Nunca me dijo mi madre en qué condiciones había vivido mi padre en el mundo; si evoco a través de la memoria, sin embargo, todo lo que me contó en mi infancia acerca de él, debo suponer que se trataba de un hombre experimentado, dotado de profundos conocimientos. Precisamente por estas historias y otros comentarios esporádicos de mi madre sobre su vida pasada, que sólo me fueron comprensibles con el paso del tiempo, sé que mis padres cayeron de una vida cómoda, disfrutando de una considerable riqueza, en la más amarga pobreza, y que mi padre, tentado por Satanás para perpetrar un infame sacrilegio, cometió un pecado mortal que, años más tarde, cuando la gracia divina le iluminó, quiso expiar mediante una peregrinación al Sagrado Tilo[2], en la lejana y fría Prusia. Durante la fatigosa caminata mi madre sintió, por vez primera tras varios años de matrimonio, que éste no quedaría sin fruto, como había temido mi padre, quien, a pesar de su indigencia, experimentó una gran alegría, ya que así podría cumplirse una visión, según la cual San Bernardo le habría asegurado consuelo y perdón de los pecados por mediación del nacimiento de un hijo. Mi padre enfermó en el Sagrado Tilo, y cuanto más insistía, a pesar de su estado, en llevar a cabo los penosos ejercicios espirituales prescritos, más se agravaba su enfermedad. Murió, redimido y consolado, en el mismo instante de mi nacimiento.
Con el despertar de la conciencia alborean en mí las imágenes apacibles del monasterio y de la espléndida iglesia en el Sagrado Tilo. Todavía me rodean los murmullos del oscuro bosque, los aromas de la exuberante hierba germinada, de las flores multicolores que me sirvieron de cuna. Ningún animal venenoso, ningún insecto dañino habita en el santuario de los bienaventurados. Ni el zumbido de una mosca, ni el canto del grillo interrumpen el sagrado silencio, en el que sólo resuenan los cánticos piadosos de los monjes que, formando largas procesiones, balancean junto con los peregrinos los dorados incensarios, de los cuales brota hacia lo alto la fragancia del humo consagrado. Todavía me parece estar viendo, en medio de la iglesia, el tronco del tilo cubierto de plata, en el que los ángeles sostenían la imagen milagrosa de la Virgen. ¡Aún me sonríen desde los muros, desde las bóvedas de la iglesia, las policromas figuras de los ángeles, de los santos!… Las historias de mi madre acerca del maravilloso monasterio, en el que su profundo dolor encontró un consuelo pleno de gracia, han penetrado hasta tal punto en mi alma que me parece haberlo visto y experimentado todo yo mismo, a pesar de que es imposible que mi recuerdo pueda alcanzar un pasado tan lejano, ya que mi madre abandonó año y medio más tarde aquel lugar sagrado. Así, tengo la sensación de haber visto en la iglesia desierta, con mis propios ojos, la figura extraordinaria de un hombre serio. Sólo podría tratarse del pintor extranjero que, en tiempos remotos, acabada de construir la iglesia, apareció misteriosamente sin que nadie pudiese entender su idioma y pintó, con mano experta, en un periodo brevísimo, la iglesia de la manera más soberbia, para desaparecer de nuevo nada más terminar. Del mismo modo recuerdo también a un anciano peregrino —aunque poseo la certeza de que sólo gracias a la descripción de mi madre pudo tomar cuerpo en mi interior su vívida imagen—, vestido de forma extraña, con una barba larga y gris, que me llevaba a menudo en brazos de un lado a otro, jugaba conmigo y buscaba en el bosque los más variados tipos de piedras y plantas. Una vez trajo a un niño singular por su belleza, que tenía mi misma edad. Nos sentábamos en la hierba, dándonos abrazos y besos. Le regalé todas mis piedras de vivos colores, y con ellas sabía hacer todo tipo de figuras en el suelo, aunque siempre terminaban formando una cruz. Mi madre se sentaba a nuestro lado en un banco de piedra, y el anciano, que permanecía de pie detrás de ella, contemplaba nuestros juegos infantiles con seriedad indulgente. Entonces salieron algunos jóvenes de la maleza que, a juzgar por sus ropas y su apariencia en general, habían venido al Sagrado Tilo sólo por curiosidad y ganas de husmear. Al percatarse de nuestra presencia, gritó uno de ellos entre risas:
—¡Mirad, una sagrada familia! ¡Algo digno de mi carpeta!
Y, sacando papel y lápiz, se dispuso a dibujarnos. El anciano peregrino levantó la cabeza y gritó furioso:
—¡Miserable burlón, quieres ser un artista y en tu interior jamás ha ardido la llama de la fe y del amor! ¡Tus obras permanecerán muertas y heladas como tú! ¡Desesperarás, como un repudiado, en un solitario vacío y perecerás en tu propia pobreza de espíritu!
Los jovenzuelos huyeron de allí desconcertados. El anciano peregrino dijo entonces a mi madre:
—Hoy os he traído a un niño maravilloso para que encendiese la chispa del amor en vuestro hijo, pero me lo tengo que llevar y jamás lo volveréis a ver, como tampoco a mí. Vuestro hijo está dotado espléndidamente de múltiples dones, sin embargo los pecados del padre hierven y fermentan en su sangre. Es posible que pueda, pese a ello, convertirse en un bravo campeador de la fe, dejadle que sea religioso.
Mi madre apenas podía expresar la profunda e imborrable impresión que le causaron las palabras del peregrino. Decidió, sin embargo, no forzar mis inclinaciones, sino aguardar tranquilamente a lo que el destino quisiera imponerme y al camino por el que quisiera guiarme, ya que mi madre no podía pensar en ninguna educación superior que no fuese la que ella misma estaba en disposición de darme.
Mis recuerdos, basados claramente en experiencias personales, comienzan cuando mi madre, en el camino de regreso a casa, llegó a un convento cisterciense[3], donde fue recibida amigablemente por una abadesa, portadora del título de princesa, que había conocido a mi padre. El periodo de tiempo transcurrido desde aquel suceso con el anciano peregrino —suceso que conozco a través de mi propia evocación de los hechos, de tal manera que mi madre sólo lo ha completado respecto a los discursos del pintor y del peregrino—, hasta el momento en que mi madre me presentó por vez primera a la abadesa, constituye una auténtica laguna en mi memoria: ni la más mínima idea de lo ocurrido ha quedado grabada en mi mente. Me encuentro de nuevo en el pasado, cuando mi madre arreglaba y mejoraba, dentro de lo posible, mi ropa. Había comprado cintas nuevas en la ciudad, me había cortado el pelo, que había crecido de manera salvaje, y me había aseado concienzudamente, mientras me conminaba a comportarme de forma piadosa y apropiada ante la abadesa. Finalmente recuerdo que subí las amplias escaleras de piedra de la mano de mi madre y penetré en la elevada y abovedada estancia, adornada con imágenes de santos, donde se encontraba la princesa. Era una mujer de una belleza mayestática, a quien los hábitos de la Orden dotaban de una dignidad que infundía gran respeto. Me contempló con una mirada seria, escrutadora, y preguntó:
—¿Es vuestro hijo?
Su voz, toda su distinción, la extraña atmósfera, la elevada sala, las imágenes, todo me afectó tanto que, sobrecogido por un sentimiento de horror interior, empecé a llorar amargamente. Entonces la abadesa se dirigió a mí, mientras me miraba con bondad y dulzura:
—¿Qué te sucede, pequeño? ¿Te asustas de mí? ¿Cómo se llama vuestro hijo, querida señora?
—Franz —respondió mi madre.
La abadesa exclamó en aquel momento con la más profunda melancolía: «¡Francisco!». Entonces me elevó y apretó con vehemencia contra su pecho, pero en ese mismo instante sentí un dolor repentino en el cuello que me hizo proferir un grito tan fuerte que la abadesa, horrorizada, me soltó, y mi madre, consternada por mi comportamiento, acudió presurosa para sacarme de la estancia. La princesa no lo permitió. Ocurrió que la cruz de diamantes que la princesa lucía en el pecho me había dañado hasta tal punto el cuello, al apretarme tan fuerte, que el lugar de contacto había adquirido un color rojo intenso y mostraba vestigios de sangre.
—Pobre Franz —dijo la princesa—, te he hecho daño, pero queremos, no obstante, ser buenos amigos.
Una hermana trajo dulces y vino azucarado. Yo, recuperado el atrevimiento, no me hice mucho de rogar y empecé a saborear con ánimo los dulces que aquella mujer encantadora, sentada y conmigo en el regazo, ponía en mi boca. Cuando probé unas gotas de la bebida dulce que me habían traído, hasta aquel momento totalmente desconocida para mí, recuperé esa alegría de espíritu, esa vivacidad, que según testimonio materno me era propia desde la más tierna infancia. Reí y charlé para gran placer de la abadesa y de la hermana, que había permanecido en la habitación. Todavía me resulta inexplicable cómo a mi madre se le ocurrió incitarme a contar a la princesa todas las cosas bellas y espléndidas de mi lugar de nacimiento y cómo, aparentemente inspirado por un poder superior, pude describir de manera tan viva las bellas imágenes del pintor extranjero y desconocido, como si las hubiese aprehendido en lo más profundo de mi espíritu. Luego empecé a contar detalles sobre las extraordinarias historias de los santos, como si conociera y estuviera familiarizado con todos los escritos de la iglesia. La princesa, incluso mi madre, me miraban asombradas, pero cuanto más hablaba, más aumentaba mi entusiasmo, y cuando finalmente la princesa me preguntó:
—Dime, querido niño, ¿cómo es que sabes todo eso?
Entonces contesté, sin titubear un instante, que el niño maravilloso que una vez trajo un peregrino extranjero me había explicado el significado de todas las imágenes de la iglesia, que incluso había reproducido alguna imagen con piedras multicolores, y no sólo me había aclarado su sentido, sino que me había narrado muchas otras historias sagradas.
Tocaron a vísperas; la hermana había empaquetado una buena cantidad de dulces para mí, que guardé con gran placer. La abadesa se levantó y se dirigió a mi madre:
—Querida señora, considero a vuestro hijo mi protegido y quiero hacerme cargo de él a partir de ahora.
