LA CIUDAD DE AZOFAR[136]

Cuéntase que antaño hubo, en épocas y años transcurridos hace mucho tiempo, en Damasco de Siria, un califa conocido como Abd al-Malik ben Marwan, quinto de la dinastía de los Omeyas. Cierto día en que hallábase este Comendador de los Creyentes sentado en su palacio conversando con sus reyes, sultanes y grandes de su imperio la charla recayó sobre las leyendas acerca de pueblos del pasado y las tradiciones en torno a nuestro señor Salomón, hijo de David (¡la paz sea con ambos!) y el señorío y dominio que el Todopoderoso Alá le había conferido sobre hombres, jinn, aves, bestias y reptiles y sobre el viento y otras cosas de la creación, y el califa dijo: «En verdad que hemos oído a aquellos que nos precedieron que el Señor (¡alabado y exaltado sea!) a nadie concedió algo parejo a lo que concedió a nuestro señor Salomón y que este alcanzó lo que ningún otro jamás alcanzó, pues solía encerrar jinnis y marids y demonios en cucúrbitas de cobre e impedirles la salida con plomo sellado[137] con su anillo». Dijo entonces Talib ben Sahl (que era buscador de tesoros y tenía libros que revelaban dónde había riquezas y fortunas ocultas bajo tierra): «Oh Comendador de los Creyentes, —¡Alá haga que tu imperio perdure y exalte tu dignidad ahora y siempre!—, mi padre me contó de mi abuelo que este en cierta ocasión fletó un barco en compañía de algunos más, con intención de dirigirse a la isla de Sikiliyah o Sicilia y navegaron hasta que se levantó un viento contrario que les desvió de su rumbo y, después de un mes, les llevó al pie de una gran montaña en uno de los dominios de Alá el Altísimo, pero ellos no sabían dónde se hallaban aquellas tierras». Mi abuelo lo contaba así: ’Aquello sucedió en medio de las tinieblas de la noche, pero tan pronto como se hizo de día vinieron hacia nosotros, saliendo de las cuevas de la montaña, unas gentes de color negro y cuerpo desnudo, como los animales salvajes, que no comprendían una sola palabra de cuanto les decíamos ni había quien supiera árabe, excepto su rey, que era de su misma traza. Al ver el barco, nos dio la bienvenida y nos preguntó por nuestras circunstancias y nuestra fe. Le informamos de todo lo concerniente a nosotros y él replicó: «Elevad vuestro ánimo, pues no sufriréis daño alguno». Cuando, a nuestra vez, le interrogamos acerca de su fe, descubrimos que allí cada uno pertenecía a algunos de los muchos credos existentes antes de la predicación del Islam y la misión de Mahoma, ¡a quien Alá bendiga y guarde! De modo que mis compañeros dijeron: «No sabemos de qué hablas», y el rey habló de esta manera: «Ningún hijo de Adán había llegado a nuestro país antes de vosotros, pero no temáis, sino más bien regocijaos, en la seguridad de vuestro bienestar y del retorno a vuestra patria». Nos agasajaron luego durante tres días, dándonos a comer carne de aves y animales silvestres, así como pescado, pues no tenían ninguna otra carne. Al cuarto día nos llevaron de vuelta a la playa para que pudiéramos solazarnos contemplando a los pescadores. Vimos allí a un hombre que echó las redes al mar y al instante tiró de ellas y he aquí que dentro había una retorta de cobre tapada con plomo y sellada con el cuño de Salomón, hijo de David, ¡la paz sea con ambos! Llevó la vasija a tierra y la destapó y al instante surgió de su interior una humareda que formando una espiral azul se elevó hasta el cénit y escuchamos una voz horrible que decía: ¡Me arrepiento, me arrepiento! ¡Perdón, oh profeta de Alá! ¡Nunca más volveré a hacer lo que hice! Luego la humareda se convirtió en un terrible gigante de horripilante aspecto, cuya cabeza se hallaba a la altura de las cimas de las montañas y se desvaneció ante nuestra vista, mientras nuestros corazones estaban a punto de saltársenos del pecho a causa del terror; los negros, en cambio, no mostraban la menor preocupación. Nos reunimos nuevamente con el rey y le interrogamos acerca de aquel fenómeno, a lo cual nos respondió: «Sabed que este era uno de los jinns a los que Salomón, hijo de David, furioso con ellos, encerró en esas vasijas y arrojó al mar, después de precintar las bocas con plomo derretido. Con frecuencia, nuestros pescadores, al echar las redes, extraen esos recipientes de los que, al abrirlos, salen los jinns, que, convencidos de que Salomón aún vive y puede perdonarles, hacen un acto de sumisión a él y dicen: ¡Me arrepiento, oh profeta de Alá!». Maravillado quedó el califa por la historia de Talib, y dijo: «¡Gloria a Dios! En verdad que un poderoso imperio le fue otorgado a Salomón». Hallábase presente Al-Nabhigah al-Zubyan[138], y dijo: «Talib ha hablado muy acertadamente, como queda probado por las palabras del Omnisciente, el Primero:

Y Salomón, cuando Alá le dijo / ‘Levanta, sé califa, gobierna con recto imperio.

Ensalza la obediencia de quien te obedece / Y a quien se rebela redúcele a prisión para siempre’.

Por eso les metía en los recipientes de cobre y les arrojaba al mar».

Pareciéronle bien al califa las palabras del poeta y dijo: «Por Alá, ansió contemplar algunas de esas vasijas salomónicas, que han de ser una advertencia para aquellos que deben ser advertidos». «Oh Comendador de los Creyentes», replicó Talib, «está en tu mano tal cosa sin moverte de aquí. Envía a tu hermano Abd al-Aziz ben Marwan un emisario para que le escriba a Musa ben Nusayr[139], gobernador del Magrib o Marruecos, ordenándole que cabalgue hasta las montañas de las que he hablado y te traiga tantas de esas retortas como desees, pues esas montañas lindan con las fronteras de su provincia». Aprobó el califa ese consejo y dijo: «Has hablado con acierto, oh Talib, y quiero que en lo tocante a este asunto seas tú mi mensajero para Musa ben Nusayr y por ello tendrás la Bandera Blanca[140] y todo cuanto necesites en dineros y honores o en cualquier otra cosa, y yo miraré por tu familia en tu ausencia». «Con amor y gozo, oh Comendador de los Creyentes», respondió Talib. «Ve, con la bendición de Alá y con su ayuda», dijo el califa, y ordenó escribir una carta para su hermano Abd al-Aziz, su virrey en Egipto, y otra para Musa ben Nusayr, su virrey en el noroeste de África, ordenándole que fuera él mismo en busca de las redomas salomónicas, dejando en su puesto de gobierno a su hijo. Le encomendaba asimismo que contratara guías y no escatimase hombres ni dinero y que no se mostrara remiso en la empresa pues no habría excusa para él. Selló luego ambas cartas y se las encomendó a Talib ben Sahl, con el mandato de que enviara por delante las insignias reales y de que viajara a la máxima velocidad que pudiera, y puso a su disposición dinero, jinetes y hombres de a pie para que le sirvieran de apoyo en su viaje, y luego hizo provisión de cuanto se precisaba para el mantenimiento de su casa durante su ausencia.

