caído un rayo, aniquilándome! Huyó rápidamente a la habitación contigua. La puerta se abrió y Hermógenes apareció en el umbral. Permaneció de pie, mirándome fijamente con los ojos horribles y salvajes de la demencia. Entonces logré reunir todas mis fuerzas, salí con intrepidez a su encuentro y le grité con voz dominadora y soberbia:

—¿Qué quieres? ¡Fuera de aquí, loco!

Pero Hermógenes extendió hacia mí la mano derecha y dijo con voz apagada y escalofriante:

—¡Quería luchar contigo, pero no tengo espada y tú eres el crimen en persona, pues gotas de sangre brotan de tus ojos y se adhieren a tu barba!

Desapareció cerrando la puerta violentamente tras de sí. Me dejó solo, rechinando los dientes de ira contra mí mismo, porque me había dejado de tal manera llevar por la violencia del instante que la traición amenazaba ahora con perderme. Nadie se dejó ver. Tuve tiempo suficiente para sacar fuerzas de flaqueza, y el espíritu que habitaba en mi interior me proporcionó rápidamente los cálculos pertinentes para evitar las consecuencias perjudiciales de un comienzo tan negativo.

Tan pronto como fue posible fui a ver a Eufemia, a la que conté con osada insolencia todo lo ocurrido con Aurelia. Eufemia no pareció tomar el suceso tan a la ligera como yo había deseado. Esta postura me era completamente comprensible, ya que, a pesar de su afamada fortaleza de espíritu, de su elevada visión de las cosas, en ella vivían los bajos celos. También temía que Aurelia, al quejarse de mi comportamiento, disolviera el nimbo de santidad que me atribuían y pusiera en peligro nuestro secreto. Por una inexplicable vergüenza, silencié la entrada de Hermógenes, así como sus espantosas y penetrantes palabras.

Eufemia calló unos minutos y me miró fijamente; parecía sumida en sus pensamientos.

—¿No adivinas, Victorino —dijo finalmente—, qué espléndida idea, digna de mi espíritu, se me ha ocurrido? Pero no, no puedes. Agita, sin embargo, tus alas, para seguir el vuelo temerario que estoy dispuesta a emprender. Que tú, que deberías elevarte con pleno dominio de ti mismo sobre todas las manifestaciones de la vida, no puedas arrodillarte junto a una muchacha pasablemente bella sin abrazarla y besarla me maravilla, sin que por ello tome a mal el deseo que te consume. Por lo que conozco de Aurelia creo que callará el accidente llena de vergüenza y, como mucho, evitará continuar tus clases demasiado apasionadas, poniendo un pretexto cualquiera. No temo, por lo tanto, en lo más mínimo los molestos inconvenientes que tu frivolidad y lascivia incontrolada hubieran podido causar. No odio a Aurelia, pero su modestia, su tranquila devoción, tras la cual se esconde un orgullo insufrible, me disgustan profundamente. Nunca he logrado, a pesar de que no lo hubiera desdeñado, ganar su confianza. Siempre permaneció reservada y tímida. Esta aversión a doblegarse ante mí, esta forma orgullosa de evitarme, despierta en mi pecho los sentimientos más adversos. Constituye un pensamiento sublime ver rota y marchita la flor que luce en su esplendor brillantes colores con tanto orgullo. Envidio que puedas ejecutar este pensamiento, y no te faltarán medios para alcanzar fácilmente y con seguridad el fin propuesto. ¡Sobre Hermógenes recaerá la culpa, que le destruirá!

Eufemia siguió hablando sobre su plan, y con cada palabra que añadía la odiaba más, pues veía exclusivamente en ella a una delincuente común. Cuanto más ansiaba la perdición de Aurelia, ya que sólo así podría liberarme del tormento sin límites del amor demencial que destrozaba mi corazón, más despreciable me resultaba la colaboración de Eufemia. Ante su asombro, sin embargo, rechacé su propuesta, ya que estaba decidido a llevar a cabo la empresa, para la que Eufemia quería prestarme su ayuda, con mi propio poder.