Mi madre no podía hablar de emoción, besaba las manos de la princesa, derramando ardientes lágrimas. Pretendíamos retirarnos hacia la puerta, cuando la princesa se aproximó, me tomó de nuevo en brazos, desplazando cuidadosamente la cruz a un lado, y me estrechó, llorando, fuertemente contra su pecho, de tal manera que sus ardientes lágrimas bañaron mi frente; luego exclamó:
—¡Francisco, sé piadoso y bueno!
Yo me conmoví hasta lo más profundo de mi ser y tuve también que llorar, aunque sin saber por qué.
Gracias a la protección de la abadesa, la casa de mi madre, situada en una pequeña granja no lejos del convento, ganó pronto en reputación. Se acabó la pobreza, yo iba mejor vestido y recibía clases del párroco, al que servía como monaguillo cuando prestaba servicio divino en la iglesia del convento.
Todavía me acompaña el recuerdo de aquellos felices años de infancia, como si fuese un sueño bendito. ¡Ay!, como un país lejano, maravilloso, donde habitan la alegría y la jovialidad sin aflicción de un entendimiento infantil y despreocupado, yace mi hogar, ahora tan distante, pero cuando miro hacia atrás se abre ante mí el abismo que me separa eternamente de él. Arrebatado por un anhelo ardiente, intento evocar reiteradamente y cada vez con mayor intensidad a mis seres queridos, que entreveo allá, como deambulando en la luz purpúrea del amanecer; y me figuro que percibo sus dulces voces. ¡Ay!, ¿es que existe un abismo que el amor con alas poderosas no pudiera sobrevolar? ¡Qué es el espacio, el tiempo para el amor!
¿No vive el tiempo en el pensamiento y no posee el espacio medida? Pero figuras tenebrosas se alzan y, estrechándose de manera cada vez más hermética, cercándome sin fisuras, obstruyen mi visión e intimidan mis sentidos con las tribulaciones del presente. Así, el anhelo mismo que me inundó con un dolor sin nombre, pleno de deleites, se convierte en un tormento mortal e impío.
El párroco era la bondad en persona. Sabía cautivar mi espíritu vivaz y sabía también adaptar las clases a mis peculiaridades anímicas, lo que contribuyó decisivamente a que aprendiera divirtiéndome e hiciera rápidos progresos. Yo amaba a mi madre sobre todas las cosas, pero veneraba a la princesa como si se tratase de una santa, y constituía para mí un auténtico día festivo cuando podía verla. Siempre me proponía lucirme ante ella con mis conocimientos recién adquiridos, pero cuando llegaba, cuando me hablaba amigablemente, apenas podía emitir una sola palabra. Sólo quería contemplarla, sólo deseaba escucharla. Cada una de sus palabras quedaba profundamente grabada en mi alma para el resto del día. Cuando yo las pronunciaba, me encontraba en un estado de ánimo festivo, y me acompañaba su figura en los paseos que por aquel entonces frecuentaba. Qué extraño sentimiento se apoderaba de mí cuando, haciendo oscilar el incensario, permanecía de pie en el altar mayor, y los sonidos del órgano se precipitaban como una cascada desde el coro, creciendo como un raudal hirviente y arrastrándome consigo, o cuando, durante el himno, reconocía su voz, que me penetraba como un rayo luminoso e invadía mi interior con las visiones más elevadas y sagradas. Pero el día más espléndido, con el que soñaba semanas antes y en el que no podía pensar sin experimentar un júbilo íntimo, era la fiesta de San Bernardo[4] que, en atención a su condición de santo patrón de los cistercienses, se festejaba con gran indulgencia y de la manera más alegre. Ya el día anterior afluía una gran muchedumbre desde las ciudades vecinas, así como de todas las regiones circundantes, acampando en la pradera florida junto al convento. El jovial tumulto no cesaba ni de día ni de noche. No recuerdo que el mal tiempo, en una estación propicia (el día de San Bernardo caía en agosto), hubiese estropeado alguna vez la fiesta. Se podían observar, en mezcla abigarrada, sacerdotes devotos, cantando himnos y paseando por los alrededores; mozos de campo, divirtiéndose y armando bullicio con las muchachas ataviadas para la ocasión; clérigos que, con aire contemplativo y manos cruzadas en actitud devota, miraban hacia el cielo; familias burguesas, acampando en la hierba, que vaciaban las cestas repletas de comida y disfrutaban de los manjares. ¡Cánticos alegres, cantos piadosos, fervientes suspiros de penitentes, risas de los que estaban contentos, lamentos, gritos de júbilo, alborozo, bromas, oraciones, todo ello llenaba el aire como un concierto ensordecedor y maravilloso! Pero en cuanto la campana del convento tañía, se extinguía repentinamente el bullicio. Desde donde la vista alcanzaba se observaban entonces hileras estrechas y compactas de personas arrodilladas, que sólo interrumpían el silencio sagrado con el murmullo apagado de sus oraciones. Tan pronto como sonaba la última campanada, la variada multitud se mezclaba de nuevo y se reanudaba el júbilo interrumpido por unos minutos. El propio obispo, que residía en la ciudad vecina, oficiaba la Santa Misa en el día de San Bernardo, en la iglesia del convento, asistido por el clero bajo de la colegiata. Su orquesta ejecutaba las piezas de música en una tribuna que se había levantado para la ocasión en uno de los laterales del Altar Mayor, y que se había revestido con un tapiz de seda bordado de gran singularidad y riqueza. Todavía no se han extinguido las sensaciones que en aquel tiempo conmovieron mi pecho. Reviven con frescura juvenil siempre que mi ánimo retorna a aquella época bendita, que desapareció demasiado deprisa. Pienso con intensidad en un «Gloria», ejecutado varias veces, ya que la princesa amaba especialmente esta pieza. Cuando el obispo entonaba el Gloria y las poderosas voces del coro retumbaban: «¡Gloria in excelsis deo!», ¿no parecía como si la gloria de los cielos se abriera sobre el altar mayor? ¿Como si las imágenes de los querubines y serafines cobraran vida por un milagro divino y aletearan alabando a Dios con cantos y música de cuerda? Yo me sumía en el éxtasis de un entusiasmo contemplativo que me transportaba, a través de nubes resplandecientes, a la lejana y conocida tierra natal, mientras en el bosque fragante sonaban las encantadoras voces angélicas. Entonces salía a mi encuentro, como si surgiera de un ramo de lilas, el niño maravilloso que me preguntaba sonriente: «¿Dónde has estado todo este tiempo, Francisco? Tengo muchas flores multicolores de gran belleza y te las quiero regalar todas, si permaneces conmigo y me amas para siempre».
Después de la misa mayor las monjas, precedidas por la abadesa, que lucía una mitra y portaba el báculo de plata, emprendieron una procesión solemne por los corredores del convento y por la iglesia. ¡Qué santidad, qué dignidad, qué grandeza ultramundana irradiaba la mirada de aquella mujer espléndida y guiaba cada uno de sus movimientos! Era la propia Iglesia triunfante que prometía bendición y gracia al pueblo piadoso y creyente. Hubiera querido arrojarme al suelo ante ella, si su mirada hubiera recaído casualmente en mí. Terminado el oficio divino, el clero y la orquesta del obispo fueron agasajados en una gran sala del convento. Muchos amigos del mismo, entre ellos funcionarios y comerciantes de la ciudad, participaron en la comida, y yo también pude estar presente, ya que el director de la orquesta me había tomado cariño y le agradaba mi compañía. Si hasta ese momento todo mi ser, inflamado por la meditación sagrada, se había volcado hacia lo ultraterrenal, ahora salía a mi encuentro la vida alegre que me rodeaba con sus imágenes variopintas. Se intercambiaron toda clase de narraciones jocosas, bromas y anécdotas entre las risas ruidosas de los invitados, que vaciaban las botellas con diligencia, hasta que, llegada la noche, se dispusieron los carruajes para el retorno a los lugares de origen.
Había cumplido dieciséis años cuando el cura declaró que ya estaba preparado suficientemente como para iniciar los estudios teológicos superiores en el seminario de la ciudad vecina[5]. Me había decidido de forma concluyente por la carrera eclesiástica, y ello llenó a mi madre de la alegría más profunda, ya que ella creyó que así quedaban aclaradas y se cumplían las misteriosas indicaciones del peregrino que, en cierto grado, estaban en conexión con la extraña visión de mi padre, desconocida en lo que a mí respecta. En mi decisión creía ver la redención del alma de mi padre y la salvación del tormento de la condena eterna. También la princesa, a la que ya sólo podía ver en el locutorio, aprobó satisfecha mi pretensión y repitió su promesa de apoyarme con lo necesario hasta que obtuviera una dignidad eclesiástica. A pesar de que la ciudad estaba muy cerca —desde el convento se distinguían las torres de la misma—, y de que sólo alguna persona andariega y robusta escogía a partir de allí el agradable y risueño lugar del convento para sus paseos, me fue muy difícil la despedida de mi buena madre, de la mujer maravillosa a la que adoraba hasta en lo más profundo de mi alma, y de mi buen maestro. ¡Qué cierto resulta que al dolor de la separación le parecen semejantes cada instante fuera del círculo de los que amamos y la más lejana distancia! La princesa se conmovió de manera especial; su voz tembló de tristeza cuando, con unción, pronunciaba palabras de exhortación. Me regaló un delicado rosario y un pequeño libro de oraciones, iluminado con esmeradas imágenes. Luego me entregó una carta de recomendación para el prior del monasterio capuchino en la ciudad, al que me aconsejó buscar enseguida, ya que me ayudaría de buena gana, tanto de palabra como de obra, en todo lo que necesitara.