Emprendió, pues, Talib la marcha y a su debido tiempo arribó a El Cairo[141]. En compañía de su escolta cruzó el país desierto que hay entre Siria y Egipto, donde el gobernador salió a su encuentro y les agasajó a él y a todo su séquito con gran regalo todo el tiempo que permanecieron allí. Luego les proporcionó un guía para conducirles al Said o Alto Egipto, donde tenía su morada el emir Musa, y cuando el hijo de Nusayr supo de la llegada de Talib le salió al encuentro y tuvo con él gran alborozo. Talib le entregó la carta del califa y aquel la tomó con reverencia y, poniéndola sobre su cabeza, exclamó: «Oigo y obedezco al Príncipe de los Creyentes». Luego estimó como más conveniente el reunir a sus más destacados lugartenientes y cuando todos estuvieron presentes les transmitió su delectación por la carta del califa y recabó de ellos su consejo acerca de cómo habría de actuar. «Oh emir», le respondieron, «si buscas a alguien que te guíe hasta el lugar preciso, haz venir al Sheykh Abd al-Samad, ibn ’Abd al-Kuddús al-Samudi[142], pues es un hombre de vastos conocimientos que ha viajado mucho y conoce por propia experiencia todos los mares, desiertos, bosques y países del mundo y a sus habitantes, y cuantas maravillas hay en ellos; así, pues, házle venir y con toda seguridad él te guiará a plena satisfacción». Envió Musa a por este hombre y resultó ser un anciano ya entrado en años y quebrantado por el paso del tiempo. El emir le saludó y le dijo: «Oh Sheykh Abd al-Samad, nuestro señor el Príncipe de los Creyentes, Abd al-Malik ben Marwan, me ha ordenado esto y esto. Yo tengo un escaso conocimiento de la tierra en que se halla lo que el califa desea, pero me han dicho que tú la conoces bien, así como el camino para llegar a ella. ¿Querrás, pues, venir conmigo y ayudarme a satisfacer los anhelos del califa? Si así complace a Alá el Altísimo, tus afanes y tu trabajo no serán estériles». El Sheykh respondió: «Oigo y obedezco el mandato del Comendador de los Creyentes, pero sabe, oh emir, que el camino es largo y difícil y hay pocas sendas». «¿A qué distancia está?», preguntó Musa, y el Sheykh replicó: «Es un viaje de dos años y varios meses de ida y otro tanto para el regreso, y el camino está lleno de penalidades y espantos y de cosas insólitas y maravillosas. Ahora bien, tú eres un campeón de la fe[143] y nuestro país está muy cerca del de nuestros enemigos y tal vez los nazarenos caigan sobre nosotros en tu ausencia; por tanto, te conviene dejar a alguien que se haga cargo del gobierno en tu lugar». «Me parece bien», respondió el emir, y designó gobernador a su hijo Harún para el tiempo que durase su ausencia, demandando a las tropas que le juraran fidelidad y conminándolas a obedecerle en cuanto gustase mandar. Escucharon todos sus palabras y prometieron la obediencia solicitada. Era este Harún hombre de gran intrepidez, guerrero de renombre y valeroso caballero, y el Sheykh Abd al-Samad afectó ante él que el lugar al que se encaminaban no estaba sino a unos cuatro meses de viaje por la orilla del mar, con lugares donde acampar por todo el camino, colindantes unos con otros, y fuentes y hierba en abundancia, y añadió: «Con seguridad que Alá nos hará fácil el empeño gracias a su bendición, oh lugarteniente del Comendador de Los Creyentes». El emir Musa preguntó: «¿Sabes si algún rey ha transitado por esa tierra antes que nosotros?», y el Sheykh respondió: «Sí, perteneció en otros tiempos a Darío el griego, rey de Alejandría». Mas, en privado, le dijo a Musa: «Oh emir, lleva contigo mil camellos cargados de vituallas y una buena provisión de cántaros»[144]. El emir le interrogó: «¿Y para qué los queremos?», a lo que el Sheykh respondió: «En medio del camino está el desierto de Kayrawan o Cirene, que es un vasto terreno pelado para cruzar el cual son precisos cuatro días y no hay agua ni resuena en él sonido o voz algunos ni jamás se ve un alma. Además, sopla el simún[145] y otros ardientes vientos Al-Juwayb llamados, que resecan las cantimploras de pellejo, pero si el agua se transporta en cántaros no se verá afectada». «Muy bien», dijo Musa, e hizo llevar desde Alejandría gran cantidad de cántaros. Tomó luego consigo a su wazir y a dos mil hombres a caballo, vestidos con cota de malla de los pies a la cabeza y se puso en marcha sin otro guía que, Abd al-Samad, que les precedía montado en su rocín. La partida viajó con presteza, dejando atrás ora tierras deshabitadas, ora ruinas, atravesando tan pronto temibles extensiones peladas y sedientos eriales como montañas de afiladas cumbres sobre la altura de la atmósfera. No cesaron de viajar durante todo un año, hasta que una mañana, al romper el día, después de viajar toda la noche, he aquí que el Sheykh hallóse en una tierra que no conocía y dijo: «¡No hay Majestad y no hay Poder sino en Alá, el Glorioso, el Grande!», y el emir dijo: «¿Qué sucede, oh Sheykh?», a lo que este respondió: «¡Por el Señor de la Ka’abah, que nos hemos apartado de nuestro camino!». «¿Cómo ha ocurrido tal cosa?», preguntó Musa, y Abd al-Samad respondió: «Las estrellas estaban ocultas por las nubes y no he podido guiarme por ellas». «¿En qué tierra de Dios estamos, pues?», volvió a preguntar el emir, y el Sheykh replicó: «No lo sé, pues nunca había puesto mis ojos en esta tierra hasta el día de hoy». Musa dijo entonces: «Guíanos de regreso hasta el lugar en que nos extraviamos», pero el otro dijo: «Ya no sé». Y Musa habló entonces de este modo: «Sigamos adelante, pues; tal vez Alá nos guíe o nos conduzca acertadamente con Su poder». Prosiguieron, en consecuencia, el viaje hasta la oración del mediodía, en que llegaron a una fértil campiña, extensa, lisa y plácida como el mar en calma, y al poco de estar allí se les apareció en el horizonte un gran objeto, elevado y negro, en mitad del cual parecía brotar una humareda que se elevaba hasta los confines del cielo. Encamináronse hacia él y no se detuvieron en su carrera hasta hallarse muy próximos al mismo, pudiendo observar entonces que se trataba de un encumbrado castillo, de fuertes cimientos, ingente y aterrador como una montaña fortificada, todo él construido de piedra negra, con ceñudas almenas y una puerta de bruñido acero de China que cegaba los ojos y ofuscaba los sentidos. Todo en derredor tenía un millar de escalones y lo que desde lejos semejaba una humareda era una bóveda de plomo de cien codos de altura situada en su mitad. Maravillóse sobremanera el emir al ver esto y que el lugar estaba totalmente desprovisto de habitantes, y el Sheykh, tras haber comprobado este extremo, dijo: «¡No hay más dios que el Dios y Mahoma es el Apóstol de Dios!», y Musa dijo: «Te oigo alabar al Señor y santificarle y tengo para mí que estás lleno de gozo». «Oh emir», replicó Abd al-Samad, «regocíjate, pues Alá (¡ensalzado y exaltado sea!) nos ha librado de temibles desiertos y sedientos eriales». «¿Cómo lo sabes?», preguntó Musa, y el otro respondió: «Lo sé porque mi padre me dijo que mi abuelo había dicho: ’Viajando en cierta ocasión por esta tierra y habiendo extraviado el caprino llegamos a este palacio y de aquí a la Ciudad de Azófar, que está separada del lugar que andas buscando dos meses enteros de viaje; pero has de ganar la orilla del mar y no apartarte de ella, pues hay allí agua abundante y fuentes y lugares para acampar trazados por el rey Zu al-Karnayn Iskandar, el cual, cuando se dirigía a la conquista de Mauritania, halló que el camino incluía sedientos desiertos y eriales e hizo cavar pozos y construir aljibes». Musa exclamó: «¡Alá te regocije con esta magnífica noticia!», y el Sheykh dijo: «Vamos a contemplar ese palacio y sus maravillas, pues es una amonestación para cuantos han de ser amonestados». Dirigióse, pues, el emir hacia el palacio junto con el Sheykh y sus oficiales y llegados a la puerta halláronla abierta. Esta puerta había sido erigida sobre elevadísimas columnas y pórticos, cuyos muros y cielorrasos tenían incrustaciones de oro y plata y piedras preciosas, y la escalaban varios tramos de peldaños entre los que había dos escalones más anchos, de mármol coloreado, como nunca se vio cosa igual. Y en el umbral había una estela grabada con letras de oro en antiguos caracteres del jonio arcaico. «Oh emir», preguntó el Sheykh, «¿quieres que lo descifre?», y Musa respondió: «¡Léelo y que Dios te bendiga! Pues todo lo que nos acontece en este viaje depende de tu merced». Y el Sheykh, que era un hombre muy instruido y versado en todas las lenguas y caracteres, se acercó a la estela y leyó lo que en ella se decía, que eran estos versos:

Las señales que aquí despliegan sus grandiosas obras / Nos advierten de que todo discurre por la misma senda.

Oh tú que estás en este lugar para oír / Las mareas de las gentes cuyo poder pasó ya para siempre,

Traspasa las puertas de este palacio e indaga en busca de noticia / De grandezas caídas en el polvo y en el barro.

La muerte las ha destruido y ha disipado su poder / Y en el polvo se perdió su rica ostentación.

Como si hubieran dejado sus cargas en el suelo / Para un breve descanso y luego hubieran partido para siempre.

Al oír estas estrofas el emir Musa lloró hasta perder los sentidos y luego dijo: «¡No hay más dios que el Dios, el Viviente, el Eterno, que no tiene fin!». Adentróse después en el palacio y quedóse atónito ante su hermosura y la belleza de su construcción.

Entretúvose un rato contemplando las pinturas y las imágenes que allí había, hasta llegar a otra puerta sobre la que también había unos versos escritos y le dijo al Sheykh: «Ven a leerme esto». Adelantóse, pues, el Sheykh y leyó lo siguiente:

Bajo estas bóvedas, cuántos visitantes / Detuviéronse antaño y prosiguieron sin demorarse.

Contempla lo que el tiempo muestra en ciertos seres viles / Con sus ardides, que a tales amos acechan.

Juntos comparten lo que allegaron / Y dejan sus deleites y se encaminan a la podredumbre de la muerte.

¡Qué deleites gozaron! ¡Qué manjares devoraron! Y ahora / Son devorados en el polvo, botín de los gusanos.

Ante esto, el emir Musa derramó amargas lágrimas y el mundo tornóse rojo ante su vista, y dijo: «¡En verdad que fuimos creados para un elevado fin!»[146]. Procedieron luego a explorar el palacio y lo hallaron desierto y desprovisto de todo ser viviente, sus patios desolados y las estancias vacías. En el centro había un encumbrado pabellón con una alta cúpula y en torno suyo cuatrocientas tumbas labradas en mármol amarillo. Acercóse el emir a ellas y he aquí que destacaba entre todas una gran tumba, espaciosa y alargada, que tenía en su cabecera una estela de mármol blanco sobre la que estaban grabados estos versos:

¡Cuán a menudo combatí! ¡Y a cuántos di muerte / ¡Cuánta prosperidad y cuánta ruina he contemplado!

¡Cuánto he comido! ¡Cuánto he bebido! / ¡Cuán a menudo he oído la fatiga de los rapsodas!

¡Cuántas órdenes he impartido! ¡Cuán a menudo he vetado! / ¡Cuántos castillos y castellanos

He sitiado y saqueado, y las doncellas de los claustros / Fueron hechas cautivas en lo más oculto de sus muros!

Mas pequé de ignorancia al ganar trofeos / Que una vez ganados probaron ser fútiles y ningún provecho aportaron.

Calcula bien, pues, hombre, y sé juicioso / Antes de apurar tu cáliz de muerte y perdición.

Pues basta un poco de polvo derramado sobre tu cabeza / Y tu vida se abismará en la muerte.

El emir y sus acompañantes rompieron a llorar y luego, aproximándose al pabellón, vieron que había ocho puertas de madera de sándalo tachonadas con clavos de oro y estrellas de plata, con incrustaciones de toda clase de piedras preciosas. Sobre la primera puerta estaban escritos estos versos:

Cuanto abandoné no lo hice por nobleza de alma / Sino por mandato y decreto, que a todo hombre obliga.

Mientras viví feliz, con espíritu soberbio y altivo / Defendiendo mis tesoros como un león en la lid,

No tuve reposo, y el anhelo de ganancias me impidió dar un solo grano / De mostaza para librar a mi alma del fuego del infierno,

Hasta que fui alcanzado un día, como el dardo que vuela, por un decreto / Del Hacedor, del Creador, el Señor del Poder y de la Justicia.

Al ser mi muerte decretada mi vida no fui capaz de conservar / Por medio de mis ardides, mi astucia ni mis mañas.

De nada sirviéronme las tropas que había reclutado, / Ninguno de mis amigos o vecinos tuvo en su mano enmendar mi aprieto.

Toda mi vida me vi abrumado, viajando hacia la muerte/ Ya impelido o gozoso, con deleite o aversión.

Aunque tus bolsas estén henchidas y añadas un dinar a otro dinar / Todo te abandonará con la fugacidad de la noche.

Y el conductor del camello y el sepulturero[147] / Serán lo que traigan tus herederos antes de que la mañana apunte luminosa.

Y en el Día del Juicio estarás solo ante Tu Señor / Abrumado por tus pecados, tus crímenes y tu pavor.

No permitas que el mundo te seduzca con sus señuelos / Mas observa en qué medida tu familia y tus vecinos han participado de él.

Al oír Musa estas palabras lloró con un llanto tan sentido que cayó en un desmayo; luego, una vez vuelto en sí, entró en el pabellón y en su interior vio una gran tumba de pavorosa visión, en la que había una estela de acero chino, y Sheykh Abd al-Samad se acercó y leyó esta inscripción: «En el Nombre del Sempiterno Alá, El que no tiene Principio ni Fin; en el Nombre de Alá, que no fue engendrado ni engendró y que no tiene parigual; en el Nombre de Alá, Señor de la Majestad y el Poder; en el Nombre del Único Viviente que no está abocado a la muerte. Oh tú, que llegas a este lugar, sírvate de aviso cuanto has visto de los azares del Tiempo y las vicisitudes de la Fortuna y no te dejes engañar por el mundo y sus pompas, sus vanidades y sus falacias, sus falsedades y vanos halagos, pues es lisonjero, engañoso y traicionero, y todas sus cosas no son sino un préstamo que nos hace y que de todos se cobrará. Es como los sueños del soñador o el espejismo del desierto, que el sediento cree que es agua[148]. Satán lo hace atractivo para el hombre incluso en la proximidad de la muerte. Esos son los caminos del mundo; no pongas, pues, tu confianza en cosa alguna de cuanto en el mundo hay, pues traiciona a quien se inclina hacia él y a quien se entrega a sus cuidados. No caigas en sus celadas ni te ampares en sus vestiduras: queda advertido por mi ejemplo. Yo era dueño de cuatro mil caballos y de un soberbio palacio y tenía por esposas a mil hijas de reyes, doncellas de senos altos como lunas; fui bendecido con mil hijos cual fieros leones y perduré durante mil años, alegre de mente y de corazón, y amasé tesoros más allá de todo parangón con todos los reyes de todas las regiones de la tierra, en la convicción de que el deleite perduraría.

