APENDICE DEL PADRE SPIRIDION
BIBLIOTECARIO DEL MONASTERIO CAPUCHINO EN B.

En la noche entre el tres y el cuatro de septiembre de 17** ocurrieron cosas extraordinarias en nuestro monasterio. Sería medianoche cuando escuché en la celda contigua, perteneciente al hermano Medardo, extrañas risas y un gemido ahogado y lastimero. Me pareció oír claramente las siguientes palabras, pronunciadas por una voz horrible y repulsiva:

«Ven conmigo, hermanito Medardo, vamos a buscar a la novia». Me levanté y quise dirigirme a la celda de Medardo, pero se apoderó de mí un espanto tan extraño que todos mis miembros se estremecieron violentamente, como si hubiesen sido afectados por un escalofrío febril. En vez de ir a ver a Medardo, fui a la celda de Leonardo al que, no sin esfuerzo, pude despertar. Le conté todo lo que había oído. El prior se asustó mucho, se levantó de un salto y me dijo que trajera los cirios consagrados para ir luego los dos a la celda de Medardo. Hice lo que me ordenaron, encendí los cirios con la lámpara que estaba ante la imagen de la Madre de Dios y subimos las escaleras. Por mucho que escuchamos ya no pudimos oír la voz. En su lugar, oímos un tañido de campanas, débil y armonioso. Pareció como si se extendiera un ligero aroma a rosas. Nos acercamos más y la puerta se abrió de improviso. Un hombre alto, con una capa violeta y una barba blanca y rizada, salió de la celda. Yo estaba muy asustado, pues sabía muy bien que aquel hombre podía ser perfectamente un espectro amenazante, ya que las puertas del monasterio permanecían cerradas a cal y canto, por lo que ningún extraño podría haber penetrado. Leonardo, sin embargo, le miró directamente y con valor, aunque sin decir una palabra.

—La hora en que se cumpla el destino no tardará en llegar —dijo la figura con voz solemne y baja, desapareciendo a continuación por el oscuro corredor.

Mi inquietud aumentó tanto que mi mano temblorosa estuvo a punto de dejar caer el cirio. El prior, que gracias a su devoción y fortaleza en la fe, no tiene en mucho a los espectros, me tomó del brazo y dijo:

—Ahora entraremos en la celda del hermano Medardo.

Así lo hicimos. Encontramos al hermano, que desde hacía tiempo se encontraba muy débil, agonizando. La muerte le había paralizado la lengua, y sólo emitía ligeros estertores. Leonardo permaneció a su lado mientras yo, tocando la campana y gritando: «levantaos, levantaos, el hermano Medardo agoniza», despertaba a los demás hermanos. Se levantaron, y no faltó ninguno cuando, con velas encendidas, nos dirigimos al lecho de agonía de Medardo. Todos, incluso yo mismo, que había logrado superar el miedo, nos sumimos en gran pesadumbre. Transportamos al hermano Medardo en una camilla hasta la iglesia del monasterio y lo dejamos ante el altar. Entonces, ante nuestro asombro, se recuperó algo y comenzó a hablar. El mismo Leonardo, después de una completa confesión y de la absolución, le administró los Santos Óleos. Después, mientras Leonardo todavía permanecía a su lado y hablaba con él, nos fuimos al coro y entonamos los cantos fúnebres acostumbrados para pedir la salvación del alma del hermano agonizante. Justo cuando la campana del monasterio tañía al día siguiente por duodécima vez, es decir al mediodía del cinco de septiembre de 17**, Medardo moría en los brazos del prior. Nos dimos cuenta de que era el mismo día y la misma hora en que la monja Rosalía, el año anterior, de forma horrible y después de prometer su voto, había sido asesinada. Durante el réquiem y la inhumación sucedió todavía lo siguiente. En el réquiem se extendió un fuerte aroma a rosas. Advertimos que ante el bello cuadro de Santa Rosalía —que al parecer fue obra de un pintor italiano desconocido, comprado por un precio ridículo a un monasterio capuchino, situado en la región de Roma, que se quedó a su vez con una copia—, había un ramo de bellas rosas, muy raras en esa época del año. El hermano portero dijo que por la mañana muy temprano un pedigüeño de aspecto miserable, pasando inadvertido, había subido al altar y fijado el ramo de flores en el cuadro. El mismo pedigüeño se encontraba en el entierro y se abrió paso entre los hermanos. Quisimos rechazarle, pero después de que el prior le mirase fijamente, nos ordenó que le tolerásemos junto a nosotros. Posteriormente le aceptó como hermano lego en el monasterio. Le llamábamos Pedro, ya que su nombre en el mundo había sido Pedro Schönfeld. Le dejamos el orgulloso nombre porque era muy tranquilo y alegre de ánimo, hablaba poco y sólo muy raras veces reía algo burlón, lo que no era en absoluto pecaminoso y a nosotros nos gustaba. El prior Leonardo dijo una vez que la luz de Pedro se había extinguido debido al vaho de la locura, que, en su interior, se había transformado en la ironía de la vida. No comprendimos nada de lo que quería decir el sabio Leonardo con estas palabras. Sin embargo pudimos percibir que conocía al hermano lego Pedro desde hacía mucho tiempo. De este modo he añadido, con precisión y no sin esfuerzo ad majorem Dei gloriam, a las páginas que presumiblemente contienen la vida del hermano Medardo, que yo no he leído, las circunstancias de su muerte. Paz y tranquilidad al hermano fallecido. Que el Señor del Cielo le permita resucitar alegremente y le admita en el coro de los hombres santos, ya que murió con mucha devoción.