No existe con certeza otro paraje más agradable que aquél, en el que el monasterio capuchino tiene su asiento, poco antes de llegar a la ciudad. El espléndido jardín del monasterio con vista a las montañas me parecía resplandecer con una nueva belleza cada vez que paseaba por sus largas avenidas, ya fuera permaneciendo en uno u otro bosquecillo exuberante. Precisamente en este jardín encontré al prior Leonardo la primera vez que le visité para mostrarle la carta de recomendación de la abadesa. La alegría del ya de por sí risueño prior se vio aumentada cuando leyó la carta, y podía contar tantas cosas interesantes acerca de la maravillosa mujer, a la que había conocido hacía años en Roma, que desde el primer momento me sentí atraído por él. Se hallaba rodeado por los hermanos, y se podía reconocer de inmediato la relación que el prior mantenía con los monjes, toda la institución monacal y la forma de vida: la serenidad y alegría espiritual, que se mostraba claramente en el aspecto externo del prior, se extendía a todos los hermanos. Nadie advirtió nunca una huella de displicencia o de aquella reserva hostil y devoradora del alma que se percibe a menudo en los rostros de los monjes. A pesar de las severas reglas de la Orden, para el prior Leonardo constituían los ejercicios espirituales más la necesidad de un espíritu inclinado a lo celestial que una penitencia ascética por los pecados propios de la naturaleza enferma del hombre, y él sabía despertar este sentido meditativo en los hermanos, dotando a todo lo que tenían que hacer, en cumplimiento de las reglas, de una alegría y apacibilidad que, en verdad, creaba una existencia superior dentro de la estrechez terrenal. El prior Leonardo supo, incluso, establecer una cierta relación conveniente con el mundo, que no podía ser sino saludable para los hermanos. Cuantiosas donaciones, que llegaban al prestigioso monasterio desde los más diversos lugares, hacían posible que se pudiera agasajar ciertos días, en el refectorio, a los amigos y protectores del monasterio. Se colocaba y cubría entonces una larga tabla en el centro de la sala comedor, al final de la cual el prior Leonardo tomaba asiento con sus huéspedes. Los hermanos permanecían en la mesa estrecha situada junto a la pared y utilizaban una vajilla modesta, conforme a la regla, mientras la mesa de los invitados, que había sido limpiada con esmero, se ponía con elegante servicio de porcelana y cristal. El cocinero del monasterio sabía preparar platos de vigilia exquisitos, que gustaban sobremanera a los invitados. Éstos se encargaban a su vez de traer el vino, constituyendo así las comidas en el monasterio un encuentro alegre y agradable de lo espiritual y lo profano, cuyo efecto recíproco para la vida no podía dejar de ser útil; pues, al salir del mundo y penetrar tras los muros, aquellos que se encontraban sumidos en la actividad mundana, donde todo contradice en el acto los valores de la vida eclesiástica, tan opuesta a su forma de vida, debían reconocer, exaltados por alguna chispa que tocaba sus almas, que también a través de otros caminos muy distintos a los que ellos habían tomado se podía encontrar sosiego y felicidad y que, quizá, el espíritu, cuanto más se eleva por encima de lo profano, con mayor posibilidad podía deparar al ser humano una existencia superior en esta vida terrenal. Los monjes, por el contrario, ganaban en sabiduría y prudencia, ya que los conocimientos que adquirían de la actividad y trajín del variado mundo fuera de los muros despertaban en ellos toda clase de consideraciones. Sin otorgar a lo terrenal un valor falso, tenían que reconocer la necesidad de una refracción del principio espiritual en las distintas formas de vida determinadas por el fuero interno humano, sin las cuales todo permanecería sin brillo y descolorido.
El prior Leonardo había sobresalido desde siempre en lo que respecta a la preparación espiritual y científica. Además de que se le consideraba en general un sutil erudito en teología, lo que le permitía manejar con facilidad y profundidad las materias más complejas, y de que los profesores del seminario le pedían consejo e instrucción con asiduidad, estaba preparado para el mundo más de lo que se podría suponer en un clérigo. Hablaba con perfección y elegancia el italiano y el francés y, gracias a sus dotes diplomáticas, se le había utilizado hacía tiempo en misiones importantes. Ya entonces, cuando le conocí, era un hombre de avanzada edad, pero, aunque el pelo blanco era fiel testigo de su edad, sus ojos despedían todavía un fuego juvenil, y su agradable sonrisa, apenas esbozada por sus labios, aumentaba la expresión de bienestar interior y tranquilidad de ánimo. La misma gracia que adornaba su conversación dominaba en sus movimientos, e incluso el vulgar hábito de la Orden se adaptaba de maravilla a su bien formado cuerpo. Entre los hermanos no había ninguno que no hubiese entrado en el monasterio por libre elección o por la necesidad creada por una disposición interna, pero también el infeliz que hubiera buscado un puerto de salvación en el monasterio para escapar de la destrucción, habría sido pronto consolado por Leonardo; su penitencia habría consistido en el corto tránsito hacia la tranquilidad y, reconciliado con la existencia mundana, sin reparar en su brillo, se habría elevado sobre lo terrenal, aunque permaneciendo en el mundo. Estas tendencias inusuales en la vida monacal habían sido concebidas por Leonardo en Italia, donde el culto, y con él toda la visión de la vida religiosa, se caracteriza por una mayor jovialidad, en contraste con la Alemania católica. Así como en la construcción de las iglesias se mantenían todavía las formas clásicas, del mismo modo parecía como si un rayo procedente de aquella época risueña y vital de la Antigüedad hubiera penetrado en la oscuridad mística del Cristianismo, y lo hubiera alumbrado con el brillo maravilloso que antaño había iluminado a héroes y dioses.
Leonardo me tomó cariño. Me impartía clases en italiano y francés. Excelentes eran además los múltiples libros que ponía en mis manos, así como sus conversaciones, que instruyeron mi espíritu de manera especial. Casi todo el tiempo libre que me dejaban los estudios en el seminario lo pasaba en el monasterio capuchino, y sentía cómo crecía mi inclinación a tomar los hábitos. Le revelé al prior mi deseo y, sin disuadirme de mi propósito, me aconsejó esperar como mínimo un par de años para, durante ese tiempo, conocer algo mejor el mundo. Aunque no me faltaban relaciones, que había adquirido gracias al director de orquesta del obispo, del que recibía clases de música, me sentía en extremo cohibido en sociedad, especialmente cuando se hallaban presentes señoritas, y ello a pesar de que mi firme vocación de seguir la vida contemplativa parecía apoyar la decisión interna de asumir la profesión clerical.
Una vez el prior habló conmigo sobre muchas cosas extrañas de la vida profana. Había penetrado en las más resbaladizas materias, que él, sin embargo, manejaba con la ligereza y amenidad acostumbradas, de tal modo que, evitando sólo en lo mínimo lo indecente, siempre daba en el clavo. Al final tomó mi mano, me miró de manera penetrante y preguntó si yo todavía era inocente. Sentí cómo enrojecía, pues al preguntarme Leonardo de manera tan capciosa, surgió en mi mente una imagen de vivos colores que durante mucho tiempo había intentado ahuyentar de mí. El director de orquesta tenía una hermana, que no merecía con justicia ser considerada una belleza, pero que, sin embargo, encontrándose en la plenitud de su juventud, resultaba ser una muchacha extraordinariamente atractiva. Estaba dotada de una figura con la más pura armonía de formas; y poseía los brazos y pechos más bellos que se hubieran podido ver. Una mañana, cuando fui a casa del director de orquesta para recibir mi clase de música, sorprendí a su hermana con un ligero salto de cama tan escotado que casi mostraba su seno. Aunque se tapó rápidamente con un chal, mi mirada codiciosa había visto ya demasiado. No podía emitir palabra alguna, sentimientos desconocidos hasta el momento se agolpaban violentamente en mi interior, impulsando la sangre hirviente por mis venas y haciendo audibles las mismas pulsaciones. Mi pecho estaba oprimido y espasmódico, como si quisiera estallar. Finalmente, un ligero suspiro me procuró algo de aire. Debido a que la muchacha se aproximó y, del todo inocente, me tomó la mano y preguntó qué era lo que me pasaba, retornó de nuevo el malestar. Fue una suerte que el director de orquesta entrara en aquel momento en la habitación y me librara del tormento. Nunca cometí tantos falsos acordes, nunca desentoné tanto como aquel día. En ese tiempo era lo suficientemente piadoso como para considerar el suceso como una tentación del diablo e, incluso, poco después, me consideré feliz por haber batido al enemigo en el campo de batalla con los ejercicios ascéticos que emprendí. Ahora, debido a la pregunta capciosa del prior, veía ante mí a la hermana del director de orquesta con el seno descubierto. Sentía el cálido aliento de su respiración, la presión de su mano; mi angustia fue en aumento. Leonardo me miró con una cierta sonrisa irónica, que me hizo temblar. No pude soportar su mirada y cerré los ojos, entonces el prior me golpeó suavemente en las mejillas ardientes y dijo:
—Ya veo, hijo mío, que lo habéis superado y que todavía os mantenéis bien. Que el Señor os proteja de las tentaciones de este mundo. Los placeres que ofrece son de corta duración y se puede afirmar que en ellos se esconde una maldición, ya que en la indescriptible náusea, en la completa postración, en la apatía ante todo lo elevado que engendran, perece el principio espiritual superior del ser humano.