Mas, de improviso, cayó sobre mí el Destructor de deleites, el Devastador de sociedades, el Desolador de moradas y el Expoliador de yermos, el Exterminador de grandes y pequeños, niños, hijos y madres, el que carece de compasión por el pobre a causa de su pobreza ni teme al rey por sus mandatos y sus vetos. En verdad, vivíamos sanos y salvos en este palacio hasta que se abatió sobre nosotros la justicia del Señor de los Tres Mundos, Señor de los Cielos y Señor de las Tierras: la venganza de la Verdad Manifiesta[149] nos alcanzó cuando morían dos de nosotros cada día, hasta que gran número hubo perecido. Cuando vi que la destrucción había entrado en nuestras moradas y se había asentado entre nosotros y nos había sumergido en el océano de la muerte llamé a un escritor y le hice inscribir estos versos y estos ejemplos y admoniciones, los cuales hice grabar con regla y compás en estas puertas, estelas y tumbas. Tenía entonces un ejército de un millar de millares de bridas, hombres de porte marcial con fuertes y torneados antebrazos, armados con lanzas y cotas de malla y refulgentes espadas; les di orden de revestirse con su cota de malla de largo vuelo y de ceñir las cortantes espadas, montar sus templados corceles y enarbolar sus temibles picas, y cuando se abatió sobre nosotros la justicia del Señor del cielo y la tierra les dije: ‘Oh soldados y mesnaderos todos, ¿podéis darme garantía de salvaguardia frente a lo que el Rey Omnipotente hace abatirse sobre mí?’. Pero tropas y mesnaderos no garantizaban nada de eso y dijeron: ¿Cómo combatiremos contra Aquel a quién ningún chambelán veta el paso, el Señor de la puerta que no necesita portero? Entonces yo les dije: ‘Traedme mis tesoros’. Mis tesoros hallábanse depositados en mil aljibes, en cada uno de los cuales había mil quintales[150] de oro rojo y otro tanto de plata, además de perlas y joyas de todas clases y otros objetos de valor, inasequibles para los reyes de la tierra. Cumplieron mi orden, y al poner todo el tesoro en mi presencia les dije: ‘¿Podéis rescatarme con este tesoro o pagarme un día de vida con él?’ ¡Pero no podían! Así, pues, se resignaron al destino y al hado prefijados y me sometí al juicio de Alá, soportando pacientemente cuanta aflicción me asignó hasta que tomó mi alma y me hizo reposar en esta tumba. Y si preguntáis por mi nombre, soy Kush, hijo de Shaddad, el hijo de Ad el Grande». Y sobre las tablillas hallábanse grabados estos versos:

Si quieres saber mi nombre, cuyos días han terminado / Con giros del Tiempo y mudanzas bajo el sol,

Sabe que soy el hijo de Shaddad, que imperó sobre la humanidad / Y sobre toda la tierra ejerció su dominio.

Todos los pueblos irreductibles me estaban sometidos, / Desde Sham a El Cairo y la tierra de Adnan[151].

Reiné con gloria sometiendo a muchos reyes, / Y todos los pueblos temían mis agravios.

Sí, tribus y ejércitos contemplaba en mi mano, / Todo el mundo me temía, tanto amigos como enemigos.

Cuando montaba en mi caballo revisaba mis innúmeras tropas / Un millón de bridas sobre relinchantes corceles.

Y poseía tal riqueza que nadie podía calcularla, / Atesorando cuanto ganaba contra la desdicha.

Gustoso habría comprado mi vida con toda mi fortuna, / Y para esquivar mi muerte por espacio de un instante.

Pero Dios quiere tan sólo lo que se acomoda a su propósito. / Por ello, apartado de los míos, solo permanezco.

Y la muerte, que al hombre asola, trocó mi sino / De espléndida mansión en mísera cabaña,

Cuando hallé todas mis acciones idas y acabadas / Porque estoy de prestado[152] y mi vida arruinada por mi pecado.

Teme, pues, oh hombre que por una orilla discurres / Las vueltas de la Fortuna y el azar de las Mutaciones.

El emir Musa sintióse herido en lo más hondo y abominó de su vida por haber visto los lugares en que se produjeron las masacres.

Durante su recorrido por los pasillos y corredores del palacio, contemplando estancias y salones, he aquí que llegaron ante una mesa de ónice amarillo sostenida por cuatro patas de madera de junípero[153], sobre la que había estas palabras grabadas: «En esta mesa han comido mil reyes ciegos del ojo derecho y mil ciegos del ojo izquierdo y aún otros mil ciegos de ambos ojos, todos los cuales han abandonado ya este mundo y han fijado su residencia en las tumbas y en las catacumbas». De todo esto tomó nota el emir y abandonó el palacio llevándose consigo tan sólo la mencionada mesa. Durante tres días continuó viaje con su hueste, guiados por el Sheykh Abd al-Samad, hasta llegar a un elevado monte sobre el que había un jinete de azófar. En la mano blandía una pica culminada en ancho remate, refulgente como plata cegadora, y en el que podía leerse esta inscripción: «Oh tú que llegas hasta mí, si no conoces el camino para la Ciudad de Azófar, frota la mano de este jinete y girará para detenerse al instante. Toma entonces la dirección hacia la que mire su rostro y marcha sin temor, pues te llevará sin fatigas a la dicha ciudad». El emir Musa frotó la mano del jinete y este giró como un relámpago deslumbrante y se detuvo mirando a una dirección distinta a la que ellos venían siguiendo. Tomaron, pues, aquel camino que se les indicaba (que era el camino acertado) y encontrándose con una senda hollada continuaron la marcha durante tres días con sus noches, hasta llegar a cubrir un buen trecho de aquel territorio. Llegaron entonces a un pilar de piedra negra como la chimenea de un horno, en el cual había una criatura metida hasta las axilas. Tenía dos grandes alas y cuatro brazos, dos de ellos como los brazos de los hijos de Adán y otros dos como zarpas de león con garras de acero, y era grande y negro y de aspecto pavoroso, el pelo como las crines de los caballos y los ojos como tizones en unas hendiduras verticales sobre el rostro. Tenía, además, un tercer ojo en medio de la frente, como el de un lince, del que brotaban llamaradas, y al verles exclamó: «¡Gloria a mi Señor, que ha decretado para mí este atroz tormento, este penoso castigo hasta el Día del Juicio!». Al verle los que llegaban se les pasó el miedo y volviéronse para proseguir rápidamente la marcha, pero en esto el emir Musa le preguntó al Sheykh Abd al-Samad: «¿Qué es esto?», y el interpelado respondió: «No lo sé», por lo que Musa prosiguió: «Acércate e inquiérele acerca de su condición; tal vez quiera revelarte su misterio». «Alá te bendiga, emir. La verdad es que me inspira temor», replicó el Sheykh, pero el emir le dijo: «No temas, está imposibilitado para hacer daño a nadie por el modo en que está metido ahí». Acercóse, pues, Abd al-Samad al pilar y le habló al que estaba dentro: «Oh criatura, ¿cómo te llamas, quién eres y cómo has llegado a verte así?». «Soy un efrit de los jinn», replicó aquel, «de nombre Dahish, hijo de Al-A’mash[154], y el Todopoderoso me ha confinado aquí, prisionero de la Providencia y castigado por la justicia de Alá, hasta que le plazca a El, a quien todo Poder y Majestad pertenecen, devolverme la libertad». Musa dijo entonces: «Pregúntale por qué está cautivo en esta columna». El Sheykh le interrogó acerca de esto y el efrit respondió: «En verdad que mi historia es portentosa y extraordinario mi caso, que es este. Uno de los hijos de Iblis tenía un ídolo de cornelina roja del que yo era guardián y al que rendía culto un rey de los reyes del mar, un príncipe de inmenso poder y audacia, gobernante de un millar de millares de guerreros del jann que formaban con sus espadas ante él y obedecían sus órdenes cuando era preciso. Todos ellos estaban bajo mi mando y cumplían mis órdenes y eran todos y cada uno rebeldes contra Salomón, hijo de David, ¡la paz sea con él! Yo solía meterme en la panza del ídolo y desde allí dictaba órdenes e interdicciones. Ahora bien, la hija de este rey amaba a este ídolo y hallábase frecuentemente prosternada ante él y asiduamente a su servicio; era la más bella mujer de su época, perfecta en belleza y encanto, en elegancia y gracia». Alguien la describió ante Salomón y este mandó decir a su padre: ’Dame a tu hija por esposa, destruye tu ídolo de cornelina y proclama que no hay más dios que el Dios y Salomón es el profeta de Alá; si haces esto, nuestro derecho será tu derecho y tu deber será nuestro deber; pero si te niegas, prepárate a hacer frente a los designios del Señor y ve poniéndote tu atavío mortuorio, pues caeré sobre tí con una hueste irresistible que llenará los desiertos de la tierra y de ti será como del ayer, que se fue y no volverá jamás’. Cuando este mensaje llegó a oídos del rey creció en él la insolencia y la rebeldía, el orgullo y la contumacia, y les espetó a sus wazires: ‘¿Qué os parece esto? Sabed que Salomón, el hijo de David, me requiere para que le entregue a mi hija por esposa, destruya mi ídolo de cornelina y abrace su fe’. Y ellos le dijeron: «Oh poderoso rey, ¿cómo puede Salomón comportarse así contigo? Aún cuando pudiera incluso llegar hasta ti en medio de este vasto océano, nunca podría prevalecer sobre ti, pues los marids de los jann combatirán a tu lado y tú solicitarás la ayuda del ídolo al que rindes culto y él te acorrerá y te dará la victoria. Harías bien, pues, en consultar acerca de esto con tu señor (refiriéndose al mencionado ídolo) y escucha lo que él te diga. Si te dice: Combate contra él, entonces combate contra él; si no es así, no lo hagas». Fuese, pues, el rey sin dilación ni demora ante su ídolo y le ofreció sacrificios y víctimas propiciatorias, tras lo cual se postró ante él, prosternado y doliente, y repitió estos versos:

Oh mi señor, conozco bien la fuerza de tu mano; / Salomón quiere destruirte y verte proscrito.

Oh mi señor, para implorar tu socorro estoy aquí; / Dispón como gustes y yo me plegaré a tu supremo mandato.