Como la baronesa había supuesto, Aurelia permaneció en su habitación, disculpándose con el pretexto de padecer una indisposición y librándose así de la próxima clase. Hermógenes, contra lo acostumbrado, frecuentaba ahora la compañía de Reinaldo y del barón. Parecía menos encerrado en sí mismo, pero más salvaje e iracundo. Se le escuchaba a menudo hablar en voz alta y noté que me contemplaba con rabia cada vez que la casualidad hacía que nos cruzásemos en el camino. El comportamiento del barón y de Reinaldo cambió de manera extraña en pocos días. Aunque sin descuidar aparentemente lo más mínimo la atención y respeto que desde un principio me mostraron, parecía como si, oprimidos por un sentimiento barruntador, no pudiesen encontrar ese tono agradable que con anterioridad animaba nuestro trato. Todo lo que hablaban conmigo era tan forzado y seco que tenía que esforzarme seriamente, invadido por toda clase de suposiciones, por aparentar despreocupación.

Las miradas de Eufemia, que siempre supe interpretar correctamente, me decían que algo extraño ocurría, por lo que se sentía especialmente excitada, pero era absolutamente imposible hablar durante el día de manera inadvertida.

Avanzada la noche, cuando todo dormía en el castillo desde hacía tiempo, se abrió una puerta disimulada en mi habitación, que yo mismo desconocía, y entró Eufemia con un aspecto desolador, como no la había visto nunca.

—Victorino —dijo—, nos amenaza la traición; ha sido el loco de Hermógenes el que, guiado por extraños presentimientos, ha descubierto nuestro secreto. Con todo tipo de insinuaciones, que resaltan las horribles y estremecedoras fórmulas del poder oscuro que nos gobierna, ha despertado en el barón una sospecha que, sin haber sido del todo especificada, me persigue y me atormenta. Parece que todavía no ha descubierto que el conde Victorino es quien se esconde tras las sagradas vestiduras, sin embargo afirma que toda traición, toda felonía y toda la corrupción que caerá sobre nosotros se debe a ti, incluso que el monje ha entrado en esta casa como el propio Satanás y que, poseído por un poder diabólico, incuba la traición y la condena. Esto no puede seguir así, estoy cansada de llevar esta carga que el anciano senil me ha impuesto. Ahora, llevado por sus celos enfermizos, querrá vigilar continuamente, temeroso, cada uno de mis pasos. Quiero arrojar este juguete, que ya me aburre mortalmente, y tú, Victorino, te acomodarás a mi deseo, así evitarás ser descubierto y que la relación genial que nuestro espíritu concibió, degenere en una vulgar mascarada o en una farsa matrimonial ordinaria. El fastidioso viejo debe desaparecer, y cómo podemos alcanzar con éxito este fin, es algo que debemos discutir ahora, pero primero escucha mi opinión. Ya sabes que el barón va solo todas las mañanas, cuando Reinaldo está ocupado, a las montañas para recrearse en la región a su antojo. Deslízate fuera del castillo por la mañana temprano e intenta unirte a él a la salida del parque. No muy lejos de aquí se halla una formación rocosa estremecedora. Cuando se asciende por ella, se abre a la derecha del caminante un precipicio sin fondo; justo allí, sobresaliendo en el abismo, se encuentra la denominada «silla del diablo». Se fabula que desde la profundidad ascienden vahos venenosos que narcotizan y atraen mortalmente al vacío al que osa mirar hacia abajo para investigar el secreto del abismo. El barón, burlándose de la leyenda, permanece a menudo en la roca sobre el precipicio para disfrutar de la espléndida vista. Resultaría bastante fácil instarle a que te llevase a la zona peligrosa. Si permanece allí de pie y contempla fijamente el panorama, un fuerte empujón nos salvaría para siempre del loco impotente.

—¡No! ¡Nunca jamás! —grité—. ¡Conozco el horrible abismo, conozco la «silla del diablo», nunca más! ¡Fuera de aquí, tú y el crimen que me exiges!

Entonces Eufemia se levantó de un salto. Un salvaje ardor inflamaba su mirada, su rostro estaba desfigurado por la pasión furiosa que hervía en su interior.

—¡Miserable endeble! —exclamó—. ¿Te atreves con tu estúpida cobardía a oponerte a lo que yo determino? ¿Prefieres soportar el yugo ignominioso a dominar conmigo? Pero estás en mis manos, ¡en vano intentarás evadirte del poder que te tiene atado a mis pies! ¡Ejecutarás mi encargo! ¡Mañana no puede seguir viviendo el que envenena mi existencia!

Mientras Eufemia decía estas palabras, me invadió el más profundo desprecio por sus pobres baladronadas, y reí estridentemente con amarga sorna. Ella se estremeció y una palidez mortal de pánico y del horror más profundo tiñó su rostro.