Aunque me esforcé por olvidar la pregunta del prior y la imagen evocada por ella, no me fue en absoluto posible. Si bien lograba ahora permanecer sereno en presencia de la muchacha, evitaba sin embargo más que nunca su mirada, ya que sólo pensando en ella se apoderaba de mí un ahogo y un desasosiego interior que me parecía tanto más peligroso cuanto que al mismo tiempo se despertaba en mí un desconocido anhelo maravilloso y una concupiscencia seguramente pecaminosa. Una noche se decidió este estado confuso. El director de orquesta me había invitado, como usualmente hacía, a una velada musical que organizaba con unos amigos. Además de su hermana estaban presentes también otras jóvenes, lo que aumentó mi timidez, que ya ante la hermana me quedaba sin respiración. Iba vestida de manera encantadora, me parecía más hermosa que nunca. Sentí como si un poder invisible e irresistible me impulsara hacia ella, y así ocurrió que, sin saber cómo, siempre me encontraba a su lado, espiaba codicioso cada una de sus palabras, de sus miradas y me acercaba tanto a ella que obligatoriamente tenía que rozar su vestido, lo que me procuraba un placer íntimo jamás experimentado. Ella parecía notarlo y encontrar agrado en ello. A veces sentía la necesidad de abalanzarme sobre ella, poseído de frenético amor, y estrecharla ardientemente en mis brazos. Había estado sentada largo tiempo junto al piano, entonces se levantó y dejó sobre la silla uno de sus guantes, que yo tomé y besé apasionadamente. Una de las muchachas lo vio y fue donde se encontraba la hermana del director de orquesta, murmurándole algo al oído. Ambas me miraron y entonces se rieron y burlaron con escarnio de mí. Yo quedé como aniquilado, una corriente helada recorrió mi interior y, aturdido, huí hacia el colegio y me refugié en mi celda. Allí me arrojé, con desesperación furiosa, al suelo. Mis ojos derramaban lágrimas ardientes; me maldije a mí mismo y a la muchacha; luego recé, interrumpido con risas histéricas, como un demente. A mi alrededor y por todas partes resonaban voces que se mofaban y burlaban de mí. Estaba dispuesto a arrojarme por la ventana, pero por suerte los barrotes impedían que consumara la decisión. Mi estado era en verdad desesperado. Sólo cuando amaneció experimenté una mejoría, pero estaba firmemente resuelto a no verla nunca más y a renunciar al mundo. Más clara que nunca aparecía ahora ante mi alma la vocación de recogimiento en la vida monacal, de la que ya no me debería apartar ninguna tentación. En cuanto pude salir de las acostumbradas horas lectivas, me dirigí deprisa al monasterio capuchino, donde comuniqué al prior mi decisión de comenzar el noviciado, y que ya había informado sobre ello a mi madre y a la princesa. Leonardo pareció sorprendido de mi celo repentino e intentó, sin presionarme, averiguar de una u otra manera qué es lo que me habría podido impulsar a consagrarme, así de buenas a primeras, a la vida monacal, pues sospechaba que un suceso especial me había empujado a ello. Una profunda vergüenza, que no me fue posible superar, me impidió revelarle la verdad. Le conté, por el contrario, con el fuego de la exaltación que todavía ardía en mí, los maravillosos acontecimientos de mis años de infancia, que aludían claramente a mi determinación por la vida monástica. Leonardo me escuchó con tranquilidad y, sin oponer dudas a mis visiones, no parecía, sin embargo, tomarlas especialmente en consideración. Más bien expresó que todo aquello decía bien poco de la sinceridad de mi vocación, ya que podría tratarse de mera ilusión. Leonardo no gustaba mucho de hablar sobre visiones de santos, ni siquiera de los milagros del primer anunciador del Cristianismo, y hubo instantes en que tuve la tentación de creerle un escéptico encubierto. Una vez me propuse, para obligarle a realizar una manifestación concreta, hablarle de los despreciadores de la fe católica y especialmente denigrar a aquellos que, con ingenua petulancia, suprimían todo lo sobreterrenal con el insulto impío de superstición. Sonriendo con dulzura, Leonardo dijo:
—Hijo mío, la incredulidad es la peor de las supersticiones —y cambió de conversación, hablando sobre otros asuntos menos problemáticos.
Sólo más tarde me fue posible penetrar en sus espléndidos conocimientos en torno a la parte mística de nuestra religión, que encierra la conexión misteriosa de nuestro principio espiritual con los seres superiores, y tuve que reconocer que Leonardo reservaba exclusivamente, con razón, todo lo sublime que podía surgir de su interior para la consagración superior de sus pupilos.
Mi madre me escribió cómo ella desde hacía tiempo había presentido que el estado secular no era suficiente para mí y que terminaría escogiendo la vida monástica. En el día de San Medardo[6], según me dijo, se le había aparecido el anciano peregrino del Sagrado Tilo, que me había conducido de la mano con el hábito de la Orden de los capuchinos[7]. También la princesa estaba del todo conforme con mi pretensión. Pude verlas antes de la investidura, que se produjo en poco tiempo, ya que, según mis deseos, fui dispensado de la mitad del noviciado[8].
Adopté, en consideración a la visión de mi madre, el nombre monacal de Medardo[9].
La relación de los hermanos entre sí, la disposición interna referente a los ejercicios espirituales y la forma de vida en el monasterio correspondían a la idea que me había hecho desde el primer momento. La agradable tranquilidad que reinaba vertió una paz celestial en mi alma, como ya me había rodeado, semejante a un sueño bendito, en los años de infancia en el monasterio del Sagrado Tilo. Durante el acto solemne de investidura pude divisar entre los asistentes a la hermana del director de orquesta, que parecía bastante triste. Creí entrever lágrimas en sus ojos, pero el tiempo de la tentación ya había pasado, y quizá fue un orgullo insolente por la victoria tan poco trabajada el que me hizo sonreír, lo que el hermano Cirilo, que estaba a mi lado, percibió.
—¿Qué te alegra tanto, hermano mío? —preguntó Cirilo.
—¿Por qué no voy a estar alegre, si renuncio a este mundo vil y a todo su oropel? —respondí yo.
Pero no puedo negar que al pronunciar estas palabras un horrible sentimiento, que estremeció repentinamente mi alma, me desmintió. Sin embargo aquélla fue la última veleidad de egoísmo terrenal, tras la cual vendría la paz del espíritu. ¡Si no se hubiera apartado nunca de mí! Pero el poder del Enemigo es grande. ¿Quién puede confiar en la eficacia de las propias armas, en su vigilancia, cuando los poderes subterráneos están al acecho?
Mi estancia en el monasterio se prolongaba ya cinco años, cuando, por orden del prior, el hermano Cirilo, viejo y débil, me transmitió la custodia de la rica cámara de las reliquias. Allí se encontraban todo tipo de huesos de santos, astillas de la Cruz del Salvador y otros objetos sagrados, conservados en limpias vitrinas, y que en ciertos días eran expuestos al pueblo para su edificación. El hermano Cirilo me familiarizó con todas las piezas y con los documentos, en los que se constataba su autenticidad y se informaba sobre los milagros que obraban. En lo que respecta a la formación espiritual, Cirilo se encontraba al mismo nivel que nuestro prior, así que no tuve reparos en expresar lo que pugnaba violentamente por salir de mi interior.
—Hermano Cirilo —le dije—, ¿son todas estas cosas tan verdaderas y ciertas como se presume? ¿No habrá suplantado la codicia embaucadora algo aquí que ahora se tiene por verdadera reliquia de éste o de aquel santo? Por ejemplo, un monasterio posee entera la Cruz de nuestro Salvador y, sin embargo, se muestran por todas partes tantas astillas de la misma que, como dijo uno de nosotros mismos, no sin insolente ironía, nuestro monasterio podría calentarse durante todo un año con ellas.
—No nos corresponde a nosotros —respondió el hermano Cirilo— someter todos estos objetos a una investigación. Reconozco sinceramente que soy de la opinión de que, a pesar de los documentos, muy pocas de estas cosas son por lo que se las tiene. No creo tampoco que mucho dependa de ello. Considera, querido hermano Medardo, cómo pensamos el prior y yo, y contemplarás nuestra religión a la luz de una nueva gloria. ¿No es espléndido, querido hermano Medardo, cómo nuestra Iglesia intenta aprehender todos aquellos hilos misteriosos que unen lo material con lo transcendental? ¿No es maravilloso cómo estimula de tal manera nuestro organismo, dispuesto para la vida y existencia terrenales, que hace resaltar claramente su origen en el principio superior espiritual, e incluso desvela su parentesco interno con el Ser maravilloso, que penetra con su cálido hálito toda la naturaleza, agitándose a nuestro alrededor como alas de serafines el presentimiento de una vida superior, cuyo germen está en nuestro interior? ¿Qué representa aquel trocito de madera, aquel huesecillo o aquel retal, se dice que arrancado de la Cruz, tomado del cuerpo, del traje de un Santo? Pero al creyente que, sin especular, dirige todo su espíritu hacia estas reliquias, le invade un entusiasmo religioso que le abre el reino de la bienaventuranza, del que en esta vida terrenal sólo puede poseer un leve presagio. De este modo, se despierta la influencia espiritual de los santos, favorecida por la presunta reliquia, y le es posible al ser humano recibir fuerza y fortaleza en la fe, a la que llama desde lo más profundo de su alma para su consuelo y auxilio. Esta fuerza espiritual superior, despertada en su interior, le ayudará incluso a superar los sufrimientos del cuerpo. De aquí resulta que estas reliquias obren milagros, que no pueden ser negados, ya que ocurren a menudo ante los ojos del pueblo.
Por un instante me acordé de ciertas insinuaciones del prior que coincidían plenamente con las palabras del hermano Cirilo y consideré ahora las reliquias, que anteriormente sólo me parecieron puerilidad religiosa, con verdadero respeto y devoción. Al hermano Cirilo no le pasó desapercibido el efecto que me había causado su discurso y continuó explicándome, con gran celo y una intensidad que hablaba al alma, toda la colección, pieza por pieza. Finalmente sacó una cajita de un armario bien cerrado y dijo:
—Aquí dentro, querido hermano Medardo, se conserva la reliquia más maravillosa y misteriosa que posee nuestro monasterio. Desde que vivo tras estos muros nadie ha tenido en sus manos esta cajita, excepto el prior y yo. Ni siquiera el resto de los hermanos, mucho menos gente extraña, conocen la existencia de esta reliquia. No puedo tocar la caja sin experimentar un escalofrío interior. Es como si contuviera una fuerza mágica pérfida que, si pudiera romper el encantamiento que la constriñe y la hace inofensiva, causaría al que encontrase a su paso ruina y perdición. El contenido de la caja procede directamente del Maligno, de aquel tiempo en el que todavía le era posible luchar abiertamente contra la salvación del género humano.