Entonces yo (prosiguió el efrit, dirigiéndose al Sheykh y a cuantos con él estaban), en mi ignorancia, falta de sentido común y desdén por el mandato de Salomón y mi total desconocimiento acerca de su poderío, entré en la panza del ídolo y di la siguiente respuesta:

Tocante a mí, ningún temor le tengo, / Pues mi ciencia y mi sabiduría son infinitas.

Si quiere la guerra, yo le enseñaré a combatir / Y arrancaré su espíritu de su cuerpo.

Cuando el rey oyó mi jactanciosa respuesta su corazón se endureció y decidió declararle la guerra al profeta y presentarle batalla, de modo que infligió al mensajero un doloroso castigo y envió a Salomón una respuesta insensata, haciéndole objeto de amenazas y diciendo: «En verdad que tu alma te ha hecho una fútil sugerencia. ¿Me amenazas con palabras mendaces? Pues revístete de los avíos para el combate, pues si tú no vienes a mí ten por seguro que iré yo a ti». El mensajero retornó junto a Salomón y le contó cuanto había sucedido y todo lo que le había acontecido, oído todo lo cual por el profeta sintió una cólera como de Día del Juicio y se lanzó de lleno a la contienda. Hizo la correspondiente leva de los ejércitos de hombres, jann, aves y reptiles; dio orden a su wazir Al-Dimiryat, rey de los jann, de reunir a los marids de los jinn de todas las regiones y él por su parte congregó a seiscientos millares de millares[155] de demonios. Además, a una orden suya, su wazir Asaf ben Barkhiya llevó un ejército de un millar de millares de hombres o más. A todos los pertrechó con armas y armaduras y montando en la alfombra con toda su hueste voló por los aires, en tanto que las bestias iban por debajo de él y los pájaros volaban sobre su cabeza hasta tomar tierra en la isla del desdeñoso rey, y la rodeó completamente, llenando la tierra con sus ejércitos. Luego envió un mensaje a nuestro rey diciéndole: ‘Mira, he venido. Defiende tu vida contra lo que se te viene encima o, por el contrario, sométete a mí y reconoce mi condición de apóstol y entrégame a tu hija por esposa legítima. Destruye tu ídolo y venera al Único Dios, el Solo Venerable, y dad testimonio tú y los tuyos y decid: ¡No hay más dios que el Dios y Salomón es el Apóstol de Alá![156] Si esto haces, tendrás el perdón y la paz; pero si no, de nada te servirá fortificarte en esta isla, pues Alá (¡ensalzado y exaltado sea!) ha ordenado a los vientos que me obedezcan, así que les daré orden de que me lleven hasta tí en mi alfombra y te daré un escarmiento para ejemplo y disuasión de otros’. Pero el rey le dio esta contestación al mensajero: ‘En modo alguno será tal como me lo requiere. Díle, pues, que voy a su encuentro’. Con esta réplica volvió el mensajero junto a Salomón, que, en consecuencia, congregó a todos los jinn que tenía a su mando, en número de un millar de millares, y añadió a los marids y los demonios de las islas del océano y de las cimas de las montañas y reuniéndolos en parada abrió sus armeros y les dotó de armas y armaduras. Luego, el profeta dispuso a su hueste en orden de combate, dividiendo a los animales en dos cuerpos, uno al ala derecha de los hombres y el otro a la izquierda, y les dio orden de destruir a los caballos del enemigo. A todos los pájaros que había en la isla les dio orden de volar por encima de las cabezas de los enemigos y, cuando se produjera el ataque, abatirse sobre ellos y arrancarles los ojos con sus picos y azotarles el rostro con las alas. Todos contestaron diciendo: «Oímos y obedecemos a Alá y a ti, profeta de Alá». Salomón se sentó entonces sobre un trono de alabastro con incrustaciones de piedras preciosas y chapado de oro rojo y, ordenando a los vientos que le alzaran por los aires, dispuso a su wazir Asaf ben Barkhiya[157] y a los reyes del orbe humano a su derecha y a los reyes de los jinn a su izquierda, situando a los animales, víboras y serpientes en la vanguardia. Pusiéronse en marcha todos al unísono y durante dos días les dimos batalla en una vasta llanura; pero, al tercer día, nos sobrevino el desastre, y la justicia de Alá el Altísimo se cumplió en nosotros. Los primeros en cargar contra ellos fuimos mis tropas y yo. A mis compañeros les dije: ‘Permaneced en vuestros puestos mientras yo salgo a retar a Al-Dimiryat a singular combate’. Y he aquí que presentóse aquel al duelo como si de una gigantesca montaña se tratara: flameante de fuego, exhalando espirales de humo; me lanzó un cometa de fuego, pero lo esquivé y no me dio; entonces, yo a mi vez le lancé una llamarada ígnea que le alcanzó, pero su venablo[158] pudo con mi fuego, y profirió un alarido tan espantoso que tuve la impresión de que los cielos caían de plano sobre mí y las montañas temblaban con su voz. A renglón seguido ordenó a sus huestes que cargaran y consiguientemente se abalanzaron sobre nosotros y la batalla llegó a su máximo fragor, con el humo alzándose en columnas y los corazones al borde del desfallecimiento. Los pájaros y los jinn voladores combatían en el aire y los animales y los hombres y los jann de a pie sobre la arena, y yo luché con Al-Dimiryat hasta quedar exhausto, y él no menos que yo. Por último, las fuerzas me faltaron y di media vuelta para huir de él, al ver lo cual mis camaradas emprendieron también la huida y mis huestes fueron derrotadas. Y Salomón decía a grandes voces: «¡Atrapad al sañudo tirano, el maldito, el infame!». Al punto los hombres se abalanzaron sobre los hombres, los jinn sobre los jinn y los ejércitos del profeta cargaron sobre nosotros, con los leones y las fieras a derecha e izquierda, haciendo pedazos a nuestros hombres y destrozando a nuestros caballos. Mientras, las aves se cernían sobre nuestras cabezas, acribillándonos los ojos con picos y uñas y azotándonos el rostro con sus alas; y las serpientes nos mordían con sus colmillos, hasta que la mayor parte de nuestra gente quedó tendida en tierra, como abatidos troncos de palmera. De este modo, la derrota se precipitó sobre nuestro rey y quedamos convertidos en despojos para Salomón. En cuanto a mí, huí ante Al-Dimiryat pero me persiguió durante tres meses, hasta que caí agotado y me atrapó, echándose sobre mí, y me hizo prisionero. Entonces le dije: ‘En virtud de Aquel que a ti te ha exaltado y a mí me ha abatido, presérvame y llévame ante la presencia de Salomón, ¡la paz sea con él!’. Me llevó, pues, a presencia de Salomón, que me recibió en el lamentabísimo estado en que me hallaba, e hizo llevar y vaciar este pilar, ordenó que me metieran en él y me encadenaran y me selló con su anillo, y Al-Dimiryat me trasladó hasta este lugar en que me veis. Encargó, además, a un gran ángel que me custodiase y este pilar es mi prisión hasta el Día del Juicio’.

Cuando el jinni terminó de relatar su historia, de principio a fin, los que le habían escuchado quedaron maravillados por lo acontecido y lo espantoso de la lenidad recibida, y el emir Musa dijo: «¡No hay más dios que el Dios! En verdad que un gran poder le fue otorgado a Salomón». Y el Sheykh Abd al-Samad le dijo al jinni: «De buena gana te preguntaría una cosa de la que podrías informarnos». «Pregunta lo que gustes», replicó el efrit Dahish, y el Sheykh inquirió: «¿Hay por estos alrededores alguno de los efrits que fueron encerrados en vasijas de latón desde los tiempos de Salomón (¡la paz sea con él!)?». «Sí», contestó el jinni, «los hay en el mar de Al-Karkar[159], en la orilla donde viven unas gentes del linaje de Noé (¡la paz sea con él!), pues su país no fue alcanzado por el diluvio y viven allí aislados del resto de los hijos de Adán». Abd al-Samad habló después: «¿Y cuál es el camino para la Ciudad de Azófar y el lugar donde se encuentran las redomas de Salomón y a qué distancia estamos de allí?», a lo que el efrit contestó: «Está muy cerca de aquí», y les indicó el camino. Dejáronle, pues, los viajeros y prosiguieron la marcha, hasta que, en la lejanía, apareció ante ellos una gran mole negra con dos hogueras situadas una frente a la otra, y el emir Musa le preguntó al Sheykh: «¿Qué son aquella enorme mole negra y aquellas dos hogueras gemelas?», y el guía respondió: «Regocíjate, oh emir, pues aquella es la Ciudad de Azófar, tal como aparece descrita en el Libro de los Tesoros Ocultos que traigo conmigo. Sus muros son de piedra negra y tiene dos torres de azófar andaluz[160] que a quien las contempla en la distancia le parecen dos hogueras gemelas, de ahí el hombre de Ciudad de Azófar».

Continuaron andando hasta llegar a las proximidades de la ciudad, y he aquí que era como un trozo de montaña o una masa de hierro echada en un molde e impenetrable por la altura de sus muros y baluartes; por otra parte, sus edificios y la disposición de los mismos eran de una belleza insuperable. Desmontaron, pues, y se afanaron en busca de una entrada, mas no vieron ninguna ni hallaron traza de abertura alguna en los muros, a pesar de que había veinticinco pórticos en la ciudad, ninguno de los cuales era visible desde fuera. Y el emir habló de este modo: «Oh Sheykh, no veo la menor traza de entrada a esta ciudad», y el otro replicó: «Oh emir, así es como aparece descrita en mi Libro de los Tesoros Ocultos; tiene veinticinco pórticos pero no pueden abrirse sino desde el interior de la ciudad». Y Musa preguntó: «¿Cómo entraremos, entonces, en la ciudad y contemplaremos sus maravillas?», y Talib, hijo de Sahl, su wazir, respondió: «¡Alá bendiga al emir! Quedémonos aquí dos o tres días y, si Dios quiere, hallaremos el medio de traspasar los muros». Entonces Musa le dijo a uno de sus hombres: «Monta en tu camello y circunvala la ciudad, a ver si por azar descubres alguna puerta o algún punto en la muralla más bajo que este que hay frente a nosotros o, Inshallah, alguna abertura por la que podamos entrar». Montó, pues, el hombre en su animal, llevándose agua y alimentos, y cabalgó alrededor de la ciudad dos días y dos noches sin descanso, pero sólo pudo comprobar que la muralla era como un bloque, sin fisuras ni vías de acceso, y al tercer día encontróse de nuevo a la vista de sus camaradas, aturdido y admirado de la extensión y la altura del lugar, y dijo: «Oh emir, el punto de más fácil acceso es este en el que has desmontado». Tomó entonces Musa a Talib y a Abd al-Samd y ascendieron al monte más alto que dominaba el panorama de la ciudad. Al llegar a la cima, contemplaron la urbe a sus pies, y nunca habían visto una mayor ni más hermosa, con residencias y mansiones de ingente altura y palacios, pabellones y cúpulas brillando esplendorosamente, con ciudadelas y baluartes de una solidez inmensa, y discurrían los arroyos, abríanse las flores y resplandecían los frutos. Era una ciudad de inexpugnables puertas pero vacía y silenciosa, sin una voz o un ser viviente que alentara. El búho ululaba por sus barrios, los pájaros volaban circundando sus plazas y el cuervo graznaba por las amplias avenidas, como un llanto y plañido por los habitantes que otrora estuvieron allí su morada[161]. El emir permaneció en aquel lugar por algún tiempo, maravillado y desolado por la ciudad, y al cabo dijo: «¡Gloria a Aquel a quien ni las edades ni las mutaciones ni los tiempos pueden agostar, aquel que creó todas las cosas con su Poder!». Mas luego ocurriósele mirar hacia un lado y alcanzó a ver siete estelas de mármol blanco en la lejanía. Acercóse, pues, a ellas y al advertir que contenían algunas inscripciones llamó al Sheykh y le pidió que las leyera. Aproximóse el demandado y al examinar las inscripciones halló que eran admoniciones, advertencias, ejemplos e interdicciones para aquellos que lo leyeran. En la primera estela había escrito en antiguos caracteres griegos: «¡Oh hijo de Adán, cuán despreocupado estás por lo que hay ante tí! ¡En verdad que tus años y meses y días te han desviado de lo que importa! ¿No sabes que el cáliz de la muerte, colmado para perdición tuya, en breve apurarás hasta las heces? Repara en tu destino antes de entrar en el sepulcro. ¿Dónde están los reyes que ejercieron imperio sobre las naciones y humillaron a los siervos de Alá y erigieron estos palacios y tuvieron ejércitos bajo su mando? Por Alá, el Aniquilador de placeres, el Disgregador de sociedades y el Devastador de moradas se abatieron sobre ellos y les mudaron de la holgura de sus palacios a la angostura de sus sepulcros». Y al pie de la estela aparecían escritos los siguientes versos:

¿Dónde están los reyes que poblaron las regiones, dónde están? / Lo que erigieron y poblaron abandonado está para siempre jamás.

Yacen sepultados, mas presos de sus acciones del pasado; / Y tras la muerte les alcanza la podredumbre.

¿Dónde están sus mesnadas? ¡Fracasaron en la guardia y defensa! / ¿Dónde están las fortunas y riquezas en tesoros depositadas?

El Señor del Empíreo, con una palabra, les sorprendió / ¡Ni refugios ni riquezas pudieron diferir su castigo!

Cuando el emir hubo oído esto dejó escapar un lamento y las lágrimas corrieron por sus mejillas, y exclamó: «¡Por Alá, alejarse del mundo es el derrotero más juicioso y la única beatitud!». Pidió papel y pluma y anotó lo que estaba grabado en la primera estela. Acercóse después a la segunda estela y halló que había en ella inscritas estas palabras: «Oh hijo de Adán, ¿qué es lo que te ha apartado del servicio al Decano de los Días y te ha hecho olvidar que un día habrás de pagar la deuda de la muerte? ¿No sabes que es esta una morada efímera en que nadie perdura y aún pones tu pensamiento en el mundo y te apegas a lo fugaz? ¿Dónde están los reyes que conquistaron Irak y los cuatro confines del globo poseyeron? ¿Dónde están aquellos que moraban en Ispahán y en la tierra de Khorasán? La voz del Emplazador de la Muerte les emplazó y ellos le respondieron, y el Heraldo de la Destrucción les acogió y ellos replicaron: ¡Aquí estamos! En verdad que de cuanto erigieron y fortificaron nada les aprovechó, ni de cuanto acopiaron y se proveyeron obtuvieron ganancia alguna para su amparo». Y al pie de la estela estaban grabados los siguientes versos:

¿Dónde están los hombres que erigieron y fortificaron / Altivas ciudadelas jamás vistas por el hombre?

Por temor al Hado levaron huestes y mesnadas / Que de nada les sirvieron cuando llegó la consumación de su tiempo.

¿Dónde están los Kisrás cobijados tras los más fuertes muros? / Alejáronse presurosos sin dejar huella de su paso.

Rompió en llanto el emir Musa y exclamó: «¡Por Alá, en verdad que hemos sido creados para un triste destino!». Copió luego la inscripción y pasó a la tercera estela, en la que estaba escrito: «Oh hijo de Adán, amas y aprecias las cosas de este mundo y desdeñas y desprecias los mandatos de tu Señor. Transcurren todos los días de tu vida y te sientes feliz de saludar su paso. Apresta tu viático para ver el día a ti asignado y prepárate a responder ante el Señor de todas las criaturas vivientes». Y al pie estaban escritos estos versos:

¿Dónde está ese hombre que antaño conquistó / El País de Hind y Sind, donde erigióse en tirano?

¿Quién sometió a su yugo a Zang[162] y Habash / Y sojuzgó a Nubia bajo su férula?

No busques noticia de lo que hay en su tumba, / Arduo será que alguien facilite tu visión.

El embate de la muerte cayó sobre él impetuoso y certero, / No pudieron salvarle ni su palacio ni las naciones que regentaba.

Estos versos hicieron que Musa derramara llanto, y prosiguiendo hasta la cuarta estela leyó esto inscrito en ella: «Oh hijo de Adán, ¿por cuánto tiempo te sufrirá tu Señor y seguirás tú sumido en la locura? ¿Acaso te ha sido acordado que no morirás algún día? Oh hijo de Adán, no dejes que la falacia de tus días y tus noches, de tus plazos y tus horas, te seduzcan con sus deleites; recuerda más bien que la muerte está siempre presta, al acecho, pronta a saltar sobre tus hombros, y no pasa una sola jornada en que no te acompañe de día y de noche. Guárdate, pues, de su embestida y está prevenido contra ella. Lo que fue de mí es ahora de ti: tu vida entera disipas y malgastas los goces en que tan abundosos son tus días. Presta atención, pues, a mis palabras y pon tu confianza en el Señor de los Señores, pues no hay firmeza en el mundo: es para ti como una tela de araña». Y al pie de la estela estaban escritos estos versos:

¿Dónde está el hombre que se afanó con ahínco / Y cimentó y erigió y encumbró esos muros?

¿Dónde están los señores de las fortalezas? ¿Quién las habita? / Prosigue tu camino y déjales sumidos en el estrago.

Todos yacen sepultados, en prenda de que un día / Todos los pecados estarán a la vista de la multitud.

Nadie sino el Altísimo Señor perdura, / Aquel cuyos Poder y Majestad nunca perecen.

Desvanecióse el emir al leer estos versos y al volver en sí al poco tomó nota de ellos. Acercóse luego a la quinta estela y he aquí lo que en ella estaba grabado: «Oh hijo de Adán, ¿qué es lo que te ha extraviado de la obediencia de tu Creador y Autor de tu existencia, el que te cuidó cuando eras pequeño y te nutrió cuando fuiste adulto? Eres un ingrato ante su munificencia, a pesar de que El miró por tí con su gracia, extendiendo sobre tu cabeza el velo de su protección. Ha de haber para ti una hora más amarga que la hiel y más ardiente que los tizones. Apréstate, pues, contra ella, pues ¿quién endulzará su acíbar y apagará su fuego? Piensa en los pueblos y en los héroes que te han precedido y toma ejemplo de ellos antes de la hora de tu perdición». Y al pie de la estela estaban grabados estos versos:

¿Dónde están los reyes de la Tierra que, desde su morada / Partieron con premura y dieron con sus huestes en los cementerios?

Otrora, en sus días de grandeza, veíanse / Huestes que cubrían la tierra sobre la que cabalgaban.

¡Cuántos reyes humillaron en su momento! / ¡Cuántas mesnadas condujeron, imponiendo su número!

Pero raudo llegó el Señor del Empíreo: / Una palabra, y su gozo se trocó en aflicción antes de alumbrar la mañana.

Quedó el emir maravillado y anotó esta estrofa, tras lo cual prosiguió hasta la sexta estela, y he aquí lo que había escrito en ella: «Oh hijo de Adán no creas que la impunidad dura por siempre, viendo cómo tu cabeza lleva el sello de la muerte. ¿Dónde están tus padres, dónde están tus hermanos, dónde tus amigos y tus seres queridos? Todos han ido a parar al polvo de las tumbas y se han presentado ante el Glorioso, el Misericorde, como si nunca hubieran comido ni bebido, y son ahora la prenda de lo que han merecido. Mira, pues, por ti, antes de que tu tumba venga a ti». Y al pie de la estela había estos versos:

¿Dónde están los reyes que gobernaron a los antiguos francos? / ¿Dónde está el rey que asentó a su gente en la tierra de Tingis?[163]

Sus obras están escritas en un libro que El, / El Único, el Padre universal esgrimirá como testimonio.