—¡Loca! —grité—. ¡Te crees que dominas la vida, te crees que puedes jugar con sus circunstancias! ¡Ten cuidado, que este juguete no se torne en tus manos en un arma afilada que termine matándote! ¡Sabe, miserable, que yo, al que en tu impotente demencia crees dominar, te mantengo encadenada a mi poder como el mismo destino! ¡Tu insolente juego es sólo el convulsivo retorcerse de la fiera encerrada en la jaula! ¡Sabe, miserable, que tu amante yace destrozado en el abismo del que hablabas, y que en vez de abrazarle a él, abrazaste al propio espíritu de la venganza! ¡Vete y desespera!

Eufemia titubeó. Estuvo a punto de caer al suelo sacudida por temblores convulsivos. La cogí y la empujé pasillo abajo por la puerta simulada. Me asaltó el pensamiento de matarla, pero lo abandoné inconscientemente, pues, justo después de cerrar la puerta, ¡creí haber cometido el crimen! Oí un grito penetrante y puertas que se cerraban.

Ahora me había situado en una posición que me alejaba de la ordinaria acción humana. Ahora debía caer golpe tras golpe, y, creyéndome el espíritu maligno de la venganza, tenía que ejecutar mi monstruoso propósito. La perdición de Eufemia quedaba decidida: el odio más ardiente debería unirse con el fervor superior del amor, concibiendo el placer, sólo digno del espíritu sobrehumano que habitaba en mi interior. En el mismo instante en que Eufemia pereciera, Aurelia debía ser mía.

Quedé asombrado de la fuerza interna de Eufemia, que le permitió aparecer al día siguiente alegre y despreocupada. Ella misma explicó que la noche anterior había entrado en una especie de sonambulismo y que, después, había padecido convulsiones. El barón pareció compadecerse, las miradas de Reinaldo reflejaban dudas y recelo. Aurelia permaneció en su habitación. Cuanto más tiempo transcurría sin verla, más frenética rugía la ira en mi interior. Eufemia me invitó a deslizarme a través del pasillo de la puerta simulada hasta su habitación, cuando todo en el castillo se hubiera tranquilizado. Escuché sus palabras con entusiasmo, pues había llegado el instante en que se debía cumplir su fatídico destino. Escondí un pequeño y afilado cuchillo, que desde joven llevaba siempre conmigo y con el que sabía hacer tallas de madera, en el hábito. Así, decidido a cometer el crimen, fui a su habitación.

—Creo —comenzó a decir Eufemia— que ambos tuvimos ayer por la noche sueños angustiosos, en los que aparecieron abismos tenebrosos, ¡pero ya ha pasado todo!

Ella tomó de la manera acostumbrada mis fervorosas caricias. A mí me invadía una sorna horrible y diabólica, ya que sólo recibía el placer que despertaba el abuso de su propia infamia. Cuando se hallaba en mis brazos, el cuchillo se me cayó. Ella tuvo un escalofrío, como si la hubiera invadido un pánico mortal. Recogí el cuchillo rápidamente, postergando todavía el asesinato, ya que la ocasión me ponía otras armas en las manos. Eufemia había dispuesto que sirvieran en la mesa vino italiano y frutas. Cambió las copas, según pensé, de una forma bastante ruda y grosera, y saboreé sólo aparentemente de las frutas que también me había ofrecido, pero que yo dejé caer en mis amplias mangas. Había bebido dos o tres copas del vino, pero de la copa que Eufemia había colocado para ella, cuando con el pretexto de oír ruidos en el castillo me pidió que abandonase rápidamente la habitación. ¡Según sus intenciones tenía que morir en mi habitación! Me deslicé por los largos, mal iluminados pasillos, pasé por la habitación de Aurelia y, como fascinado, permanecí allí de pie. La veía, era como si estuviese suspendida en el aire, contemplándome llena de amor, como en aquella visión en la que me hacía señas para que la siguiera. La puerta cedió ante la presión de mi mano. Me hallaba en su habitación, la puerta del gabinete estaba sólo entornada, un aire bochornoso, que aumentó el ardor de mi pasión y me aturdió, se extendió a mi alrededor. Apenas podía respirar. Del gabinete surgían profundos suspiros de angustia, probablemente provocados por pesadillas de traiciones y crímenes. ¡Podía escuchar cómo rezaba en sueños!