Contemplé atónito al hermano Cirilo. Sin darme tiempo a replicar, continuó:
—Quiero reservarme, querido hermano Medardo, cualquier opinión sobre esta cuestión de elevada mística y renuncio a poner sobre la mesa la hipótesis ya insinuada, que se me ha pasado por la cabeza. Prefiero contarte fielmente lo que contienen los documentos acerca de la reliquia. Encontrarás los mencionados documentos en aquel armario y podrás consultarlos según tu voluntad. La vida de San Antonio te será de sobra conocida. Ya sabes que para apartarse de todo lo mundano y dedicarse plenamente a lo divino, se retiró al desierto y allí consagró su vida a la penitencia más severa y a los ejercicios espirituales. El Maligno le persiguió y, para dificultar sus piadosos propósitos, se le cruzó a menudo en el camino. Una vez ocurrió que San Antonio percibió durante el crepúsculo una figura sombría que avanzaba hacia él. Desde cerca observó, para su asombro, que de los agujeros de la rasgada capa que llevaba la figura surgían como cuellos de botella. Era el Maligno que, sonriéndole en aquella extraña apariencia, preguntó si no deseaba beber de los elixires que llevaba en aquellos frascos. San Antonio[10], al que esta insinuación no podía en ningún modo afectar, ya que el Maligno, impotente y débil, no era capaz de afrontar ninguna lucha y tenía que limitarse a discursos irónicos, le preguntó por qué llevaba tantos frascos y de esa forma tan especial. Entonces respondió el Maligno: «Mira, cuando me encuentro con un ser humano, me mira maravillado y no puede evitar preguntarme por mis bebidas, tampoco puede evitar beber de ellas por codicia. Entre tantos elixires encuentra seguro uno que le sea grato y se sopla todo el frasco, por lo que se embriaga y se entrega a mí y a mi reino».
»Así está consignado en todas las leyendas. Sin embargo, según el documento especial que poseemos sobre esta visión de San Antonio, la historia todavía continúa: el Maligno, cuando se marchó de allí, dejó abandonados algunos de sus frascos en una pradera, que San Antonio llevó rápidamente a su cueva y escondió por miedo a que en aquel yermo alguna persona extraviada o alguno de sus discípulos pudiera probar el horrible bebedizo y condenarse eternamente. Casualmente, continúa el documento, abrió San Antonio uno de los frascos, del cual surgió un vapor extraño y embriagador, quedando rodeado el Santo por todo tipo de imágenes infernales, horribles y distorsionadoras de los sentidos, que buscaban tentarle sirviéndose de los más variados trucos de seducción, hasta que, gracias a severos ayunos y persistente oración, logró liberarse de esas visiones. En esta cajita se encuentra, perteneciente al legado de San Antonio, uno de aquellos frascos con un elixir del diablo, y los documentos son tan auténticos y precisos que apenas puede quedar duda de que el frasco realmente se encontraba entre las cosas pertenecientes al Santo, halladas después de su muerte. Además, puedo asegurarte, querido hermano Medardo, que siempre que he tocado el frasco, o siquiera la cajita donde está guardado, he experimentado un horrible estremecimiento y me he figurado que percibía un aroma misterioso y embriagador. Este extraño perfume lograba incluso dispersar mis pensamientos durante los ejercicios espirituales. Sólo lograba superar ese malvado estado de ánimo, que evidentemente procedería de la influencia de algún poder hostil, si no creyera en la directa influencia del Maligno, con constante oración. A ti, querido hermano Medardo, que todavía eres tan joven, que todavía puedes contemplar con brillantes y vivos colores todo lo que se presenta por obra de la fuerza extraña de tu fantasía exaltada, que todavía como un bravo pero inexperto luchador —eso sí, fuerte en la lucha pero quizá demasiado atrevido— osas lo imposible, confiando demasiado en tu fortaleza, te aconsejo que no abras jamás la cajita o, si lo haces, que sea transcurridos algunos años. Para que la curiosidad no te tiente, ponla fuera del alcance de la vista.
El hermano Cirilo encerró la misteriosa caja otra vez en el armario y me encomendó el manojo de llaves, del que también pendía el llavín de dicho armario. Toda la historia me había producido una impresión peculiar, pero cuanto más sentía despertarse en mí la codicia de contemplar la maravillosa reliquia, tanto más me esforzaba, tomando en consideración la advertencia del hermano Cirilo, en dificultar el cumplimiento de mi deseo. Cuando Cirilo me dejó solo, pasé la vista una vez más sobre los objetos sagrados que me había encomendado, luego desprendí el llavín, que cerraba el peligroso armario, del manojo de llaves y lo guardé bien profundo bajo distintos papeles de mi escritorio.
Entre los profesores del seminario se encontraba un orador excelente. Cada vez que predicaba se llenaba completamente la iglesia. La corriente ígnea de sus palabras arrastraba irresistiblemente consigo todo lo que opusiera resistencia, encendiendo una devoción ferviente en el interior de los oyentes. También a mí me emocionaba su espléndido verbo embriagador; pero, al elogiar, venturoso, al genial orador, me ocurría como si se despertara en mí una fuerza interior que me impulsaba poderosamente a equipararme a él. Después de haberle escuchado, predicaba en mi celda solitaria, completamente abandonado al momento de entusiasmo, hasta que me era posible fijar y transcribir mis ideas y palabras. El hermano que acostumbraba a predicar en el monasterio se fue tornando por momentos más y más débil, sus sermones se arrastraban como un arroyo semiseco, penosos y sin tono, y la extraordinaria riqueza idiomática, generada por la carencia de ideas y palabras, ya que hablaba sin concepto, hizo de sus discursos algo tan insoportablemente largo que antes del Amen la mayor parte de la comunidad, como si escuchara el monótono y banal tableteo de un molino, se había adormecido plácidamente y sólo podía despertarla el sonido del órgano. El prior Leonardo era ciertamente un orador exquisito, pero con el transcurso del tiempo evitaba cada vez más predicar, porque con su avanzada edad le afectaba demasiado. Aparte de él no había nadie en el monasterio que hubiese podido sustituir al debilitado hermano. El prior habló conmigo sobre esta inconveniencia, que reducía ostensiblemente el número de feligreses que acudían a la iglesia. En ese momento le comuniqué con determinación que ya en el seminario había sentido vocación por predicar y que incluso había escrito algunos sermones. El prior me pidió que se los mostrara y quedó tan satisfecho que me insistió en que predicara, de prueba, el próximo día festivo, y me aseguró que no fracasaría, ya que la naturaleza me había dotado con todo lo necesario para ser un orador sagrado, es decir con una figura agradable, un rostro expresivo y una voz llena de matices. Respecto al aspecto externo y a la correcta gesticulación, Leonardo determinó impartirme él mismo algunas clases. El día festivo llegó, la iglesia estaba más llena que de costumbre y subí, no sin sentir un estremecimiento, al púlpito. Al principio seguí con fidelidad el texto escrito, y Leonardo me dijo después que había hablado con voz temblorosa, lo que, sin embargo, sobre todo en relación con las consideraciones piadosas y llenas de melancolía con las que empezaba mi sermón, prometía, y fue tomado por la mayoría como un signo especial de la técnica efectiva del orador. Pero pronto pareció como si refulgiera la brillante chispa del entusiasmo en mi interior, y ya no pensé más en el texto escrito, sino que me abandoné del todo a la inspiración del momento. Sentí cómo la sangre hervía y crepitaba en mis venas, escuchaba mi voz reverberar en la bóveda, veía mi cabeza alzada, mis brazos extendidos, como si fluyera a su alrededor un destello refulgente de entusiasmo. Con una sentencia, en la que como un foco llameante resumí todo lo santo y soberbio que había proclamado, terminé mi sermón, que causó una impresión extraordinaria e inaudita. A mis palabras siguieron fuertes sollozos, gritos de placer de la mayor devoción escapados involuntariamente de los labios, rezos en voz alta. Los hermanos me tributaron su admiración, Leonardo me abrazó y me llamó el orgullo del monasterio. Mi fama se extendió rápidamente y, para escuchar al hermano Medardo, la clase más noble y cultivada de la ciudad se apretaba en la iglesia del monasterio, que no era demasiado grande, incluso una hora antes de que las campanas llamaran a misa. Con la admiración creció en mí el celo y la preocupación por otorgar a los sermones, sobre todo en el momento del más fuerte fuego, redondez y soltura. Cada vez lograba fascinar más a los oyentes, y de manera pareja fue aumentando su veneración, que se manifestaba en todos los lugares a los que iba con fuertes reacciones y se asemejaba casi a la adoración que se posee por un santo. Una locura religiosa se había extendido por toda la ciudad. Por cualquier causa, incluso entre semana, fluían las gentes hacia el monasterio para ver o hablar al hermano Medardo. Entonces brotó en mí el pensamiento de que yo era un elegido del Cielo. Las misteriosas circunstancias de mi nacimiento en un lugar sagrado para la redención de un padre criminal, los maravillosos acontecimientos de mi infancia, todo indicaba que mi espíritu, en directo contacto con lo celestial, ya aquí, en la tierra, se elevaba sobre todo lo terrenal, y que yo no pertenecía al mundo, a los seres humanos, a los que como misión en la vida debía otorgar salvación y consuelo. Creía con certeza que el anciano peregrino en el Sagrado Tilo era San José, y el niño maravilloso el mismísimo Niño Jesús, que en mí había saludado al santo destinado a vagar por la tierra. Aunque todo esto permanecía vívido ante mis ojos, lo que me rodeaba comenzó a tornarse cada vez más molesto y opresivo. Aquella tranquilidad y alegría de espíritu que me habían acompañado, desaparecieron de mi alma por completo; incluso las expresiones agradables de los hermanos, la amabilidad del prior despertaban en mí una ira hostil. Deberían haber reconocido en mí al santo, que se elevaba por encima de ellos, deberían arrodillarse en el polvo e implorar con ruegos ante el trono de Dios. Pero, con su actitud, los consideraba atrapados en una rigidez maligna. En mis sermones comencé a incluir insinuaciones que indicaban cómo había comenzado una era maravillosa, igual a una aurora resplandeciente entre rayos luminosos, en la que marcharía un elegido de Dios, trayendo consuelo y salvación para la comunidad de creyentes. Mi mensaje presuntuoso estaba disfrazado con imágenes místicas que, como pronunciadas por un mago, obraban un efecto hechizante en la muchedumbre, efecto tanto mayor cuanto ésta menos entendía. Leonardo comenzó a mostrar frialdad ante mí. Evitaba hablar conmigo sin testigos, pero una vez, regresando del jardín del monasterio, abandonados casualmente por todos los hermanos, no se pudo reprimir y dijo:
—No puedo ocultarte, querido hermano Medardo, que desde hace algún tiempo me causas un serio disgusto con tu comportamiento. Algo ha ocurrido en tu alma que aparta tu vida de una piadosa inocencia. En tus sermones domina una oscuridad hostil de la que no deja de surgir algo que nos enemistaría para siempre. ¡Déjame hablarte sinceramente! En este instante llevas en ti la culpa de nuestro origen pecaminoso, que abre las barreras de la perdición a todo poderoso encumbramiento de nuestra fuerza espiritual, situación en la que podemos extraviarnos fácilmente, con irreflexivo vuelo. El éxito, la admiración idólatra que te ha tributado un mundo frívolo y codicioso de cualquier novedad, te ha cegado y te ves a ti mismo en una figura que no es la tuya, sino una imagen engañosa que te atrae hacia un abismo de perdición. ¡Vuelve en ti, Medardo! ¡Huye de la locura que te trastorna! Creo conocerla, ya se ha disipado para ti la paz de espíritu, sin la cual no se puede encontrar la salvación en la tierra. Deja que te aconseje, huye del Enemigo que está detrás de ti. Vuelve a ser el joven de buen ánimo que amé con toda mi alma.