Maravillóse sobremanera el emir y anotó los versos diciendo: «¡No hay más dios que el Dios! ¡En verdad, qué excelsas eran aquellas gentes!». Acercóse luego a la séptima estela y he aquí lo que en ella estaba escrito: «¡Gloria a Aquel que predispuso la muerte para todo cuanto El creó, el Perdurable, el que no muere! Oh hijo de Adán, no dejes que tus días y sus deleites te seduzcan, ni tus horas ni las delicias de tu plazo, y sabe que la muerte viene a ti y se posa sobre tu hombro. Cuídate, pues, de su asalto y prepárate para su embestida. Lo que fue de mí es ahora de ti: derrochaste la dulzura de tu vida y el gozo de tus horas. Presta, pues, oído a mi lección y pon tu confianza en el Señor de los Señores y sabe que no hay firmeza en el mundo sino que es una tela de araña para ti, y todo cuanto en él hay perecerá y se extinguirá. ¿Dónde está el que puso los cimientos de Amid[164] y la erigió y erigió Farikin[165] y la engrandeció? ¿Dónde están todos aquellos que poblaban las plazas fuertes? Deshabitadas las dejaron luego que su poder sepultaron en las tumbas. La muerte se los llevó, y de igual modo seremos nosotros afligidos por el Sino. Nadie permanece, salvo Alá el Altísimo, pues El es Alá el Único Misericordioso». El emir Musa rompió a llorar y copió todo eso y en verdad que el mundo quedó empequeñecido a sus ojos. Bajó luego del monte y se reunió con su gente, con la que pasó el resto del día, tratando de hallar un medio de entrar en la ciudad. A su wazir Talib ben Sahl y al comandante de sus tropas les dijo: «¿Cómo nos las arreglaremos para entrar en la ciudad y contemplar sus maravillas? Tal vez dentro hallemos la manera de conquistar el favor del Comendador de los Creyentes». «¡Alá prolongue la fortuna del emir!», replicó Talib. «Construyamos una escala para remontar la muralla; tal vez por ventura alcancemos desde dentro alguna puerta». Y el emir dijo: «¡Eso es lo que yo estaba pensando también, es una gran idea!». Llamó luego a los carpinteros y a los herreros y les dio orden de agenciarse madera y construir una escala chapada y reforzada de hierro. Pusiéronse, pues, a la tarea de construir una escala bien fuerte y durante todo un mes trabajaron en ello muchos hombres. Luego la llevaron entre todos y la colocaron contra la muralla y llegaba hasta lo más alto, como si hubiera sido construida la muralla para la escala. Quedó el emir maravillado y dijo: «¡La bendición de Alá descienda sobre vosotros! Parece como si hubierais tomado la medida de la muralla, tan excelente es vuestro trabajo». Y luego les dijo a sus hombres: «¿Quién de vosotros se ofrece para subir por la escala, recorrer el muro y buscar una manera de bajar a la ciudad para estudiar la situación y hacernos saber el modo de abrir una puerta?», y uno de ellos dijo: «Yo subiré, oh emir, bajaré luego y te abriré», a lo que Musa replicó: «jVé, y que la bendición de Alá te acompañe!». El hombre trepó por la escala pero al llegar a la cúspide de la muralla se enderezó, contempló fijamente la ciudad que estaba a sus pies, se puso a batir palmas y exclamó con toda la fuerza de su voz: «¡Por Alá, qué hermosa eres!», dicho lo cual precipitóse hacia el interior. El emir Musa, al verlo, gritó: «¡Por Alá, es hombre muerto!». Llegósele hasta él otro hombre y le dijo: «O emir, ese hombre estaba loco y sin duda el desvarío se apoderó de él y le llevó a la muerte. Yo subiré y te abriré la puerta, si es la voluntad de Alá el Altísimo». «Sube», respondió Musa, «y que Alá te acompañe. Pero ten cuidado no pierdas también tú la cabeza, como le pasó a tu camarada». Trepó, pues, el hombre por la escalera, pero apenas si había alcanzado lo alto de la muralla cuando se puso a reír con todas sus ganas y decía: «¡Es estupendo! ¡Es estupendo!», y batiendo palmas se arrojó al interior y murió en el acto. Al ver esto, el emir dijo: «Si esta es una acción de un hombre en su juicio, ¿cuál será la de un demente? Si todos nuestros hombres hacen lo mismo nos quedaremos sin un solo y nuestra expedición y la causa del Comendador de los Creyentes serán un fracaso. Aprestaos para la marcha; en verdad que nada tenemos que ver con esta ciudad». Pero un tercer hombre de la tropa dijo: «Quizás haya alguien más sensato que esos dos». Así que un tercero escaló la muralla, y un cuarto y un quinto, y todos ellos profirieron exclamaciones y se arrojaron al vacío, tal como había hecho el primero, y no dejaron de hacerlo así hasta que del mismo modo hubo perecido una docena. Entonces el Sheykh Abd al-Samad se adelantó e infundiéndose ánimo dijo: «Este asunto me está reservado a mí, pues no es lo mismo el torpe que el experimentado», a lo que el emir dijo: «En modo alguno harás tal cosa ni yo te permitiré que subas; si tú pereces todos estaremos perdidos, hasta el último hombre, ya que eres nuestro guía», pero el otro replicó diciendo: «Tal vez lo que perseguimos haya de ser cumplido por mis manos, ¡con la gracia de Alá el Altísimo!». Todos, pues, se mostraron de acuerdo en dejarle subir la escala y él comenzó a ascender dándose ánimos y repitiendo: «¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!» y trepó por la escala invocando el nombre del Señor y recitando los Versículos de la Salvación[166]. Una vez que hubo llegado a lo alto de la muralla se puso a batir palmas y a mirar con arrobo a la ciudad.

Los que estaban abajo le gritaron a una voz: «¡Oh Sheykh Abd al-Samad, por el amor de Dios, no te arrojes al vacío!», y añadían: «¡En verdad, a Alá pertenecemos y a El volveremos! Si el Sheykh cae no quedará uno solo de nosotros». El Sheykh, al mismo tiempo, reía con desmedidas carcajadas, y durante una hora se quedó sentado recitando los nombres de Alá Todopoderoso y repitiendo los Versículos de la Salvación. Al cabo se levantó y exclamó con toda la fuerza de su voz: «Oh emir, no temas, no te aquejará ningún mal, pues Alá (¡a quién pertenecen el Poder y la Majestad!) me ha preservado de los ardides y la malicia de Satanás mediante la bendición de las palabras ‘En el nombre de Alá el Compasivo, el Misericordioso’» «¿Qué es lo que has visto?», preguntó Musa, y Abd al-Samad respondió: «He visto a tres doncellas como huríes del Paraíso[167] que me hacían señas con las manos[168] y con sus voces me decían: ‘Ven aquí con nosotras’, y parecía que debajo de mí había un lago lleno de agua. Pensé por un momento en arrojarme pero en ese instante vi a mis doce compañeros muertos, así que me contuve y recité unos párrafos del Libro de Alá y El me libró del encantamiento de las hechiceras doncellas, con sus ardides y sus malignos engaños, y aquellas desaparecieron. Sin duda, se trata de un encantamiento urdido por los habitantes de la ciudad para rechazar a los que intentan curiosear o entrar en ella, y ha tenido éxito ocasionando la muerte a nuestros camaradas». Siguió caminando luego a lo largo de la muralla hasta llegar a las dos torres de azófar ya mencionadas, que tenían sendas puertas de oro, sin rastro de cerrojos o algún otro ingenio de apertura. Quedóse allí el Sheykh tanto tiempo como le plugo a Alá[169] y durante un rato recorrió su entorno con la vista hasta que advirtió en medio de una de las puertas un jinete de latón con el brazo extendido como si señalara a algún punto y que tenía algo escrito en la palma de la mano. Llegóse, pues, hasta él y pudo leer estas palabras: «Oh tú que has llegado a este lugar, si quieres entrar haz girar doce veces la clavija que hay en mi ombligo y la puerta se abrirá». El Sheykh examinó al jinete y halló en su ombligo una clavija de oro, firme y bien trabada; la hizo girar doce veces y el jinete viró como un relámpago cegador y la puerta osciló sobre sus goznes con el estrépito de un trueno, hasta quedar abierta. El Sheykh se adentró por ella y se encontró en un largo pasadizo[170] que, tras descender unos escalones, le condujo a una sala de guardia con unos bancos de madera preciosa en los que estaban sentados varios hombres muertos, sobre cuyas cabezas colgaban bellos escudos, afilados aceros, arcos tendidos y buidas saetas. A través de la sala llegó a la puerta principal de la ciudad y, halándola asegurada con barras de hierro, cerrojos y candados bellamente trabajados y otros cierres de madera y metal, dijo para sí: «Tal vez las llaves estén en poder de esos difuntos». Regresó, pues, a la sala de guardia y al ver entre todos aquellos hombres muertos a un anciano sentado en un alto sitial de madera y que parecía el jefe, díjose: «Quién sabe si no las tiene ese Sheykh. Sin duda, este era el portero de la ciudad y todos estos hombres estaban bajo su mando». Acercóse, pues, a él y levantándole la túnica vio que las llaves colgaban de su ceñidor, de lo que tuvo gran contento y sintió que la alegría le daba alas. Cogió las llaves, fue hasta la puerta y descorrió los cerrojos y retiró las barras y cierres, de resultas de lo cual las pesadas hojas de la puerta se abrieron prestamente con un atronador estruendo, a causa de su enorme tamaño. Exclamó entonces el Sheykh: «¡Allaho Akbar! ¡Dios es el más grande!». Y los que estaban fuera le respondieron con las mismas palabras, gozosos y agradecidos a él por su proeza. También el emir Musa hallábase encantado al ver sano y salvo al Sheykh y por la apertura de las puertas de la ciudad, y las tropas pugnaban por entrar pero Musa les gritó: «Si entramos todos a la vez no podremos salvarnos de alguna trampa que pueda acecharnos. Que entre la mitad y se quede fuera la otra mitad». Adelantóse, pues, con la mitad de sus hombres portando sus armas de guerra y al encontrar a los compañeros que habían perecido les dieron sepultura. Luego vieron a los porteros, eunucos, chambelanes y oficiales reclinados sobre cojines de seda, y todos eran cadáveres. Continuaron la marcha hasta llegar al zoco principal, lleno de encumbrados edificios sin que ninguno de ellos sobrepasara a los otros, y todas las tiendas estaban abiertas, con las balanzas colgadas y los calderos de bronce en hileras y los almacenes repletos de toda clase de mercancías; y vieron a los mercaderes muertos, sentados ante sus tiendas, la piel seca y los huesos pútridos, una advertencia para aquellos a quienes toca estar advertidos, y vieron aún otros cuatro zocos repletos de riquezas. Abandonando el gran bazar, prosiguieron hasta llegar al bazar de la seda, donde hallaron sedas y brocados, orlados de oro fino y tachonados de blanca plata sobre fondos de todos los colores, y sus propietarios yacían muertos sobre alfombras de piel de cabra perfumadas y parecía que en cualquier momento iban a empezar a hablar. Atravesaron después la calle de los rubíes y las perlas y demás joyas y llegaron a la de los prestamistas y cambistas, a los que contemplaron muertos sentados sobre tapices de seda cruda y polícromos paños, en tiendas llenas de oro y plata. Siguieron luego al bazar de los perfumistas, donde hallaron tiendas colmadas de drogas de toda estirpe, bolsas de almizcle y ámbar gris, esencia de nadd y alcanfor y otros perfumes, en redomas de marfil, ébano, madera de Khalanj y cobre andaluz (que tiene el mismo valor que el oro), y varios tipos de bambú y caña india; pero todos los mercaderes yacían muertos y no se veía cosa alguna de comer. Muy cerca de este bazar de las drogas halláronse frente a un palacio edificado con primor y decorado con magnificencia, y en su interior encontraron estandartes desplegados, espadas fuera de sus tahalíes, ballestas aprestadas, escudos colgados de cadenas de oro y plata y yelmos chapados con oro rojo. En los zaguanes había bancos de marfil chapados de rutilante oro y cubiertos con lienzos de seda, en los que estaban sentados unos hombres cuya piel se había secado sobre sus huesos; alguien poco avisado les habría creído dormidos, pero por falta de comida todos habían perecido y habían conocido el sabor de la muerte. Al ver aquello, el emir Musa detúvose loando a Alá el Altísimo y santificándole y contemplando las bellezas del palacio, la robustez de su mampostería y la elegante perfección de su armonía, pues había sido edificado con la más elegante y firme traza, y la mayor parte de su ornamentación era de lapislázuli verde[171]. En la puerta interior, que estaba abierta, con caracteres de oro y azul ultramar estaban escritos estos versos:

Considera, hombre, lo que te muestran estos lugares / Y apercíbete antes de emprender viaje por esta misma senda,

Y prepárate una buena provisión que pueda servirte algún día / Pues todo morador de una casa tiene necesidad de aquellos que le precedieron.

Considera cómo ornaron estas gentes sus palacios / Y han quedado en el polvo como semillas de las obras que sembraron.

De nada les sirvió lo que edificaron, ni los tesoros. Ni preservó sus vidas ni retrasó el día del Destino.