«Actúa, actúa, por qué titubeas, ahora o nunca», me instaba el poder desconocido. Había dado ya unos pasos en el gabinete, cuando alguien gritó a mis espaldas:

—¡Infame! ¡Asesino! ¡Ahora me perteneces!

¡Sentí cómo me agarraban con fuerza descomunal por la espalda! Era Hermógenes. Pude desasirme de él empleando todas mis fuerzas e intenté abrirme paso, pero de nuevo me atrapó por detrás, ¡destrozándome la nuca con furiosos mordiscos! En vano luché largo tiempo con él, loco de dolor y de furia; finalmente pude librarme con un fuerte empujón. Cuando intentó atacarme de nuevo, piqué el arma. Dos cuchilladas, y su cuerpo cayó de tal manera al suelo, ya con los estertores de la muerte, que resonó por todo el pasillo como un ruido seco. La lucha desesperada nos había sacado fuera de la habitación.

Tan pronto como Hermógenes cayó, bajé corriendo las escaleras poseído de furia salvaje; entonces empezaron a oírse voces agudas que gritaban por todo el castillo: «¡Al asesino, al asesino!». Luces se encendían aquí y allá, pasos presurosos retumbaban por los largos pasillos, el miedo me confundía. Me di cuenta de que había llegado a una escalera lateral aislada. Las voces se hicieron más altas, la claridad aumentó, cada vez estallaban con más fuerza las espantosas palabras: «¡Al asesino, al asesino!». Distinguí las voces del barón y de Reinaldo, que hablaban acaloradamente con el servicio. ¿Adónde huir? ¿Dónde podría esconderme? Hacía unos instantes, cuando quería matar a Eufemia con el mismo cuchillo con el que había matado al loco de Hermógenes, me parecía como si pudiera, confiando en mi poder y con el cuchillo ensangrentado en la mano, salir con osadía del peligro, ya que nadie se atrevería, atenazados todos por un pánico paralizante, a detenerme. Ahora era yo, sin embargo, el que se encontraba paralizado de miedo. Al fin encontré la escalera principal. El tumulto se desplazó hacia la habitación de la baronesa. Por un momento pareció reinar algo de tranquilidad. Con tres enérgicos saltos me planté abajo, a pocos pasos de la puerta principal. Entonces retumbó un grito estridente a través de los pasillos, muy similar al que oí la noche anterior. «Está muerta, asesinada con el veneno que había preparado para mí», me dije con voz ahogada. Pero entonces tornó a salir claridad de la habitación de Eufemia. Aurelia pidió ayuda, poseída por el pánico. De nuevo estallaron las horribles palabras: «¡Al asesino, al asesino!». Recogían el cadáver de Hermógenes. «¡Deprisa, tras el asesino!», escuché cómo gritaba Reinaldo. En aquel momento reí con tanta furia que las carcajadas resonaron por los pasillos, y grité con voz horrible:

—¡Dementes!, ¿queréis acosar al destino, que juzga a los pecadores infames?

Escucharon expectantes y permanecieron en la escalera como petrificados. Ya no quería huir, sino acometer a los impíos, anunciando la venganza divina con palabras estentóreas. Pero ¡aquella visión estremecedora! Ante mí se hallaba la figura ensangrentada de Victorino. No yo, sino él había pronunciado las últimas palabras. El horror hizo que se me erizara el pelo. Salí del castillo y me precipité a través del parque invadido por el espanto. Pronto me hallé al aire libre; después oí trote de caballos detrás de mí y, al reunir mis últimas fuerzas para huir de la persecución, caí al suelo al tropezar con las raíces de un árbol. Los caballos me alcanzaron enseguida. Era el cazador de Victorino.

—Por el amor de Dios, señor —comenzó a hablar—, ¿qué ha ocurrido en el castillo, que gritan «¡al asesino!»? Incluso la aldea está ya revuelta. Bueno, sea lo que sea, un espíritu bondadoso me sugirió empacar y cabalgar desde la ciudad hasta aquí. Está todo en las alforjas de vuestro caballo, honorable señor, pues tendremos que separarnos provisionalmente. Es seguro que ha ocurrido algo peligroso ¿verdad?

Recobré el coraje y, subido ya en el caballo, indiqué al cazador que regresara a la ciudad y que esperase allí mis órdenes. Tan pronto como desapareció en las tinieblas, bajé del caballo y lo llevé con cautela hacia el espeso bosque que se extendía ante mí.