Cuando pronunciaba estas palabras brotaban lágrimas de los ojos del prior. Había tomado mi mano y, dejándola, se separó de mí rápidamente sin aguardar una respuesta. Pero sus palabras sólo habían encontrado un eco hostil en mi interior; había mencionado el éxito, incluso la admiración sin límites que había adquirido con mis talentos extraordinarios. Me pareció evidente que sólo la mezquina envidia había producido ese desagrado hacia mí, expresado tan descarnadamente. Durante los encuentros con los demás monjes permanecí mudo y retraído, comido por el resentimiento, e, invadido por el nuevo ser que había surgido en mí, cavilaba durante todo el día y las noches de insomnio cómo aprehendería con brillantes palabras todo lo que había germinado en mi alma para anunciárselo al pueblo. Cuanto más me aparté en aquel entonces de Leonardo y los hermanos, con mayor fuerza supe atraer a la muchedumbre.
En el día de San Antonio[11] se encontraba la iglesia tan llena que tuvieron que dejar las puertas completamente abiertas para permitir al pueblo que pudiera escucharme desde el exterior. Nunca había hablado con tanta fuerza, fuego y penetración. Conté, como es usual, algo de la vida del santo y engarcé con ello profundas y piadosas consideraciones referentes a la existencia humana. Hablé de las seducciones del diablo, al que el pecado original le había otorgado el poder de tentar al hombre, y el curso del sermón me llevó involuntariamente a la leyenda de los elixires, que quería representar como una ingeniosa alegoría. Entonces recayó mi mirada errática en un hombre alto y enjuto que, situado casi en frente de mí y subido en uno de los bancos, se apoyaba en una columna. Llevaba echada sobre los hombros, de manera extraña, probablemente extranjera, una capa de color violeta oscuro, con la que también enrollaba los brazos cruzados. Su rostro estaba pálido como el de un cadáver, pero la mirada de sus grandes y torvos ojos negros penetró mi pecho como una puñalada. Un horrible sentimiento me estremeció, aparté los ojos con rapidez y, reuniendo todas mis fuerzas, continué hablando. Pero impulsado por un extraño poder mágico, me vi obligado a mirarle una y otra vez. El hombre permanecía rígido, la mirada fantasmal dirigida hacia mí. Su elevada frente arrugada, su boca despreciativa reflejaban amarga ironía, odio intenso. Toda su figura tenía algo de horrible, espantoso. ¡Sí, era el pintor desconocido del Sagrado Tilo! Sentí como si puños crueles y helados me golpearan. Gotas de sudor angustioso perlaron mi frente, empecé a atascarme, mi sermón se volvió cada vez más confuso. En la iglesia se elevó un murmullo, un rumor, pero el horrible extraño se apoyaba, rígido e impasible, en la columna, dirigiendo hacia mí su hosca mirada.
Entonces grité con espanto infernal y loca desesperación:
—¡Eh, maldito, vete de aquí! ¡Vete de aquí! ¡Yo soy San Antonio! ¡Yo soy San Antonio en persona!
Cuando recobré la conciencia, que había perdido tras pronunciar las últimas palabras, me encontraba en mi lecho, y el hermano Cirilo estaba sentado junto a mí, cuidándome y dándome consuelo. La horrible imagen del desconocido permanecía viva ante mis ojos, pero, conforme el hermano Cirilo, al que conté todo, me convencía de que sólo era una alucinación provocada por la fantasía calenturienta de mi propio sermón, lleno de fervor, yo sentía un mayor arrepentimiento y vergüenza sobre mi comportamiento en el púlpito. Los oyentes habían pensado, como supe más tarde, que una súbita locura se había apoderado de mí, para lo que mis últimas exclamaciones les daban justa razón. Me sentía compungido, quebrantado de espíritu. Encerrado en mi celda, me sometí a los ejercicios de expiación más severos y me fortalecí con fervientes oraciones para luchar contra el Seductor, que se me había aparecido en un lugar sagrado, tomando con descarada sorna la figura del piadoso pintor del Sagrado Tilo. Por lo demás, nadie había visto al hombre de la capa violeta. El prior Leonardo extendió por todas partes la noticia, fruto de su reconocida bondad de alma, de que se había tratado de una enfermedad febril que me había atacado de manera especialmente grave mientras predicaba y había causado el confuso sermón. Realmente continuaba enfermo y doliente, cuando transcurridas varias semanas reemprendí la acostumbrada vida monacal. Sin embargo, subí de nuevo al púlpito; pero torturado por el miedo, perseguido por la horrible, pálida figura, apenas me fue posible hablar de manera coherente y, mucho menos, abandonarme como antes al fuego de la elocuencia. Mis sermones eran vulgares, rígidos, fragmentados. Los oyentes lamentaban la pérdida de mi talento retórico y me abandonaron poco a poco, mientras el anciano hermano, que había predicado con anterioridad y que ahora predicaba de nuevo a todas luces mejor que yo, me sustituyó en el puesto.
Transcurrido un tiempo, ocurrió que un joven conde, en compañía de su mayordomo, con el que se encontraba de viaje, visitó nuestro monasterio y deseó contemplar las curiosidades que en él se conservaban. Tuve que abrir la cámara de las reliquias, y ya habíamos penetrado cuando el prior, que nos había acompañado por el coro y la iglesia, fue requerido para atender algún asunto, así que permanecí a solas con los visitantes. Había mostrado y explicado cada pieza, cuando al conde le llamó la atención el armario adornado con finas tallas de estilo alemán antiguo, en el que se encontraba la cajita con el elixir del diablo. A pesar de que no quería decir nada de lo que se hallaba en el armario, el conde y el mayordomo me presionaron tanto que al final les conté la leyenda de San Antonio y del astuto diablo, explayándome, fiel a las informaciones del hermano Cirilo, acerca del frasco conservado como reliquia; incluso añadí la advertencia que él me hizo respecto al peligro de abrir la cajita y mostrar el frasco. Aunque el conde era afecto a nuestra religión, no pareció, como tampoco el mayordomo, tener en mucha consideración la verosimilitud de la santa leyenda. Ambos se solazaron con todo tipo de alusiones y ocurrencias graciosas sobre el extraño demonio que portaba los seductores frascos en la capa rasgada, pero finalmente el mayordomo esbozó un gesto serio y dijo:
—¡No se enfade con nosotros, frívolos hombres de mundo, venerable señor! Esté seguro de que tanto yo, como mi señor el conde, adoramos a los santos como hombres espléndidos, enardecidos por la religión, que sacrificaron toda la alegría de la vida, incluso su propia existencia, por la salvación de su alma, así como por la salvación de los hombres; pero en lo que se refiere a las historias como la que usted acaba de contar, creo que se trata de una ingeniosa alegoría discurrida por el Santo y tomada falsamente como un hecho verídico.
Mientras decía estas palabras, el mayordomo abrió la pestaña de la cajita y sacó el frasco negro, dotado de extraña forma. Se extendió realmente, tal y como me había dicho el hermano Cirilo, un fuerte aroma, cuyo efecto más que aturdidor era agradable y bienhechor.
—¡Vaya! —exclamó el conde—. ¡Apuesto a que el elixir del diablo no es más que auténtico y espléndido vino de Siracusa!
—Es cierto —replicó el mayordomo—, y si el frasco procede realmente del legado de San Antonio, tiene usted casi más suerte, venerable señor, que el rey de Nápoles, al que la mala costumbre de los romanos de no taponar el vino y conservarlo sólo por medio de unas gotas de aceite echadas por encima, le llevó al placer de probar el vino romano antiguo. Aunque este vino no será tan añejo como aquél debió de serlo, desde luego debe de ser el más añejo que se pueda encontraren la actualidad, y haría usted bien en utilizar la reliquia en su provecho y libar confiado del contenido.
—Seguro —interrumpió el conde—, este antiguo vino de Siracusa inocularía nueva fuerza en sus venas y ahuyentaría los achaques que, según las apariencias, le afligen.
El mayordomo sacó un sacacorchos de metal de su bolsillo y abrió el frasco sin hacer caso de mis protestas. Me pareció como si al saltar el corcho hubiera surgido una pequeña llama azul, que desapreció enseguida. El aroma del frasco se esparció con fuerza por toda la habitación. El mayordomo lo probó en primer lugar y exclamó entusiasmado:
—¡Espléndido, espléndido vino de Siracusa! En verdad que la bodega de San Antonio no era del todo mala, e hizo del diablo su bodeguero. Las intenciones del diablo para con el Santo no eran por tanto tan malas como se cree. ¡Probad, señor conde!