Cuán a menudo confiaron en que las cosas no estuvieran escritas / Y se fueron al sepulcro antes de que la esperanza se mostrara munificente.

Y de una posición hórrida y encumbrada fueron arrojados de súbito/ A la angostura del sepulcro, y cuán baja es su morada.

Hasta ellos llegó después el Plañidero, tras el sepelio, y rompió en llanto, / Es cuanto te proporcionaron tu encumbrado trono, la corona y el oro.

¿Dónde han ido a parar los rostros ocultos por velos y tocas / Cuyos encantos eran proverbiales, aquellas bellezas de moda?

Las tumbas responden vocingleras a los inquisidores y gritan: / ‘¡El cáncer de la muerte y la devastación conocen aquellas mejillas sonrosadas!’

Mucho tiempo comieron y bebieron, pero su deleite tuvo un fin / Y también el comensal es comido, comido por los gusanos.

Al leer esto, el emir rompió a llorar hasta casi caer desvanecido y ordenó anotar estos versos, tras lo cual se internó en el palacio. La comitiva llegó al pronto a un vasto salón que tenía en cada uno de sus cuatro ángulos un alto y espacioso pabellón, todos revestidos de oro y plata y pintados en variados colores. En mitad de la estancia había una gran fuente de alabastro, coronada por un gran palio de brocado, y en cada pabellón había un sitial, así como una fuente con su pila finamente labrada en mármol, y el agua fluía por pequeños canalillos excavados en el pavimento que confluían en un gran aljibe de mármoles polícromos. El emir le dijo al Sheykh Abd al-Samad: «Vamos, entremos en aquel pabellón». Entraron, pues, en el primero de ellos, y estaba todo lleno de oro y plata, de perlas y jacintos y otras piedras y metales preciosos y había cofres llenos de brocados, rojos, amarillos y blancos. Entraron luego en el segundo pabellón y abriendo un armario que allí había lo encontraron lleno de armas y corazas, tales como yelmos dorados y gorgueras davídeas[172], espadas hindúes y venablos árabes y mazas corasmianas[173], así como otros varios pertrechos de guerra y combate. Pasaron luego al tercer pabellón, donde vieron unos armarios cerrados y cubiertos con tapices finamente trabajados con toda clase de bordados. Abrieron uno de ellos y lo hallaron repleto de armas curiosamente decoradas con calados, con oro, damasquinado de plata y piedras preciosas. Entraron luego en el cuarto pabellón y abriendo una de las alacenas que allí había se encontraron con gran cantidad de piezas de vajilla, de oro y de plata, con fuentes de cristal y cálices adornados con bellas perlas y copas de cornelina. Procedieron, pues, a tomar todo aquello que les complacía y los soldados cargaron con todo lo que les fue posible. Al abandonar los pabellones vieron en medio del palacio una puerta de teca con marquetería de marfil y ébano y chapada con rutilante oro, sobre la que colgaba un tapiz de seda con encajes y toda suerte de bordados. En la puerta había una cerradura de plata que no tenía llaves, por lo que habría de ser abierta mediante el arte del ingenio. El Sheykh Abd al-Samad dirigióse audazmente hacia la puerta y gracias a su sabiduría y su habilidad abrió la cerradura. Al franquear la puerta se encontraron en un corredor de marmóreo pavimento y en cuyos muros colgaban tapices como de tul[174], bordados con figuras de toda especie de animales y aves, cuyos cuerpos estaban realizados en oro rojo y blanca plata y cuyos ojos eran perlas y rubíes que llenaban de asombro a quien los contemplaba. Siguieron adelante y llegaron a un salón todo él construido de bruñido mármol y recamado de piedras preciosas, que daba la apariencia de que el suelo fuera una superficie de agua[175] en movimiento que haría resbalar a todo el que se aventurase a caminar sobre él. El emir dio orden al Sheykh de que esparciese alguna sustancia sobre aquel piso a fin de poder caminar con seguridad. Una vez que esto se hizo, se las arreglaron para continuar la marcha hasta llegar a un enorme y abovedado pabellón de piedra, dorado con oro rojo y coronado por una cúpula de alabastro; todo en derredor se hallaba cubierto de ventanas con celosías talladas y adornadas con ristras de esmeraldas[176] que para sí hubiera querido un rey. Bajo la cúpula había un baldaquín de brocado que se sustentaba sobre cuatro pilares de oro rojo con tallas de aves cuyas patas eran de esmeraldas y debajo de cada ave había un entramado de perlas recién tintadas. El baldaquín se extendía sobre una fuente surtidor de marfil y cornelina y chapada de rutilante oro, a cuyo lado había un lecho orlado de perlas y rubíes y otras gemas, y junto al lecho había un pilar de oro. En el capitel de la columna veíase un pájaro realizado a base de rojos rubíes que tenía en el pico una perla fulgurante como una estrella. Sobre el lecho yacía una doncella esplendorosa como un sol, nunca ojos humanos contemplaran alguna más hermosa. Vestía un traje de perlas finamente ceñido al cuerpo, llevaba una corona de oro rojo en la cabeza, ribeteada de gemas, y sobre su frente veíanse dos grandes joyas cuyo fulgor era como el de la luz del sol. Sobre su pecho llevaba una joya relicario llena de almizcle y ámbar gris, cuyo valor igualaba el del imperio de los Césares, y en torno a su garganta colgaba un collar de rubíes y enormes perlas, vaciadas y luego rellenas de aromático almizcle. La doncella parecía estar mirando a aquella comitiva de derecha a izquierda. Maravillado quedó el emir Musa ante aquella extraordinaria belleza y atónito ante la negrura de sus cabellos y el tono púrpura de sus mejillas, que inducía al observador a creerla viva y no muerta, y la saludó así: «¡La paz sea contigo, oh doncella!». Pero Talib Ibn Sahl le dijo: «Alá te guarde emir; en verdad que esta doncella está muerta y no hay en ella vida alguna. ¿Cómo podría devolverte el Shalam?», y añadió: «Verdaderamente, no es más que un cadáver embalsamado con prodigioso arte; le extrajeron los ojos después de la muerte, echaron mercurio bajo ellos y los volvieron a colocar en las órbitas; de ahí les viene ese fulgor; y cuando el aire mueve las pestañas, parecen hacer guiños, y al observador se le antoja que le están mirando, pero está enteramente muerta». Atónito más allá de toda medida estaba el emir ante todo esto y dijo: «¡Gloria a Dios, que sometió a sus criaturas al imperio de la muerte!». El lecho sobre el que yacía la joven hallábase sobre unas gradas y en estas había dos figuras de cobre andaluz que representaban a sendos esclavos, uno blanco y el otro negro. El primero sostenía con una mano una maza de acero[177] y el segundo una espada de acero templado que cegaba la vista con su resplandor; entre ambos, sobre una de las gradas, había una estela de oro en que aparecían escritas con letras de plata las siguientes palabras: «¡En nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso! ¡Loor a Alá, el Creador de la humanidad, Señor de los señores, Causa de las causas! ¡En el nombre de Alá, el Sin Principio, el Eterno, el Dispensador del Destino y la Fortuna! ¡Oh hijo de Adán! ¿Qué te ha hecho trastornarte con esta dilatada esperanza, qué te ha hecho desviar tu atención de la desdicha del día de la muerte? ¿No sabes que la muerte te reclama y se apresura a asir tu alma? Apréstate, pues, para el camino y prepárate para tu partida de este mundo, pues con toda seguridad lo has de abandonar muy pronto. ¿Dónde está Adán, fundador de la humanidad? ¿Dónde está Noé con toda su progenie? ¿Dónde están los reyes de la India y de los llanos del Irak y todos los que reinan sobre las más vastas regiones de la tierra? ¿Dónde moran los amakelitas y los gigantes y tiranos de los tiempos pretéritos? En verdad que están sus moradas vacías de ellos y se despidieron de sus hogares y allegados. ¿Dónde están los reyes de Arabia y Ajem? Muertos están todos ellos, muertos y sus huesos reducidos a polvo. ¿Dónde están los señores de tan encumbrada posición? Todos ellos están muertos y finados. ¿Dónde están Kora y Hamán? ¿Dónde están Shaddad, hijo de Ad? ¿Dónde están Canaán y Zu’l-Autád[178], señor de las Estacas? Por Alá, el Segador de vidas les ha segado y ha dejado las tierras privadas de ellos. ¿Tomaron medidas contra el Día de la Resurrección o se aprestaron a responder al Señor de los hombres? Oh tú, si no me conoces voy a decirte mi nombre: soy Tadmurah[179], hija de los reyes de los anakelitas, aquellos que ejercieron su imperio sobre las naciones con equidad y sojuzgaron las cabezas de la humanidad. Poseí lo que rey alguno jamás poseyó y fui recta en el gobierno e hice justicia a mis vasallos; sí, entregué muchos presentes y dádivas, di la libertad a siervos y siervas. Así viví muchos años con todas las comodidades y delicias de la vida hasta que la muerte llamó a mi puerta y a mí y a mi pueblo nos sobrevinieron calamidades sin cuento. Así fue como ocurrió: sobrevinieron siete años seguidos de sequía en los cuales no cayó una sola gota de agua de los cielos y ningún verdor brotó sobre la faz de la tierra[180]; tuvimos que comemos todo lo que almacenábamos y después nos abalanzamos sobre el ganado y lo devoramos, hasta que nada quedó. Me hice entonces traer mis tesoros y los dividí en varias partes y envié a hombres de confianza a comprar vituallas. Recorrieron en su busca todos los países sin dejar ciudad, mas no hallaron qué comprar y regresaron con el tesoro tras una larga ausencia. Nos informaron de que no habían conseguido trocar perlas finas por humilde trigo, celemín por celemín, medida por medida. Cuando ya desesperamos de conseguir socorros desplegamos todas nuestras riquezas y objetos de valor, echamos los cierres a las puertas de la ciudad y a sus baluartes, nos resignamos a los designios de nuestro Señor y nos encomendamos a nuestro Rey. Después, todos perecimos[181], como puedes ver, y dejamos todo cuanto habíamos edificado y cuanto habíamos atesorado. Esta es nuestra historia, y de lo que hubo no subsisten sino los vestigios». Miraron entonces al pie de la estela y leyeron estos versos:

Oh hijo de Adán, no permitas que la esperanza te engañe y te ciegue, / De todo cuanto atesoren tus manos serás despojado.

Sé que codicias el mundo y los efímeros placeres mundanos / Y que razas pretéritas han hecho como tú, lo sé.

Acumularon riquezas legítimas e ilegítimas, mas con todos sus tesoros, / Cumplido su término, no aplazaron su Destino.

De mucho oro se adueñaron al mando de huestes y hombres poderosos; / Sus riquezas y palacios dejaron luego, compelidos por el Hado a desaparecer

En la angostura de la tumba, el humilde lecho de polvo, / De donde, atrapados por sus palabras y sus obras, nunca saldrán libres.

Al igual que una caravana de viajeros ha descargado por la noche / En una casa en la que falta la comida y la compañía no es muy alegre,

Y cuyo propietario dice: ‘No hay alojamiento para vosotros’, / Así que vuelven a cargar lo que antes descargaron y se apresuran a seguir,

Con disgusto marchan y ni el viaje ni la parada / Tienen nada de gozosa ocasión ni lisonjera,

Prepárate, pues, un buen viático para tu viaje de mañana. / ¡Nada, sino una vida recta y honesta, te servirá ante el Señor!

Mientras leía, el emir Musa rompió a llorar:

«Por Alá, el temor del Señor es la mejor pertenencia, el pilar de la certidumbre y el único sostén firme. Realmente, la muerte es la verdad manifiesta y el mandato cierto, y en ella está la meta y el evidente punto de retorno. Aprende pues la lección de aquellos que ya se fueron al polvo y se apresuraron en el camino de su predestinado término. ¿No ves que los cabellos canos son un decreto hacia el sepulcro y que la blancura de tus rizos son un lamento de tu sino? Sé, pues, vigilante con tu partida y tu balance. Oh hijo de Adán, ¿qué ha endurecido tu corazón de un modo tan abyecto? ¿Qué te ha seducido, apartándote del servicio de tu señor? ¿Dónde están las gentes de antaño? ¡Son una advertencia para todo aquel que debe ser advertido! ¿Dónde están los reyes de Al-Sin y los señores de majestuoso porte? ¿Dónde está Shaddad ben Ad y cuanto edificó y fundó? ¿Dónde está Nemrod, que se rebeló contra Alá y le desafió? ¿Dónde está el faraón, que se sublevó contra Dios y le negó? La muerte siguió sus huellas y les derribó, sin respetar a nadie, grande o pequeño, macho o hembra; y el Segador de la humanidad les segó, sí, ¡por Aquel que hace la noche para regresar con el día! Sabe, oh tú que has venido a este lugar, que a esta que aquí ves no la sedujeron el mundo y sus efímeros deleites, pues es falso, pérfido, lugar de perdición, vano y traicionero, y es saludable para la criatura rememorar sus pecados. Temió esta a su Señor, obró de buena fe e hizo adecuada provisión para el día asignado a su partida. Todo el que llega a nuestra ciudad y Alá le otorga el privilegio de entrar en ella puede llevarse cuantas riquezas pueda, pero que nadie toque de lo que hay sobre mi cuerpo, pues es el velo de mi vergüenza[182] y mi traje para el último viaje. Así, pues, tema a Alá y no toque nada de esto o será causa de su propia destrucción. Esto dejo escrito como advertencia para él y como una solemne obligación. Que la paz sea contigo, y ruego a Alá que te libre de la enfermedad y el infortunio». Al leer esto el emir Musa rompió en un llanto tan inconsolable que cayó desvanecido; cuando al poco volvió en sí anotó cuanto había visto y tomó buena cuenta de cuanto había presenciado. Después, díjoles a sus hombres: «Traed todos los camellos y cargadlos con todas estas riquezas, vasijas y joyas». «Oh emir», preguntó Talib, «¿dejaremos a esta joven con todo lo que tiene encima, objetos sin parigual, imposibles de encontrar y más perfectos que cualquier otra cosa que puedas llevarte y que no podrías hallarlos mejores como presente para el Comendador de los Creyentes?», y Musa le respondió: «¿Es que no has oído lo que dice la dama en esa estela? Más que ofrecerlo en prenda se confía a nosotros, que no somos traidores». «¿Y tenemos», prosiguió Talib, «a causa de esas palabras, que dejar todas esas riquezas y joyas, viendo que está muerta? ¿Qué va a hacer ella con todos esos adornos mundanos, sabiendo que con una túnica de algodón le basta para cubrirse? Tenemos sobre todo eso más derechos que ella». Diciendo esto subió las gradas del lecho; pero al llegar al alcance de los esclavos, ¡oh!, el macero le golpeó en la espalda y el otro le hirió en la cabeza con la espada que empuñaba, cortándosela, y cayó muerto. Entonces el emir habló de este modo: «¡Que Alá no tenga misericordia de ti en el sepulcro! En verdad, bastantes tesoros había y el ansia de lucro sin duda degrada al hombre». Dio luego orden de que entraran los hombres y así lo hicieron y cargaron los camellos con aquellos tesoros y objetos preciosos, tras lo cual abandonaron la ciudad y el emir ordenó que dejaran la puerta cerrada como estaba antes.

Durante todo un mes marcharon junto a la orilla del mar, hasta que avistaron un elevado monte que dominaba el océano y estaba lleno de cuevas, en las que vivía una tribu de negros que se vestían con pieles, incluso los burnuses eran de piel, y que hablaban una lengua desconocida. Al ver a toda aquella tropa se asustaron como tímidas gacelas y corrieron a meterse en las cavernas, en tanto las mujeres y los niños se quedaban a la puerta contemplando a los extranjeros. «Oh Sheykh Abd al-Samad,» dijo el emir, «¿quiénes son esas gentes?», a lo que respondió aquel: «Son los que estamos buscando por encargo del Comendador de los Creyentes». Desmontaron, pues, y descargaron la impedimenta y plantaron las tiendas. Apenas si habían terminado cuando bajó del monte el rey de los negros y se acercó al campamento. Como entendía la lengua arábiga, al llegar ante el emir le saludó con el salam y Musa le devolvió el saludo y le recibió con honores. El rey negro le dijo luego al emir: «¿Sois hombres o jinn?». «Hombres somos», respondió Musa, «pero vosotros sois sin duda jinn, a juzgar por vuestra alejada existencia en esta montaña, que está totalmente aislada de la humanidad, y por vuestro extraordinario tamaño», «No», replicó el negro, «somos también hijos de Adán, del linaje de Ham, hijo de Noé (¡la paz sea con él!) y este mar es conocido como Al-Karkar». Preguntóle Musa: «Oh rey, ¿cuál es vuestra religión y a quien adoráis?», y aquel respondió diciendo: «Adoramos al Dios de los cielos y nuestra religión es la de Mahoma, ¡a quién Alá bendiga y guarde!». «¿Cómo llegásteis a conocer su doctrina», inquirió el emir, «toda vez que ningún profeta fue enviado a visitar este país?». «Has de saber, emir», replicó el rey negro, ’que hace ya mucho tiempo se nos apareció, surgido del mar, un hombre del que emanaba una luz que iluminaba el horizonte y que exclamó, con una voz que pudieron oír tanto los hombres que se hallaban lejos como los que estaban cerca, diciendo: «¡Oh hijos de Ham, venerad a Aquel que ve sin ser visto y decid: ‘No hay más dios que el Dios y Mahoma es el mensajero de Dios!’, y añadió: ‘Soy Abbu al-Abbás al-Khizar.’ Antes solíamos adorarnos unos a otros, pero Mahoma nos conminó a servir al Señor de todas las criaturas y nos enseñó a repetir estas palabras: ‘No hay más dios que el Dios Único, que no tiene parigual, y Suyo es todo el reino y Suyo es todo encomio. El da la vida y la muerte y El es Todopoderoso sobre todas las cosas’. No hemos tenido otro acercamiento a Alá (¡exaltado y enaltecido sea!) sino a través de esas palabras, pues ninguna más conocemos. Pero todas las vísperas de viernes[183] vemos una luz sobre la faz de la tierra y oímos una voz que dice: ¡Santo y Glorioso, Señor de los Ángeles y del Espíritu! ¡Lo que El quiere es, y lo que El no quiere no es! ¡Toda merced viene de Su gracia y no hay Majestad y no hay Poder sino en Alá, el Glorioso, el Grande! Pero vosotros», concluyó el rey, «¿quiénes sois y qué os trae a esta tierra?». El emir Musa respondió: «Somos dignatarios del soberano de Al-Islam, el Comendador de los Creyentes, Abd al-Malik ben Marwan, que ha oído hablar del señor Salomón, hijo de David (¡la paz sea con ellos!) y de que el Altísimo le otorgó la autoridad suprema; de cómo ejercía su imperio sobre jinn, animales y pájaros, y solía, cuando estaba colérico contra algún marid, encerrarle en una cucúrbita de latón cerrada con plomo sobre el que imprimía su sello y arrojarle al mar de Al-Karkar. Hemos oído decir que este mar se encuentra próximo a vuestra tierra y el Comendador de los Creyentes nos ha enviado aquí para que veamos de llevarle alguna de esas cucúrbitas o retortas a fin de poder solazarse en su contemplación. Esta es nuestra situación, oh rey, y lo que de ti queremos y aspiramos es que nos ayudes a cumplir el objetivo de nuestra expedición, ordenada por el Comendador de los Creyentes». «De mil amores», replicó el rey negro, y acompañándoles a la residencia de invitados les agasajó con los más altos honores y les proveyó de cuanto precisaban; luego, les ofrecieron pescado para comer. Llevaban allí tres días cuando el rey dio orden a sus buceadores de que sacaran alguna de las vasijas de Salomón. Lanzáronse, pues, al agua y sacaron doce cucúrbitas, lo que produjo una inmensa satisfacción al emir y a cuantos le acompañaban, al ver así cumplidos los deseos del califa. Musa obsequió al rey con profusión de excelentes regalos y este, a su vez, le hizo presente de una de las maravillas de las profundidades, peces con figura humana[184], diciendo: «Vuestro alimento de estos tres días ha sido la carne de estos pescados». El emir dijo: «Es preciso que le llevemos algunos de estos al califa, pues estoy seguro de que su vista le complacerá aún más que la de las cucúrbitas de Salomón». Más tarde, despidiéronse del rey negro, emprendiendo el viaje de regreso, y viajaron hasta arribar a Damasco, donde Musa llegóse de inmediato ante el Comendador de los Creyentes y le hizo el relato de cuanto había visto y oído de poemas, leyendas y ejemplos, así como de la forma en que había muerto Talib ben Sahl, y el califa dijo: «¡Ojalá hubiera yo estado contigo y hubiera visto lo que tú has visto!». Tomó luego las doce vasijas de azófar y las fue abriendo una por una, y los demonios salían diciendo: «¡Nos arrepentimos, oh profeta de Alá! ¡Nunca más volveremos a hacerlo, nunca!», y el califa quedó maravillado. En cuanto a las hijas de las profundidades con que le obsequiaba el rey negro, construyeron con tablas unas cisternas que llenaron de agua y en ellas las metieron, pero al poco murieron a causa del intenso calor. Después, el califa hizo llevar el botín de la Ciudad de Azófar y lo dividió entre los Creyentes, diciendo: «¡A nadie otorgó Alá lo que a Salomón, hijo de David!». El emir Musa pidió permiso al califa para nombrar a su hijo gobernador de la provincia en su lugar, a fin de dirigirse él a la Ciudad Santa de Jerusalén y allí venerar a Alá. El Comendador de los Creyentes, pues, invistió a su hijo Harún con la dignidad del gobierno y Musa se encaminó a la gloriosa y santa Ciudad, donde murió.