El conde bebió y confirmó lo que el mayordomo había dicho. Ambos siguieron bromeando en torno de la reliquia: que si con evidencia era la mejor de toda la colección, que ya querrían ellos poseer una bodega llena de tales reliquias, etc. Todo lo escuchaba en silencio, con la cabeza hundida y la mirada fija dirigida al suelo. La alegría de los visitantes tenía para mi sombrío estado de ánimo algo torturante. En vano insistieron para que probase también el vino de San Antonio. Me negué con firmeza y encerré el frasco, bien taponado, en su receptáculo.
Los visitantes abandonaron el monasterio, pero, mientras permanecía después sentado en mi celda, no pude negar un cierto sentimiento de bienestar interior, una alegría de espíritu. Estaba claro que el benéfico aroma del vino me había fortalecido. No experimenté además ninguno de los efectos malignos de los que me habló Cirilo, mostrándose sólo, de manera llamativa, su influencia bienhechora. Cuanto más meditaba sobre la leyenda de San Antonio, más vivas sonaban las palabras del mayordomo en mi interior, y se abría camino la certeza de que la explicación del mayordomo era la correcta. Entonces me vino como rayo alumbrador el pensamiento de que en aquel día desgraciado, cuando una visión hostil y destructiva me interrumpió durante el sermón, había tenido la intención de interpretar la leyenda de la misma forma, es decir como una ingeniosa e instructiva alegoría del Santo. A este pensamiento se encadenó otro, que se apoderó de mí de manera tan absorbente que todo lo demás pasó a un segundo plano. «¿Qué pasaría —pensé— si esa bebida maravillosa fortaleciera tu interior con fuerza espiritual, si encendiera la llama apagada para que luciera en una nueva vida? ¿Qué pasaría si se hiciera patente un parentesco misterioso de tu espíritu con las fuerzas naturales contenidas en aquel vino, y que el mismo aroma que aturdió al pobre Cirilo tuviera en ti un efecto bienhechor?».
Pero cada vez que estaba decidido a seguir el consejo de los visitantes, es decir a pasar a la acción, una resistencia inexplicable me detenía. Ya dispuesto a abrir el armario, me pareció como si en las tallas distinguiera el horrible rostro del pintor con los ojos penetrantes y estáticos de un muerto en vida. Estremecido por un terror fantasmal, huí de la cámara de las reliquias para arrepentirme de mi imprudencia en lugar sagrado. Pero una y otra vez me asaltaba el pensamiento de que sólo a través del goce del maravilloso vino mi espíritu podría recobrar las fuerzas y revivir. El comportamiento del prior, de los monjes, que me trataban como a un enfermo mental, con benévola pero rastrera indulgencia, me llevaba a la desesperación. Cuando Leonardo me dispensó de los ejercicios espirituales para que pudiera recuperar mis fuerzas, decidí, por fin, torturado por la aflicción de una noche de insomnio, arriesgar todo, incluso la vida, para recobrar mi fuerza espiritual perdida o sucumbir.
Me levanté del lecho y me deslicé como un fantasma, llevando en la mano la lámpara que había encendido ante la imagen de la Virgen María situada en el corredor del monasterio, por la iglesia hasta la cámara de las reliquias. Iluminado por la claridad reverberante de la lámpara, parecía como si las imágenes sagradas de la iglesia cobraran vida, como si me miraran llenas de compasión. Me daba la sensación de escuchar, a través del sordo bramido de la tormenta que se introducía en el coro por las ventanas rotas, voces quejumbrosas que me advertían; parecía como si mi madre llamara desde la lejanía: «¡Medardo, hijo mío, ¿qué quieres hacer?, abandona esta peligrosa empresa!». Cuando penetré en la cámara de las reliquias todo estaba tranquilo y silencioso. Abrí el armario y cogí la cajita, luego el frasco. Bebí un buen trago. Fuego recorrió mis venas y me invadió un sentimiento de profundo bienestar. Bebí otra vez y el placer de una nueva y espléndida vida brotó en mí. Rápidamente encerré la cajita vacía en el armario, regresé presto con el frasco bienhechor a mi celda y lo coloqué en el escritorio. Entonces llamó mi atención el llavín que antaño, para huir de la tentación, había desprendido del manojo de llaves y sin el que, ahora me daba cuenta, no sólo había abierto el armario cuando los visitantes habían estado presentes e incluso poco antes, sino también cuando saqué el frasco para traerlo a mi celda. Busqué entre las llaves y encontré una desconocida, con la que había abierto el armario, sin advertir por la distracción que estaba junto a las demás. Me estremecí, pero una imagen multicolor siguió a la otra en el espíritu inquieto como en un sueño profundo. No tuve tranquilidad ni reposo hasta que amaneció y pude correr hacia el jardín del monasterio para tomar un baño de sol, que ardiente y fogoso se alzaba sobre las montañas. Leonardo y los hermanos percibieron mi transformación. En vez de encerrarme en mí mismo y no decir una palabra, me torné alegre y vivaz. Como si me dirigiera a toda la comunidad reunida, así hablaba con el fuego retórico que me había caracterizado antes. Al permanecer a solas pon Leonardo, me miró largo tiempo, como si quisiera penetrar en mi interior. Luego me habló, no sin que una sonrisa irónica y silenciosa surcara su rostro:
—¿Ha recibido el hermano Medardo por casualidad en una de sus visiones celestiales nueva fuerza y una vida rejuvenecida?
Sentí cómo hervía de vergüenza, pues en aquel instante me pareció mi exaltación, creada por un trago de vino añejo, indigna y mezquina. Con ojos humillados y cabeza hundida permanecí allí, mientras Leonardo me abandonaba a mis pensamientos. Temí que la tensión que el vino me había proporcionado no duraría mucho tiempo, que quizá, para mi tormento, me sumiría, tras la desaparición de su efecto, en una impotencia más grave, pero no ocurrió así. Todo lo contrario. Sentí cómo con la fuerza recuperada también recobraba el valor juvenil y ese infatigable afán hacia esferas de acción superiores que el monasterio me ofrecía. Insistí en predicar de nuevo el próximo día festivo y mi petición fue aceptada. Poco antes de subir al púlpito bebí del vino maravilloso. Nunca hablé de manera más penetrante, fogosa, con mayor unción. Rápidamente se extendió la voz de mi restablecimiento y se llenó la iglesia como en los buenos tiempos, pero cuanto más éxito tenía entre las masas, más serio y reservado se volvía Leonardo. Comencé a odiarle por ello con toda mi alma, ya que le creía atenazado por la envidia y el orgullo monacal.
El día de San Bernardo se acercaba, y ansiaba con ardor poder brillar ante la princesa, por lo que pedí al prior que me permitiera predicar ese día en el convento cisterciense. Mi petición pareció sorprender especialmente a Leonardo. Reconoció francamente que esta vez había pensado predicar él mismo, y que por lo tanto ya se había dispuesto todo, por lo que mi deseo se podría satisfacer fácilmente, ya que se disculparía por enfermedad y me enviaría a mí en su sustitución.
¡Ocurrió realmente! Vi a mí madre y a la princesa la noche anterior. Mi ánimo estaba, sin embargo, tan concentrado en el sermón, que debería alcanzar las más altas cotas retóricas, que nuestro encuentro apenas me impresionó. Se había extendido por la ciudad que yo predicaría en lugar del enfermo Leonardo, y este hecho había contribuido quizá a que asistiera también un público instruido, que normalmente permanecía al margen de estos acontecimientos. Sin haber escrito una palabra, sólo organizando las partes del sermón en mi mente, contaba con el entusiasmo que despertaría en mí la solemne misa mayor, el pueblo devoto y la espléndida iglesia con sus elevadas bóvedas, y no me equivoqué en mi apreciación. Como un río de fuego fluyeron mis palabras, que con el recuerdo a San Bernardo contenían las imágenes más ingeniosas y los pensamientos más piadosos, al mismo tiempo que leía en todas las miradas dirigidas hacia mí asombro y admiración. Esperaba tenso lo que la princesa podría decir, sus muestras de complacencia; me parecía como si ella debiera recibir al que antaño, siendo niño, la había sorprendido tan gratamente, con imponente y sincero respeto, reconociendo claramente el poder superior que portaba en su interior. Cuando quise hablar con ella, mandó decir que, afectada de una repentina indisposición, no podía hablar con nadie, ni siquiera conmigo. Esta adversidad me enojó tanto más cuanto que mi locura orgullosa esperaba que la abadesa tendría que sentir la necesidad de escuchar todavía más palabras piadosas de mi boca. Mi madre parecía estar afectada de una pesadumbre íntima, cuyo origen no osé averiguar, porque un sentimiento extraño me decía que la culpa recaía en mi comportamiento, sin que me resultara posible resolver el enigma de manera más clara. Me dio un pequeño billete de parte de la princesa, que debería abrir en el monasterio. Apenas llegué a mi celda, leí con asombro lo siguiente: «Querido hijo (pues todavía deseo llamarte así), me has entristecido profundamente con el sermón que has pronunciado en la iglesia de nuestro convento. Tus palabras no procedían de un alma piadosa, dedicada plenamente al mundo celestial. Tu entusiasmo no era el que impulsa a los seres devotos con alas seráficas y les permite contemplar extasiados el Reino de los Cielos. ¡Ah! El orgulloso fasto de tu sermón, tu esfuerzo visible por expresar todo de forma llamativa y brillante me ha demostrado que en vez de edificar a la comunidad y despertar en ella piadosos pensamientos, sólo intentabas conseguir éxito a través de la admiración vana y mundana de la muchedumbre. Has fingido sentimientos que no se encontraban en tu interior, incluso has afectado ostensiblemente ciertos gestos y movimientos, como un actor presumido, sólo por amor al éxito indigno. El espíritu del fraude ha anidado en tu interior y te corromperá si no vuelves en ti mismo y rechazas el pecado; pues pecado, un gran pecado es tu conducta, sobre todo porque, retirado al monasterio como signo de transformación piadosa y negación de la vanidad terrenal, tienes una obligación con el Cielo. Ojalá te perdone San Bernardo, al que con un sermón falaz has agraviado profundamente, con su magnanimidad celestial; que él te ilumine para que encuentres el recto sendero del que, tentado por el diablo, te has desviado, y pueda pedir así por la salvación de tu alma. ¡Cuídate mucho!».
Las palabras de la abadesa me traspasaron como cien rayos y herví de ira, pues nada me era más cierto que Leonardo, como sus múltiples insinuaciones sobre mis sermones habían mostrado, había utilizado la beatería de la princesa y la había puesto contra mí y mi elocuencia. Apenas podía mirarle sin temblar de furia, incluso me asaltaron pensamientos de perderle, de los que yo mismo me horrorizaba. Los reproches de la abadesa y del prior me resultaban tanto más insoportables cuanto que conocía en lo más profundo de mi alma la verdad del asunto. Pero empeñado en seguir mi camino y fortalecido con gotas de vino del frasco misterioso, continué adornando mis sermones con todas las artes de la retórica y estudiando cuidadosamente mi juego fisiognómico y gesticulación. Así incrementé mi éxito y la admiración del público.
La luz irisada del amanecer se filtraba en la iglesia del monasterio a través de las policromas vidrieras. Solitario y sumido en mis pensamientos, permanecía sentado en el confesionario. Sólo los pasos del hermano lego de servicio, que limpiaba la iglesia, resonaban en las bóvedas. Entonces escuché un rumor cerca de mí y pude ver a una mujer alta y delgada, vestida de manera extraña y con un velo que cubría su rostro, que se acercaba a mí para confesarse, después de haber entrado por la puerta lateral. Se movía con gracia indescriptible; se arrodilló y dejó escapar de su pecho un profundo suspiro. Sentí su respiración ardiente y noté como si me envolviera una magia embelesadora, antes incluso de que hubiera comenzado a hablar. ¿Cómo podría describir el tono de su voz, tan particular y penetrante? Cada una de sus palabras estremeció mi pecho, cuando confesó que profesaba un amor prohibido contra el que luchaba en vano desde hacía ya largo tiempo, y que este amor era tanto más pecaminoso cuanto que al enamorado le ataban para siempre vínculos sagrados. Pero en la locura de su desesperación había maldecido ya esos vínculos. Se atragantó con un mar de lágrimas que ahogaban prácticamente las palabras, y confesó:
—¡Medardo, tú mismo eres al que amo de manera indecible!
Mis nervios se contrajeron como en una convulsión mortal. Estaba fuera de mí, un sentimiento todavía no experimentado de verla y abrazarla desgastó mi pecho. ¡Abrasado de placer y tormento, un minuto de bienaventuranza a cambio del eterno martirio en el infierno! Ella guardó silencio, pero la escuché respirar profundamente. Entonces se apoderó de mí una desesperación salvaje. De lo que pude decir en aquel momento no mantengo ningún recuerdo, pero percibí cómo ella se levantaba en silencio y se distanciaba, mientras yo presionaba con fuerza el paño ante mis ojos y, como aturdido e inconsciente, permanecía sentado en el confesionario.
Por suerte nadie más había entrado en la iglesia, así que pude deslizarme de manera imperceptible hasta mi celda. Cuán diferente me parecía ahora todo, qué necio y frívolo mi afán. Ni siquiera había visto el rostro de la desconocida y, sin embargo, ya vivía en mi interior, contemplándome con agraciados ojos azules perlados de lágrimas, que, como con un fuego absorbente recaían en mi alma y encendían una llama que ninguna oración, ninguna penitencia podrían ya apagar. Aunque esto fue precisamente lo que intenté: me azoté con la cuerda de nudos hasta sangrar, para escapar de la eterna condenación que me amenazaba. El fuego que la mujer desconocida me había inoculado despertaba en mí tales deseos que no sabía qué hacer para liberarme de aquel tormento libidinoso.
Un altar de nuestra iglesia estaba consagrado a Santa Rosalía, cuya espléndida imagen había sido pintada reflejando el momento de su martirio[12]. Era mi amante, la reconocí en el momento, incluso llevaba un traje extraño idéntico al de la desconocida. Entonces permanecí allí horas, como sumido en una locura de perdición, arrojado sobre los escalones del altar y lanzando horribles alaridos de desesperación. Los monjes quedaron horrorizados y me evitaban con recelo. En los instantes más tranquilos recorría el jardín del monasterio de arriba abajo, en la distancia la veía pasear, salir de la maleza, surgir de la fuente, gravitar sobre la pradera florida: ¡ella, siempre ella, ella por todas partes! Entonces maldije mis votos, mi existencia. Quería regresar al mundo y no parar hasta haberla encontrado y comprado con la salvación de mi alma. Al final me fue posible mitigar las erupciones de lo que era, para mis hermanos y el prior, inexplicable locura. Pude aparecer más sosegado, pero la llama corruptora me laceraba con creciente intensidad. ¡Sin dormir! ¡Sin tranquilidad! Perseguido por su imagen me revolvía en el duro lecho, llamando a todos los santos, no para que me salvaran de la alucinación seductora, ni para salvaguardar mi alma de la perdición eterna, sino para que me entregaran a la mujer, para romper mi juramento, para que me regalaran la libertad de pecar y cometer apostasía.
Decidí poner punto final a mi tormento huyendo del monasterio. La liberación de los votos monacales me parecía la solución necesaria para ver a la mujer en mis brazos y apagar el deseo que me consumía. Determiné cortarme la barba y ponerme un traje mundano para así, irreconocible, vagar por la ciudad hasta encontrarla. No pensé en lo difícil, en lo imposible que podría resultar esta empresa, ni en que quizá, sin nada de dinero, no podría vivir ni siquiera un solo día fuera de los muros del monasterio.
El último día que pretendía permanecer en el Monasterio había llegado. Por casualidad logré conseguir un traje civil decoroso. Quería abandonar el monasterio la noche siguiente para no regresar nunca. Ya era tarde cuando el prior mandó llamarme de manera inesperada. Temblé, pues creía con certeza que había notado algo de mis preparativos secretos. Leonardo me recibió con una seriedad desacostumbrada, incluso con una dignidad imponente, ante la que me estremecí.
—Hermano Medardo —comenzó—, tu comportamiento insensato, que yo sólo tengo por la erupción de una exaltación espiritual que tú mismo, desde hace mucho tiempo y quizá con no muy puras intenciones, has causado, rompe nuestra tranquila convivencia, tiene efectos destructivos en la alegría y apacibilidad que aspiraba hasta ahora a mantener entre los hermanos como fruto de una vida piadosa. Quizá el culpable de ello ha sido algún acontecimiento hostil que te ha afectado. Habrías encontrado consuelo en mí, tu amigo paternal, y habrías podido confiarme todo. Pero callaste y no quiero apremiarte, porque no deseo ya sacrificar parte de mi tranquilidad, que a mi edad valoro sobre todas las cosas, por tu secreto. Has provocado a menudo, especialmente ante el altar de Santa Rosalía, con tus horribles e indecentes discursos que parecían salir de ti como en trance, un escándalo impío y no sólo entre los hermanos, sino también entre visitantes que se encontraban casualmente en ese momento en la iglesia. Podría por tanto castigarte duramente con el Reglamento en la mano, pero no quiero hacerlo, ya que quizá un poder maligno, probablemente el mismo Satanás, al que no has ofrecido la resistencia necesaria, es culpable de tu extravío. Te recomiendo ser fuerte en la penitencia y en la oración. ¡Puedo ver profundamente en tu alma!
¡Quieres irte de aquí!
Leonardo me contemplaba de manera penetrante. No podía soportar su mirada. Sollozando me arrojé al suelo, consciente de mi insana intención.
—Te comprendo —continuó Leonardo—, y creo que el mundo, siempre que vivas en él con piedad, podrá salvarte de tu extravío mejor que la soledad del monasterio. Un asunto requiere el envío de un hermano a Roma. Te he elegido para esta misión y mañana podrás ya, provisto con los poderes e instrucciones necesarios, emprender el camino. Eres el indicado para el cumplimiento de este cometido, ya que eres joven, hábil en los negocios y estás sano, y además dominas el italiano. Regresa ahora a tu celda y reza fervientemente por la salvación de tu alma; yo haré lo mismo, pero evita cualquier mortificación de la carne, que sólo te debilitaría y te impediría viajar.
Te esperaré aquí, en esta habitación, cuando rompa el día.
Como un rayo del Cielo me iluminaron las palabras del venerable Leonardo. Le había odiado, pero ahora me atravesaba con dolor placentero el amor que antaño había sentido por él. Derramé ardientes lágrimas, besé sus manos. Me abrazó y me pareció como si conociese mis pensamientos más secretos y me otorgase la libertad de seguir mi destino fatal que, tras algunos minutos de bienaventuranza, podría precipitarme en la eterna perdición.
Ahora era la huida innecesaria. Podía abandonar el monasterio y perseguirla, perseguirla sin encontrar reposo ni salvación en este mundo hasta encontrarla. El viaje a Roma, la misión, me parecían discurridos por Leonardo sólo para hacerme salir del monasterio de manera conveniente.
Pasé la noche rezando y preparándome para el viaje. El resto del vino misterioso lo vertí en una damajuana, para servirme de él como medio eficaz comprobado, y coloqué el frasco, que había contenido el elixir, en la caja.
Cuál sería mi asombro al comprobar por las extensas instrucciones del prior que mi viaje a Roma estaba justificado, y que el asunto que reclamaba la presencia de un hermano con plenos poderes era de gran importancia y trascendencia. Me resultó triste haber pensado que lo primero que haría tras mis primeros pasos fuera del monasterio sería abandonarme a mi libertad, sin consideración al cometido del prior. Pero el pensamiento en ella me otorgó valor y decidí permanecer fiel a mis planes.
Los hermanos se reunieron, y la despedida, especialmente del hermano Leonardo, me llenó de profunda tristeza. Cuando finalmente se cerró la puerta del monasterio detrás de mí, me encontré preparado para el viaje y en plena libertad.